La reciente muerte de Guillaume Faye es la excusa
para difundir algunos de los textos más preclaros que escribió. Se conoce la
tesis central que acompañó a Faye en los últimos años de su vida: Europa estaba
siendo víctima de una colonización étnica, especialmente por parte del mundo
islámico. Darse cuenta de esta tendencia supone situar al europeo ante la
alternativa de reaccionar o morir. El texto que presentamos hoy es un capítulo
de su obra Pourquoi Nous Combattons. Manifeste de la Resistance Europeenne. El texto fue escrito en 2001 y
conserva toda su inquietante actualidad. Las previsiones de Faye se vienen
cumpliendo de manera sistemática. Creemos que no es necesario realizar más
aclaraciones y que, a pesar de que el autor, toma como referencia Francia, los
mismos procesos es están desencadenando en otros lugares de Europa.
LA COLONIZACIÓN ÉTNICA DE EUROPA
Más
que de «inmigración», hay que hablar de colonización masiva por poblamiento
protagonizada por los pueblos africanos, magrebíes y asiáticos y reconocer que
el Islam ha emprendido la conquista de Francia y de Europa; que la
«delincuencia juvenil» es sólo el comienzo de una guerra civil étnica; que
estamos siendo invadidos tanto en los servicios de maternidad como a través de
fronteras permeables; que por razones demográficas, un poder islámico
amenaza con instalarse en Europa, primero a nivel municipal y después, tal
vez, a nivel nacional.
La
escuela pública languidece, presa de la violencia principalmente causada por
los Beurs1
y los Blacks2,
nuevos conquistadores. Las zonas sin ley han sobrepasado el millar. Tras varios
años, el número de entradas de inmigrantes, legales y con visado o
clandestinos, ha estallado. Los que llegan ya no son trabajadores rentables,
sino candidatos a la asistencia pública. Avanzamos hacia el abismo; si nada
cambia, en dos generaciones, Francia dejará de ser por primera vez en su
historia mayoritariamente europea. Alemania, Italia, España, Bélgica y Holanda
siguen el mismo funesto camino con algunos años de retraso. Desde la caída del
Imperio Romano, Europa jamás había conocido un cataclismo histórico de
dimensiones semejantes. Todo esto se produce con la complicidad de una clase
política ciega y etnomasoquista o con la colaboración criminal de los lobbyes
inmigracionistas.
El
caos étnico que se agudiza en Europa amenaza con acabar con nuestra
civilización; es un acontecimiento que reviste mayor gravedad que todas las
grandes epidemias de peste que Europa ha conocido. Y no olvidemos que esta
colonización, así como esta islamización, sirven los intereses de los Estados
Unidos y que tanto la integración-asimilación, como el comunitarismo
multi-étnico son algo imposible. Hay por tanto que prepararse para otra
solución: la reconquista.
Nunca la identidad étnica y cultural de Europa, fundamento de su civilización, estuvo tan gravemente amenazada. Contando con la complicidad colaboracionista y suicida de los dirigentes políticos y mediáticos. Laurent Joffrin ha llegado a escribir en Le Nouvel Observateur esta anonadante frase: «La extrema derecha quiere paliar los desórdenes del futuro liberal con este remedio tan falso como homicida, la identidad étnica agresivamente opuesta a la inevitable mezcla de culturas».
Ahora
bien, este fatalismo del mestizaje no está corroborado por los hechos. No
asistimos en Francia una «mezcla de culturas» sino pura y simplemente a la
destrucción, a la erradicación, al etnocidio de la cultura europea en
provecho al mismo tiempo de una americanización y de una afro-magrebización e
islamización.
Bajo
la cobertura de la ideología del mestizaje, que no se desarrolla en ninguna
parte del mundo, nuestros enemigos, fieles a sus orígenes trotskistas, tratan
de abolir nuestra cultura ancestral considerándola culpable por el mero hecho
de existir y acusándola de ser intrínsicamente perversa.
La
«identidad étnica» y su defensa se señalan como el Mal, como el símbolo de la
agresividad, según palabras del citado Laurent Joffrin. Dicho de otra manera,
defenderse y afirmarse a sí mismo es racismo.
Lejos del mestizaje general en una «civilización planetaria», concebida como aldea global, el planeta se organiza hoy día en grandes bloques étnicos identitarios en competencia mutua. La mezcla de culturas y la abolición de las identidades no están en el programa del siglo XXI. India, China, África del Norte, el mundo arabo-musulmán o turco-musulmán, etc., afirman sus identidades, no toleran en sus territorios ni inmigración colonizadora, ni mestizajes. Sólo, las pseudo-elites europeas defienden el dogma de un «planeta mestizo». Es una quimera.
Europa
olvida la herencia de sus ancestros, mientras la defensa oficial del
«patrimonio» disimula una tarea de museización, pero no de creación.
Pues una identidad cultural, como una identidad biológica, es fundamentalmente
arqueofuturista: es decir, que procede mediante un permanente renacimiento de
formas y de generaciones, surgidas todas ellas de un germen original.
Permanente renovación biológica y cultural y preservación de la voluntad de
poder: ésta es la ley de los pueblos de larga vida. La identidad no puede
concebirse sin la noción complementaria de continuidad.
El
combate contra la identidad es el lema de la ideología igualitaria dominante.
Se trata de abolir a la vez nuestra memoria y nuestra sangre. Los programas
escolares dan fe de ello cuando enseñan los cuentos populares africanos en vez
de nuestras antiguas leyendas. Las predicciones de Céline sobre la invasión del
tam-tam se están demostrando acertadas.
Esta
colonización por poblamiento hunde sus raíces en lo más profundo de nuestra
propia mentalidad. Los franceses habrán sido los artífices de la destrucción
de Francia causada por la invasión alógena. Si este último es el país más
afectado, es porque aquí se rechaza la propia noción de identidad étnica y
cultural.
Pero
el mal viene de lejos. Desde la Revolución, la nueva Francia jacobina se define como «la
república del género humano», la «patria de todos los hombres», a
semejanza de los Estados Unidos de América que acaban de alcanzar su
independencia. Sólo que en los Estados Unidos, país cuyo fundamento es la
inmigración y el etnocidio de los indios autóctonos, la fórmula es verdadera,
mientras que en Francia, tierra de pueblos y etnias enraizadas, esta fórmula
universalista es peligrosamente falsa. Desde su origen, la República
francesa se basa en el dogma de la prevalencia del apátrida.
Tras
la derrota de 1870, los ideólogos de la República, con Renan a la cabeza,
opusieron Alemania, nación «constituida por un pueblo original y que habla
una lengua original» a Francia, supuestamente más civilizada al estar
basada no sobre una raza propia, sobre unas raíces, sobre una identidad
heredada, sino sobre un contrato social un «querer vivir político en común».
De entonces data esta funesta ideología francesa que niega la realidad étnica
de los pueblos franceses e impone el mestizo republicano como modelo de
ciudadano ideal.
En
1914, y después en 1940, Alemania, sentida como el enemigo ancestral, se veía
como el pueblo con un origen, el pueblo primitivo e identitario a abatir,
frente al que ese alzaba el ideal del ciudadano francés republicano y apátrida
(apoyado por sus colonias de ultramar), indiferente a todo lazo de sangre y
unido a sus socios por un mero contrato social.
Por
un fantástico efecto de boomerang histórico, la ideología republicana
anti-étnica y anti-identitaria, después de haber intentado destruir la
personalidad de las regiones de Francia, nunca ha logrado integrar, asimilar y
mezclar la de los millones de inmigrantes, en verdad nuevos colonos ¡Estos
colonos conservan su identidad, mientras que el conjunto de franceses de origen
la pierden! La ideología francesa está destruyendo Francia.
Esta
ideología, basada en un cosmopolitismo cerril, está anclada e integrada
profundamente en la mentalidad de la burguesía gobernante, cuyo voto casi
unánime a las leyes «antirracistas» Pleven (1974) y Gayssot (1998), han
instaurado una policía del pensamiento; cuyas innumerables medidas
inmigracionistas han supuesto la renuncia a todo control de los flujos
migratorios por parte de los gobernantes de derecha o de izquierda. Globalmente,
las elites burguesas francesas, políticas o mediáticas, no tienen ninguna
conciencia étnica, ninguna conciencia identitaria.
Son
cómplices de la colonización y de la invasión, a la vez por una culpabilización
antirracista y por una creencia ideológica casi religiosa de que la «identidad
es el mal», al igual que todas las doctrinas políticas tachadas de etnicistas.
Y a mi juicio, los colaboradores más peligrosos son aquellos que se proclaman
de «derecha», pues desarman y desmovilizan la voluntad de resistencia de la
juventud sana.
Esta
pulsión anti-identitaria y esta culpabilización que hay que denominar como xenofilia,
–es decir, fascinación por el otro, por el extranjero– más que «antirracismo»,
alcanza incluso el corazón mismo de movimientos políticos y culturales que, no
obstante, reivindican la identidad francesa y europea, pero que demonizan el
etnocentrismo. Es decir, el mal es profundo, el virus ha anidado en nuestro
organismo.
Cuando
la casa está ardiendo sobran las palabras. Aquí, en lo que concierne a los
intelectuales que se proclaman «identitarios» y que defienden el
«comunitarismo», que minimizan o niegan el impacto de la
inmigración-colonización y aúllan como los lobos contra el «racismo», la causa
profunda de su toma de posición no es el estupor intelectual, ni la ignorancia,
ni la ideología cosmopolita, sino, alto y claro, la cobardía, el deseo
de respetabilidad social y de «ser pensador», la sumisión a la policía del
pensamiento, la voluntad de «contestar correctamente» sin franquear jamás la
línea roja. Estas traiciones son tan burdas, que la misma izquierda cosmopolita
las desprecia. Sí, pues el enemigo desprecia a sus colaboradores.
El enemigo sólo respeta al resistente que se rebela
contra él.
NOTAS
1 Hijos de inmigrantes magrebíes, nacidos o que
han vivido en Francia casi toda su vida (Nota del Traductor).
2 Hijos de inmigrantes
subsaharianos de características análogas a los beurs (Nota del traductor).