El héroe de la Guerra Civil española, el héroe de la Décima MAS, después de la guerra no renunció a sus ideas y siguió manteniéndose en pie hasta su muerte en Cádiz en 1974. Cuando Julius Evola escribió Gli Uomini e le Rovine, publicado por una pequeña editorial neofascista, le solicitaron al Comandante Junio Valerio Borghese que escribiera la introducción. Borghese era para Evola el arquetipo del hombre nuevo: el que había optado por el comportamiento legionario (luchar en el bando justo aunque no existieran esperanzas de victoria), el hombre refractario a los cantos de sirena de la modernidad, el que no se acomodaba a la vida burguesa, ni a la mediocridad traída en los furgones de los vencedores. Estas fueron las líneas que precedieron a la primera edición de Los Hombres y las Ruinas. Si vais a Roma, nunca dejéis de rendir un homenaje al Príncipe Junio Valerio Borghese, que sigue en guardia en la Basílica de Santa Maria Maggiore...
INTRODUCCIÓN
Ante la creciente crisis de valores morales y políticos de primer
orden que atraviesa el mundo moderno, el libro de Julius Evola es un grito de
alarma de una franqueza y valentía excepcionales, pero también se propone
indicar los fundamentos sobre las que reconstruir desde la base una realidad
civil reducida a escombros por una determinada voluntad disgregadora y bajo la
acción corrosiva del materialismo, venga de donde venga y tome el nombre que
tome.
Si ciertas valoraciones históricas no pueden ser plenamente
compartidas, si ciertos puntos de vista sólo pueden justificarse desde una
perspectiva muy particular, el espíritu que anima este valiente discurso
dirigido esencialmente a los hombres -a su virilidad, a su dignidad de personas
y de ciudadanos, en una palabra a lo que, en lo más profundo de su ser, es de
orden superior- encontrará la aprobación unánime de todos aquellos que, como
nosotros, creen que no sólo de pan vive el hombre; que la realización y la
afirmación de la personalidad humana sólo son posibles a través de una visión
heroica de la existencia; que el factor económico es importante pero no
preponderante, menos aún cuando se trata de "hacer historia" de
verdad; que el valor de un Estado, y de un pueblo, no reside tanto en su nivel
de vida y en la fuerza de su economía, como en su grandeza civil y política.
A este respecto, deberían leer las penetrantes páginas que el
autor dedica al "demonismo de la economía", donde una crítica
minuciosa pone al desnudo esta vulgar quimera que hoy tiene esclavizado al
mundo entero y según la cual el bienestar es la única razón de vivir, y que es
a este ídolo al que hay que sacrificar la serenidad, la vida interior,
cualquier forma de vida verdaderamente libre y todas las aspiraciones fecundas,
nobles, no contingentes, para que los hombres se conviertan, sin escapatoria
posible, en esclavos del mecanismo productivo, que, sin embargo, entraría en
crisis si desapareciera la ilusión de esta quimera.
En cierto sentido, el Autor se sitúa por encima de las disputas y
diferencias políticas contingentes -es decir, fascismo y antifascismo,
liberalismo y comunismo, capitalismo y socialismo- porque niega que la
discusión deba desarrollarse en el plano puramente materialista elegido por
nuestros adversarios. Y por adversarios entendemos aquellos para quienes el
interés propio es superior al deber; el doble juego, preferible a la lealtad; que
la riqueza sea un componente de la civilización; para quienes la resignación,
la bajeza y el egoísmo constituyen virtudes, y la audacia y el coraje, vicios;
para quienes sustituyen el Orden por la arbitrariedad; para quienes los números
democráticamente indiferentes tienen más peso que la aristocracia de los
valores: todos aquellos que están del lado de la cantidad frente a la calidad,
de la materia frente al espíritu.
A igual distancia de ciertas posiciones extremistas o partidistas,
Los Hombres en medio de las ruinas reivindica el carácter orgánico a la
vez que trascendente y "anagógico" del Estado, un carácter cuyo
sentido se ha perdido hoy, enfrentados como estamos al siguiente dilema: elegir
entre la sobrevaloración del individuo como tal y la corrupción del sistema
parlamentario y, por otro lado, optar por el enjambre informe de una máquina
burocrática y totalitaria a la soviética, por otro. Este libro defiende los valores
de la auctoritas y la jerarquía -condiciones primarias de toda justicia
y, si se piensa bien, de toda libertad- frente a la idolatría democrática de la
igualdad, tan utópica como injusta; el valor de la Tradición (entendida como
patrimonio supremo de principios eternamente válidos para la cives),
frente al mito historicista según el cual serían perecederas no sólo las
instituciones particulares, sino también su propia razón de ser, de modo que
las revoluciones traerían infaliblemente el "progreso".
Como base para el nacimiento y la articulación de pueblos y
naciones, este libro reivindica el valor de la idea política, de la visión del
mundo, de un centro de autoridad, de un sentido "religioso" de la
vida social, además y por encima de la pertenencia a un mismo grupo étnico. El
autor no teme ser considerado un reaccionario, es decir, un hombre de Derecha,
cuando advierte que la revolución sólo tiene sentido si se trata de una
reconstrucción, es decir, la reparación por la violencia de una injusticia, de
una perturbación del orden civil y político, mientras que es puramente negativa
cuando pretende destruir por destruir y negar la validez superior de la
Tradición. Esta perspectiva sugiere, entre otras cosas, algunas consideraciones
originales sobre lo que se ha llamado el "paréntesis fascista".
Aunque su tono es más bien el de un ensayo filosófico -aunque
espoleado por un espíritu polémico siempre alerta-, este libro habla también de
nuestra pasión por nuestro país. La alusión a "una Italia liberada,
liberada de la onerosa tarea de darse una forma inspirada en su más alta
tradición" está llena de una emoción apenas contenida.
Pero las ideas principales de este libro -que pueden desarrollarse
de forma diferente bajo tal o cual aspecto particular, pero que difícilmente
pueden basarse en otra cosa que no sean éstas- son la superioridad del Imperium
y del Estado sobre los intereses privados, y la exaltación del heroísmo
aristocrático. La primera idea afirma claramente una verdad solar -aunque, hoy
en día, sea negada y combatida desde todos los lados-, a saber, que "el
Estado, como encarnación de una idea y de un poder, es una realidad superior al
mundo de la economía" y que "la autoridad política tiene
primacía sobre la económica", siendo el orden económico un orden de
medios que nunca debe convertirse, para existir, en fines.
El segundo nos exhorta a albergar esperanzas más elevadas, ya que
no hay moral ni civilización que carezca de un sentido heroico, es decir,
aristocrático, de la vida. El autor advierte con razón que, cuando habla de
aristocracia, se refiere a una aristocracia de "cosmovisión", de
carácter, y no económica, y menos aún intelectual, pues la intelectualidad
"constituye un mundo desgajado de la totalidad viva que es el individuo y,
en particular, de todo lo que es carácter, valor espiritual, decisión".
Es precisamente esta aristocracia del carácter la que los mejores
de entre nosotros quieren y necesitan construir, entre las ruinas que nos
rodean.
Junio Valerio Borghese