Una vez se
establecieron en los Estados Unidos, los miembros de la Escuela de Frankfurt
entraron en contacto con un fenómeno nuevo, con unas dimensiones y un impacto
radicalmente diferentes al que tenía en su Alemania natal: la prensa y
los medios de comunicación. Además, como ya hemos expuesto, se dio la circunstancia de que unos
miembros del grupo participaron en proyectos de investigación radiofónica
financiados por la Fundación Rockefeller sobre el efecto de la difusión de “fake
news”; por su parte, otros colaboraron, así mismo, con organismos de la
seguridad del Estado en la preparación de un clima belicista en los EEUU que
facilitara la entrada en la Segunda Guerra Mundial a favor del Reino Unido.
Además, asistieron a la primera oleada de difusión de la televisión y pudieron
estudiar a los dos medios que anteriormente ocupaban los lugares preferenciales
en la comunicación de masas: la prensa y la radio.
Todo esto les dio una
perspectiva completamente nueva y actualizada sobre el poder de la
“comunicación de masas” y a su estudio se dedicaron algunos de sus miembros, en
especial Herbert Marcuse, pero también Theodoro W. Adorno.
Marcuse y
Adorno, gracias a sus colaboraciones con instituciones públicas y privadas de
los EEUU, como hemos visto, descubrirán el papel creciente de los medios de
comunicación y reflexionarán sobre las consecuencias que implican. No se centrarán en su
funcionamiento, sino que aplicarán el “análisis crítico” a este elemento que
presentan como propio del capitalismo. Olvidan, por supuesto, que cualquier
sistema político, sea de la orientación que sea, hace de la “comunicación” -esto
es, de la transmisión de información de un centro a la opinión pública- el
elemento central de su “política de masas”. Centrados en los EEUU de los años
50 y 60 denuncian lo que llaman “industria cultural”.
El término aparece por
primera vez en El hombre unidimensional, escrito por Herbert Marcuse en
1964 y que se convirtió en un bestseller de la “nueva izquierda”. La
obra se inserta dentro del ejercicio de la “Teoría Crítica” como una de sus
aplicaciones. Marcuse critica en ella a las sociedades de “capitalismo
avanzado” aparecidas durante la Guerra Fría. Las considera “sociedades
cerradas” que tienden a integrar en su “sistema” a todas las dimensiones de la
existencia y en las que las necesidades políticas de la sociedad, se convierten
en necesidades individuales y privadas. Afirma -enlazando con las tesis de
Horkheimer- que los negocios que promueven el “bienestar general” son el
producto de la “razón instrumental”, utilizada por el sistema.
La tesis de
Marcuse es que, en las sociedades “de capitalismo avanzado”, el sistema crea
falsas necesidades que integran al individuo en el sistema, convirtiéndolos en
consumidores integrados y productores alienados. El motor de la comunicación es la
publicidad y ésta suscita el consumo. Gracias al consumo se engrasan los medios
de producción y se alcanza la producción de bienes culturales de carácter
masivo. A causa de la persecución de estos bienes de consumo se logra un
ciudadano amputado de cualquier otra dimensión, salvo de la de consumidor. De
ahí su “unidimensionalidad”.
En estos individuos,
cualquier forma de pensamiento crítico queda fuera de su alcance y cualquier
actitud opositora tiende a desvanecerse o desvirtuarse. El
individuo pasa a ser “cosificado”, un ente no pensante, enajenado y que ha
olvidado incluso quién es y se ve privada del ejercicio de la sensatez. Los
“bienes culturales”, generados por la “industria cultural”, intentan, en tanto
que forman parte del sistema capitalismo, buscar el beneficio por encima de
todo y aportar un contenido concreto para la manipulación de la masa, mediante
lo proclamado por la publicidad que los acompaña: “si compras este vehículo, podrás ser
libres”, “si adquieres este objeto, experimentarás un inmenso placer”, “la
posesión de tal o cual objeto, generará admiración en tu entorno”.
Walter
Benjamin, que ya había entrevisto algo de todo esto, lo consideraba inevitable:
era el precio a pagar por la “democratización” de la cultura. Si había que ofrecer
productos culturales para todos, era necesario que se produjeran en serie y
fueran estandarizados. Pero, al mismo tiempo, expresaba sus dudas, sobre si lo
producido en el terreno artístico, tendría ese “aura” que rodeaba a la “obra
maestra”. Sostenía que la producción en cadena hace que el arte pierda su
intensidad, su misterio. Por eso, los productos artísticos emanados de la
modernidad, están orientados, en grandísima medida, hacia las trivialidades.
Así pues, los conceptos
centrales que rodean las especulaciones frankfurtianas sobre la “industria
cultural” son dos. De un lado, el concepto de “manipulación” al que tiende (esto
es, su voluntad de controlar la voluntad de los individuos mediante medios
técnicos), y de otro la “alienación” (que hemos definido como el proceso
mediante el cual el sujeto deja de pensar por sí mismo y, por tanto, de ser uno
mismo, y pasa a pensar en los términos queridos por la oferta de consumo).
Existen, por tanto, dos polos, el “emisor” que corresponde siempre al
“manipulador” y al “receptor” que es siempre el consumidor alienado y el
productor integrado.
Lo esencial es que la
“industria cultural” supone una degradación en relación a lo que
tradicionalmente se entendía como “cultura”. Dado que todo lo que nace y se
desarrolla dentro del capitalismo está sometido a su lógica del beneficio, la
“industria cultural” termina convirtiendo la cultura en una mercancía más. Esta
mercancía se comercializa mediante los medios de comunicación de masas hasta
constituir una especie de anestésico social: un verdadero “opio del pueblo”.
Esta
concepción hace que la “industria cultural” no esté dirigida por artistas sino
por empresarios. No conduce a una “evolución” de la cultura hacia formas
superiores y más depuradas, sino a una degradación. Y esto vale también,
no solo para la “cultura pop” que conocieron los miembros de la Escuela de
Frankfurt, sino también para la cultura en la era digital. Un ejemplo lo
confirma: Spotify paga al autor y cantante de una canción, a razón de
0’004 céntimos de dólar por cada audición de una pieza, con tal de que se
escuche más de 30 segundos. Si se escucha 10 o 15 segundos, el autor no recibe
nada. Esto ha influido extraordinariamente en el desarrollo actual de la música
pop: antes, era frecuente que una canción tuviera una duración de entre 3 y 10
minutos. Una pieza estándar de hace 20 o 30 años, estaba compuesta por un
verso, un estribillo, nuevo verso, un “puente” (o culminación), el coro, la
repetición del estribillo, etc. Sin embargo, ahora, ningún compositor ni
cantante, pueden permitirse ni esta duración, ni la posibilidad de que el oyente
se canse al oír el primer verso. Es necesario, por una parte, realizar piezas
de poco más de un minuto y de que, nada más iniciada, se pueda oír el
estribillo: se trata de captar la atención del oyente desde los primeros
segundos; si el estribillo es pegadizo -y de eso se trata- la pieza se
escuchará hasta el final y el autor recibirá sus 0’004 centavos de dólar, que
sería lo mismo que si la pieza se prolongase durante 10 minutos…
Para Marcuse, esta
degradación de la “cultura pop” genera conformismo entre los usuarios, los
sitúa al margen de la realidad, incapaces de ejercer el pensamiento crítico y
reduce la circulación del conocimiento a los espacios de ocio. El
“frankfurtiano” sentencia que la industria cultural es un instrumento de
distracción que nos tiraniza y que, para colmo, es aceptado acríticamente por
el público. Cumple así la función que el “sistema de capitalismo avanzado” ha
atribuido a la “cultura pop”, mantener sus estructuras de poder inalterables y
ajenas a la posibilidad de una crítica en profundidad. Actúa como una droga que
atrofia los sentidos, nos indica qué debemos creer, cómo debemos de asumir esa
creencia y qué debemos aceptar como normalidad. La presión mediática es tal que
genera una narcosis social que perpetúa la alienación de las masas y aleja la
posibilidad de que, antes o después, tomen conciencia de su situación. De todos los
elementos para el ejercicio del “control social” de los que hablase Lukács, los
medios de comunicación son (en los años 60 y mucho más en la actualidad), los
más esenciales para mantener la dominación social y la concentración.
Utilizará un neologismo
para calificar todo esto: “neodominanación”, el proceso a través del cual
se asegura al ciudadano que cuanto más aumente su capacidad de consumo, más
feliz será y que solamente mediante el consumo puede acceder a la felicidad. Se trata de reducir
al ser humano a la categoría de animal de granja, situado en el interior de un
establo, incapaz de ver más allá de sus muros. El modelo ideológico impuesto
por el “capitalismo avanzado” es fiel a su ley interna: cantidad antes que
calidad, lo único que interesa al ciudadano alienado es todo aquello que puede
cuantificarse. La calidad de los productos (culturales o manufacturados) que consume
le resulta completamente ajeno o bien es un aspecto secundario.
Cuando Marcuse redacta
estas páginas, la guerra del Vietnam va aumentan su intensidad. Denuncia la
presencia y las iniciativas del “imperialismo”, guerra, bombardeos masivos
sobre Hanoi y sobre la “ruta Ho Chi Min” (nunca, por cierto, dijo ni una sola
palabra sobre los bombardeos con fósforo realizados por la aviación
norteamericana sobre ciudades alemanas indefensas durante la Segunda Guerra
Mundial, lo que, ya de por sí, resulta significativo sobre sus elecciones
subjetivas), pero advierte que éste no es el único medio de dominación e,
incluso señala, que la tecnología de la comunicación es un instrumento mucho
más eficiente para el control de las poblaciones que el terror y los
bombardeos.
En este punto realiza
una incursión sobre el papel de la tecnología en la cultura de masas. Establece
que, a medida que avanza la historia, los medios de comunicación de masas
se apoyan cada vez más en herramientas tecnológicas. Percibe que la
tecnología camina por delante de las necesidades de las masas y su aplicación
excede con mucho las necesidades del bienestar. De ahí el “consumismo” y el
proceso de “unidimensionalización” del individuo. No se trata de una
consecuencia automática del “progreso”, una especie de efecto secundario
indeseable, sino que sus promotores son perfectamente conscientes de lo que
buscan: reducir al ciudadano a un estatuto de productor alienado y de
consumidor integrado.
Marcuse en otra obra, El
final de la Utopía, publicado en 1968 -contemporáneo, por tanto, a los incidentes
generados en todo el mundo por la “nueva izquierda” (se trata de un conjunto de
ensayos y entrevistas escritos entre la publicación de El hombre
unidimensional y los primeros chispazos de la “contestación”)- sostenía la
idea de que, por primera vez en la historia, la humanidad tiene a su alcance los
elementos necesarios para hacer realidad la “Utopía” (el sistema ideal de
gobierno que debe conducir a una sociedad armónica, justa y perfecta, sin
conflictos internos) y solamente nos aleja de ella la injusta distribución de
los medios de producción.
Este modelo
económico-social tiene unas consecuencias deletéreas: por una parte, el ser
humano, pendiente de las noticias, siempre manipuladas por los medios de
comunicación y orientado hacia el consumismo, ignora lo que está ocurriendo en
la realidad. Por otra parte, generan estabilidad social. En efecto, allí donde
antes, en las sociedades tradicionales, la estabilidad se lograba mediante
referencias “superiores”, especialmente a la trascendencia, en las sociedades
de “capitalismo avanzado” el elemento que coagula esfuerzos y aúna voluntades
es la posibilidad de consumo. Si esta posibilidad desapareciera a causa de una
crisis internacional o de algún cataclismo natural, el ser humano se
derrumbaría. Lo que le genera verdadero pánico es no poder acceder al consumo. Por
lo mismo, rechaza también cualquier posibilidad de seguir un movimiento
alternativo que pudiera poner en riesgo el proceso “producción-consumo”. Pero, lo esencial,
para Marcuse es que esta situación es profundamente injusta, porque encubre el
hecho fundamental de nuestras sociedades: que existen explotados y explotadores
y que la tiranía del consumo constituye, en la práctica, una nueva forma de
esclavitud.
De todos los enfoques
realizados por la primera generación de la Escuela de Frankfurt, quizás éste
sea el que, con más exactitud, refleja hoy -más de medio siglo después de
haberse establecido- mejor la realidad de nuestro tiempo y el proceso sobre
cómo hemos llegado al punto en el que nos encontramos.