El pasado
24 de enero, El Pais, en su edición
digital, dedicó un homenaje a Salvador Dalí, repasando su vida a lo largo de 22
fotografías. Era el 30 aniversario de la muerte del pintor y, después de unos
años de olvido, motivado por circunstancias políticas, finalmente, a las tres
décadas de su desaparición proliferan exposiciones itinerantes, monografías y
artículos. Una de las 22 fotografías seleccionadas por El País está tomada en
Barcelona en 1969. El pintor, ya maduro, aparece junto a Amanda Lear, un
personaje polémico. Están en las gradas de la Monumental de Barcelona,
asistiendo a una corrida de toros. Por aquellas coincidencias cósmicas, el
mismo día en que veo estas fotos me encuentro, olvidado en un cajón, el “Tarot
Dalí” que compré hará un cuarto de siglo y cuyo origen me preocupé por
establecer.
El Tarot
atribuido a Dalí es uno de los que han experimentado más difusión en los
últimos veinticinco años; sin embargo muy pocos conocen su origen y llama la
atención que, tratándose de uno de los tarots más conocidos a nivel popular –se
han hecho multitud de reediciones y distintas revistas y diarios lo han puesto
en el mercado «por entregas»– muy pocos especialistas en cartomancia lo
utilizan; es habitual entre estos calificarlo con unas palabras tan
reiterativas como definitorias: el «Tarot Dalí no tiene buenas vibraciones»,
«hay algo en él que es negativo, extraño», no ha faltado quien nos lo
definiera como «satánico». La ambigüedad del Tarot Dalí no es
sino un reflejo de la ambigüedad espiritual del pintor.
Es
suficientemente conocido que muchos surrealistas eran grandes aficionados al
Tarot; Gala –ya lo hemos dicho– creía firmemente en la capacidad adivinatoria
de las cartas y en la suya propia. Para ella no se trataba de un juego, ni
mucho menos de algo frívolo o banal: era el patrón a través del cual analizaba
su vida y la de Dalí, día a día, actuando según el dictado de los naipes. Gala –y
esto resulta incuestionable– creó en Dalí el interés por las cartas del Tarot,
hasta el punto de que el mismo pintor, se dejaba dirigir por las predicciones
que su esposa le realizaba diariamente al despertar.
El
surrealismo ya había manifestado un interés por el Tarot. Bretón mismo lo había
loado. La afición de Gala –y su dependencia– por el Tarot procedía del ambiente
parisino en donde en los años 20 y 30 era posible encontrar un adivino en cada
esquina; no hay rastro de que conociera esta técnica antes de unirse a Eluard,
ni su hermana –que ha explicado todos los recuerdos que guardaba de su hermana
a varios periodistas– menciona nada por el estilo; seguramente conoció a
alguien en el ambiente que rodeaba los centros de reunión surrealistas,
habitualmente cabarets, bares y braserias, que le enseñó a dar los primeros
pasos en este terreno, posiblemente se tratase de algún amigo de René Crevel o
quizás la propia María de Naglowska; no hay datos fiables a este respecto. La
versión que afirma que Gala aprendió a tirar el Tarot en Rusia, y que, al
conocer a Eluard en Clevedel ya sería una consumada tarotista, tiene poco
fundamento y sólo se apoya en el hecho de que Gala procedía de Kazán, donde
existían fuertes asentamientos gitanos; ya hemos visto que ella misma, en
alguna ocasión, enfatizó su supuesto origen gitano y, en otras, se hacía pasar por
judía (1).
Sea como
fuere, en todas las biografías y testimonios directos que hemos podido recoger,
no hay ninguna duda que, al unirse a Dalí, Gala ya dominaba la cartomancia. El
pintor era el primero en reconocer sus méritos e infalibilidad; cuarenta años
después de encontrarse y de que Gala cotidianamente le realizara sus
predicciones, Dalí comentó a Amanda Lear: «Gala lee muy bien las cartas; un
día te tirará el Tarot; es extraordinario». Y efectivamente llegó el día en
que se las tiró; si hemos de creer el testimonio de Amanda, acertó plenamente: «conocerás
a un hombre joven que te seducirá por su gentileza»... y así fue, en
efecto.
A mediados
de la década de los sesenta, Amanda empezaba a frecuentar la «corte» de Dalí en
París. En aquella época lo más duro del rock se polarizaba en torno a los
«Rolling Stones», con algunos de cuyos miembros Amanda Lear tenía una estrecha
amistad. Fue sin duda su aspecto ambiguo y otros extremos de su físico los que
despertaron una irresistible atracción en Dalí; por lo demás, Amanda Lear
aprendió pronto los resortes psicológicos del pintor y los supo explotar
mientras tuvo necesidad.
En el otoño
de 1965, Amanda Lear estudiaba Bellas Artes en Londres y se ganaba la vida como
modelo de una agencia parisina. La directora de esta agencia era amiga de Anita
Pallemberg, compañera sentimental del «Rolling Stone» Brian Jones; Amanda, por
su parte, estaba ligada a «Tara», un amigo de éste. En el curso de una cena en
«Chez Castel», Brian Jones, «Tara» y Amanda, coincidieron con la «corte» de
Dalí, a uno de cuyos invitados conocían. Es Amanda quien nos describe la
escena: «Estaban sentados en una larga mesa presidida por Dalí, sentado en
una especie de trono y rodeado de cortesanos, jóvenes preciosos y favoritas».
Dalí inmediatamente se sintió atraído por el físico de Amanda, alta, extremadamente delgada, de rostro agresivo: «¿Amanda? Es bonito, no teníamos ninguna Amanda en la corte» y al día siguiente les cita para comer; ya desde ese primer encuentro se evidencian los motivos por los que la modelo atrae la atención de Dalí: «Tiene usted una buena calavera», opina y dice a los otros: «mirad la buena calidad del esqueleto de Amanda». Luego les explicará que, en su concepción, el esqueleto es lo más importante, ¿motivo?, «es lo que queda tras la muerte». Sin más preámbulos le pregunta si es lesbiana: «Todas las mujeres son un poco lesbianas y todos los muchachos pederastas, como seguramente su amigo, como todos los ingleses de buena calidad».
Unos pocos
días después de su primer encuentro, Dalí tiene ocasión de ver el pie desnudo
de Amanda Lear, no puede contenerse y muestra su sexualidad fetichista tal cual
es: se abalanza sobre el hermoso pie, arrodillado, lo elogia y destaca su
clasicismo –el dedo índice más largo que el pulgar– para luego besarlo durante
un interminable lapso, jadeando de manera entrecortada y visiblemente alterado:
«... estas cosas me causan una terrible impresión», se justificó el pintor,
para declarar finalmente «Os amo, es una verdadera pasión, os amo cada vez
más». Amanda extrañada recuerda: «[todo aquello] me pareció más una
manifestación de fetichismo que un acto de amor». Pero el episodio es
importante: Dalí, por segunda vez en su vida, declara su amor a alguien que,
sin ser completamente mujer, al menos es, una forma femenina; tras Gala, Amanda
Lear es el único ser del que se sentirá verdaderamente enamorado. Si bien la
atracción por el pie es una de las formas clásicas y relativamente divulgadas
de fetichismo, no parece que la totalidad de la atracción que Dalí sentía hacia
Amanda Lear derivara de ello.
A la vista
de los motivos que le llevaron a sentirse atraído por Gala, puede intuirse en
qué radicaba para él el encanto de Amanda: su supuesto o real transexualismo
(2). Dalí la pintó en varias ocasiones desnuda y conocía perfectamente el
secreto de su sexualidad. Aunque Amanda Lear, tras haber alcanzado un cierto
nivel de popularidad, negó siempre su transexualismo, lo cierto es que basó su
promoción artística precisamente en la ambigüedad sexual. El semanario
sensacionalista de extrema–derecha, Minute, reveló que Amanda Lear
sería un transexual vietnamita; Dalí, aprovechó para elogiar esta condición: «Deberías
de estar orgullosa, querida, ahora todo el mundo estará doblemente intrigado y
te hará la corte. Por lo demás ¡es cierto!: no eres ni chica, ni muchacho. Ya
te lo he dicho: eres angélica, un arquetipo». Para Dalí la palabra angélica
tenía el significado equivalente de hermafrodita y andrógino.
La
asociación paranoica angélicoandrógino derivaba ya de sus tiempos infantiles.
Dalí solía contar e incluso llevó al lienzo un episodio de su infancia que,
sin duda no habrá sido el único en vivir, sólo que al atribuir una importancia
desmesurada y una infalibilidad absoluta a las tesis freudianas, consideraba como
una de las piedras angulares de su sexualidad. Cuenta el pintor que sus tíos le
obsequian con un disfraz de rey, capa de armiño, corona de oro y cetro
incluidos; en la soledad de su habitación se los prueba, la suavidad del armiño
y la peluca le inducen a desnudarse ante el espejo; ve algo que sobra, que no
entiende para qué puede servir y oculta sus genitales entre los muslos, luego
se mira satisfecho. Asocia su autodivinización a este impulso hacia la
androginia del que la anécdota de su infancia da constancia y que luego
reflejará en varios cuadros.
Este
impulso vuelve a salir a la superficie en el momento en que siente el flechazo
por Gala en 1929, pocos años después lo experimenta hacia la figura de Hitler
del cual le excita particularmente sus «fascinantes caderas blancas y
rollizas»; la svástica empieza a causarle alucinaciones paranoicas: «estaba
hasta tal punto obsesionado por la svástica que concentré mi delirio sobre la
personalidad de Hitler que se me aparecía siempre en mi fantasía como mujer».
Estas alucinaciones le satisfacen y se recrea en ellas, acaso porque como dice,
es el momento en que «por fin rozo la locura».
NOTAS
Durante
los primeros años de su vida en común en Cadaqués, tal como narra el pintor en
su Vida Secreta, tras adquirir la cabaña de Lidia, vivieron rodeados de
pescadores y gitanos. Lo gitano fue una discreta constante que planeó siempre
sobre la vida de Dalí y que ejerció sobre la pareja una influencia no
desdeñable.