Decía Alfonso Guerra en los primeros años del felipismo que eso de
Montesquieu y de la “división de poderes” era algo que estaba anticuado. Lo
maldecimos, pero tenía razón. De hecho, lo que nosotros opinábamos en aquella
época y creemos todavía con más fuerza hoy, visto lo visto, es que no solo
Montesquieu no tiene nada que ver con la democracia española, sino que la
propia palabra “democracia” es algo insustancial y patrimonio del pasado. ¿Por
qué le llaman “mando del pueblo” si el pueblo nunca ha “mandado”? Y es que “el
pueblo” no puede mandar y mucho menos en sociedades tan complejas como las
actuales. Así pues, el sistema político español, es hoy un arcaísmo. En 1976 se
quería lo que no se tenía.
Han pasado 44 años y parece que va siendo tiempo de reconocer que
aquella aspiración, muy bonita y demás, no ha funcionado. Su fracaso lo tenemos
cada día ante la vista, sólo que la mayoría de nuestros compatriotas se niegan
a reconocerlo. O, mejor dicho: prefieren no reconocerlo. En cuanto a la clase
política, aplaude con las orejas: en efecto, en toda situación hay
beneficiarios y damnificados. Aquí y ahora, los únicos beneficiarios de la “democracia”
son los políticos que viven de ella y quienes se sitúan a la sombra del poder.
Todo esto viene a cuento de la dimisión del Presidente del Consejo
General del Poder Judicial. Un tipo honesto en un país en el que lo normal es
apegarse a la poltrona. Quizás es que no es “político”, sino juez. Y
seguramente es que la cantinela que había repetido durante años en la apertura
del año judicial, aquello de “esta es la última vez que tomo la palabra en este
acto porque mi mandato ha terminado”, parecía demasiado repetitiva y restaba
dignidad al cargo. Los dos partidos mayoritarios, en el momento de escribir
estas líneas, han hecho “avances” en la negociación, pero siguen sin ponerse de
acuerdo.
Vaya por delante que estoy más cerca de la posición del PP que de
la del PSOE. A fin de cuentas, si esa fórmula de la “división de poderes” sigue
vigente, los políticos no deberían ni acercarse a las deliberaciones para
renovar un organismo que corresponde al “poder judicial”. Y, además, que
caramba, yo soy anti-partido (partido viene de “parte” y una sociedad “partida”
es la peor opción y, por cierto, la que tenemos), creo en la sociedad civil y
por eso creo que la misión histórica de este momento debería ser dar un
entierro a la constitución del 78 y poner en su lápida: “Aquí yace la deseada
que no terminó de funcionar” e instaurar una nueva norma en la que en principal
objetivo debería ser:
- Restar representación y peso a los partidos (junto con los sindicacos, la institución más desprestigiada de este país)
- Aumentar el peso de la sociedad civil en los organismos representativos.
Si, estoy por una “representación corporativa”. No veo estudiante
sentados en los escaños de las Cortes, pero sí parásitos. Me gustaría ver
estudiantes en las gradas, representantes de sus compañeros, capaces de
identificar los problemas de la Universidad. Y, claro, me gustaría ver catedráticos
y decanos que defendieran el punto de vista de sus universidades. Lo que me
gusta ver a parásitos jugando al Candy Crush, con el hemiciclo medio
vacío y que, además, les paguen por ello. Quiero ver a médicos, porque solo los
médicos y sus colegios profesionales son capaces de entender los problemas de
la sanidad. Y quiero que los que se siente en las Cortes sean representantes de
su grupo profesional o social. Quiero a padres (y madres, claro está) de
familia sentados sustituyendo a representantes de tal o cual clan político,
quiero ver a militares y policías, porque nadie mejor que ellos conocen los
problemas de la Defensa y del Orden Público. Preferiría ver a empresarios en el
parlamento y no a partidos que cobran de las patronales. Quiero a
representantes de la Conferencia Episcopal, por la simple razón, no solo de que
el catolicismo sigue siendo la religión mayoritaria en España y la que ha
estado presente en nuestra historia desde Recaredo y no quiero ver a
mendicantes de voto subvencionados alegre, graciosa y masivamente. Quiero ver a
obreros de verdad en el parlamento y a agricultores y a representantes de los
pescadores. No a los que se arrogan representaciones que no les corresponden.
Quiero saber quién es mi diputado para darle la barrila con mis problemas y los
de mi gente. Quiero que sean los jubilados los que manifestemos si estamos de
acuerdo con las medidas. Quiero más asociacionismo y menos partidocracia.
Quiero que sea la sociedad la que se exprese a través de sus “grupos sociales”
organizados, no a través de los partidos. Y quiero que, si hay que subvencionar
a alguien sea a la “sociedad civil”, no a parásitos ni a mariscadores
sindicales. Me cansa ver a paletos, a payasos, a ignorantes y a chorizos, allí
donde tendrían que estar los mejores de cada profesión y de cualquier actividad
social presentes en el parlamento.
A eso le llamaron en otro tiempo, “democracia orgánica”. No, no
fue el mejor régimen porque el franquismo en los 60 ya estaba burocratizado y
preocupado solamente por el desarrollismo y porque nadie enturbiara esa
dinámica. Fracasó porque no se llevó bien a la práctica. Pero, no nos engañemos,
nos sentíamos entonces tan poco representados como ahora. El problema es que, antes
se podía llegar a cualquier “procurador en Cortes” y hoy, hablar con un
diputadillo es una prebenda que está al alcance de pocos.
Esto no funciona. El sistema representativo inorgánico o
partidocrático, es una engañifa representativa, tanto como el CIS es una
engañifa estadística y el ministerio de la igualdad es un chiringuito
irrelevante pero lucrativo. Los partidos no van a cambiar un sistema que les
beneficia. Que quede claro. Así que tendremos partidocracia hasta que el
sistema colapse. Entonces será el caos, el llanto, el crujir de dientes y todo
eso, pero ya no habrá vuelta atrás.
Así que debemos conformarnos con lo que tenemos y pensar que,
hedionda, corrupta y profundamente injusta, este sistema nos lo vamos a comer
con patatas fritas y que si, por casualidad, una eventual “gran coalición” (PP-Feijóo+PSOE-Page)
reformase la constitución, pueden estar seguros de que sería solo en beneficio
suyo, no de la sociedad. Recordemos lo de “mamaíta que me quede como estoy”. Pero
hace falta recordar que “esto”, esto no es “democracia”. Es otra cosa, pero en
absoluto la idea de democracia que nos enseñaron en aquellos meses en los que se
elaboraba la constitución.
Nos dijeron lo de la “división de poderes”. Un gran invento de los
“ilustrados” del XVIII: el sistema que debería de sustituir al absolutismo, debería
tener pesos y contrapesos para que ninguna parte pudiera salir beneficiada y
otras, por tanto, perjudicadas. Fue buena a idea de los “tres poderes”: el que
gobierna, el que legisla y el que juzga. Inmejorable. Solo que esa idea ha
estado completamente ausente de la vida política española, o como mínimo,
reducida a la mínima expresión.
El ”ejecutivo” ha invadido las competencias del “legislativo” con
los consabidos “decretos ley” cada vez más frecuentes. ¿Para qué sirve un
parlamento, esto es, un “poder legislativo”, si la inmensa mayoría de la tarea
de gobierno viene regulada por “decretos-ley” emanados de ese mismo gobierno?
Pero, claro, a la vista de cómo se hacen las listas electorales,
sería mucho pedir a los diputados que supieran algo más que el declaran su fe
ciega, pronta y absoluta hacia la sigla que representan, esto es, hacia la cúpula
dirigente. Los candidatos se eligen siempre y en todos los partidos, nunca
entre los más inteligentes, los mejor preparados o los más honestos, sino entre
los más fieles. La fidelidad perruna es una virtud en la partidocracia. El
pensar por sí mismos, un menoscabo y la opción de aquellos que, voluntariamente,
eligen no llegar a nada en política.
De hecho, esta “fidelidad perruna” es el principal elemento que
explica el por qué se ha producido en España una selección a la inversa en la capacidad
intelectual, profesional y técnica de los parlamentarios. Alguien que “vale”,
que “entiende” de su profesión, que es brillante en lo que realiza, nunca accederá
a dedicarse a la profesión más odiada, denostada y desvalorizada. Nunca será ni
político, ni sindicalista. Y mucho menos si tiene opinión propia: sabe que, al
manifestarla, si es contraria a la orientación de la cúpula de su partido, habrá
cavado su propia tumba. Fuera de uno o dos, catedráticos reputados, lo cierto
es que las gradas del parlamento están ocupadas por ilustres mediocridades,
ambiciosos sin capacidad, lo que en los países anglófonos se conoce “yes-man” y
aquí, en donde todo es mucho más director “barrigas agradecidas”. Y a lo largo
de estos 44 años de “democracia”, la honestidad, la capacidad, la preparación,
es algo que se ha ido retirando del terciopelo parlamentario. Nadie con un
futuro profesional, aceptar ganarse la vida cobrando de un parlamento como el
español. Esa es la triste realidad. El que se puede defender profesionalmente,
se defiende y el que no, se hace político y asunto resuelto.
¿Y el poder judicial? La constitución y las leyes que regulan la
división de poderes se han cuidado, muy mucho, de que exista un nexo entre el “poder
ejecutivo” y el “judicial”, lo suficientemente denso como para que, a ningún
miembro del Consejo General de este poder, se le ocurra encausar a miembros del
gobierno, ni a amigos, amiguetes o amigachos. Y de ahí el gran problema a la
hora de elegir miembros para esta institución. Sin olvidar que al Fiscal
General del Estado lo elige el “ejecutivo”, lo que es la mejor garantía de que
ninguna de sus exacciones será perseguida de oficio por la institución. Si a
esto unimos una legislación hipergarantista, tendremos que ayer, hoy y siempre,
resultará imposible encausar a un miembro del gobierno en el ejercicio de su
cargo.
Como decía el Guerra, Montesquieu es cosa del pasado. Pero el
triste presente es que, sin Montesquieu, la democracia se queda a medio
recorrido. No es nada. Si hoy, la democracia española es un aborto es gracias a
todo eso. Para reformar todo esto, el electorado debería, en primer lugar, de
olvidarse de las siglas que llevan 40 años presentes y que son las responsables
del desaguisado: PSOE y PP (antes llamado AP y ampliado con gentes llegadas de
los furgones de la UCD), sin olvidar, claro está, la responsabilidad del PNV y
de CDC (desaparecida en el vórtice de la corrupción y cuyo lugar ocupa hoy
ERC). Fuera con toda esta basura. No incluiré aquí al Podemos porque, como le
ocurre al PCE, casi ni existe y lo más probable es que, a través de Yolanda
Díaz, se produzca un nuevo trasvase de cuadros de este partido hacia el PSOE.
Ni a Vox que es nuevo en esta plaza. Por sus acciones los reconoceréis. A los
demás, ya los hemos conocido 44 años: son los “capitanes fracaso”. Cómplices,
además.
¿En qué se ha quedado nuestra democracia? En un sistema, en el que
todas sus partes (prensa, CIS, partidos, autonomía, etc) están confabuladas
para engañar al electorado y falsear su voluntad. Si no quieres ser cómplice, simplemente,
no les votes más. Tan simple como eso. Vota a quien tú quieras que puede
cambiar las cosas o aprovecha la tarde electoral para enseñar a tus hijos una
tarea -votar- que sirve especialmente para eternizar fraude, corrupción, injusticia,
ineficiencia. Pero métete en la cabeza que, entre las siglas que nos han
llevado hasta donde nos encontramos hoy, YA NO HAY VOTO ÚTIL QUE VALGA.