Si, desde el punto de vista existencial solamente existen dos
alternativas en relación a la deriva de la posmodernidad (aceptarla
íntegramente o rechazarla de plano: la “pastilla azul” y la “pastilla roja” de Matrix),
desde el punto de vista de la cotidianeidad y de nuestra participación en ella,
es preciso variar el punto de vista y adaptarlo a una perspectiva más amplia —e,
incluso, más realista— que pueda ser entendida y compartida por otros con
claridad. Esto puede comprenderse con facilidad gracias a la “teoría de las
cuatro velocidades” que nos orientará sobre cómo reaccionar
políticamente en determinadas circunstancias como puedan ser las competiciones
electorales, espectáculo circense habitual en las democracias. ¿Cómo ver y leer
los programas de las distintas opciones del mercadillo electoral?
Punto de partida de los que hemos ingerido la “pastilla roja”
Como se recordará, la “pastilla roja” corresponde a la amarga
verdad. Una vez se ha asumido nos dice que vivimos en un mundo que, como la
caja de Pandora, ha liberado todos sus horrores y ya no queda nada en su
interior, ni siquiera la esperanza. De hecho, la “esperanza” sería el
intento de agarrarse a un clavo ardiendo, pero, en nuestra época, de nihilismo
absoluto, incluso esa posibilidad es ilusoria y hay que desprenderse de ella.
Vivimos, pues, en tiempos de crisis generalizada en todos los órdenes y en
donde ya no existen grupos sociales, organizaciones humanas, creencias, a
las que nos podamos agarrar y convicciones sobre las cuales pueda estructurarse
una “respuesta al mundo moderno” con garantías de que, a través suyo, podrá enderezarse
la situación.
La triste realidad y el realismo del que se debe hacer gala si se
consciente de los rasgos de nuestro tiempo, es que vivimos una época
excesivamente erosionada y demasiado alejada de cualquier idea de “Orden”, como
para pensar que todavía, con las meras fuerzas humanas, podría evitarse el
final de nuestro ciclo de civilización. Así pues, quienes hemos elegido la “pastilla
roja”, debemos ser conscientes de que nos hemos situado en lo que Evola llamaba
“posiciones virtualmente perdidas”. Y es a partir de aquí, de este
reconocimiento, de donde debe partir nuestra actitud existencial y nuestra
forma de percibir la cotidianeidad, así como lo que podemos aportar para las
generaciones futuras.
Reconocer la realidad no es excusa para caer en la desesperación o
permanecer en el nihilismo, sino una ocasión para establecer reflexiones
objetivas. Nuestro mundo es como unos zapatos que, de tan desgastados que
están, ya no basta con llevar una y otra vez al zapatero para que los remiende:
simplemente, hay que prescindir ellos y reconocer que, mientras no tengamos la
posibilidad de utilizar unos zapatos nuevos, deberemos caminar descalzos.
En otras palabras y, prescindiendo de simbolismos: vivimos en
un momento histórico en el que, a costa de mantener un mínimo sentido realista,
somos conscientes de que caminamos hacia el abismo. Poco a poco, primero y
luego, desde hace unos 25 años, a velocidad vertiginosa, han ido desapareciendo
todos los valores que habían hecho posible la vida social desde el neolítico. Y
ese “progreso” ha hecho que la civilización se encuentre al borde del abismo.
Ese vacío que intuimos y la catástrofe que se encuentra al final del camino
(una sociedad sin valores tradicionales es una sociedad imposible), no
sabemos cuándo, ni cómo se consumará: solo intuimos que ocurrirá. Así pues,
eso nos indica que vivimos en un momento histórico en el que estamos en una
fase de transición entre la percepción intuitiva del final inevitable y el
mismo final. Llegados a esta fase es cuando podremos decir que nos estaremos
entre el final de un ciclo y el principio del siguiente y será entonces cuando
podría recuperarse la frase de “no somos los últimos de ayer, sino los primeros
del mañana”. Pero esta frase, no corresponde al día de hoy.
Se mire como se mire, es preciso aceptar la tesis de Guillaume
Faye sobre la “convergencia de catástrofes”: cada uno de los frentes de
crisis —económico, social, existencial, religioso, geopolítico, tecnológico,
ecológico, energético, étnico-racial— podrían resolverse si aparecieran en
momentos diferentes, aislados unos de otros, pero no en un momento, como el
actual, en el que han convergido en un mismo momento. La “convergencia de
catástrofes” es la “tormenta perfecta” que implica, inevitablemente, el
hundimiento del barco que se encuentra a la deriva.
De ahí que el más mínimo sentido del realismo, los restos del
instinto de conservación racionalizado, nos lleve a establecer tres
conclusiones:
1º. No se trata de ser optimista o pesimista, sino de reconocer que vivimos tiempos de crisis terminal e irreversible de un modelo de civilización.
2º. No podemos decir cuándo se producirá el desplome generado por la “convergencia de catástrofes”, pero el realismo nos obliga a reconocer que ese desplome se producirá.
3º. Quienes nos sentimos partícipes de otra realidad, de otros valores y de un modelo de sociedad radicalmente opuesto al presente, debemos plantearnos opciones de vida para nosotros, para nuestro entorno y para garantizar la pervivencia de nuestros valores tradicionales más allá del derrumbe, para que estén presentes en la formación de un nuevo ciclo de civilización.
La teoría de las cuatro velocidades de caída
Uno de los puntos cruciales de quienes hemos ingerido la “pastilla
roja” es cómo reaccionar políticamente en determinadas circunstancias como
puedan ser las competiciones electorales, espectáculo circense habitual en las
democracias. ¿Cómo ver y leer los programas de las distintas opciones del
mercadillo electoral?
Hace falta insertar aquí una precisión: no se trata de “por quién
votar”, en la medida en que, votar a unos o a otros no cambia nada a la vista
de que la “soberanía popular” es una ficción y los “constructores de la
modernidad” actúan como el pastor de un rebaño, llevándolo a tales o cuales
pastos según su voluntad y decisión: la opinión del rebaño no importa en
absoluto. De ahí que la postura que recomendemos no sea la de creer que tal
o cual partido podrán solucionar una situación que ya se encuentra
excesivamente erosionada, sino que la posición política más razonable en
este momento sea la de la “apolitia” en el sentido clásico, esto es, el
distanciamiento de cualquier opción política, reconociendo que no puede
apoyarse a ninguna sin que exista algún tipo de reserva mental, pero sin caer
en el desinterés y la apatía por los “hechos políticos”, en la medida en que la
evolución de estos puede ayudarnos a comprender nuestro tiempo.
Así pues, una somera visión del mercado nos indica que existen
cuatro “productos de consumo político” que derivan a cuatro velocidades que
pueden adoptarse en el actual proceso de tránsito del “Orden” del ayer a la
decadencia presente (porque ese tránsito es, precisamente, la “línea de
evolución” de las sociedades modernas).
George Orwell, entre 1947 y 1948, es decir, en los primeros pasos
de la Guerra Fría, escribió su famosa novela distópica, 1984. En ella
atribuía gran importancia a la adulteración de las palabras y de los conceptos
operada por el “ministerio de la verdad”: lo “hermoso” era lo “horrible, “la
paz” era el “estado de guerra”, la “mentira” se había transformado en la “verdad”
oficial y así sucesivamente. Así pues, cuando nosotros decimos que la línea
de la posmodernidad es una pendiente que conduce a la decadencia, aquel que ha ingerido
la “pastilla azul” y que vive en la “cómoda ilusión”, percibe ese mismo tiempo,
nuestro tiempo, como “progreso”. Y, por lo mismo, cuando nosotros podemos
afirmar avalados por el realismo que nuestra civilización camina directa a una
caída por el precipicio, el “progresista”, considera que esa caída supone volar
hacia ideales más altos, justos y benéficos para la humanidad. De ahí que
cualquier diálogo sea imposible entre las dos actitudes y la brecha
excesivamente amplia como para que el diálogo y la confrontación de posiciones
sea posible.
Existen, por tanto, cuatro velocidades posibles para ir en
dirección al abismo:
Primera velocidad: el ultraprogresismo
Representado por la inmensa mayoría de la extrema-izquierda y
por sectores de una socialdemocracia que demostró su falta de soluciones y
salidas a la crisis de 2007-2011, cuando debió optar entre ponerse del lado de
la sociedad o de la banca y eligió la segunda opción. A partir de ese momento, el
proyecto socialdemócrata aprobado en el Congreso de Bad Godesberg de 1959,
saltó en pedazos. Desde entonces la socialdemocracia debió elegir entre
permanecer en ese mundo ambiguo del centro-izquierda que ya había sido augurado
por la secta fabiana en la primera década del “novecento” y mantenido
durante décadas por la London School of Economics o bien aproximarse a las
tesis “ultraprogresistas” que, antes, habían sido asumidas por una
extrema-izquierda huérfana de ideología por la caída del marxismo en todas sus
variedades (maoísmo, eurocomunismo, marxismo-revolucionario,
marxismo-leninismo-maoísmo, consejismo, anticapitalismo autogestionario, etc.).
Esa extrema izquierda, se había refugiado, inicialmente, en el “pensamiento
sandía” (verde por fuera, rojo por dentro), pero los resultados electorales
fueron siempre limitados hasta que vino en su ayuda todo un arsenal de
ideologías posmodernas amparadas en las grandes fundaciones capitalistas (financiadores
de los círculos y los proyectos “transhumanistas”), así como de los proyectos
de ingeniería social de la ONU y de la UNESCO (la Agenda 2030).
Desde que se hizo palpable la relativa recuperación económica y la
salida a la gran crisis de la globalización, hacia 2014-2015, esta corriente
puso el pie en el acelerador y de ahí se afirmó como indiscutible la teoría
del cambio climático antropogénico, la ideología woke, los estudios de género,
que reforzaron la corrección, el pensamiento único y reformularon el objetivo
de un “nuevo orden mundial”.
Y tienen prisa por llevar a cabo sus proyectos, tal como hemos
visto en los países en donde han “tocado poder”, como España, en donde el
arsenal de leyes aprobadas, por su tendencia, por su radicalidad, por sus
inconsecuencias, es muy similar al que aprobó la Segunda República en sus
primeros meses, con la misma intención de realizar una rápida tarea de “ingeniería
social” y cambiar el rostro de una sociedad. Actualmente, todo este arsenal
legislativo aprobado en los últimos cinco años de gobierno de Pedro Sánchez,
apoyado por Unidas Podemos, tiene como fin la liquidación de cualquier
rastro de “identidad tradicional” en nombre de los ideales de “igualdad,
diversidad e inclusión”.
Es, por tanto, una forma de acelerar al paso hacia el abismo. Y lo
que, para ellos supone una forma de “volar” hacia un mundo utópico, para aquel
que mantiene el realismo y la objetividad en la cabeza, supone solamente una
forma de aproximarse a la carrera en dirección al abismo y tratar de acortar
los tiempos para llegar al fin de ciclo (lo que
para los ultraprogresistas supone la inauguración de un nuevo ciclo “transhumanista”).
Segunda velocidad: el progresismo de izquierdas
No todas las formas de entender la socialdemocracia aceptan el mismo
paso acelerado y los mismos objetivos. Buena parte, de los socialdemócratas se
consideran “progresistas”, pero rechazan las consecuencias extremas de los “estudios
de género”, y se muestran remisos a adaptar algunas orientaciones “ultraprogresistas”,
no tanto por entrever las consecuencias finales a las que conducen, sino por
un “instinto de conservación electoral” que les dice que una sigla política no
puede “adelantarse” a la sociedad, sino que el “pastor” tiene que estar siempre
caminando junto al rebaño, sin adelantarse ni retrasarse.
Desde finales de los años 90, los socialdemócratas, por ejemplo,
se han cerrado a discutir la cuestión de la inmigración. Han seguido defendiendo
la posibilidad de la “integración” de los inmigrantes (esto es, de que acepten
las leyes del país receptor, manteniendo sus tradiciones de origen) a pesar y a
despecho de que en todos los lugares donde ha llegado inmigración masiva, los
programas de “integración” hayan fracasado notoriamente. Sin embargo, en el
resto de actitudes, los socialdemócratas, aún mostrándose partidarios de una “ingeniería
social” prefieren no forzar los tiempos y evitar compromisos con el
ultraprogresismo que les puede restar base electoral (como demuestra la
experiencia).
Sin embargo, los socialdemócratas consideran que los “valores
tradicionales” deben quedar definitivamente atrás, superados y abandonados. Se
muestran partidarios de la “igualdad” a todos los niveles, pero algo más
tímidos en relación a la “inclusión” y a “diversidad”, temerosos de que puedan restarle
votos. Las tensiones internas que vemos en el interior del PSOE desde el
inicio del período “zapaterista” y que, están fraguando en el interior del
mismo partido durante el ”pedrosanchismo”, son elocuentes al respecto.
Digamos que, bajo la sigla PSOE y, por extensión, en todos los
partidos socialdemócratas y en la propia Internacional Socialista, existen dos almas:
la “ultraprogresista” y la “progresista” y la discusión entre ambas no es por
cuestiones ideológicos —ambas están de acuerdo en realizar una tarea de “ingeniería
social” en función de la interpretación de la Agenda 2030—, sino por rentabilidades
electorales (los primeros precisan gobernar con la ultraizquierda para seguir
gestionando espacios de poder y los segundos, en sus feudos, consideran que tal
alianza borra los rasgos “centristas” (de centro-izquierda) del partido y lo
desplazan hacia una izquierda que ya no puede contar con el “voto obrero”, sino
que debe fiarse del voto de la inmigración y del voto de los demás grupos
sociales subsidiados.
Esta actitud supone caminar con paso firme hacia el abismo, pero a
una marcha más ralentizada, sin tantas prisas como los ultraprogresistas,
incluso con algunas vacilaciones. Pero esta
actitud, lo único que supone es que el plazo hasta llegar al punto límite de
caída se prolongará algo más, no que se evitará o que se actuará con más
sensatez, o que se respetará algún valor o estructura tradicional. En la
práctica, la posición de los socialdemócratas actuales es la misma que la de
los socialistas fabianos de principios del siglo XX: llegar a una sociedad
igualitaria, socialista y progresista, por medio de una evolución gradual, sin
saltos ni transiciones violentas.
Tercera velocidad: el progresismo de derechas
Ser de derechas en otro tiempo, equivalía a ser “conservador” y
ser “conservador” suponía, rechazar la escala de valores presentada por el progresismo
y rechazar el trilema: “libertad, igualdad, fraternidad”, o, al menos, poner
algún reparo y precisiones a sus significados. Pero esa era antes. En el
interior del PP y, en el conjunto de las derechas mundiales, también ha
prendido el “virus progresista” hasta el punto de que puede decirse que en el
interior del PP existe cierta predisposición en ver al PSOE como “partener”:
de hecho, cuando Feijoó, un tipo absolutamente gris y sin perfil definido, sustituyó
a Pablo Casado, que podía ser con propiedad definido como un “progresista de
derechas”, proclamó que su primera opción para formar coalición era el PSOE;
esta actitud debió rectificarla a la vista de la negativa del PSOE a asumir
esta línea de alianzas; posteriormente, Feijóo aludió a los “dos PSOE” y a que
solamente pactaría con la línea “antipredrosanchista”, pero también aquí, la
disciplina draconiana de los pretorianos de Sánchez, le obligó a rectificar y
en la actualidad, también esa propuesta ha sido aparcada.
El progresismo de derechas ha emergido una y otra vez en el
interior del PP. No hay que olvidar que buena parte de este partido, procedió,
históricamente, de los restos en descomposición de UCD y, en la actualidad,
crece gracias a la desaparición del avatar de aquel centrismo, Ciudadanos, que,
salvo en la “cuestión de la vertebración nacional” ostentaba posiciones
parecidas a las de la socialdemocracia. Este “progresismo de derechas”
tiende a reconocerse en los valores del liberalismo tal como fueron definidos
por Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776…) y, por tanto, el
terreno de la economía es el único en el que se mueve con facilidad, adoptando
en todos los demás posiciones relativistas: aspira a “conservar”, pero aceptar
cualquier cambio que venga sugerido por organismos internacionales creados a
partir de 1945 y se niega a reconocer en ellos, los valores ultraprogresistas
que cabalgan con ellos. Tienden, por tanto, a realizar una “interpretación
conservadora” del ultraprogresismo, en función de sus necesidades electorales y
les importa muy poco si tal interpretación es la que encarna el espíritu de la
Agenda 2030, simplemente creen que, si lo proponen los organismos
internacionales, es que se trata de propuestas de “consenso” universal y, por
tanto, inducen a seguirlas.
En el interior del “progresismo de derechas”, es innegable que
aparecen desconfianzas en relación a los planes de “ingeniería social”, pero
también es cierto que la defensa de los valores de la economía liberal, los
lleva también a aceptar lo que las fundaciones dependientes de las grandes
empresas y de las corporaciones económicas, propongan que, por cierto, coincide
con las directivas de la Agenda 2030.
No siempre está claro si la dirección y el paso con el que camina
la “derecha progresista” es el suyo propio o aquel al que se ven arrastrados.
En general, si en algunos países todavía existe “derecha progresista” es porque
el sistema electoral estimula el “voto útil”. Frecuentemente, el elector
conservador acude a las urnas tapándose la nariz y desconfiando de que su voto
sirva para algo, pero esperanzado en que, al menos, será un “voto contra la izquierda”.
Pero, a poco que nos fijemos en sus “obras”, percibiremos con
claridad meridiana que la “derecha progresista” nunca a desmantelado la obra de
la “izquierda progresista” y solamente se ha opuesto con cierta timidez, bien
es cierto, a las leyes más enloquecidas de la “izquierda ultraprogresista”. Su velocidad hacia el abismo no es la misma que la de “ultraprogresistas”
ni la adoptada por el “centro-izquierda”, suele tener vacilaciones, dudas,
conflictos internos, pero no se perciben pasos atrás, ni siquiera actitudes que
no hayan sido definidas en aquel libro de Adam Smith escrito en 1776 y con el
que pretenden seguir gestionando la sociedad del siglo 2023, es decir la
sociedad de 250 años después…
Paso tímido, paso lento, paso torpe, tambaleante y siempre
dubitativo, propio de quien se niega a replantearse la realidad de los hechos y
a rectificar el paso. El “progresismo de derechas”, no dirige al rebaño,
sino que tiene una percepción de hacia donde se dirige el rebaño y lo sigue sin
importarle de que ese camino conduzca al abismo. Lo único que le importa es
seguir conservando algunas parcelas de poder, no quedar descabalgado de los
repartos de poder y pactar con el diablo si hace falta para mantenerse en las
áreas de poder.
Cuarta velocidad: los populismos de derechas
El populista de derechas es alguien que sufre de vértigo. Es
consciente de que algo no marcha bien en nuestra sociedad y en los caminos
emprendidos por la posmodernidad. Y mira atrás y le angustia el porvenir. Su actitud es la propia aquel hombre superado, desorientado, al
que le resulta imposible diagnosticar el origen de los males de su tiempo, pero
que, en cualquier caso, intuye que la sociedad ha emprendido un rumbo
equivocado y peligroso. Habitualmente el populismo de derechas es el remanso
al que van a parar los decepcionados de todo el arco político, aquellos que a
lo largo de los ciclos electorales han ido cambiando su voto de una a otra
sigla, esperando que alguna haga algo por ellos y por sus hijos, y se ha visto
permanentemente decepcionado: a este elector, ahora le queda la posibilidad
de adoptar una nueva papeleta de votos que le señala algunos de los aspectos
más negativos de la modernidad. Es su última esperanza.
Podemos representar esa actitud como la propia de aquel miembro
del rebaño que, en un momento dado, el instinto le dice que el grupo de dirige
al matadero o hacia el despeñadero y que hace falta salir del rebaño para
evitar el desastre. Pero le falta un “pastor” que
le orienta más allá del voto: ¿a dónde ir sino allí hacia donde va la corriente
en general? ¿cómo elaborar una propuesta integral y realista que contemple
revertir el camino recorrido hacia el abismo? ¿Cómo alejarnos, en una palabra,
de la zona de riesgo y en función de qué? Y estas son las preguntas que los
partidos populistas apenas pueden responder. No dejan de ser una especie de “autosatisfacción”,
el clavo ardiendo al que agarrarse para mantener la esperanza en el futuro
y en que alguien logre evitar que el tren descarrile o que el rebaño caiga por
el abismo.
Y ahí está, parado, detenido a pocos metros del abismo, esperando
una luz, un faro, un polo de atracción, unos valores que ayuden a recorrer en
sentido inverso el camino emprendido desde hace siglos por nuestra civilización
y que ahora nos sitúa a poco de caer en el vacío.
Está parado: sabe a dónde no ir, pero ignora la dirección, la estrategia y los
principios que podrían contribuir a invertir el camino. Es lo que podríamos
llamar “el elector del rechazo”: es consciente de lo que aborrece, pero
mucho menos de los puntos en los que se basaría un programa de reconstrucción y
enderezamiento. Los pastores que se postulan como “orientadores” a este
grupo tampoco están en condiciones de darle algo más que una esperanza, una
pequeña lucecita, en absoluto esa luz inequívoca, absoluta, iluminadora de un
nuevo rumbo para la sociedad.
Es cierto que cada fase de un ciclo histórico impone determinadas
condiciones y que, en la actualidad, cuando se han hundido las bases tradicionales
del conservadurismo (la monarquía, la Religión, las aristocracias, la cultura
tradicional, en una palabra) resulta muy difícil encontrar un terreno lo
suficientemente sólido como para sentar las bases de un “conservadurismo revolucionario”.
Esta última actitud es diferente a las tres anteriores que hemos
descrito: no es ni una velocidad lenta, media o acelerada hacia el abismo,
es simplemente, un detenerse, como una esfinge, como un moái de la Isla de
Pascua, un menhir, como alguien que ha entrevisto el futuro y ha quedado petrificado
ante la perspectiva del mañana y cree que, utilizando sus últimas fuerzas para
votar a una opción populista, todo quedará resuelto.
Es, en definitiva, la opción de la “velocidad cero” y del que
confía en el freno de mano para evitar que las ruedas sigan por inercia la inclinación
de la pendiente. En tanto que clavo ardiendo, agarrarse a una opción
populista puede ser visto como un “mal menor”, desde luego, a caer por el
abismo, una reacción natural guiada por el propio instinto de conservación,
pero que sirve solamente como opción momentánea: antes o después, el clavo se
quiebra o la capacidad de resistencia se hace imposible. O, si se prefiere,
el populista de derechas, antes o después se verá arrastrado por la corriente y
percibirá que las bases sobre las que se encontraba parado son inestables.
En general, el aspecto más incoherente y peligroso del populismo
de derechas es su ambigüedad ante los conceptos económicos liberales. Y esa
imposibilidad de construir un programa económico vulnerando las reglas del
mercado y aceptando que el Estado no debe de intervenir en economía y que la
ley de la oferta y la demanda, en esta época de “tiburones” que hacen imposible
la libre competencia de los “peces chicos”, de multinacionales, grandes
corporaciones, de economía globalizada, y de cuarta revolución industrial, donde
la posibilidad de asegurar la “libre competencia” supone una ingenuidad tan
imperdonable como suicida. De ahí que todo “populismo” de derechas, que no
introduzca en su programa correcciones al “mercado” y que no sitúe a la
política con encima y por delante de la economía, tiene un recorrido muy
limitado y, como máximo, supone retrasar lo inevitable, pero no conjurar en
modo alguno el riesgo, porque, a fin de cuentas, el problema de civilización
que afrontamos hoy deriva de aquella Primera Revolución Industrial de la que
Adam Smith extrajo sus leyes del mercado que, en grandísima medida, son
responsables de la destrucción de todos los valores tradicionales.
UNA PEQUEÑA CONCLUSION PROVISIONAL
¿Hasta qué punto es “positivo” prolongar una agonía? Es la primera
pregunta que se nos ocurre. ¿Qué es mejor, una “agonía prolongada” o una “muerte
súbita”? Si aceptamos que esta civilización ha emprendido un camino sin retorno
y que no hay un nuevo comienzo sin un final doloroso, ¿cuál de las dos
actitudes es la correcta? Es algo que queda a conciencia de cada elector y,
como siempre, lo mejor es no llamarse a engaño, ni, por supuesto autoengañarse.
Pero sea cual sea la opción personal es importante no olvidar
que la destrucción de todos los valores y su sustitución por anti-valores,
seudo-valores o fantasioas construcciones intelectuales, es la única realidad
del sistema tal como está concebido en la actual fase de nuestro ciclo
histórico. Lo de menos, por tanto, es a quien se vota, que, en el fondo solamente
implica tratar de prolongar la agonía del actual ciclo o acelerarla.
Lo importante es, por una parte, conservar los valores tradicionales
(y, para conservarlos habrá, previamente, que recordarnos, enumerarlos y
definirnos) y, por otra parte, transmitirlos. Esa
transmisión, para ser efectiva, para poder forjar nuevas élites, solamente
puede realizarse en las catacumbas. No puede estar protagonizada por grupos
políticos organizados que, inevitablemente, deberían de rebajar el listón,
diluir el mensaje, concurrir a elecciones y aceptar las reglas de un juego del
que no podrían sacar absolutamente ningún beneficio, salvo perder el tiempo.
No es, pues, para el “mañana” para el que hay que pensar, dando
por sentado que será precisamente en ese “mañana” cuando se produzca el colapso
de nuestra civilización, sino para el “pasado mañana”, cuando es previsible que
se produzca, es decir, para dentro de una o dos generaciones. Además, esto
debería de permitir, rescatar, sintetizar, difundir, almacenar doctrinas y
principios tradicionales, crear élites inhibidas del día a día político, pendientes
solo de su responsabilidad para encarnar valores, para transmitirlos a quienes
puedan entenderlos, y prepararse para la supervivencia tras el colapso.
Será así como renacerá una nueva sociedad orgánica y funcional: con
hombres de pensamiento y de acción, verdaderos guías de la comunidad, con técnicos
y expertos capaces de conservar todos aquellos aspectos instrumentales de
carácter técnico que merezcan ser conservado, con guerreros capaces de defender
las nuevas comunidades orgánicas creadas, con estructuras comunitarias sólidas formadas
a partir de la reconstrucción de la familia tradicional. A partir de ahí, los
que hayan soportado las pruebas que acompañarán una crisis que, como cualquiera
crisis, será destructora y problemática, los que tengan la suficiente solidez
interior y la dureza para soportar la prueba y seguir en pie, aquellos cuyo
carácter se haya forjado en el fuego de las destrucciones y se haya endurecido
como el mejor de los aceros, estos serán los que figuren en el arranque de un
nuevo ciclo de civilización.