Info|krisis.- Reflexiono en voz alta sobre el
tema cuando los Pirineos ante mí y me hablan con su sonido insonoro y su gama
cromática. Toda una inspiración. Verán, el que suscribe puede considerarse con
derecho de “buen amigo de los animales”, ha tenido varios perros, convivido con
otros (con siete leombergs en el Château de Reveillon, por ahí os adjunto foto
de alguno, Jarnac, uno de ellos, campeón de su raza en Francia) y, por lo que
sea, suelo hacer buenas migas con todos los canes que se me acercan. No soy
mala persona y el instinto de los animales reconoce a quien no es una amenaza
para ellos. Pero todo esto no basta para disipar cierta inquietud que
experimento cuando veo cada vez más perros en la calle, o la ridiculez de gente
recogiendo “caquitas” con bolsas de plástico (y verdaderas cagarrutas a partir
de cierto tamaño del can, aunque peor es mirar a un perro cuando defeca ¿lo
habéis hecho? He visto más pudor en algunos perros que en la responsable de
Comunicación del Ayuntamiento de Barcelona) o incluso la sorpresa que me produce
el que gente muy querida por mí llega a tener hasta catorce gatos en su propia
casa.
Creo que hay exceso de
“animalismo”. Quizás sea la respuesta a la sobredosis de humanismo que nos
dimos en el arranque del milenio y de comprobar que, a fin de cuentas, como
decía Louis Ferdinand Céline “la mayoría
está compuesta por imbéciles, por eso no voy a votar, siempre se sabe quién
ganará”. Es cierto que en ocasiones se reconoce al animal y a la persona
por la mirada de inteligencia del animal y, en otras, uno ha aprendido a apreciar
a lo animal en la misma medida en que en muchos de nuestros vecinos apenas
quedan rastros de humanidad y sus vidas discurren mucho más próximas a la
animalidad.
Estamos en un mundo en el que la,
antaño muy marcada, línea roja que separa la animalidad de la humanidad se va
diluyendo más y más. Acaso por eso, el amor a los animales sea algo necesario
para algunos. No para servidor, desde luego.
Los animales como mecanismo de compensación
En España se tienen menos hijos
que anoréxicos hay en un fast food.
La función de los hijos es cristalizar el instinto de reproducción, pero, en
cierto sentido, también, el de conservación. Los hijos, no solamente
perpetuarán nuestro linaje, sino que también nos protegerán en los últimos años
de nuestra vida, cuando el cuerpo no dé para mucho más y el más mínimo
sobresalto nos descalabre. O al menos, así debería ser. Pero hoy, especialmente
en España, la paternidad es un lujo.
En primer lugar para tener hijos
hace falta tener espermatozoides; y deben estar en perfecto estado de revista:
vivitos y coleando. Los que se menean en los testículos de nuestros varones
tienen dos problemas: cada vez son menos y cada vez son más lentos. Por las
calles de ningún país (y creo haber viajado por más de una veintena) como en
España se ven tantos carritos de niños para gemelos (ayer excepción y hoy
síntoma inequívoco de que se ha pasado por una clínica de fecundación
artificial). Quizás en otros países se den los mismos niveles de adopciones que
en el nuestro, pero lo que nos diferencia del resto es que en España la
“adopción de niños” (¿por qué llamarlo “adopción” cuando en realidad esta
palabra es un mero eufemismo políticamente correcto para designar a lo que, en
realidad, es una simple operación de compra–venta?) trae a nosotros las razas
más remotas y exóticas. En algunas zonas se ha puesto de moda “adoptar” (esto
es, “comprar”) un niño subsahariano, en otras lo prefieren chinito y los hay
que pujan por los moritos. La tendencia a los andinos parece haber remitido en
los noventa. Parte de estas adopciones las realizan lo que se llama “nuevos
modelos familiares”: pareja gay masculina, pareja de lesbianas, madres
solteras, padres solteros… Quedan, eso sí, unos pocos miles de parejas
heterosexuales que, mira por dónde, deciden ellos mismos procrear como se ha
hecho siempre (y si se ha hecho siempre por algo será). Sin olvidar aquellos
miles y miles que les gustaría procrear pero que no pueden hacerlo porque los
salarios de ambos cónyuges apenas sirven para cubrir el alquiler o la hipoteca de
un malhadado piso de 32 metros cuadrados.
No es raro que muchos de estos
últimos opten por tener un animal doméstico. Un perro no es como un niño, nos
cuentan, para añadir con cierta candorosa ingenuidad: “pero da cariño”.
Nosotros, que hemos vivido con muchos perros, creemos conocer su psicología. O
al menos intuirla. Entre las cualidades animales, ni el sentimiento ni el
sentimentalismo están presentes. Existen en el animal instintos, sólo instintos
y nada más que instintos. Instinto territorial, instinto de reproducción e
instinto de agresividad. A veces el perro defiende al dueño… porque está
defendiendo lo suyo. Vosotros creéis que “tenéis un perro”, pero el perro ve
las cosas de otra manera: él os tiene a vosotros. Vosotros sois suyos. Por eso
os defiende con el vigor y la decisión con que un niño dependería su gameboy. Si observáis a un perro veréis
que su actividad más habitual es orinar marcando territorio, oler los genitales
de otros como él para reconocer amigos y enemigos y, finalmente, alimentarse. Todo
lo cual no es ninguna fiesta. La vida animal es asín…
Entiendo que cuando falta afecto
en el hogar se busque la compañía de un perro (o de un gato, o de un pájaro, o
de una pecera, o de una iguana, o de una serpiente, o de un conejillo, o de un
tortugo) como mecanismo de compensación. Pero no es lo mismo. El sucedáneo no
sustituye a la realidad. El cariño y la compañía que puede dar un humano digno
de tal nombre no es la misma que aporta un animal irracional. Con demasiada
frecuencia la decepción hacia los humanos o la ausencia en las proximidades nos
hace adoptar como sustituto a un perro. Y esto es, a la postre, el indicativo
de una enfermedad social, el epifenómeno que demuestra la existencia de causas
más profundas.
Un par de consejos
¿Queréis un consejo? No tengáis
perros en casa. Los perros son para los espacios abiertos. Suelen alimentarse
de lo que cazan. ¿Os gustaría alimentaros de patatas fritas todos los días de
vuestra vida? Pues a los perros tampoco les sientan bien esas “croquetas” de
serrín amalgamado con restos orgánicos de vete a saber qué origen, con que se
les suele alimentar. Cazan pájaros, roedores y, sobre todo, cuando sienten
algún trastorno estomacal saben perfectamente qué hierbas comer o el mismo
instinto les hace roer el carbón medio quemado de la chimenea. Encerrad a un perro
en un pisito de 80 metros cuadrados y le estaréis matando. Ponedle un jersey e
incluso (os juro que lo he visto) unas botas en invierno y le trataréis como a
un niño gilipollas y cretinizado.
La naturaleza hace que los perros
generen sus propias defensas ante el frío (en invierno multiplican su pelo) o
ante el calor (simplemente, cuando lo sienten se desprenden del abrigo). De
verdad: dejadlos en libertad. Ellos saben dónde está su casa. La vuestra os la
llenarán de pelos. Vuelven siempre, incluso cuando huelen a hembras en celo
allá a lo lejos. Pero, sobre todo, no los tratéis como a los niños mimados de
la casa: no son niños, ni siquiera hace falta mimarlos. Mirad sus dientes: he
visto colmillos de Leombergs o de
mastines de muchas razas que podrían desgarrar un brazo con apenas un bocado.
La diferencia entre los niños y los perros es que cada vez más –hoy hasta los
treinta y tantos– los niños necesitan estar cerca de los padres; no así los
perros que desde muy jóvenes se bastan por sí mismos.
Una querida amiga muy sabida y
entendida en perros (ella misma tenía ocho en su casa de campo) me comentaba
que los vikingos siempre llevaban un par de perros de raza Terranova en sus
barcos. Cuando estaban cerca del puerto, lanzaban al perro a la mar con la soga
entre los dientes. Eso permitía atracar al drakar. ¿Os imagináis a los vikingos
poniendo un traje de neopreno a sus perros? Recordad: no tratéis a los perros
como humanos, ni siquiera como humanoides; no lo son.
Sobre la educación de humanos, animales y humanoides
España es el paraíso de la mala
educación. Debió ser a finales de los años 50 cuando la asignatura de “Urbanidad” desapareció de los programas
de enseñanza. Era lo primero que se enseñaba en la escuela, casi paralelamente
al silabario. Todavía recuerdo que en la “cartilla escolar” (el primer libro de
texto que nos entregaban a los cinco años) la primera parte se titulaba “Urbanidad” y eran las indicaciones
sobre cómo comportarse en sociedad. Y, para colmo, nuestros padres nos educaban
en la misma dirección. Porque en aquella época los padres educaban.
Una cosa estaba clara hasta los
años 70: debíamos ser “educados”, comportarnos con corrección, modular nuestra
forma de vivir en sociedad para demostrar estilo, elegancia, educación y
desenvoltura. Los que no habían ido a la escuela (las tasas de analfabetismo en
España fueron altas hasta finales de los cincuenta) tenían una repesca en el
servicio militar: allí aprendían a leer, aprendían si lo deseaban un oficio y,
de paso, se les enseñaba –o maravilla de maravillas– educación. Cuando fui a mi
servicio militar en las Baleares, en el barco de ida se arracimaban verdaderos
humanoides provistos de pantalones campana coronados por greñas grasientas,
opacas y extra–largas, pantalones azul SEPU, camisas de increíbles cuellos y
patillas a lo Luis Candelas. Al día siguiente, en el campamento, aquella tropa
heterogénea y desigual empezaba a ser un “cuerpo”: pelo corto, fuera patillas,
bien afeitados, uniforme, incluso se nos enseñaba a “andar” por el campamento.
Y de paso, se enseñaba educación. Por muy garrúlez que se fuera, todos sabían
que había que ceder el asiendo en los transportes a ancianos, embarazadas y
mujeres ¿por machismo? No, por caballerosidad. Por estilo. El estilo es la
vida.
Pero luego Aznar abolió a prisa y
corriendo el servicio militar, después de una larga decadencia. Y el drama fue
que, a partir de esa decadencia, para muchos ya no había posibilidad de
adquirir unos estándares mínimos de educación. Todo esto coincidió –para
agravar la situación– con el hundimiento del sistema educativo español.
Básicamente este desplome consistió en transformar los centros de estudio, de
zonas de formación, instrucción y educación, en formas de almacenamiento de los
niños. Además, por algún motivo difícilmente comprensible para alguien que sin
ser de derechas, ha albergado la más absoluta desconfianza a las izquierdas,
las cinco reformas de enseñanza que siempre, inevitablemente, fueron promovidas
por ministros socialistas, aceleraron cada vez más la ruina del sistema
educativo. Hoy, no solamente los hijos no son “educados” en la escuela, sino
que incluso muchos padres jóvenes de hoy ya vivieron un sistema de enseñanza
degradado que se demostró incapaz de formar Hombres y Mujeres dignos de tal
nombre y, por tanto, con derecho a la mayúscula. La “educación” pasó a ser
considerada como “fascista”, algo “retrogrado” y “castrante” (¡qué buen abono
orgánico hubiera podido hacerse con tantos pichicólogos progres!) o simplemente
un “convencionalismo pequeño–burgués” al que no había que atender porque
intentaba perpetuar su “dominio de clase”.
Gilipolleces como estas tuvieron
más éxito en nuestro país que en cualquier otro, y explica el porqué hoy, los
niños españoles –creedme que no exagero y que hablo con conocimiento de causa
tras haber contrastado el dato– son los peor educados urbi et orbi. Hay mucha más educación en algunas tribus africanas
que entre los niños de nuestras latitudes.
Habituado en España a que los
niños españoles gritaran como energúmenos y se comunicaran mediante
onomatopeyas y alaridos, creía que eso era lo “normal”, los niños –me decía–
son ahora así… Y no. Me ocurrió en Praga y volví a experimentar la misma
sensación de sorpresa en Québec y en la Península de Nicoya en Costa Rica, en
Malta y en Cerdeña, en Lisboa y en muchos otros sitios cuando, en todos esos
países he visto a los niños HABLANDO entre sí. Solamente en España he visto a
niños aporreando móviles, comunicándose mediante gruñidos, alaridos y
onomatopeyas, agitados como si algún muelle dentro se les hubiera disparado,
incontrolados e incontrolables. Creedme, os lo ruego: en ningún país del mundo
los niños se comportan como en España con esa falta de educación, esa
incapacidad para mantener la atención y la concentración incluso durante
cortísimos períodos de tiempo y con esa incapacidad para ejercer el
razonamiento lógico que, a fin de cuentas, ha sido el estilo de pensamiento que
desde la vieja Hélade ha construido nuestra civilización y lo primero que
debería enseñarse en la escuela y en el hoga.
Pero todo esto viene a cuento de
los perros. Verán: una sociedad que es incapaz de educar a sus hijos, no es
menos incapaz de educar a sus mascotas.
En el sudeste asiático se comen a
los perros. En otros países los tienen como objetos de lujo, lamecoños o
muestras de frivolidad (he visto a propietarios de galgos afganos peinarlos una
y mil veces cada mañana con afectada diligencia, he visto a “perritos Marilyn” –en
realidad freshpober, french poodle o…
caniches– requerir más permanentes y servicios de peluquería que la más
cotizada de las actrices de Hollywood o la
top model más sofisticada; me han dicho –y me lo creo– que existen
psicólogos y psiquiatras para perros… En España, simplemente, los queremos
tanto como a nuestros hijos y los maleducamos tanto o más que a ellos. En
España, los niños son los “reyes de la casa”, pero los perros en algunas
familias terminan siendo los “emperadores del hogar”. Y, ya se sabe, la malaeducación
se transmite y amplifica como un reguero de pólvora. De padres maleducados e
incapaces de educar, surgen niños asilvestrados y mascotas insoportables.
He dicho –y me mantengo– que a
España le cabe el dudoso honor de tener a los niños más maleducados del mundo.
Pero si de algo podemos enorgullecernos también es de que nuestros perros
ladran más que en cualquier otra latitud. En Canadá, hay espacios en los
parques públicos para perros y ni aún allí, los perros ladran. Simplemente
conviven, juegan, se aparean y defecan. Todo lo que puede esperarse de un
perro. O alguien les ha enseñado a no ladrar o, por simple imitación, se
comportan como sus dueños: con calma, serenidad y educación. Aquí, en cambio, tenemos
a los niños más escandalosos y a los perros más perturbadores, simplemente,
porque padres de niños y propietarios de mascotas, o bien no saben lo que es la
educación, o se sienten incapaces de transmitirla, o quieren que tanto sus
hijos y sus mascotas “crezcan en libertad”… es decir, sin ningún tipo de
educación.
Cuando el “rey de la casa” quiere una mascotilla
Debería existir una escuela de
padres, de la misma forma que todo aquel que comprara un perro debería seguir
un curso de capacitación. A fin de cuentas, si existen cursos prematrimoniales
(que no parecen servir para mucho a la vista de la duración media de un
matrimonio en España), deberían existir cursos mucho más eficientes para
transformar a una pareja en padres o en propietarios de una mascota.
Pero eso es pedir demasiado a
nuestra sociedad. Cuando una sociedad está instalada en el desorden es
preceptivo llegar hasta el final, esto es, a la desaparición del más mínimo
rastro de normalidad. En esos estamos. Los padres viven bajo la tiranía de unos
hijos a los que no saben negarles nada y sobre los que carecen –en general– del
más mínimo control. Así pues, cuando el niño ordena que le traigan un perro, a
los padres –los únicos verdaderamente amaestrados del hogar– lo único que les
queda es cumplir con prontitud la orden. El niño, elije el perro, tan pequeño,
tan redondito, tan suave, tan dulce, que pronto se aburre con él (las ñoñerías aburren
siempre).
Nunca por supuesto –y este es un
rasgo universal– el niño sacará a pasear al perro. Habitualmente es el padre el
que debe hacerlo (la buena noticia es que pronto comprobará que el bicho es una
buena excusa para ligar con macizorras propietarias de otros canes y que, a fin
de cuentas, ese es el premio de consolación que le queda por explorar). O puede
ocurrir también, como de hecho ocurre con demasiada frecuencia, que con el hijo
desinteresado por el perro a la primera semana de tenerlo en casa, los padres
hartos de comprarle croquetas, limpiar cagarrutas y de no encontrar macizas
aceptables en el territorio, dejen abandonado al pobre animalico que pronto
será adoptado por algún okupa (no es
por casualidad que a los “perro–flautas”
este nombre les vaya clavado) y se convertirá en un contenedor ambulante de
pulgas, piojos y garrapatas.
Todo esto se evitaría si los
padres españoles tuvieran restos de “carácter” y fueran capaces de negarles
algo a sus hijos. Pero no lo son. Son, simplemente, sus títeres y el perro es
el recordatorio de esa incapacidad para educar.
¿Todo debe ser así o podría existir otra realidad?
En España se venden demasiados
perros. Hay más perros en las calles que en cualquier otro país del mundo. Os
invito a que en vuestros viajes os fijéis en esto que os digo. Pero son
animales. Es muy posible que algunos “animalistas” los quieran tratar como a
humanos, pero son seres irracionales y, por tanto, animales.
El animal no tiene conciencia de
su existencia, sólo de sus instintos. Vale la pena no olvidar esto porque
cuando nuestros hijos, cuando nosotros mismos, perdemos el “sentido de la
presencia”, la conciencia de uno mismo, la sensación de existir y de vivir
plena y conscientemente, nos estamos, simplemente, animalizando. Y lo que es
peor, cuando una sociedad pierde su identidad, no es que pase a tener otra… es
que se animaliza.
El pensamiento occidental, el que
tuvo sus albores con los presocráticos y que llegó a sus más altas cumbres con
el estoicismo romano, es racional y jerarquizado. Utiliza el razonamiento
lógico para partir de unas premisas e inferir las verdades que se derivan de
ellas. La igualdad, la noción de igualdad, no existe en el pensamiento
tradicional: lo que existe es la noción de jerarquía, esto es a los distintos
niveles de dominio y conocimiento de alto. El pensamiento superior es aquel que
es capaz de trascender y de llevar al conocimiento de verdades inmateriales;
luego viene el pensamiento humano con su pragmatismo y utilitarismo, incluso
con su ética y, en el punto más bajo con sus moralinas; finalmente, aparece el “pensamiento”
animal.
La película El planeta de los simios encierra una parábola de la que deriva una
verdad indudable. Contrariamente a lo que decía el padre Teilhard du Chardin a
mediados del siglo XX, el ser humano no “evoluciona” hacia el límite de lo que
llamaba “Punto Omega” en el que lo humano se transformará en “divino” y pasará
a ser lo que el viejo jesuita llamaba el “Cristo cósmico”. Lo que ocurre es,
justamente, lo contrario: el ser humano, arrojado a una civilización
materialista y economicista, se animaliza. Mal negocio, pues.
El borrego es mucho más
fácilmente gobernable que el león. Os contaré una anécdota. Un enviado de las
ciudades griegas se traslado al Senado Romano. Le habían dicho que los hijos de
Roma la Grande eran salvajes, pero al comparecer ante el Senado no pudo por
menos que exclamar: “Pensaba que iba a
estar ante una reunión de bárbaros y me encuentro ante una asamblea de Reyes”.
Hoy ocurre justo lo contrario: creemos vivir en sociedad pero esta sociedad ha
adquirido los rasgos propios del rebaño gregario. Creemos vivir entre humanos
pero estamos conviviendo cada vez con más individuos animalizados. El que no
sea políticamente correcto reconocerlo, no implica que no sea verdad.
Amo a los animales, pero no he
conocido nada más tonto que un borrego y he convivido con muchos rebaños como
para poder pediros que confiéis en lo que os digo. Esa estupidez –propia de la
animalidad, por otra parte, pero extrema entre los borregos– les hace ir
siempre juntos, hacer todos lo mismo, aterrorizarse colectivamente resignándose
a morir (es “el silencio de los corderos”)
sin experimentar el más mínimo signo de rebeldía (en cierta ocasión me vi
obligado a dispararle un tiro del 7,65, atravesándole la oreja a un carnero que
en medio de una tormenta se negaba a caminar; ni siquiera se inmutó,
simplemente el miedo le había hecho resignarse a morir). Parafraseando a
Nietzsche podríamos decir que hemos recorrido el camino entre el gusano y el
hombre, pero que queda en nosotros muchos de gusano y la estructura socio–económica
ha primado en nosotros las cualidades de los borregos. El miedo y el gregarismo
en primer lugar.
Si lanzamos una mirada distante a
la sociedad española veremos que, poco a poco, va abandonando los canales de la
“humanidad”, no hacia arriba (hacia lo que Nietzsche en su airada ingenuidad
llama “el super–hombre” y en dirección las viejas tradiciones, mucho más
realistas, enseñaban el camino para trascender a lo humano), sino hacia abajo,
mucho más por debajo de lo infrahumano: a lo pura y simplemente, animalesco.
Es evidente que muchos animales
son más llevaderos que buena parte de los humanos. No es eso lo que vamos a discutir.
El instinto es el que imprime carácter al perro. La ausencia de instintos, el
espíritu gregario, la ausencia completa de principio de individuación y de
pesonalidad, la mala educación, la falta más extrema de estilo, son los
factores que sitúan a muchos humanos en una escala inferior de la evolución: en
la pura animalidad. La compañía de algunos perros, en tales circunstancias,
puede resultar mucho más gratificante. Lo entendemos perfectamente: el
distanciamiento hacia los humanos, hace que muchos se aproximen a los perros.
Pero los perros, perros son… No
creáis que os entienden; os miran, sacan la lengua e incluso inclinan la cabeza,
pero no os entienden, aunque a veces os lo parezca. Así que no os hagáis
ilusiones. He tenido suficientes perros para saberlo: leombergs, pastores
alemanes, terbueren, mastines españoles, gran danés... Y todos muy bien
educados. Les podéis enseñar automatismos, incluso a modular mediante el
amaestramiento, sus instintos. Pero nunca creáis que si les recitáis el mejor
poema de cualquiera de los Machado o los emocionados versos del Cyrano de Rostand, os entenderán. La
barrera entre lo animal y lo humano es demasiado gruesa para animales que lo
son y para Hombres y Mujeres con mayúscula. Así pues, el “animalismo” es una
forma de autoengaño, otra esperanza para desesperados, una nueva cobertura al
nihilismo que nos genera el engaño de que la falta de estilo en los humanos se
compensa con el estilo de las mascotas.
¿Preocuparse por los derechos de
los animales? En una sociedad sana los animales ocupan un lugar en el orden
social. Las ocas del Capitolio avisaron de la llegada de los bárbaros. Argos,
perro de Ulises le acompaña en sus viajes. La sepultura de los caballeros
medievales los representaba con perros en sus pies, símbolo de la fidelidad.
Una sociedad sana no se preocupa por los derechos de los animales porque a
nadie se le ocurriría algo que, sin embargo, hoy es frecuente –el maltrato
animal– y que define tempranamente los rasgos del psicópata. No se trata, pues,
de velar por los “derechos de los animales”, sino de abordar una tarea de
regeneración social que abarca muchos frentes y, desde luego, mucho más
importantes que los “derechos de los animales” (recomponer una estructura
familiar viable y estable, recomponer el sistema educativo, devolver el rostro
a lo humano). En una sociedad “sana”, no existe el problema que tanto preocupa
hoy a los “animalistas”. Por otra parte, la existencia misma de los “animalistas”
es síntoma de una patología social: ¿cómo hay que interpretar la presencia en
la sociedad humana de gente más preocupada por los derechos de los animales que
por la decadencia generalizada de lo humano?
En esta España cuernilarga, cariacontecida
y sandunguera hay que disminuir el número de mascotas. Hay un parque de perros
demasiado masivo. La inmensa mayoría viven en pisos reducidos. Comen croquetas
insípidas (probadlas y ya me diréis). Y, además, la mayoría son innecesarios. Son
un buen negocio para los criadores, pero toda raza camina termina teniendo
problemas de endogamia cuando se extiende demasiado y eso repercute en la salud
de los animales. La naturaleza es sabia: solamente ahora y en Occidente hay
tanto perro. Creemos que los cuidamos bien, que los protegemos, pero en
realidad lo que han nacido son individuos pertenecientes a razas débiles, creadas
casi en laboratorio, promovidas con intereses crematísticos, con problemas
físicos, más parásitos intestinales que cualquier otro animal anterior, débiles
y que precisan más medicamentos que usted y yo. Las taras congénitas que hace
cuarenta años eran inexistentes aparecen hoy en cualquier raza que se pone
bruscamente de moda. Si amáis a los animales, no hagáis que se reproduzcan más
de lo que deberían.
Divagar – Provocar - Suscitar
¿Qué quiero decir con todo esto?
Os lo voy a resumir: hace falta reintroducir la educación en la sociedad
española. Es preciso tener el valor de forjarnos un modelo de convivencia y
realizarlo de manera inquebrantable e inflexible. Con Fuerza. Sin debilidad. La
debilidad mata a las sociedades. Ese modelo debe estar presidido por la
educación de hombres y mujeres.
No os preocupáis mucho por los
animales. Ni siquiera por los humanos. El mundo del futuro no es ni de los
“animalistas”, ni mucho menos de los “humanistas”; es de aquellos que sepan
concebir un mundo nuevo basado en los valores de Orden, Autoridad y Jerarquía
(los valores propios del signo del León, el signo zodiacal complementario de
Acuario, de la “new age”) y tengan la
voluntad inquebrantable y sobrehumana de construirlo a despecho de lo “políticamente
correcto”, del “pensamiento único” y del Nuevo Orden Mundial aceptables para
los borregos pero que los Hombres y Mujeres con mayúscula jamás aceptarían ni
en su peor pesadilla.
¿Y los animales? ¿Vives en el
campo? Ten perros. No los metas nunca en casa. Su lugar es el espacio abierto,
en libertad. Saben refugiarse cuando llueve, generan pelo en invierno y se
quitan el abrigo en verano con tanta facilidad como tú o yo le damos al mando
de la TV. ¿Vives en ciudad? Confórmate con un acuario (que tampoco está mal y
es muy sedante). Os lo dice alguien que compró hamsters y conejos de indias a sus hijos y que, finalmente, porque
los niños querían, terminó comprándoles un pato recién nacido… al cabo de pocos
días las cagarrutas del pato aparecían en los lugares más estratégicos e
inoportunos. Entonces supe que algo iba mal. Reflexioné sobre el papel de los
animales, de los niños y de la vida feliz. Rectifiqué. Y no me ha ido mal, os
lo puedo jurar.
* *
*
Sí, lo sé. Todo esto son
divagaciones. ¿Qué queréis que os diga? Estoy demasiado relajado, el frescos
que baja por las laderas del Pirineo en las tardes induce a la divagación. Me
siento suficientemente feliz, demasiado como para tratar de sistematizar un
pensamiento en torno a los animales que esté perfectamente concatenado. Por
otra parte, tampoco veo el interés en tal sistematización. Prefiero la vía
nietzscheana del “filosofado a martillazos” a efectos de la polémica
inevitable. Hablad de existencialismo y la gente bostezará, recomendar a Séneca
o al divino Marco Aurelio y os mirarán con una mezcla de incredulidad y
desprecio; pero aludid a cualquier cosa que esté de moda, hacedlo en términos
políticamente incorrectos y la polémica quedará servida.
A eso se le llama “provocar”. Yo,
provoco. Provoco porque ni soy humanista, ni animalista. Me siento
post-humanista. Un post–humanista no puede sino provocar.
© Ernesto Milá – info|krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com – http://info–krisis.blogspot.com