INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

lunes, 23 de enero de 2023

EL CICLO SE CIERRA. CHINA COMO SÍNTESIS DE LO PEOR DEL SIGLO XX

Reproducimos el prefacio a la edición española del cuaderno de la Fundación Julius Evola, El ciclo se cierra - Americanismo y Bolchevismo 1929-1969. La obra reúne tres ensayos publicados respectivamente en 1929 en La Nuova Antologia, en 1934 en la primera edición de Rivolta contro il Mondo Moderno y en 1969, en la edición revisada del mismo libro. La obra fue prologada en 1991 por Gianfranco De Turris. Dado el tiempo transcurrido, nos hemos creído en la obligación de elaborar un prefacio a la Edición Española en el que ponemos al día la teoría evoliana sobre el americanismo y el bolchevismo, los dos extremos de una misma tenaza que se cierne sobre Europa, a la vista de los últimos desarrollos postpandémicos y alcanzando hasta la reunión del Foro de Davos del pasado fin de semana. Un siglo después, y con la consiguiente actualización, la teoría sigue siendo válida. La obra estará a disposición del público el 1 de febrero de 2023.


JULIUS EVOLA

EL CICLO SE CIERRA

AMERICANISMO Y BOLCHEVISMO 1929 – 1969

 

PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Conocía dos de las tres versiones del mismo ensayo recogidas en este volumen: la publicada en La Nuova Antologia, incorporada en un volumen recopilatorio de artículos de Julius Evola, publicados en esa misma revista (Edizioni di Ar, Padua, 1970), y el incluido como capítulo final de la edición de 1969 para el Rivolta contro il mondo moderno (Edizioni Mediterranee, Roma, 1969) que, inicialmente, leí en francés en la versión publicada en 1973 por Les Éditions de l’Homme (Québec) y que contiene algunas diferencias con la edición italiana. Desconocía, sin embargo, las diferencias entre el texto del volumen de la primera edición del Rivolta (1934) que se incluye también en el volumen. La comparación de los tres ensayos es algo que realiza brillantemente Gianfranco de Turris, por lo que huelga cualquier comentario. De todas formas, dado el tiempo transcurrido entre la fecha de esta introducción realizada por De Turris y la última versión del texto (1973), casi resulta obligado añadir algunos párrafos para confirmar que las intuiciones de Evola, formuladas por primera vez hace casi un siglo, se están cumpliendo con asombrosa precisión.

La idea de transmitida por los tres textos es que existía una identidad de fondo, aunque no de forma, entre el modelo soviético y el norteamericano. Despersonalización, materialización, cosificación del ser humano, maquinismo, culto a la técnica, parecen ser los destinos de ambos regímenes. La mayor objeción que se plantea a este texto es que, si bien Evola preveía que la URSS trataría de extender sus tentáculos por todo el mundo, desde la caída del Muro de Berlín en 1989, este proceso pareció detenerse y solamente quedaría la “cara amable”, la presentada por los Estados Unidos. Por tanto, las diferencias entre el contenido de las tres ediciones y la realidad sería tal que el texto quedaría superado y desmentido por completo. No es así.

Llama la atención que ni Evola en 1929, en 1934, ni en 1973, mencione a la República Popular China, ni siquiera que De Turris, realice la más mínima alusión casi veinte años después. Intentaremos explicar esta omisión.

En 1929, el comunismo chino era prácticamente irrelevante. Se había fundado en 1921 y durante seis años estuvo bajo la sombra del Kuomintang, hasta que el jefe militar de este partido, Chiang Kai-shek, volvió sus armas contra los comunistas. Estos respondieron reforzando su aparato militar y dando inicio a una guerra civil que se prolongó en dos fases, entre 1927 y 1937 y luego, tras la llegada de los japoneses y su posterior derrota, desde 1945 a 1948. Cuando se llega a 1973, el Partido Comunista de China lleva casi un cuarto de siglo en el poder e, incluso, tenía sus antenas en Occidente, en los partidos comunistas disidentes de la línea moscovita. El “modelo maoísta” se había hecho relativamente popular a partir de mayo de 1968 e, incluso en sus sectores más folklóricos el “traje Mao” fue el disfraz habitual de cada día.

A partir de 1965, con el estallido del conflicto chino-soviético e, incluso con los enfrentamientos armados que se produjeron en la zona del Usuri, dio la sensación de que los comunistas rusos y chinos terminarían desgarrándose entre ellos. Pero después de la inicial ruptura entre los sucesores de Stalin y el gobierno de Pekín, los altibajos en el desarrollo del comunismo chino, el fracaso de algunas de sus campañas y cierta inestabilidad interna por la lucha entre fracciones, Mao terminó por promover la “gran revolución cultural” para mantenerse en el poder y dejar que grupos de enloquecidos y fanatizados “guardias rojos”, destruyeran a sus opositores en el interior del partido (y de paso, lo que quedaba de la milenaria tradición china).

En Italia aparecieron grupos neo-fascistas que se identificaban con la causa maoísta (véase el nº LXXV de la Revista de Historia del Fascismo, dedicada a esta temática). Evola los criticó con bastante dureza, negando que el maoísmo fuera, sustancialmente, algo diferente del comunismo ruso. Pero, todo induce a pensar que no atribuyó una especial importancia al fenómeno chino, ni previó cuáles podrían ser sus desarrollos futuros. Cuando reescribió la edición del Rivolta de 1973, EEUU practicaba la “política del ping-pong”. Henry Kissinger primero y luego Nixon viajaron a China y sellaron un pacto antisoviético. Pero, incluso en esa época, en Europa se veía a China como un inmenso hervidero de más de mil millones de habitantes, en su mayoría situados por debajo de la frontera del subdesarrollo, gobernados además por una burocracia que, al igual que la soviética, nunca podría alcanzar los estándares de vida de los países desarrollados.

Tres años después, fallecía Mao y los hechos parecieron dar la razón a quienes auguraban el estancamiento del modelo chino. En 1976, por lo demás, los partidos maoístas en casi todo el mundo habían desaparecido, habían entrado en un procesos internos de fraccionamiento y desgaste, se habían reconvertido en formas alejadas del modelo chino, debatían sobre si la ortodoxia marxista estaba presente en China o en Albania e, incluso, el Partido Comunista de España (marxista-leninista) y su triste prolongación, el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, emitía desde las ondas de Radio Albania, invectivas contra el “revisionismo chino”.

Pero, a finales de esa década, se produjo un fenómeno nuevo en el mundo capitalista. Si hasta ese momento y desde el arranque de la postguerra, la concepción oficial del capitalismo había sido la delineada John Maynard Keynes, la llegada al poder de Margaret Tatcher, con ideas muy distintas, inspiradas en la escuela austríaca de economía que, hasta entonces habían sido consideradas como completas locuras y manifestaciones excéntricas, impuso un nuevo curso. Éste, por lo demás, ya había sido ensayado en el Chile del General Augusto Pinochet, fracasando estrepitosamente. En Santiago, en 1980, todavía pudimos recordar con amargura cómo la fosforera nacional había tenido que cerrar porque los “Chicago Boy’s” habían logrado que el gobierno autorizara la entrada de cerillas fabricadas en Canadá a precios muchos más bajos. Sin embargo, estas teorías, a pesar de que su eficacia no estaba en absoluto contrastada en la práctica, indujo a la Tatcher a iniciar una política “neoliberal” basada en privatizaciones, apertura y desregulación de mercados, olvido de cualquier medida “proteccionista” y estricta observancia del principio liberal de dar la primacía a los mercados con una abstención total por parte del Estado a participar en la vida económica.

La Tatcher no hubiera sobrevivido a las protestas sociales generadas por esta mutación del modelo económico de no ser por dos fenómenos que se produjeron en breve espacio de tiempo: en primer lugar, llegó al poder en EEUU una camarilla ultraconservadora armada con los mismos ideales en materia económica; en segundo lugar, la guerra de las Malvinas, no solo cayó como una losa sobre la Junta Militar que gobernaba en la República Argentina, sino que elevó a Margaret Tatcher al estatus de “líder triunfal”. Si bien, el Reino Unido hacía mucho tiempo que había dejado de ser un “imperio”, que su potencia estaba muy disminuida y apenas pesaba en la escena internacional, se vio auxiliado por el giro de la política norteamericana, después de los fracasos de los gobiernos que siguieron a la dimisión de Richard Nixon (Gerald Ford, 1974-77 y Jimmy Carter, 1977-1981), ambos muy desgastados por las victorias del comunismo en el sudeste asiático, y por el ascenso de la revolución islámica en Irán, así como por la acción deletérea -en el caso de Carter- de la Comisión Trilateral, impulsaron el “giro conservador” en lo político… y neoliberal en lo económico.

Durante el gobierno de Reagan, las relaciones con China se mantuvieron como durante la época Nixon y así siguieron durante la fase de desmoronamiento de la URSS, abierta por la confluencia de distintas circunstancias (el desgaste que entrañó la guerra de Afganistán para la URSS, la imposibilidad del presupuesto soviético de responder a la iniciativa armamentista conocida como “Guerra de las Galaxias”, la llegada de un papa polaco al Vaticano que desencadenó directamente las oleadas de huelgas en Danzig y, consiguientemente, tendía a romper el sistema de alianzas soviético del Pacto de Varsovia, entre otros). Tras la Guerra de Kuwait, los EEUU no dudaron en definirse como “la única potencia mundial”. Y, en realidad, lo eran. Era el año 1991. Las “democracias” parecían haber vencido. China seguía en su postración, sin apenas salir del subdesarrollo. No era rival para el poder norteamericano. Los “teóricos” neoliberales plantearon entonces su órdago: interpretaron, por boca de Huntington y de Fukuyama que la superioridad moral de los EEUU estaba en el fondo de su victoria en la Guerra Fría y que, a partir de ahora, su pedagogía debía de orientarse para ganar al resto del mundo para su causa: el modelo de neoliberalismo, los valores del “más rico, más rápido”, el culto al trabajo y al éxito y la subordinación al principio de lo colectivo impuesto por la ley de la cantidad en consultas electorales: el peso del número convertido en legitimación política. Ningún estratega norteamericano dudaba que la República Popular China también se vería afectada por este cambio de valores a poco que se intensificaran las relaciones comerciales con ella.

A estas ideas se sumó otra de carácter exclusivamente económico. Tal como subraya el análisis de Evola en los tres ensayos que siguen, la optimización del rendimiento, del beneficio, del lucro y de la usura, considerados como las bases del “pensamiento norteamericano” (liberal o conservador, en esto no varían en nada), implicaría la creación de una “economía global” que terminaría por unificar al mundo bajo las “virtuosas leyes del mercado”. Este postulado que abrió el proceso de “globalización” económica, marchaba paralelo al “mundialismo” (esto es, a la implementación de una “cultura mundial”, una “religión mundial”, un “gobierno mundial” y a la “unificación de la humanidad” que venían predicando los medios teosóficos, utopistas y ocultistas, desde mediados del siglo XIX).

China que, por entonces, ya había superado los 1.200 millones de habitantes, parecía no contar para los planes del “Nuevo Orden Mundial”: se pensaba que, facilitando el desarrollo de la República Popular China, automáticamente, se provocaría un vuelco político y el país se sumaría a las “democracias”, al sistema universalmente aceptado como saludable y mirífico. Y entonces, los teóricos de la globalización, desencadenaron un fenómeno nuevo, una autopista de doble dirección: la “deslocalización empresarial” tendía a aumentar los beneficios de las empresas, produciendo las manufacturas allí donde los costes de la mano de obra fueran más baratos y estuvieran más próximas a las materias primas. Este proceso seguía la dirección Sur a Norte y Oeste a Este. Por otro lado, se trataba también de mantener aquella industria que pudiera ser competitiva en los países occidentales, para lo cual se abrieron las puertas a la inmigración en un intento de “ganar competitividad” mediante la llegada masiva de mano de obra barata. La dirección de este segundo proceso era de Sur a Norte y de Este a Oeste.

A pesar de que las consecuencias de esta autopista de doble dirección eran claros y nadie podía hacerse ilusiones con su desembocadura, se implementó de manera suicida, solamente porque los grandes trusts, las multinacionales, los grandes consorcios empresariales, veían crecer sus beneficios. Por otra parte, era una forma de aprovechar los recursos aparecidos con la “era de la información” y con los fenómenos técnicos que acompañaron a la “tercera Revolución Industrial”. Sin el microchip nada de todo esto hubiera sido posible.

El resultado no se hizo esperar. China vio como crecieron en pocos años sus parques industriales hasta el punto de convertirse en “la factoría planetaria” por excelencia. Si Evola resalta en el bolchevismo soviético el hecho de que se apoyó sobre estratos primitivos de la población eslava, habitualmente sumisos al poder, con mucha más razón la población china, marcada por milenios de mandarinato, era capaz de aportar las mejores energías de sus vidas, el mayor tiempo de su existencia, no a la familia, no al cultivo de las propias cualidades, no a la profundización en su propia tradición, no en un trabajo de perfeccionamiento interior que, a fin de cuentas, debería ser el gran objetivo de lo humano, sino en la producción de bienes y servicios. El resultado fue que, en apenas un cuarto de siglo, entre 1992 y 2015, aquel país, ya con 1.400 millones de habitantes, se convirtió en una superpotencia industrial y financiera con técnicos propios formados en las mejores universidades del mundo que, inevitablemente, regresaban a China al acabar su formación, contribuyendo a engrosar la capacidad productiva, pero también el propio nivel de vida.

Y fue así como se produjo la gran paradoja: fue el neoliberalismo y no el poder de las armas doctrinales del marxismo-leninismo ni del “pensamiento Mao Tse Tung”, el que convirtió a China en una potencia mundial. La gran habilidad del régimen chino consistió en no dejar de ser una dictadura comunista clásica, con su aparato de propaganda y su censura, su sistemas de represión, la difusión de su ideología en cursos obligatorios y entre la población mediante la utilización masiva de medios de comunicación de masas y de procedimientos invasivos, es decir, todos aquellos recursos propios de cualquier sistema dictatorial, combinado con los rasgos más atractivos para las masas: ocio, standard de vida elevado, consumo como único fin, entertaintment, etc.

China ha combinado lo peor del comunismo (el mantener una línea de masas dictatorial, una voluntad deliberada de anular la personalidad y un poder tecno-burocrático centralizado e inflexible) con lo peor del capitalismo (explotación, alienación, infantilización de las masas). Poder fuerte y masas agradecidas por su sometimiento.

No ha habido ni vencedores ni vencidos, salvo el avance imparable de “La Bestia sin Nombre”. Ni el capitalismo ha sido derrotado por el comunismo, ni a la inversa. Se ha producido una síntesis de lo uno y de lo otro en el “modelo chino”: como dice la propia propaganda del régimen, “un país, dos sistemas”. Ambos han salido reforzados de esta entente cordiale. Masificación, colectivismo, maquinismo, tecnologías invasivas, seres sin rostro que concluida su jornada laboral se convierten en consumidores compulsivos, entre el shopping desenfrenado y la pasividad conformistas del entertaintment, con un conformismo que hunde sus raíces en las raíces étnicas ancestrales ejercidas por el mandarinato, los altos funcionarios todopoderosos que han gobernado China desde hace 3.000 años. Ya no hay “guardias rojos” agitando el librito de Mao Tse Tung, como en los años 60; han sido sustituidos por el triste espectáculo de masas que se mueven compulsivamente dentro de centros comerciales gigantescos, pululando en calles repletas de seres anónimos o en el interior de rascacielos recién concluidos. Siempre de espaldas a sus raíces, siempre amputados de sus tradiciones, siempre sin identidad, con la colmena o el hormiguero como modelos de vida colectivos. Tras ello, vemos la concreción exacta de la fase final del ciclo tal como la había intuido Julius Evola hace casi un siglo.

China es hoy la síntesis de lo que fueron ayer la Rusia y los EEUU que Evola conoció en vida. Ese es el elemento que hay que añadir como corolario al análisis realizado por Evola en los tres ensayos que componen este volumen. No es que Evola errara en su análisis: el análisis no solamente era acertado, sino, además, extremadamente lúcido y anticipatorio. Faltaba solo añadir el desarrollo del proceso en las últimas décadas. Hay variaciones en las formas, pero en absoluto en el fondo. Son los caminos recorridos hoy con paso firme, incluso acelerado en relación a períodos recientes, hacia “La Bestia sin Nombre”, el reino de las masas omnipresentes. El mandarinato chino extendido urbi et orbe, sobre las ruinas del desplome de la URSS y de la crisis actual del “americanismo”.

Los gigantescos centros comerciales chinos, los 1.400 millones de seres humanos presas de un delirio consumista, mientras desde los altavoces suenan las consignas del partido, las grandes multimillonarios inevitablemente afiliados al Partido fundado por Mao, la sumisión de una sociedad que es libre sólo para consumir y trabajar, pero constantemente observada por cientos de millones de cámaras distribuidas en todas las calles, que ha colocado voluntariamente en la mano de cada uno de sus miembros un móvil con el que estará permanentemente alimentando al “big-data” (no en vano el 5G que hace posible esta tecnología tiene su origen en China desde donde irradia a todo el mundo), permitiendo que, mediante Inteligencia Artificial, el “sistema” conozca incluso en sus menores movimientos, gestos e intenciones, mejor de lo que él mismo pueda llegar jamás a conocerse… esto es la China actual. Y es hacia ese modelo, extendido a Oriente y Occidente, hacia el que nos encaminamos.

El lector observará y comparará los tres textos de Evola, escritos en distintas circunstancias históricas (durante la primera forma de bolchevismo y el gran impulso que experimentó la americanización del mundo tras la Primera Guerra Mundial; el segundo durante el estalinismo y después del crack de 1929, en la época y de los fascismos; y, el último, en los años de la Guerra Fría, con el enfrentamiento geopolítico USA-URSS) con la situación actual y percibirá claramente que el Barón, no solamente no se equivocó, sino que anticipó exactamente los rasgos presentes hoy en la postmodernidad y de los que la República Popular China, es la síntesis, el ejemplo y la dirección hacia la que camina el mundo de mano con las modernas tecnologías.

De hecho, incluso en el transhumanismo occidental, está presente, el mismo fantasma de la “Bestia Sin Nombre” que ya ni siquiera aspira a tener una dimensión biológica, sino que pretende ser mero automatismo generado por redes neuronales electrónicas gracias a las que la conciencia humana individual se fundirá en una “conciencia cósmica universal” que debería reunir en “la nube”, las bagajes mentales individuales de todos los seres, convertidas en impulsos electrónicos, el fin último de la evolución darwiniana, acelerada por las nuevas tecnologías genéticas, por la nanotecnología, y la Inteligencia Artificial. Tal es la perspectiva descrita por Ray Kurzweill, uno de los más extremistas partidarios del transhumanismo, para nuestro futuro.

Quedaría por señalar la situación en los inicios de 2023, atendiendo a tres contradicciones principales que han aparecido tras la pandemia.

  • 1)      El conflicto ucraniano, generado por el deseo de la OTAN de avanzar sus fronteras hacia Moscú, ha tenido un efecto inesperado: la “globalización” se ha detenido. Cuando la globalización parecía un proyecto fracasado, pero en el que las élites económicas seguían insistiendo, la política de sanciones a Rusia impuesta por los Estados Unidos y seguida con fidelidad perruna por los países miembros de la OTAN, ha tenido como consecuencia el estallido de una inesperada ruptura entre los países aliados de los EEUU y el resto del mundo (y, desde el punto de vista cuantitativo, puede decirse que “el resto del mundo” tiene más peso numérico que el “bloque occidentalista”, algo que es importante señalar en un momento en el que el “reino de la cantidad” es el que impone sus reglas: más habitantes, más consumidores, equivalen a más producción). China ha optado por ponerse del lado ruso a la vista de la oposición que suscita en los medios norteamericanos al estar punto de superar a los EEUU en todos los terrenos, incluido el tecnológico.
  • 2)      El conflicto entre las concentraciones de poder heredadas de las tres Revoluciones Industriales anteriores, lo que podemos llamar “el dinero viejo”, y las grandes acumulaciones de poder tecnológico y de capital generadas por la Cuarta Revolución Industrial. Lo que explica las recientes críticas de Elon Musk a la reunión del Foro de Davos y los intentos de apertura que viene realizando el fundador de esta organización, Klaus Schwab en dirección al “trans-humanismo” que algunos consideran como el motor ideológico de esta última revolución industrial. Sobre las implicaciones de este conflicto es fácil prever su desarrollo: el “dinero nuevo” terminará por imponerse, como ha ocurrido en cualquier otra Revolución Industrial: los dueños de las “nuevas tecnologías” son, siempre, los que imponen sus propias reglas del juego.
  • 3)      La idea de “policrisis” enunciada en la última reunión del Foro de Davos, que ya había avanzado Guillaume Faye hace un cuarto de siglo con el nombre de “convergencia de catástrofes, y que en la acepción dada por las élites económicas mundiales remite a las crisis económicas ininterrumpidas generadas por disfunciones en el proceso globalizador, a crisis geopolíticas (eufemismo para aludir a las generadas por la voluntad suicida y ciega de los EEUU de seguir siendo la “única potencia mundial”), a crisis sociales encadenadas (por los efectos de las migraciones masivas hoy y mañana por la desertización de puestos de trabajo operada por la robotización), a conflictos interreligiosos (que tienen su eje en el fundamentalismo islámico y que se han contagiado incluso a Europa), a lo que añaden, por supuesto, la temática omnipresente del “cambio climática” presentada como la más dramática de todas.
  • 4)      En esa misma reunión del Foro de Davos, el informe presentado por su fundador, Klaus Schwab, asumía por primera vez y sin tapujos las ideas transhumanistas y las transmitía a una audiencia compuesta por élites económicas, dirigentes políticos y propietarios de consorcios de la información. Esto equivale a sugerir la formación de una sociedad “post-biológica”, automatizada, dominada por las nuevas tecnologías, en donde lo humano sea cada vez más residual y, mientras se opera este tránsito, los destinos de las naciones deberían estar guiadas por una alianza entre los gobiernos y los trusts, esto es, un panorama absolutamente idéntico al presentado por la estructura político-económica de la República Popular China.

Tal es la situación en enero de 2023. La perspectiva ya no es, como cuando escribía Evola em 1929, la posibilidad de una reconstrucción de Europa a partir de los ideales de la antigua romanidad. La sensación que invade es que los procesos de disolución de lo humano, iniciados en la República Popular China y adaptados a Occidente por el Foro de Davos, sumado a la “religión transhumanista” (que sus miembros viven con una fe próxima al fanatismo, especialmente cuando sus profetas establecen los rasgos del futuro), nos sitúa en un modelo que es, justamente, la inversión total del modelo de una sociedad tradicional. Un indicativo de que la apocalíptica promesa en la llegada del Anticristo que precederá al fin de los tiempos, está próxima.

Habrá que entender que “el Anticristo”, no es tanto una figura humana, como una concepción del ser humano, hipostatizada y grabada a fuego en los hombres y mujeres de hoy, presente a nivel mundial, en todos los países, en todos los pueblos, en todos y cada uno de los habitantes del planeta y de la que es imposible escapar para la mayoría. Se entiende, por lo demás, que, en los textos profético-apocalípticos, esta “llegada del Anticristo” sea el precedente del “fin de los tiempos”.

La fugacidad y la inviabilidad de una sociedad así concebida, su inestabilidad congénita, es precisamente, lo que muchos han intuido en nuestros tiempos (desde la “paradoja de Fermi” sobre la inviabilidad de las sociedades tecnológicamente avanzadas, hasta el último informe del Foro de Davos, con su idea de “policrisis”). Un vestido que tiene una mancha, puede lavarse mediante un gesto simple de realizar. Pero, cuando ese mismo vestido esta cubierto de manchas, con desgarrones, desgastado por el uso, ya no hay posibilidades, por empeño que se ponga, en seguir utilizándolo. Es preciso arrojarlo a la basura y tejer otro nuevo. Nosotros hemos llegado a ese período. Vale la pena que lo vayamos asumiendo.

Ahora bien, en todas estas derivaciones no hay nada nuevo en relación a lo previsto por Julius Evola desde su artículo histórico en La Nuova Antologia publicado en 1929. No estamos ante dos posiciones irreconciliables, como tampoco lo eran ni el bolchevismo ni el liberalismo, ni las partes enfrentadas en la Guerra Fría, ni la época ya pasada del unilateralismo norteamericano globalizador, ni la etapa posterior al 11-S y a la crisis económica de 2007-2011, primer síntoma de la descomposición del sistema económico mundial globalizado, ni todo lo que ha seguido a la pandemia, ni lo que nos espera cuando la Cuarta Revolución Industrial muestre sus efectos más dramáticos sobre la sociedad y termina por reordenar el mundo. Lo que salga de esta reordenación, inevitablemente, tenderá a una forma piramidal, con una cúpula muy pequeña y una base homogénea gigantesca.

Pero, en cualquier caso, tanto la cúpula como todo lo que está por debajo, obedecerá a los mismos rasgos: una humanidad que ha cortado cualquier vínculo con lo superior (que ni siquiera es capaz de suponer qué significa el “supramundo”, ni siquiera a través del prisma de la religión), que solamente es capaz de considerar como “religioso” a un conjunto de doctrinas inorgánicas y, a menudo incoherentes, en las que se deposita la “fe” (el transhumanismo, ya hoy “primera religión” en Silicon Valley y, de forma más amplia, la tecnología), con los “de arriba” dedicados a multiplicar sus beneficios y los “de abajo” a sobrevivir, con una desvalorización creciente de todos los valores y un proceso general de pérdida de identidades, especialmente culturales, y una destrucción sistemática de cualquier resto de institución tradicional (trabajo que tratan de acelerar las “Agendas” mundialistas emanadas de las instituciones internacionales y remitidas a los gobiernos nacionales como de obligado cumplimiento).

En estas circunstancias, el realismo sugiere que el “fin de los tiempos” está próximo (o, más concretamente, el fin de esta civilización) y, en cualquier caso, no es posible hacer gala de ningún optimismo en cuanto a las posibilidades de revertir el fenómeno. La desproporción de fuerzas es tal, que aquellos que proclaman su adhesión a los principios tradicionales, carecen por completo de bases sociales, de instituciones y de recursos suficientes sobre las que sostener su acción. A pesar de que el proceso de destrucción de todos los valores y su sustitución por los contenidos en las “Agendas” mundialistas, encuentra cada vez mayores resistencias, no hay que hacerse ilusiones: el destino final de un alud, una vez desencadenado, no es pararse a mitad de camino, sino arrasarlo todo. Más que oponerse al desplome que se avecina, el sentido común aconseja la necesidad de prepararse para el día después del advenimiento de “La Bestia sin Nombre”.

Creo que estas anotaciones eran necesarias, en la medida en que los tres ensayos de Evola y la propia introducción de De Turris, debían ser completadas con notas sobre el aquí y el ahora.

Ernesto Milà

Sant Pol de Mar, enero de 2023.