Ayer por la tarde falleció,
después de una rápida e inesperada enfermedad, mi cuñada. No se trataba de una
mujer mayor (45 años), ni nunca en su vida había tenido malos hábitos de vida.
Nunca bebió alcohol, nunca fumó y nunca se drogó. Mujer fuerte, con dos hijos
que nacieron sin dificultades, no era, desde luego, la candidata a morir de un
cáncer de hígado con metástasis en el intestino. Y sin embargo así ha sido.
Descanse en paz y que el Sol acoja su espíritu. No escribo estas líneas como
lamento (lloramos de pie a nuestros muertos y sentimos su presencia por toda la
eternidad), sino porque me han sorprendido varios aspectos de esta enfermedad que
me gustaría compartir con vosotros.
Sorpresa: ¿está claro el origen de los cánceres?
La primera sorpresa es que ningún
médico nos ha preguntado por los hábitos de vida de la fallecida. Nadie parece
–ni siquiera a título personal– querer investigar porqué una persona que no
tenía edad ni características para adquirir esa enfermedad, bruscamente, muere.
Nadie entre la clase médica parece interesado en tener elementos estadísticos
que contribuyan a aclarar de dónde procedió la enfermedad y, lo que es peor,
por qué en estos momentos se está
produciendo una oleada de este tipo de cánceres entre personas de edades
intermedias.
Desde que se manifestó la
enfermedad, en conversaciones con amigos y conocidos he podido saber que son
muchos los afectados por el cáncer y que rara es la familia en la que no se ha
manifestado en alguna ocasión. Ayer mismo, una amiga brasileña que acababa de
perder a su cuñado hace apenas cuatro días me comentaba que, en todo el mundo, tres de cada cuatro personas mueren de
cáncer. Eso no ha ocurrido siempre: es una enfermedad propia de la modernidad.
Un verdadero signo de los tiempos.
La cuestión clave es que si este
tipo de enfermedad tiene una incidencia extrema en la actualidad, pero no en
tiempos históricos, se debe a que hoy existen uno o varios elementos que la
generan. Y esta es la duda: ¿qué
elementos desencadenan una enfermedad de este tipo? No me importan los
avances en la lucha contra el cáncer –me da la sensación que la oleada de
cánceres es muy superior a tales avances.
Me interesaría más que se nos dijera cuáles son los orígenes y los
desencadenantes de la enfermedad a fin de poder prevenirla. Y aquí, lo que
existe es un inmenso vacío y una inmensa duda.
¿Polución electromagnética?
Ayer murió en EEUU una mujer con
115 años, hoy he visto en las noticias que otra mujer de 105 años era capaz de
nadar 1.500 metros en una piscina. Esto quiere decir que el nivel de vida
actual, las comodidades, los adelantos médicos, tienden a prolongar la vida. No
se trata de que “vivamos más”, sino que se ha logrado reducir la mortandad
infantil y eso hace que, estadísticamente, dé la sensación de que “vivimos más”.
Lo cierto es que están muriendo gente de edades intermedias por enfermedades
propias de la modernidad.
En diciembre estuve en la
península de Nicoya en Costa Rica, uno de los “puntos azules” del planeta en
donde encuentras con facilidad abuelos de 100 años o más. Cuando le pregunté a
un familiar –médico costarricense– a qué se debía esa longevidad me la resumió:
vida tranquila, alimentación natural y entorno familiar estable. Seguramente es
verdad y tales son las claves de una vida agradable. La serenidad de ánimo, la
alimentación sana, un entorno en el que la persona está libre de tensiones y se
sienta protegida por la estructura familiar tradicional, pesan mucho en la
ecuación personal y en la resistencia contra las enfermedades. Hay que decir, que
la Península de Nicoya no es una zona atrasada del planeta: existe cobertura
telefónica, transformadores eléctricos, líneas de wi–fi, llega las ondas
electromagnéticas como en cualquier otra zona del planeta. Así pues, si bien es
cierto que es muy posible que la incidencia de los cánceres tenga algo que ver
con la “polución electromagnética” (y que vale la pena prevenirse de ella: no
utilizar en exceso telefonía móvil, evitar la proximidad de antenas de
telefonía o de transformadores eléctricos, etc.), da la sensación de que
existen otros elementos “coadyuvantes” para el desarrollo de los cánceres y
otros que los “bloquean” (y que están presentes en esos pocos “puntos azules”
del planeta).
Parece demostrado que lo que se
ha llamado “polución electromagnética” tiene que ver con determinadas dolencias
y cánceres. Nada más inseguro que la instalación de una antena de telefonía o
de un transformador en las inmediaciones de nuestro hogar. Nada más inseguro
que las sobredosis de telefonía móvil. Pero ¿hasta qué punto? ¿a partir de
cuántos minutos al día empieza a ser peligroso hablar por teléfono? ¿y el
wi-fi? ¿afecta a nuestros genes? Preguntas sin respuesta. Resulta imposible
creer los “estudios tranquilizadores”: si ahora hay enfermedades en número y
densidad muy superior a otros tiempos es porque estas enfermedades tienen que
ver con “algo” que está presente en la modernidad y era desconocido hace 40 ó
50 años…
Lo que sí parece cierto es que
allí en las proximidades de dónde se encuentra alguna antena de telefonía, los
cánceres han aumentado. Estos días, en el funeral de mi cuñada, me han hablado
de varios casos conocidos directamente.
La “ecuación personal” ante el cáncer
Otra certidumbre es la de que
existe una “ecuación personal” de respuesta ante los cánceres y que, en buena
medida, depende del carácter. Me da la sensación de que el cáncer avanza mejor
entre determinadas formas de ser y que, un carácter capaz de controlarse a sí
mismo, estable, apacible, optimista, consciente de sí mismo y, en cualquier
caso, activo, opone más resistencia al cáncer que un carácter bilioso,
amargado, pesimista o resentido. No era éste el carácter de mi cuñada, pero sí
es lo que parecen afirmar algunos estudios. Me queda la certidumbre de que hay
una “conexión” psico–somática entre la enfermedad y los procesos mentales del
cerebro, pero me veo incapaz de establecer los límites y las características de
esta conexión: sí parece cierto que alguien optimista tiende a vivir más y
mejor que un tipo sombrío y pesimista. Parece también cierto que la gente
activa se ve libre de determinadas enfermedades (aunque corre el riesgo de
accidentes cardiovasculares). Y parece también comprobado que caracteres estables,
serenos, apacibles se ven menos sacudidos por determinadas dolencias.
El drama no es solamente la
aparición del cáncer entre las edades intermedias; la prolongación de la vida y
el hecho de que hoy sea relativamente frecuente la presencia de gente que llega
a los 90 o 100 años, ha hecho que en esta franja de edades, e incluso a partir
de los 60, hayan ido aumentando los casos de locura senil, los procesos
degenerativos del cerebro, el alzheimer, el parkinson, etc. Y esto también da
qué pensar: no se trata solamente de aumentar la esperanza de vida, sino
también y sobre todo aumentar la calidad de la vida. Creo que en este terreno,
cerebros activos están más resguardados de estas dolencias que los cerebros
que, llegados a un punto, viven en la resignación o en la indiferencia ante lo que
les rodea. Pero no me cabe la menor duda que estas enfermedades son también
productos de la modernidad y el estilo de vida modernos.
Alimentación con vermicidas, fungicidas, insecticidas, plaguicidas…
Y luego está la alimentación. No
sabemos lo que comemos. Lo sé porque he vivido en el campo en varios períodos
de mi vida y conozco la diferencia entre la alimentación “natural” y la
fabricada en serie o de manera intensiva. En muchas ocasiones he contado que en
Francia teníamos dos vacas que se alimentaban solamente con heno, con grano y
con la hierba que comían y daban una leche que bebí durante seis meses sin
hervir, recién ordeñada, sin encontrar el
más mínimo problema. Nosotros mismos fabricábamos nuestra propia mantequilla,
junto a la cual, la que servían en los hoteles parisinos, era lo más
parecido parafina… Más adelante, en
Tavertet, los pollos que nosotros mismos criábamos eludiendo piensos de
engorde, tenían un sabor y una textura muy diferente a los pollos de
supermercado. Los huevos de las gallinas, con yemas consistentes y rojizas, son
la antítesis absoluta de los que se compran por ahí. Y en cuanto a los tomates
y las hortalizas que cultivamos en Villena, me dieron unos aromas y unos
sabores que hacía tiempo que no recordaba. Hoy no sabemos lo que comemos, ni
cómo se ha cultivado, ni de dónde procede, ni siquiera lo que contiene. Y esto
en un momento en el que la “trazabilidad” (para los alimentos europeos, no para
los marroquíes) y el etiquetado (no, desde luego para los alimentos que
proceden de china), atosigan a nuestros agricultores.
Pero las necesidades de la
producción y las nuevas técnicas de cultivo generan las mayores dudas: no se
trata solamente de los transgénicos, sino de las nuevas técnicas de cultivo
(los cultivos hidropónicos que hacen que todo lo cultivado tenga sabor a agua a
pesar de que su forma sea la de un tomate, una fresa, una lechuga; los cultivos
bajo plásticos que precisan sobredosis de plaguicidas, vermicidas, fungicidas,
etc.) y de los abonos que se utilizan (y que generan metabolitos si no se
respetan los plazos de espera… ¿y quién nos asegura que un agricultor marroquí
o chino los respeta?), los que, sin duda tienen una incidencia segura en el
desarrollo de los cánceres.
El problema de los aditivos químicos
Y, finalmente, están los aditivos
químicos. Seguimos sin saber lo que comemos y el que nos coloquen referencias
del género “E–301”, “E–305”, no dicen nada sobre lo que contiene ese alimento.
En algunos casos –los esmaltes de las latas de conserva– se tiene claro que
generan espermatozoides vagos y masacran el semen. Se sabe, pero no se
prohíben. Y se sabe desde hace 15 años. Estando en Canadá, vimos un programa
sobre seguridad alimentaria. Canadá es uno de los países del mundo con más
seguridad alimentaria. Allí se prohíben alimentos que tardan cinco e incluso
quince años en prohibirse en España. Varios nutricionistas estaban de acuerdo
en que lo mejor era, ante la duda, no comer siempre los mismos alimentos,
eludir aquellas bebidas que contengan “aspartamo” (uno de los aditivos más
frecuentes en las bebidas gaseosas e incluso entre zumos envasados) y
diversificar al máximo la alimentación para diluir al máximo los riesgos. El
problema no es solamente la obesidad que la “bollería industrial” puede
generar, sino los aditivos que nos tragamos.
El capitalismo puede matar. El estilo de vida puede matar. La
tecnología puede matar.
¿Mi impresión general? Que si la
clase médica no pregunta por el estilo de vida del afectado por el cáncer es
porque ya está demasiado claro –e incluso es posible que existan informes a
disposición del público– cuál es su origen. En 1987 colaboré en la elaboración
de un libro sobre el síndrome tóxico, escrito por la corresponsal del Der Spiegel en España. La tesis era que
la intoxicación atribuida al aceite de colza derivaba de una intoxicación por
organofosforados que partió de un bancal de tomates en Roquetas de Mar
(Almería), cuando un agricultor utilizó un productor químico para regar sus
tomates y no respetó los plazos de seguridad. Recuerdo que el libro estaba muy
bien estructurado, en absoluto conspiranoico, sino realizado con una lógica
cartesiana. La conclusión era que las multinacionales de químicas habían
impedido que se conociera la verdad. Y hemos llegado al quid de la cuestión: el
capitalismo atentando contra la salud.
Seamos claros: en un momento
histórico en el que la clase política come de la mano de las multinacionales,
de los “señores del dinero” y de las grandes corporaciones industriales (tal es
el primer efecto del neoliberalismo), NINGÚN POLÍTICO sería capaz de extender
una orden de prohibición de algún producto químico o de limitar la polución
electromagnética, SI TAL PROHIBICIÓN PUDIERA GENERAR LA DISMINUCIÓN DE LA
CUENTA DE BENEFICIOS DE UNA GRAN CORPORACIÓN. Y es que el capitalismo MATA. Lo
ha hecho desde la primera generación manchesteriana. Lo ha hecho cuando ha
precisado de guerras para reactivar la economía. Y lo sigue haciendo ahora que
el dinero manda a la política. NUESTROS GOBIERNOS ESTÁN PERMITIENDO PRÁCTICAS
QUE NOS ESTÁN MATANDO. Lo hacen por omisión y, sobre todo, practican una
política del avestruz impidiendo investigar en determinadas direcciones.
La única realidad y unas peticiones que os agradecería contestarais
Un familiar muy querido ha muerto,
esa es la única realidad final. Lo ha hecho cuando no “le tocaba”. Lo ha hecho
como muchos que mueren de cánceres de los que nadie parece querer conocer su
origen y sus elementos desencadenantes.
Quisiera pediros vuestra opinión:
a qué atribuís esta oleada de cánceres, no lo que dicen los medios, sino las
conclusiones personales a las que vosotros habéis llegado (porque no tengo la
menor duda de que muchos, casi todos, sin duda, tendréis algún amigo, familiar,
vecino, compañero de trabajo o de estudio, conocido, que haya fallecido en las
mismas circunstancias).
Quisiera pediros vuestras
opiniones sobre el origen de esta oleada de cánceres, qué creéis que los
provoca, a qué atribuís las muertes de vuestros seres queridos por esta
enfermedad… cualquier cosa que pudiera sugerir algún tipo de explicación para
poder prevenir esta enfermedad.
Creo haberos expresado las intuiciones
que estos días he tenido al hablar con otros amigos y familiares de mi querida
cuñada muerta tan joven. Sí, ya sé que todas estas opiniones son subjetivas y
que no se trata de una investigación científica, pero no hay que olvidar que,
muy frecuentemente, de la observación de una multiplicidad de casos, pueden
desprenderse leyes comunes. No tengo la menor duda de que la clase médica tiene
su opinión, pero que nadie quiere jugársela: las multinacionales de químicas,
de farmacia, de alimentación, de comunicaciones, de electricidad, mandan… y
nadie quiere enfrentarse a ellas directamente. Pero cuando uno tiene casi 3.000
“amigos” en Facebook, estamos antes un número suficiente como para que las
opiniones vertidas aquí sirvan para algo o al menos indiquen “intuiciones” de
las que puedan desprenderse normas de comportamiento, evitar tomar determinados
alimentos o utilizar determinadas tecnologías.