Estoy de “actualizaciones” hasta el gorro. Abro el portátil
que hace tiempo que no habría y el último Windows (el que suponía que debía ser
el más perfecto) me obsequia con tres cuartos de hora de actualizaciones, voy a
llamar a un amigo y me veo que tengo dos docenas de actualizaciones pendientes.
Es un signo de los tiempos: lo que ayer
era “in”, hoy es “out”. Lo que ayer parecía que fuera un gran adelanto, mañana
resulta que es solamente una solución provisional que hay que actualizar
continuamente si queremos que funciones: hasta que llega el día en que leemos
un mensaje: “Su terminal no ha podido ser actualizada porque requiere no tiene
suficiente memoria”. Nos han apuntillado. Ahora resulta que, actualización
tras actualización nuestro móvil, el portátil o la CPU de sobremesa se han
quedado obsoletos, han periclitado en el proceloso mundo de las nuevas
tecnologías. Díganme si no es para quejarse y rabiar.
Que envidia dan aquellos cristianos viejos que se jactaban de
seguir al Dios que nunca muere y si muere resucita. A mí me gustaría tener un equipo informático que nunca hubiera que
actualizar y que sirviera para siempre. Lo más curioso es que los móviles de
nueva generación ven como se llenan sus pantallas y sus memorias con iconos
inútiles que sirven para poco. Servidor instaló un podómetro para contar
pasos. El problema es que se me suele olvidar ponerlo en marcha y que cuando lo
hago, por algún motivo, me da resultados poco creíbles. Continuamente me
asaltan mensajes en los que me dicen que está disponible la nueva
actualización. Y es de pago. ¿Y la brújula? La instalé porque tengo malas
experiencias en eso de ir por el monte y caminar en círculo. También me dice
que se ha incorporado una nueva actualización (¿ha cambiado la disposición de
los puntos cardinales sin que me entere?). Y luego están programas que uno baja
porque la hacen falta para resolver determinada cuestión, se olvida de borrar y
continuamente se están actualizando. Otros son aún más perversos: prometen algo
que no dan, en el Store de Google y de Android hay a miles. Y los que son
gratuitos pero te encajan publicidad a base de vaselina. ¿Y qué me dicen de
aquellos antivirus apocalípticos que cometiste el error de bajar y que te
amenazan con las penas del infierno si no renuevas la suscripción? Cuando no lo
haces, te castigan desconfigurando discretamente algún elemento. En marketing existe la “obsolescencia
programa de los productos”, en la red la “hijoputez programada de las empresas
informáticas”.
¡Qué tiempos aquellos en los que el móvil servía para hablar
por teléfono! Si, ya sé que me evito andar con móvil, reproductor de música,
despertador y reloj, portátil, cámara de fotos y de video… Toda esa morralla
cambia por una oblea plana de 14x7 cm. Claro que es un alarde de la ciencia y
así lo considero, pero me pregunto por qué
las mentes brillantes que han creado toda esta técnica no hacen un producto que
pueda prolongar su vida más en el tiempo. Hoy parece que si no cambiamos de
móvil una vez al año, somos, literalmente, unos mataos. España es líder mundial en extensión de móviles de última generación…
cuando un 20% de la población está próxima o bajo el umbral de la pobreza.
Me hace gracia ver como pobres diablos llegados de las cloacas de la galaxia,
llegan a España con móviles de última generación que dice muy poco sobre su
estado de precariedad y su pobreza.
Pero, sin duda, lo más
molesto de todo este circo de las “actualizaciones” es cuando el sistema te
dice que su terminal o tu ordenador no se pueden actualizar. Es como si te
estuvieran diciendo: “Vaya mierda de
trasto tienes, vas a perder el ritmo de la modernidad”. Así pues tendré que
comprar una nueva terminal de móvil para poder ver la última actualización de
la brújula en 3D y un ordenador que soporte la última versión de los programas
que habitualmente utilizo y que solamente consumían 4 gigas de RAM. Sé que no
terminará aquí la cosa. Esto es como una carrera ciclista en la que algún
hijoputa va adelantando el cartel de “Meta” de tal manera que nunca llegas al
final, o como cuando al burro se le pone una zanahoria delante del hocico para
que camine.
Así me siento en mi destartalada experiencia tecnológica. Soy consciente de que me están tomando el
pelo, sé que explotan mi credibilidad y mis necesidades, me doy perfecta cuenta
de que en la sociedad tecnológica no hay un momento de descanso. Si dejas de
pedalear, te caes. Si no compras la terminal exigida no tendrás acceso a las
mieles cibernéticas que han creado para ti mentes perversas. Me quejo de
que no veo la forma de superar toda esta dinámica, salvo de manera radical:
machacando el móvil, rechazando todas las actualizaciones, volviendo a la
máquina de escribir de palancas y al teléfono de baquelita… ¿Usted lo haría? Yo tampoco. Me quejo de que cada día, no solo en
política, estamos ante disyuntivas irresolubles.