Reproducimos el prefacio a la edición española del cuaderno de la Fundación Julius Evola, El ciclo se cierra - Americanismo y Bolchevismo 1929-1969. La obra reúne tres ensayos publicados respectivamente en 1929 en La Nuova Antologia, en 1934 en la primera edición de Rivolta contro il Mondo Moderno y en 1969, en la edición revisada del mismo libro. La obra fue prologada en 1991 por Gianfranco De Turris. Dado el tiempo transcurrido, nos hemos creído en la obligación de elaborar un prefacio a la Edición Española en el que ponemos al día la teoría evoliana sobre el americanismo y el bolchevismo, los dos extremos de una misma tenaza que se cierne sobre Europa, a la vista de los últimos desarrollos postpandémicos y alcanzando hasta la reunión del Foro de Davos del pasado fin de semana. Un siglo después, y con la consiguiente actualización, la teoría sigue siendo válida. La obra estará a disposición del público el 1 de febrero de 2023.
JULIUS EVOLA
EL CICLO SE CIERRA
AMERICANISMO Y BOLCHEVISMO 1929 – 1969
PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Conocía dos de las tres versiones del mismo ensayo recogidas en
este volumen: la publicada en La Nuova Antologia, incorporada en un
volumen recopilatorio de artículos de Julius Evola, publicados en esa misma
revista (Edizioni di Ar, Padua, 1970), y el incluido como capítulo final de la
edición de 1969 para el Rivolta contro il mondo moderno (Edizioni
Mediterranee, Roma, 1969) que, inicialmente, leí en francés en la versión
publicada en 1973 por Les Éditions de l’Homme (Québec) y que contiene algunas
diferencias con la edición italiana. Desconocía, sin embargo, las diferencias
entre el texto del volumen de la primera edición del Rivolta (1934) que
se incluye también en el volumen. La comparación de los tres ensayos es algo
que realiza brillantemente Gianfranco de Turris, por lo que huelga cualquier
comentario. De todas formas, dado el tiempo transcurrido entre la fecha de esta
introducción realizada por De Turris y la última versión del texto (1973), casi
resulta obligado añadir algunos párrafos para confirmar que las intuiciones de
Evola, formuladas por primera vez hace casi un siglo, se están cumpliendo con
asombrosa precisión.
La idea de transmitida por los tres textos es que existía una
identidad de fondo, aunque no de forma, entre el modelo soviético y el
norteamericano. Despersonalización, materialización, cosificación del ser
humano, maquinismo, culto a la técnica, parecen ser los destinos de ambos
regímenes. La mayor objeción que se plantea a
este texto es que, si bien Evola preveía que la URSS trataría de extender sus
tentáculos por todo el mundo, desde la caída del Muro de Berlín en 1989, este
proceso pareció detenerse y solamente quedaría la “cara amable”, la presentada
por los Estados Unidos. Por tanto, las diferencias entre el contenido de las
tres ediciones y la realidad sería tal que el texto quedaría superado y
desmentido por completo. No es así.
Llama la atención que ni Evola en 1929, en 1934, ni en 1973,
mencione a la República Popular China, ni siquiera que De Turris, realice la
más mínima alusión casi veinte años después. Intentaremos explicar esta
omisión.
En 1929, el comunismo chino era prácticamente irrelevante. Se
había fundado en 1921 y durante seis años estuvo bajo la sombra del Kuomintang,
hasta que el jefe militar de este partido, Chiang Kai-shek, volvió sus armas
contra los comunistas. Estos respondieron reforzando su aparato militar y dando
inicio a una guerra civil que se prolongó en dos fases, entre 1927 y 1937 y
luego, tras la llegada de los japoneses y su posterior derrota, desde 1945 a
1948. Cuando se llega a 1973, el Partido Comunista de China lleva casi un
cuarto de siglo en el poder e, incluso, tenía sus antenas en Occidente, en los
partidos comunistas disidentes de la línea moscovita. El “modelo maoísta” se
había hecho relativamente popular a partir de mayo de 1968 e, incluso en sus
sectores más folklóricos el “traje Mao” fue el disfraz habitual de cada día.
A partir de 1965, con el estallido del conflicto chino-soviético
e, incluso con los enfrentamientos armados que se produjeron en la zona del
Usuri, dio la sensación de que los comunistas rusos y chinos terminarían desgarrándose
entre ellos. Pero después de la inicial ruptura entre los sucesores de Stalin y
el gobierno de Pekín, los altibajos en el desarrollo del comunismo chino, el
fracaso de algunas de sus campañas y cierta inestabilidad interna por la lucha
entre fracciones, Mao terminó por promover la “gran revolución cultural” para
mantenerse en el poder y dejar que grupos de enloquecidos y fanatizados “guardias
rojos”, destruyeran a sus opositores en el interior del partido (y de paso, lo
que quedaba de la milenaria tradición china).
En Italia aparecieron grupos neo-fascistas que se identificaban
con la causa maoísta (véase el nº LXXV de la Revista de Historia del
Fascismo, dedicada a esta temática). Evola los criticó con bastante dureza,
negando que el maoísmo fuera, sustancialmente, algo diferente del comunismo
ruso. Pero, todo induce a pensar que no atribuyó una especial importancia al
fenómeno chino, ni previó cuáles podrían ser sus desarrollos futuros. Cuando
reescribió la edición del Rivolta de 1973, EEUU practicaba la “política
del ping-pong”. Henry Kissinger primero y luego Nixon viajaron a China y
sellaron un pacto antisoviético. Pero, incluso en esa época, en Europa se veía
a China como un inmenso hervidero de más de mil millones de habitantes, en su
mayoría situados por debajo de la frontera del subdesarrollo, gobernados además
por una burocracia que, al igual que la soviética, nunca podría alcanzar los
estándares de vida de los países desarrollados.
Tres años después, fallecía Mao y los hechos parecieron dar la
razón a quienes auguraban el estancamiento del modelo chino. En 1976, por lo
demás, los partidos maoístas en casi todo el mundo habían desaparecido, habían
entrado en un procesos internos de fraccionamiento y desgaste, se habían
reconvertido en formas alejadas del modelo chino, debatían sobre si la
ortodoxia marxista estaba presente en China o en Albania e, incluso, el Partido
Comunista de España (marxista-leninista) y su triste prolongación, el Frente
Revolucionario Antifascista y Patriota, emitía desde las ondas de Radio
Albania, invectivas contra el “revisionismo chino”.
Pero, a finales de esa década, se produjo un fenómeno nuevo en el
mundo capitalista. Si hasta ese momento y desde el arranque de la postguerra,
la concepción oficial del capitalismo había sido la delineada John Maynard
Keynes, la llegada al poder de Margaret Tatcher, con ideas muy distintas,
inspiradas en la escuela austríaca de economía que, hasta entonces habían sido
consideradas como completas locuras y manifestaciones excéntricas, impuso un
nuevo curso. Éste, por lo demás, ya había sido ensayado en el Chile del General
Augusto Pinochet, fracasando estrepitosamente. En Santiago, en 1980, todavía pudimos
recordar con amargura cómo la fosforera nacional había tenido que cerrar porque
los “Chicago Boy’s” habían logrado que el gobierno autorizara la entrada
de cerillas fabricadas en Canadá a precios muchos más bajos. Sin embargo, estas
teorías, a pesar de que su eficacia no estaba en absoluto contrastada en la
práctica, indujo a la Tatcher a iniciar una política “neoliberal” basada en
privatizaciones, apertura y desregulación de mercados, olvido de cualquier
medida “proteccionista” y estricta observancia del principio liberal de dar la
primacía a los mercados con una abstención total por parte del Estado a
participar en la vida económica.
La Tatcher no hubiera sobrevivido a las protestas sociales generadas
por esta mutación del modelo económico de no ser por dos fenómenos que se
produjeron en breve espacio de tiempo: en primer lugar, llegó al poder en EEUU
una camarilla ultraconservadora armada con los mismos ideales en materia
económica; en segundo lugar, la guerra de las Malvinas, no solo cayó como una
losa sobre la Junta Militar que gobernaba en la República Argentina, sino que
elevó a Margaret Tatcher al estatus de “líder triunfal”. Si bien, el Reino
Unido hacía mucho tiempo que había dejado de ser un “imperio”, que su potencia
estaba muy disminuida y apenas pesaba en la escena internacional, se vio
auxiliado por el giro de la política norteamericana, después de los fracasos de
los gobiernos que siguieron a la dimisión de Richard Nixon (Gerald Ford,
1974-77 y Jimmy Carter, 1977-1981), ambos muy desgastados por las victorias del
comunismo en el sudeste asiático, y por el ascenso de la revolución islámica en
Irán, así como por la acción deletérea -en el caso de Carter- de la Comisión
Trilateral, impulsaron el “giro conservador” en lo político… y neoliberal en lo
económico.
Durante el gobierno de Reagan, las relaciones con China se
mantuvieron como durante la época Nixon y así siguieron durante la fase de
desmoronamiento de la URSS, abierta por la confluencia de distintas
circunstancias (el desgaste que entrañó la guerra de Afganistán para la URSS,
la imposibilidad del presupuesto soviético de responder a la iniciativa
armamentista conocida como “Guerra de las Galaxias”, la llegada de un papa
polaco al Vaticano que desencadenó directamente las oleadas de huelgas en
Danzig y, consiguientemente, tendía a romper el sistema de alianzas soviético
del Pacto de Varsovia, entre otros). Tras la Guerra de Kuwait, los EEUU no
dudaron en definirse como “la única potencia mundial”. Y, en realidad, lo eran.
Era el año 1991. Las “democracias” parecían haber vencido. China seguía en su
postración, sin apenas salir del subdesarrollo. No era rival para el poder
norteamericano. Los “teóricos” neoliberales plantearon entonces su órdago:
interpretaron, por boca de Huntington y de Fukuyama que la superioridad moral
de los EEUU estaba en el fondo de su victoria en la Guerra Fría y que, a partir
de ahora, su pedagogía debía de orientarse para ganar al resto del mundo para
su causa: el modelo de neoliberalismo, los valores del “más rico, más rápido”,
el culto al trabajo y al éxito y la subordinación al principio de lo colectivo
impuesto por la ley de la cantidad en consultas electorales: el peso del número
convertido en legitimación política. Ningún estratega norteamericano dudaba que
la República Popular China también se vería afectada por este cambio de valores
a poco que se intensificaran las relaciones comerciales con ella.
A estas ideas se sumó otra de carácter exclusivamente económico. Tal
como subraya el análisis de Evola en los tres ensayos que siguen, la
optimización del rendimiento, del beneficio, del lucro y de la usura,
considerados como las bases del “pensamiento norteamericano” (liberal o
conservador, en esto no varían en nada), implicaría la creación de una “economía
global” que terminaría por unificar al mundo bajo las “virtuosas leyes del
mercado”. Este postulado que abrió el proceso de “globalización” económica,
marchaba paralelo al “mundialismo” (esto es, a la implementación de una “cultura
mundial”, una “religión mundial”, un “gobierno mundial” y a la “unificación de
la humanidad” que venían predicando los medios teosóficos, utopistas y
ocultistas, desde mediados del siglo XIX).
China que, por entonces, ya había superado los 1.200 millones de
habitantes, parecía no contar para los planes del “Nuevo Orden Mundial”: se
pensaba que, facilitando el desarrollo de la República Popular China,
automáticamente, se provocaría un vuelco político y el país se sumaría a las “democracias”,
al sistema universalmente aceptado como saludable y mirífico. Y entonces, los teóricos de la globalización, desencadenaron un
fenómeno nuevo, una autopista de doble dirección: la “deslocalización
empresarial” tendía a aumentar los beneficios de las empresas, produciendo las
manufacturas allí donde los costes de la mano de obra fueran más baratos y estuvieran
más próximas a las materias primas. Este proceso seguía la dirección Sur a
Norte y Oeste a Este. Por otro lado, se trataba también de mantener aquella
industria que pudiera ser competitiva en los países occidentales, para lo cual
se abrieron las puertas a la inmigración en un intento de “ganar competitividad”
mediante la llegada masiva de mano de obra barata. La dirección de este segundo
proceso era de Sur a Norte y de Este a Oeste.
A pesar de que las consecuencias de esta autopista de doble dirección
eran claros y nadie podía hacerse ilusiones con su desembocadura, se implementó
de manera suicida, solamente porque los grandes trusts, las
multinacionales, los grandes consorcios empresariales, veían crecer sus
beneficios. Por otra parte, era una forma de aprovechar los recursos aparecidos
con la “era de la información” y con los fenómenos técnicos que acompañaron a
la “tercera Revolución Industrial”. Sin el microchip nada de todo esto hubiera
sido posible.
El resultado no se hizo esperar. China vio como crecieron en pocos
años sus parques industriales hasta el punto de convertirse en “la factoría
planetaria” por excelencia. Si Evola resalta en el bolchevismo soviético el
hecho de que se apoyó sobre estratos primitivos de la población eslava,
habitualmente sumisos al poder, con mucha más razón la población china, marcada
por milenios de mandarinato, era capaz de aportar las mejores energías de sus
vidas, el mayor tiempo de su existencia, no a la familia, no al cultivo de las
propias cualidades, no a la profundización en su propia tradición, no en un
trabajo de perfeccionamiento interior que, a fin de cuentas, debería ser el
gran objetivo de lo humano, sino en la producción de bienes y servicios. El
resultado fue que, en apenas un cuarto de siglo, entre 1992 y 2015, aquel país,
ya con 1.400 millones de habitantes, se convirtió en una superpotencia
industrial y financiera con técnicos propios formados en las mejores
universidades del mundo que, inevitablemente, regresaban a China al acabar su
formación, contribuyendo a engrosar la capacidad productiva, pero también el
propio nivel de vida.
Y fue así como se produjo la gran paradoja: fue el
neoliberalismo y no el poder de las armas doctrinales del marxismo-leninismo ni
del “pensamiento Mao Tse Tung”, el que convirtió a China en una potencia
mundial. La gran habilidad del régimen chino consistió en no dejar de ser
una dictadura comunista clásica, con su aparato de propaganda y su censura, su
sistemas de represión, la difusión de su ideología en cursos obligatorios y
entre la población mediante la utilización masiva de medios de comunicación de
masas y de procedimientos invasivos, es decir, todos aquellos recursos propios
de cualquier sistema dictatorial, combinado con los rasgos más atractivos para
las masas: ocio, standard de vida elevado, consumo como único fin, entertaintment,
etc.
China ha combinado lo peor del comunismo (el mantener una línea de
masas dictatorial, una voluntad deliberada de anular la personalidad y un poder
tecno-burocrático centralizado e inflexible) con lo peor del capitalismo
(explotación, alienación, infantilización de las masas). Poder fuerte y masas
agradecidas por su sometimiento.
No ha habido ni vencedores ni vencidos, salvo el avance imparable
de “La Bestia sin Nombre”. Ni el capitalismo ha sido derrotado por el
comunismo, ni a la inversa. Se ha producido una síntesis de lo uno y de lo otro
en el “modelo chino”: como dice la propia propaganda del régimen, “un país, dos
sistemas”. Ambos han salido reforzados de esta entente cordiale. Masificación, colectivismo, maquinismo, tecnologías invasivas,
seres sin rostro que concluida su jornada laboral se convierten en consumidores
compulsivos, entre el shopping desenfrenado y la pasividad conformistas del
entertaintment, con un conformismo que hunde sus raíces en las raíces
étnicas ancestrales ejercidas por el mandarinato, los altos funcionarios
todopoderosos que han gobernado China desde hace 3.000 años. Ya no hay “guardias
rojos” agitando el librito de Mao Tse Tung, como en los años 60; han sido
sustituidos por el triste espectáculo de masas que se mueven compulsivamente
dentro de centros comerciales gigantescos, pululando en calles repletas de
seres anónimos o en el interior de rascacielos recién concluidos. Siempre de
espaldas a sus raíces, siempre amputados de sus tradiciones, siempre sin
identidad, con la colmena o el hormiguero como modelos de vida colectivos. Tras
ello, vemos la concreción exacta de la fase final del ciclo tal como la había
intuido Julius Evola hace casi un siglo.
China es hoy la síntesis de lo que fueron ayer la Rusia y los EEUU
que Evola conoció en vida. Ese es el elemento que
hay que añadir como corolario al análisis realizado por Evola en los tres
ensayos que componen este volumen. No es que Evola errara en su análisis: el
análisis no solamente era acertado, sino, además, extremadamente lúcido y
anticipatorio. Faltaba solo añadir el desarrollo del proceso en las últimas
décadas. Hay variaciones en las formas, pero en absoluto en el fondo. Son
los caminos recorridos hoy con paso firme, incluso acelerado en relación a
períodos recientes, hacia “La Bestia sin Nombre”, el reino de las masas
omnipresentes. El mandarinato chino extendido urbi et orbe, sobre las
ruinas del desplome de la URSS y de la crisis actual del “americanismo”.
Los gigantescos centros comerciales chinos, los 1.400 millones de seres
humanos presas de un delirio consumista, mientras desde los altavoces suenan
las consignas del partido, las grandes multimillonarios inevitablemente
afiliados al Partido fundado por Mao, la sumisión de una sociedad que es libre sólo
para consumir y trabajar, pero constantemente observada por cientos de millones
de cámaras distribuidas en todas las calles, que ha colocado voluntariamente en
la mano de cada uno de sus miembros un móvil con el que estará permanentemente alimentando
al “big-data” (no en vano el 5G que hace posible esta tecnología tiene
su origen en China desde donde irradia a todo el mundo), permitiendo que,
mediante Inteligencia Artificial, el “sistema” conozca incluso en sus menores
movimientos, gestos e intenciones, mejor de lo que él mismo pueda llegar jamás
a conocerse… esto es la China actual. Y es hacia ese modelo, extendido a Oriente
y Occidente, hacia el que nos encaminamos.
El lector observará y comparará los tres textos de Evola, escritos
en distintas circunstancias históricas (durante la primera forma de bolchevismo
y el gran impulso que experimentó la americanización del mundo tras la Primera Guerra
Mundial; el segundo durante el estalinismo y después del crack de 1929, en la
época y de los fascismos; y, el último, en los años de la Guerra Fría, con el
enfrentamiento geopolítico USA-URSS) con la situación actual y percibirá
claramente que el Barón, no solamente no se equivocó, sino que anticipó
exactamente los rasgos presentes hoy en la postmodernidad y de los que la
República Popular China, es la síntesis, el ejemplo y la dirección hacia la que
camina el mundo de mano con las modernas tecnologías.
De hecho, incluso en el transhumanismo occidental, está presente,
el mismo fantasma de la “Bestia Sin Nombre” que ya ni siquiera aspira a tener
una dimensión biológica, sino que pretende ser mero automatismo generado por
redes neuronales electrónicas gracias a las que la conciencia humana individual
se fundirá en una “conciencia cósmica universal” que debería reunir en “la nube”,
las bagajes mentales individuales de todos los seres, convertidas en impulsos
electrónicos, el fin último de la evolución darwiniana, acelerada por las
nuevas tecnologías genéticas, por la nanotecnología, y la Inteligencia Artificial.
Tal es la perspectiva descrita por Ray Kurzweill, uno de los más extremistas
partidarios del transhumanismo, para nuestro futuro.
Quedaría por señalar la situación en los inicios de 2023,
atendiendo a tres contradicciones principales que han aparecido tras la
pandemia.
- 1)
El conflicto ucraniano,
generado por el deseo de la OTAN de avanzar sus fronteras hacia Moscú, ha tenido
un efecto inesperado: la “globalización” se ha detenido. Cuando la globalización parecía un proyecto fracasado, pero en
el que las élites económicas seguían insistiendo, la política de sanciones a
Rusia impuesta por los Estados Unidos y seguida con fidelidad perruna por los
países miembros de la OTAN, ha tenido como consecuencia el estallido de una
inesperada ruptura entre los países aliados de los EEUU y el resto del mundo
(y, desde el punto de vista cuantitativo, puede decirse que “el resto del mundo”
tiene más peso numérico que el “bloque occidentalista”, algo que es importante
señalar en un momento en el que el “reino de la cantidad” es el que impone sus
reglas: más habitantes, más consumidores, equivalen a más producción). China ha
optado por ponerse del lado ruso a la vista de la oposición que suscita en los
medios norteamericanos al estar punto de superar a los EEUU en todos los
terrenos, incluido el tecnológico.
- 2)
El conflicto entre las
concentraciones de poder heredadas de las tres Revoluciones Industriales
anteriores, lo que podemos llamar “el dinero viejo”, y las grandes
acumulaciones de poder tecnológico y de capital generadas por la Cuarta
Revolución Industrial. Lo que explica las
recientes críticas de Elon Musk a la reunión del Foro de Davos y los intentos
de apertura que viene realizando el fundador de esta organización, Klaus Schwab
en dirección al “trans-humanismo” que algunos consideran como el motor
ideológico de esta última revolución industrial. Sobre las implicaciones de
este conflicto es fácil prever su desarrollo: el “dinero nuevo” terminará por
imponerse, como ha ocurrido en cualquier otra Revolución Industrial: los dueños
de las “nuevas tecnologías” son, siempre, los que imponen sus propias reglas
del juego.
- 3)
La idea de “policrisis”
enunciada en la última reunión del Foro de Davos, que ya había avanzado
Guillaume Faye hace un cuarto de siglo con el nombre de “convergencia de
catástrofes, y que en la acepción dada por las
élites económicas mundiales remite a las crisis económicas ininterrumpidas
generadas por disfunciones en el proceso globalizador, a crisis geopolíticas
(eufemismo para aludir a las generadas por la voluntad suicida y ciega de los
EEUU de seguir siendo la “única potencia mundial”), a crisis sociales encadenadas
(por los efectos de las migraciones masivas hoy y mañana por la desertización
de puestos de trabajo operada por la robotización), a conflictos
interreligiosos (que tienen su eje en el fundamentalismo islámico y que se han
contagiado incluso a Europa), a lo que añaden, por supuesto, la temática
omnipresente del “cambio climática” presentada como la más dramática de todas.
- 4)
En esa misma reunión del
Foro de Davos, el informe presentado por su fundador, Klaus Schwab, asumía por
primera vez y sin tapujos las ideas transhumanistas y las transmitía a una
audiencia compuesta por élites económicas, dirigentes políticos y propietarios
de consorcios de la información. Esto equivale a
sugerir la formación de una sociedad “post-biológica”, automatizada, dominada
por las nuevas tecnologías, en donde lo humano sea cada vez más residual y,
mientras se opera este tránsito, los destinos de las naciones deberían estar
guiadas por una alianza entre los gobiernos y los trusts, esto es, un
panorama absolutamente idéntico al presentado por la estructura
político-económica de la República Popular China.
Tal es la situación en enero de 2023. La perspectiva ya no es,
como cuando escribía Evola em 1929, la posibilidad de una reconstrucción de
Europa a partir de los ideales de la antigua romanidad. La sensación que invade
es que los procesos de disolución de lo humano, iniciados en la República
Popular China y adaptados a Occidente por el Foro de Davos, sumado a la “religión
transhumanista” (que sus miembros viven con una fe próxima al fanatismo, especialmente
cuando sus profetas establecen los rasgos del futuro), nos sitúa en un modelo
que es, justamente, la inversión total del modelo de una sociedad tradicional.
Un indicativo de que la apocalíptica promesa en la llegada del Anticristo que
precederá al fin de los tiempos, está próxima.
Habrá que entender que “el Anticristo”, no es tanto una figura
humana, como una concepción del ser humano, hipostatizada y grabada a fuego en
los hombres y mujeres de hoy, presente a nivel mundial, en todos los países, en
todos los pueblos, en todos y cada uno de los habitantes del planeta y de la
que es imposible escapar para la mayoría. Se
entiende, por lo demás, que, en los textos profético-apocalípticos, esta “llegada
del Anticristo” sea el precedente del “fin de los tiempos”.
La fugacidad y la inviabilidad de una sociedad así concebida, su
inestabilidad congénita, es precisamente, lo que muchos han intuido en nuestros
tiempos (desde la “paradoja de Fermi” sobre la inviabilidad de las sociedades
tecnológicamente avanzadas, hasta el último informe del Foro de Davos, con su
idea de “policrisis”). Un vestido que tiene una mancha,
puede lavarse mediante un gesto simple de realizar. Pero, cuando ese mismo
vestido esta cubierto de manchas, con desgarrones, desgastado por el uso, ya no
hay posibilidades, por empeño que se ponga, en seguir utilizándolo. Es preciso
arrojarlo a la basura y tejer otro nuevo. Nosotros hemos llegado a ese
período. Vale la pena que lo vayamos asumiendo.
Ahora bien, en todas estas derivaciones no hay nada nuevo en
relación a lo previsto por Julius Evola desde su artículo histórico en La
Nuova Antologia publicado en 1929. No estamos ante dos posiciones
irreconciliables, como tampoco lo eran ni el bolchevismo ni el liberalismo, ni
las partes enfrentadas en la Guerra Fría, ni la época ya pasada del
unilateralismo norteamericano globalizador, ni la etapa posterior al 11-S y a
la crisis económica de 2007-2011, primer síntoma de la descomposición del
sistema económico mundial globalizado, ni todo lo que ha seguido a la pandemia,
ni lo que nos espera cuando la Cuarta Revolución Industrial muestre sus efectos
más dramáticos sobre la sociedad y termina por reordenar el mundo. Lo que
salga de esta reordenación, inevitablemente, tenderá a una forma piramidal, con
una cúpula muy pequeña y una base homogénea gigantesca.
Pero, en cualquier caso, tanto la cúpula como todo lo que está por
debajo, obedecerá a los mismos rasgos: una humanidad que ha cortado cualquier
vínculo con lo superior (que ni siquiera es capaz de suponer qué significa el “supramundo”,
ni siquiera a través del prisma de la religión), que solamente es capaz de considerar
como “religioso” a un conjunto de doctrinas inorgánicas y, a menudo
incoherentes, en las que se deposita la “fe” (el transhumanismo, ya hoy “primera
religión” en Silicon Valley y, de forma más amplia, la tecnología), con los “de
arriba” dedicados a multiplicar sus beneficios y los “de abajo” a sobrevivir,
con una desvalorización creciente de todos los valores y un proceso general de
pérdida de identidades, especialmente culturales, y una destrucción sistemática
de cualquier resto de institución tradicional (trabajo que tratan de acelerar
las “Agendas” mundialistas emanadas de las instituciones internacionales y
remitidas a los gobiernos nacionales como de obligado cumplimiento).
En estas circunstancias, el realismo sugiere que el “fin de los
tiempos” está próximo (o, más concretamente, el fin de esta civilización) y, en
cualquier caso, no es posible hacer gala de ningún optimismo en cuanto a las
posibilidades de revertir el fenómeno. La desproporción de fuerzas es tal,
que aquellos que proclaman su adhesión a los principios tradicionales, carecen
por completo de bases sociales, de instituciones y de recursos suficientes sobre
las que sostener su acción. A pesar de que el proceso de destrucción de
todos los valores y su sustitución por los contenidos en las “Agendas”
mundialistas, encuentra cada vez mayores resistencias, no hay que hacerse
ilusiones: el destino final de un alud, una vez desencadenado, no es pararse a
mitad de camino, sino arrasarlo todo. Más que oponerse al desplome que se
avecina, el sentido común aconseja la necesidad de prepararse para el día
después del advenimiento de “La Bestia sin Nombre”.
Creo que estas anotaciones eran necesarias, en la medida en que
los tres ensayos de Evola y la propia introducción de De Turris, debían ser
completadas con notas sobre el aquí y el ahora.
Ernesto Milà
Sant Pol de Mar, enero de 2023.