INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

miércoles, 5 de abril de 2023

NOSOTROS LOS FACHAS Y LA EXTREMA-IZQUIERDA A LA QUE ODIÁBAMOS TANTO (4) - EQUIVALENCIA Y EQUIDISTANCIA ENTRE LAS MILITANCIAS ULTRAS


DOS EXTREMISMOS PARA DOS TIPOS HUMANOS RELATIVAMENTE PARECIDOS

Si digo que la militancia ultra en ambos extremos responde a un tipo humano bastante parecido, con resortes emocionales muy similares, no creo que haya mucha oposición. Es algo que puede aceptarse, a condición de añadir que las diferencias doctrinales e, incluso, buena parte de las sensibilidades, de extrema-derecha y extrema-izquierda están en franca oposición. En el ultra de derechas, por ejemplo, la sensibilidad social es mínima o bien supeditada a la sensibilidad patriótica o nacionalista; mientras que el ultra de izquierdas es, por definición “internacionalista” y cuando sitúa el patriotismo en su paradigma -como en el caso del FRAP, Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, este último término, “patriota”- se debe, más bien, a una afirmación “antiimperialista” que a un verdadero sentimiento nacional.

Por otra parte, el FRAP y el PCE(m-l) eran “patriotas”, pero concebían el futuro de España como una “república federativa”. El ultraderechista carpetovetónico, en general, tiene una contradictoria tendencia patriótica y “jacobina”, antifederal e, incluso, antiforal, si bien el tradicionalismo español -como el francés, el inglés o el italiano- son mucho más respetuosos con las características regionales. Esta contradicción se explica en fundió al desbarajuste que trajo la Segunda República en materia de “vertebración nacional”, la reiterada deslealtad del PSOE en relación a la unidad del Estado y la concepción de los independentistas catalanes y vascos de los “estatutos de autonomía”, no como la conquista de un régimen de autogobierno, sino como un paso transitorio previo a la independencia de sus regiones, unido a la incompetencia criminal del gobierno autónomo de Companys que llevó a que fue la FAI la que controlara las calles en los 120 días posteriores al 18 de julio de 1936, con sus 9.000 asesinatos contabilizados con nombres y apellidos (muchos de ellos, apolíticos)… todo esto contribuyó a que el franquismo adoptara concepciones jacobinas por encima del foralismo que compartía la mayor parte de las fuerzas que participaron en la sublevación cívico-militar.

En cuanto a la “sensibilidad social” de la izquierda, su concepción “de clase” (fachas hijos de la burguesía e izquierda-radical hija del proletariado), también tenía sus contradicciones. De hecho, muchos miembros de la extrema-izquierda procedían de clases acomodadas, hijos de la burguesía que emergió con el desarrollismo franquista o, incluso de familias de personalidades del régimen franquista (Catalán Deus menciona varios casos), de la misma forma que buena parte de la militancia de extrema-derecha procedía del medio obrero (en cada fábrica importante existía un núcleo de militantes de extrema-derecha que se vieron progresivamente aislados a medida que el franquismo recorría su último tramo).

En el caso de los falangistas, que hicieron verdaderos esfuerzos por situarse en la “ortodoxia joseantoniana” que, como puede presumirse por el propio nombre atribuido a la ideología –“nacional-sindicalismo”– su experiencia demuestra que los “tercerismos” resultan, a corto plazo, insostenibles más allá de las abstracciones doctrinales y del verbalismo revolucionario –el “ni derechas, ni izquierdas”–; en efecto, la experiencia demuestra que: o se está más a la derecha o se está más a la izquierda, o se es más “sindicalista” que “nacionalista” o se mantienen posiciones más “nacionalistas” que “sindicalistas”: tratar de mantener los equilibrios y equidistancias termina resultando absolutamente imposible, inviable y, lo que es peor, desgasta, obliga a estar permanentemente en guardia ante cualquier desviación que pueda producirse y a buscar justificaciones permanentemente en el “libro” (las Obras Completas de José Antonio), lo que tiene como resultado directo, ignorar las circunstancias políticas de cada momento y ser, a la postre, incapaces de establecer una línea política acorde a las circunstancias del momento. Le ocurrió permanentemente al FES en los años 60. Le ocurrió a los Círculos José Antonio en los 70. Muchos más libres -aunque más “desviados” del ideal joseantoniano- se sintieron los falangistas que se decantaron por el franquismo (en torno a Girón, a Raimundo Fernández Cuesta y a Pilar Primo de Rivera), aceptando ser “más nacionalistas que sindicalistas” y otro tanto puede decirse de los que optaron, como los peces muertos, por seguir la corriente en las filas de los mal llamados “hedillistas” (Hedilla era un “hombre de orden”, católico de comunión diaria, al que nunca se le ocurrió en los años 60 resucitar el falangismo y no buscaba nada más que su rehabilitación), tratando de demostrar una sensibilidad “más sindicalista que nacionalista”. De todo esto hoy ya no quedan ni los rescoldos. Cuando los miembros de la Falange Auténtica pintaban en las calles “Falange con el obrero” parecían manifestar un anhelo y, al mismo tiempo, una carencia, porque si algo estaba claro en aquellos momentos (1975-78) es que “el obrero” distaba mucho de tener una presencia significativa en estos grupos (en el caso, claro está, de que existiera “el obrero” como abstracción: existían “los obreros”, la “clase obrera” como grupo social, pero hablar de “el obrero” unipersonal, demostraba que ni siquiera había claridad en el análisis de lo que era trabajar en una fábrica por cuenta de terceros, realizando un trabajo alienado y sin ser dueño de los medios de producción).

En la izquierda, la “sensibilidad social” era algo codificado, pautado, rigurosamente ordenado por la doctrina y que, además, se beneficiaba de que los sindicatos verticales no terminaban de funcionar bien y, lo que, sobre el papel, sentaba a patronos y empleados al mismo nivel, en la práctica, ni era ni podía ser así. Para colmo, cuando el desarrollismo español de los años 60, impulsó todos los sectores industriales y a rebufo del desarrollismo aparecieron las Comisiones Obreras (que, inicialmente, contaron con algún apoyo por parte de falangistas disidentes: Ceferino Maeztu, por ejemplo… pero sería muy difícil encontrar otro nombre, a parte de los que estuvieron en su círculo íntimo, y que lo apoyaran), el sindicalismo vertical, trabado por su burocratismo, su dependencia del poder y por el desinterés creciente de los trabajadores por todo lo que no fueran aumentos de sueldo y mejoras en las condiciones de trabajo, entró en crisis y se situó prácticamente al borde del colapso, especialmente cuando, a mediados de los años 60, Carrillo, recordando los consejos que le dio Stalin quince años ante, optó por la infiltración capilar en el sindicalismo oficialista que daría unos resultados inmejorables a Comisiones Obreras. En aquella izquierda obrerista y que todavía creía en la “lucha de clases”, en el “futuro del proletariado” como “clase objetivamente revolucionaria” y demás mitos ideológicos, no había espacio para el “patriotismo”, más allá de las invectivas antiimperialistas, enmascaramiento oportunista del consabido “internacionalismo proletario”.

LA “CUESTIÓN RELIGIOSA” EN LA EXTREMA-DERECHA Y EN LA EXTREMA-IZQUIERDA

Luego estaba la “cuestión religiosa”. Habitualmente la izquierda ha sido agnóstica y la extrema-izquierda, atea casi sin reservas, mientras que las gentes de derecha han sido católicas y las de extrema-derecha, más bien tirando a integristas. Pero no siempre. En la izquierda, aparecieron a principios de los años 60 movimientos católicos “de base” que, poco a poco, fueron escorándose, primero hacia la “oposición democrática” y luego hacia el marxismo, para terminar, finalmente, en algunos casos, en la extrema-izquierda. A su vez, en la derecha empezaron a aparecer indiferentistas religiosos que eran mirados con desconfianza por fundamentalistas católicos con los que compartían militancia. Y luego, ateos que se sabía que lo eran, aunque no alardeasen de ello: simplemente se intuía porque no iban a misa. Y si iban, no tenían claro cuando arrodillarse, cuando levantarse y cuando sentarse. Yo era de estos y en 1977 me tocó pedir un “certificado de apostasía” en la parroquia para contraer matrimonio civil (lo que, como se sabe, me costó la expulsión de Fuerza Nueva. No me molestó la decisión de Blas Piñar. De hecho, a partir de entonces me interesó la figura de Juliano El Apóstata).

Resulta incuestionable que la crisis del catolicismo occidental tuvo tres factores de crisis: 1) el cierre en falso del Concilio Vaticano II que entraño una pérdida de vigor del catolicismo que ya en las décadas previas al evento estaba dominado por una irreprimible tendencia al culto exterior; 2) el desgaste del cristianismo que ya no era capaz de explicar sus posiciones a una sociedad que iba cambiando a mucha más velocidad de lo que sus teólogos oficialistas asumían e interpretaban; y 3) el proceso de mejora en las condiciones de vida que llevó a un nivel creciente de consumismo y disfrute de lo material, desviando y separando, en su hedonismo implícito, al individuo de cualquier aspiración superior y del sentimiento de la trascendencia.

A esto se sumaron los teólogos progresistas y las excrecencias surgidas de Temoignage Chrétien, los sacerdotes que habían travestido al Cristo Rey de “cristo obrero”, que, en el fondo no eran más que sacerdotes que habían perdido su grey y vieron que la demagogia social conseguía llenar (momentáneamente) sus parroquias. No había grupo de izquierdas o de extrema-izquierda que no viera estos medios católicos como un coto de caza, un banco de pececillos que pescar con solo lanzar las redes. Quizás, el PCE(m-l)-FRAP, fue el que menos atención prestó a estos ambientes, pero otros grupos maoístas, especialmente la Organización Revolucionaria de Trabajadores y en cierta medida la Organización Comunista de España (Bandera Roja), procedían total o parcialmente, de medios católicos progresistas.

Esta “cristianización” de la izquierda, fue paralela a la “descristianización” de la derecha en la que, a partir de finales de los 60, empezamos a proliferar individuos con poca fe (y, de hecho, la poca que teníamos, fueron los propios clérigos progres los que se encargaron de apuntillar). Era cierto que, en los últimos años del franquismo y durante la transición, grupos como Fuerza Nueva o los Guerrilleros de Cristo Rey (fueran lo que fueran y ya habrá ocasión de apuntar algo sobre la materia) tenían como principal y única característica el hacer una amalgama entre catolicismo, franquismo y patriotismo. Pero también es cierto que, ni la Conferencia Episcopal de la transición (en la que apenas se encontraban tres prelados que pudieran identificarse con su posición integrista), ni las correlaciones de fuerzas en el interior del catolicismo español de entonces, les eran favorables. Anclándose en esas posiciones, lo único que lograron fue acentuar su aislamiento (algo que ya tuve ocasión de advertirle personalmente a Blas Piñar en 1976).

Otros sectores de la extrema-derecha eran mucho más laxos en materia de fe, incluso indiferentistas o, simplemente, como era mi caso, ateos (mis primeros contactos con el budismo, que entonces se introducía en España, databan justamente de 1977, antes incluso de mi expulsión de Fuerza Nueva). Por otra parte, a medida que fueron avanzando los años 70, empezaron a prosperar en España grupos neo-fascistas, más o menos, a imagen y semejanza de los que habían ido naciendo en Francia, Italia o Alemania. En estos grupos, la fe católica era débil e, incluso, inexistente. La doctrina de estos grupos no pasaba por el tradicionalismo español, ni por el nacional-catolicismo, sino por criterios nietzscheanos, paganizantes propios de la “nouvelle droite” o tradicionalistas en el sentido evoliano o guenoniano del término.

Estos grupos consideraban -considerábamos- a los católicos progresistas como incoherencias estúpidas, productos de la demagogia social, la marxistización lógica favorecida por el mensaje originario del cristianismo primitivo: “paz y amor”. No era, por tanto, raro, que en aquel momento el grupo al que pertenecía, atacara y destruyera la redacción barcelonesa de la revista El Ciervo, creada en 1951 por gente vinculada a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. La revista, ubicada, inicialmente, el territorios nacional-católicos, diez años después se deshizo de estas tutelas y pasando al campo del progresismo católico. La connivencia católico-marxista nos parecía despreciable, absurda, producto de un complejo de inferioridad de los sectores católicos y de un oportunismo sin principios. Aún hoy sigo pensando que, de todas las posiciones doctrinales posibles, la católico-marxista, en sus distintos matices, grados de intensidad y niveles de compromiso, resulta la más abracadabrante, forzada e ingenuo-felizota y no puedo por menos de sonreír cuando leo en Wikipedia que la revista El Ciervo sigue teniendo -aun cuenta con lectores- una “línea editorial plural y dialogante con la que contribuyó al proceso de la Transición y de la consolidación de la democracia y al gran proyecto de construcción de la Unión Europea”… y, francamente, a tenor de lo que nos rodea hoy, de esta triste “democracia” y de esta UE, apéndice de la OTAN, a su vez, proyección del Pentágono, creo que, más bien, deberían de estar avergonzados de haber llevado a la sociedad y al país hasta el punto en el que nos encontramos aquí y ahora. Y, además, jactarse de ello.

DEL ”PESIMISMO ACTIVO” DE LA EXTREMA-DERECHA AL “OPTIMISMO HISTÓRICO” DE LA EXTREMA-IZQUIERDA

Esto me lleva a otro punto: la gran diferencia entre el extremista de derechas y el de izquierdas es que, el primero -especialmente los que, como yo, nos hemos formado en el tradicionalismo que debe buena parte de sus planteamientos a Julius Evola y a René Guénon- somos pesimistas existenciales. Estamos firmemente convencidos -lo estamos hoy como lo estábamos en los años 70, hoy seguramente mucho más convencidos que entonces- en que la humanidad ha llegado al fin de un ciclo histórico y que éste solamente puede concluir con una catástrofe apocalíptica o poco menos. Y me da, incluso, la sensación de que, en los últimos años, la marcha que conduce hasta el precipicio se ha ido acelerando. Hace unos años, un periodista me preguntaba: “¿Cómo ves tu carrera política? ¿Crees que ha fracasado?” No pude por menos que reírme: ¿qué carrera política? ¿quién entre nosotros había pensado en hacer una “carrera”? Como máximo lo que queríamos, pensábamos e intentábamos era cumplir con el deber que nos habíamos impuesto. La acción política, la militancia, el activismo era, para nosotros, “la prueba” de nuestro valor como personas. Sabíamos -Evola nos lo había advertido en su Cabalgar el Tigre- que íbamos a luchar en posiciones perdidas de antemano; que no podríamos obtener ningún tipo de “victoria”, ni siquiera provisional, porque la lógica de los fines de ciclo de civilización, implican que no hay marcha atrás: la entropía es un proceso físico degenerativo irreversible y el sistema sufre un desgaste entrópico que no permite hacerse ilusiones. Como máximo -y nos repetíamos una y otra vez la frase del poeta Von Hoffmanstal- era necesario “mantenerse en vela en la noche oscura hasta poder dar la mano a los que nazcan en el nuevo amanecer”.

Es cierto que ese pesimismo activo, tenía al final la zanahoria de la esperanza. Tras el apocalipsis, el nuevo amanecer. Pero, lo cierto era que la lectura de Evola nos había ilustrado al respecto: se trataba de vivir el nihilismo hasta sus últimas circunstancias, evitar que cualquier forma de esperanza nos hiciera olvidar la vacuidad de la época en la que nos había tocado vivir, se trataba de -como recomendaba Julio Cortázar en Rayuela- “tirarlo todo por la ventana y luego tirar la ventana por la ventana”, esto es, vivir el nihilismo siendo conscientes de que no había clavos ardiendo a los que agarrarse y aceptar seguir viviendo.

Sin embargo, la obra de Evola tenía dos vertientes: la que Evola había mostrado en Los hombres y las ruinas, su manifiesto político de postguerra, en la que sugería algunos puntos para una “derecha tradicional”. De ahí inferimos que nosotros, los tradicionalistas en el sentido evoliano, éramos los “únicos revolucionarios”, “los verdaderos y los auténticos revolucionarios”: luchábamos por volver a los orígenes, esto es, como indica el diccionario de la Real Academia Española: realizar una “rotación completa en torno a un eje”, para llegar al punto de partido, al origen de nuestra civilización, “dar una órbita completa”. La lucha política era una forma de afirmación personal, pero también una posibilidad para reconstruir una sociedad basaba en valores ancestrales y en las formas de organización tradicional propias de los pueblos indo-europeos: recuperar nuestra identidad perdida.

Claro está que Los hombres y las ruinas se había escrito en los años 50. Sirvió para que, tanto dentro del Movimientos Social Italiano se creara una tendencia interna de la que luego saldrían distintos grupos extraparlamentarios ya en los años 60. Pero, cuando eso ocurría, el propio Evola, en 1962 había lanzado tesis muy diferentes incluidas en su Cabalgar el Tigre: ahí seguía sosteniendo que, para algunos caracteres particularmente combativos, la “lucha política” podía ser una de las formas en las que cristalizara la “vía del guerrero”. Era lícito asumirla, a condición, claro está, de reconocer, como he dicho, que se iba a combatir en posiciones perdidas. Y que iba a ser un combate sin esperanza. Lo que no implica que no debiera de acometerse sin respetar las reglas de la lucha política revolucionaria, tratar de buscar una lógica y una coherencia estratégica, táctica y en el propio análisis político. Pero también aconsejaba retirarse a los cuarteles de invierno, para todos aquellos que, por los motivos que fuera, no estuvieran en condiciones de inmolarse, ni tuvieran la vocación de hacerse el hara-kiri -porque eso era en realidad la lucha política- en el altar de la infecundidad.

La alternativa era, pues, las catacumbas y el exilio interior. Así que aceptamos algunos pasar de la lucha sin esperanza, al silencio, a la espera del “nuevo amanecer” y de los que llegasen con el “sol del porvenir”. Pasamos del pesimismo activo, a la contemplación serena del ocaso. El día que nombraron a Irene Montero “ministrilla de igualdad”, leí la noticia tomando un inolvidable cubata en la playa de Ostional (Costa Rica) mientras el sol desaparecía en el horizonte. Fue una de esas epifanías que disipó mis últimas reservas: había que aceptar asistir a la locura y a la zafiedad instaladas en el poder, como simples observadores. Ya que no podía hacerse nada contra esa locura, que, al menos, no entrara en mí, ni en los míos.

En la extrema-izquierda, el tipo humano era completamente diferente. Quería una “revolución” que supusiera, sobre todo, un cambio social y la llegada a la estación término del proceso dialéctico de la lucha de clases. Allí donde nosotros veíamos la “revuelta de los esclavos”, la “rebelión de las masas”, el “reino de la cantidad”, los del otro lado luchaban por el advenimiento de una sociedad paradisíaca, la reconstrucción de un Edén, que debería de crecer sobre las cenizas del franquismo, el jardín de la democracia, de la igualdad, esa “Grandola vila morena” que cantaban los militares portugueses que, entre morir en las selvas africanas y poner claveles en la punta de sus fusiles, habían optado por esto último: Grándola, “tierra de fraternidad, el pueblo manda en ti”, “en cada rostro la igualdad”… (¿cómo diablo se podían cantar gilipolleces como esa y, para colmo, creérselas? me preguntaba en 1973 y me lo sigo preguntando hoy). Pero en la izquierda creía -Marcuse lo había señalado en un libro que reportó buenas royalties a la muy socialista Editorial Ariel- que nos encontrábamos “al final de la Utopía” y que todo se resolvería -el augur Marcuse lo proclamaba- con un simple cambio de propiedad en los medios de producción y distribución de bienes.

DEL “PUNTO OMEGA” AL “PUNTO CERO” PASANDO POR LA ESCUELA DE FRANKFURT

Marcuse, a todo esto -al igual que el resto de miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt- pudieron irse del Tercer Reich sin que nadie les molestara. Se llevaron sus archivos y encuestas (y luego Fromm disputó con Horkheimer la propiedad de las mismas), llevándose sus archivos y poniéndose al servicio del OSS (antecedente de la CIA), del Congreso Judío Americano, de la Fundación Rockefeller y de varios proyectos de defensa y seguridad, en el tiempo en el que Roosevelt preparaba la “derrota de Europa” (porque Europa y no solo el Eje, hay que recalcarlo, fue derrotada en la Segunda Guerra Mundial y las consecuencias se prolongan todavía hoy cuando en el Pentágono estornudan y en Europa los gobiernos pugnan por ser los primeros en ofrecerle el clínex). De Marcuse se dijo en los años 60 que seguía trabajando para la CIA, por cierto. De todos los miembros de la Escuela de Frankfurt fue el único que, hasta el último momento se mantuvo en posiciones freudo-marxistas, mientras una alumna de le desnudaba en clase al pobre Teodoro W. Adorno -que moriría de la impresión unos días después- y Horkheimer hacía como que miraba a otro lado. Pero, a poco que se lean sus biografías y se aíslen los datos sobre su llegada a EEUU se ve con suma claridad que, desde su llegada a EEUU hasta finales de los años 40, todo lo que hicieron y teorizaron fue a remolque de los datos que elaboraron con cargo al presupuesto del Departamento de Defensa de los EEUU, desde la tesis sobre la “industria cultural”, hasta el papel de los medios de comunicación en una sociedad de masas, pasando por sus análisis sobre el “marxismo soviético”. En las biografías de todos ellos, se encuentran datos explícitos sobre estas connivencias.

Está claro que los miembros de la Escuela de Frankfurt traicionaron al país que los vio nacer, se establecieron en los EEUU, trabajaron para que el público norteamericano abandonara su aislacionismo y se mostrara favorable a entrar en la guerra contra el Reich. Se dirá que luchaban “contra el fascismo”, no contra su patria: pero el resultado fue que contribuyeron a la destrucción de su patria y a la derrota de Europa. Lo que ya no está tan claro es si, luego, alguno de ellos -Marcuse en concreto- siguió cooperando con la administración norteamericana a la hora de avivar una “nueva izquierda". De no haber sido por la contestación estudiantil de los 60, ni siquiera en aquella década hubiéramos oído hablar de Marcuse. Ni Ediciones Ariel, ni Distribuidora de Enlace, ni Alianza Editorial, hubieran traducido las obras de Marcuse y su vida se hubiera extinguido sin pena ni gloria; jamás se hubiera hablado de las “3 M”: Marx, Mao y Marcuse.

Pero lo cierto es que, ya en los años 40, la CIA había percibido que el mejor remedio contra un virus es actuar contra él, injertando otro virus debilitado. La CIA lo intentó con el trotskismo (y, a partir de estas relaciones se produjeron distintas escisiones en el seno de la IVª Internacional y fueron fracciones disidentes las que aportaron datos y nombres sobre estas maniobras) jugando con el odio que los alegres discípulos de Trotsky albergaban contra Stalin, muy superior al que sentían contra el capitalismo. No es absurdo pensar que en los 60, volvieron a repetir la operación utilizando a aquel filósofo que ya había colaborado con ellos desde el momento en que deshizo sus maletas y se instaló en EEUU: “Marx, Mao, Marcuse”…

Esa “nueva izquierda”, de la que, en el fondo, también formaba parte el PCE(m-l), creía en el futuro, en la ineluctable marcha hacia la revolución socialista, que pasaba por la “insurrección armada de masas” y la “guerra popular prolongada”. Así lo había expresado Mao y así había que creer que ocurriría. Para Marx, incluso, el proceso que llevaba al hegeliano “fin de la historia” era la última etapa ineluctable del proceso dialéctico. Mientras que los ultras estábamos convencido de que la civilización caminaba hacia su apocalipsis zombi, en la extrema-izquierda se creían constructores de una sociedad con paz, amor, democracia y cualquier otro concepto tan sugerente de evocaciones positivas. Se entiende que unos tuviéramos la conciencia de que los otros estaban en el extremo más alejado de las propias posiciones y viceversa.

Lo que pasa es que algunos en la izquierda tenían poca paciencia. Y, de la misma forma que en la extrema-derecha otros sentíamos que -en palabras de D’Annunzio- “algo ardía en nuestro interior”, también la extrema-izquierda aspiraba a “echarlo todo por la ventana”. O, mejor dicho, casi todo: porque, lo que para nosotros era regresar al “punto Cero”, para la extrema-izquierda, el proceso revolucionario suponía alcanzar el “punto Omega”. Y esto me lleva a otra consideración: siendo los programas de ambos lados, diferentes, existían algunos puntos en común que, hoy incluso, parecen sorprendentes. Vean, pues.