2. La Tercera Internacional
El hecho de que, inicialmente, los miembros de la
Escuela de Frankfurt militaran en las distintas formaciones de la izquierda
weimariana que, a partir de 1919 fue teledirigida por el Komintern, nos
obliga a dar unas breves pinceladas sobre esta estructura internacional.
El 24 de enero de 1919, justo cuando se celebraba
la “Conferencia de Paz” en París, Pravda, anunció el Moscú la
convocatoria de un “congreso internacional”. Siete “partidos revolucionarios” firmaron el llamamiento, dirigido a
39 formaciones de izquierda, proponiendo la creación de una “nueva
internacional revolucionaria (…) ante la bancarrota de los partidos socialistas
y socialdemócratas”. Cuando tuvo lugar el encuentro, del 2 al 5 de mayo de
1919 en la Sala del Trono del Kremlin, hacía seis semanas que Rosa Luxemburgo y
Karl Liebknecht, habían sido ejecutados por los freikorps. Los 52
delegados, en teoría representaban a 35 partidos, pero solamente cinco (los
partidos de Alemania, Austria, Suecia, Noruega y Holanda) eran representaciones
llegadas del extranjero, el resto de delegados vivían en Moscú y no tenían
apenas contactos en sus propios países. Solo 19 poseían derecho al voto. Zinoviev
fue elegido presidente, tutelado por una ejecutiva formada por Lenin, Trotsky,
Rakovsky y Fritz Platten y por un secretariado en el que figuraban Angelica
Balabanova y V. Vorosky (la primera sería sustituida poco después por Karl
Radek).
La idea de constituir la “Tercera
Internacional” había partido de Lenin, empeñado en ese momento en constituir un
movimiento revolucionario internacional centralizado que acometiese en cada
país la misma estrategia insurreccional que él había empleado en Rusia. La
Internacional debía ser un elemento que estimulase y acelerase la inevitable
marcha hacia el socialismo. Lenin, por supuesto, se equivocaba al pensar que lo
que había permitido apoderarse del poder en un país semifeudal y atrasado, podría
valer en países provistos de clase medias, con mayores niveles de vida y en
donde el proletariado estaba encuadrado por organizaciones, mayoritariamente
“reformistas” Al mismo tiempo, se trataba de lograr construir un aparato
internacional de apoyo a la revolución rusa. De haber vivido Rosa Luxemburgo
en el momento de la celebración de aquel primer congreso de la nueva
Internacional, se hubiera opuesto a la creación de esta estructura (siempre
se había opuesto a la tesis leninista de someter a la clase obrera a un aparato
centralizado de revolucionarios profesionales); pensaba que había que confiar
en el “espontaneísmo” de las masas y en una revolución hecha “desde abajo”.
Mientras se celebraba el congreso llegó la
noticia de la proclamación de la República de los Soviets en Hungría y de la
República de los Consejos en Baviera. El entusiasmo fue indescriptible y aumentó con la llegada de Karl
Steinhardt, delegado austríaco, que anunció la próxima sublevación del
proletariado de aquel país. La Tercera Internacional había nacido.
Pero lo que pasó en las semanas siguientes
desmintió tanto optimismo. Es cierto
que una huelga general consiguió frustrar el golpe de Kapp, pero, tanto la
República de Baviera como el bolchevismo húngaro resultarían aplastados. Y otro
tanto ocurriría en Austria. Zinoviev, empeñado todavía en difundir el
optimismo, sentencio que “la revolución alemana avanza con botas de siete
leguas”. En realidad, lo que había ocurrido era todo lo contrario: las
formaciones que secundaban la acción de la Tercera Internacional habían
fracasado en todos sus intentos revolucionario emprendidos desde noviembre de
1918. Al concluir el Congreso, Lenin empezó a redactar su famoso folleto El
izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, en el que atacaba las
posiciones anarquistas y de extrema izquierda y se reafirmaba por un partido
jerarquizado, guiado por una disciplina de hierro de revolucionarios
profesionales. Rusia, en ese momento, atravesaba un período difícil: todavía se
enfrentaba a la lucha contra los ejércitos contrarrevolucionarios “blancos”.
Los polacos mandados por Pilsudsky habían ocupado buena parte de Ucrania. En
consecuencia, no estuvieron en condiciones de enviar ayuda ni a la Revolución
de Baviera, ni a la de Bela Kun en Hungría. A pesar de estos problemas y
derrotas, Lenin, Zinoviev y los líderes bolcheviques creían en el “ascenso de
las luchas obreras” y en futuros avances revolucionarios. Y fue en este marco
anímico cuando se convocó el Segundo Congreso de la Tercera Internacional entre
el 17 de julio y el 7 de agosto de 1920.
Parecía que, efectivamente, el movimiento
internacional había progresado: asistieron 217 delegados representantes de 67
organizaciones (entre ellas, 27 Partidos Comunistas estructurados a la manera
leninista), procedentes de 34 países. En la sala estaba colgado un inmenso mapa
en el que diariamente se iban señalando los avances del Ejército Rojo en su
progresión contra los polacos de Pilsudsky. Pero una semana después de
concluido el congreso, el Ejército Rojo fue derrotado a las puertas de Varsovia
y Moscú se vio obligado a aceptar un armisticio. A diferencia del anterior, se
trató de un verdadero congreso, en el que se aprobaron los estatutos de la
organización y las condiciones de ingreso. Su lectura indicaba que entre los
miembros existía jerarquía, en absoluto igualdad: el Partido Comunista de la
Unión Soviética estaba sobrerrepresentado y, además, en el preámbulo se
indicaba que “La Internacional apoya incondicionalmente los logros de la gran
revolución proletaria rusa”.
Era la primera muestra de que la estructura iba a
terminar siendo un mero apoyo para la política exterior soviética -como se consumaría
a partir de la época estalinista- y de que los principios rectores del partido
leninista serían los que informasen a la estructura internacional: “El
Comité Ejecutivo tiene el derecho a exigir de los partidos miembros la
expulsión de grupos y personas que atenten contra la disciplina internacional”.
Incluso estaba presente la obligación de “depurar” las propias filas
periódicamente: “Los partidos comunistas de todos los países en los cuales
los comunistas operen legalmente deben proceder a la depuración periódica del
plantel de militantes con el fin de depurar al partido de los elementos
pequeño-burgueses que inevitablemente se infiltrarán en sus organizaciones”.
El documento final puede ser considerado como un documentos alucinado propio
del irrealismo político: se juzgaba por igual a todos los gobiernos europeos,
al margen de sus orientaciones concretas y de que, en algunos casos, estuvieran
ocupados por socialistas o socialdemócratas, y se asumía que “La guerra
civil está en todo el mundo a la orden del día”, olvidando que las
legislaciones democráticas de algunos países podían permitir la actuación
abierta de Partidos Comunistas (lo que entrañaba evidentes ventajas). A pesar
de que John Reed, el delegado norteamericano, aludiera a la situación de los
negros en los EEUU, y de que asistieran representantes de organizaciones de
países colonizados por Inglaterra (India), países excoloniales, o delegados de
India, Turquía, Persia, China y Corea, la resolución final insistía en que “era
obligación de todos los partidos afiliados contribuir al desarrollo y
afianzamiento del poder soviético en Rusia”.
Mucho más cuesta arriba se pondría la situación
al convocarse el Tercer Congreso de la Internacional en 1921. La guerra civil
había terminado: los ejércitos “blancos” de Kolbach, Denikin y Wrangel habían
sido derrotados. Unger Kan von Stemberg, todavía resistía en el lago Baikal y
en enero de 1921 consiguió entrar en Urga, la capital mongola, para ser
capturado poco después y fusilado. También había terminado el bloqueo de las
potencias europeas, pero el gobierno bolchevique se enfrentaba a una situación
desesperada: se estaba extendiendo el fantasma del hambre y del frío y
aparecían opositores tanto dentro como fuera del partido. El “comunismo de
guerra” adoptado por Lenin para afrontar los primeros años de gobierno, ya no
daba más de sí. En 1920, incluso, se habían producido episodios guerrilleros
protagonizados por destacamentos campesinos que habían, incluso, ocupado ciudades
y expulsado de los campos a la administración soviética. Lenin se vio obligado
a negociar con ellos.
Para colmo, el 20 de febrero de 1921 estalló
una huelga general en San Petersburgo y Zinoviev, presidente del soviet de
aquella ciudad, se vio obligado a negociar con los trabajadores fuera de la
disciplina del partido. El día 26 de febrero, el soviet de Petrogrado
ordenó la retirada de los efectivos militares que rodeaban la ciudad. Pero la
medida fue tomada como un signo de debilidad por parte de los obreros que
mantuvieron la huelga general y consiguieron que la rebelión se extendiera
hasta la flota del Báltico, en la base de Cronstdat. El manifiesto
aprobado el día 1 de marzo por los rebeldes exigía la libertad de todos los
presos y el establecimiento de prácticas democráticas. El Partido optó por la
vía dura y envió tropas, decretó el estado de sitio de San Petersburgo e hizo
detener a todos los líderes rebeldes, luego asedió Cronstdat. El propio Lenin
tuvo que reconocer que esta rebelión era mucho más peligrosa que la acción de
todos los ejércitos blancos, pero cometió el error de apreciación de considerar
que se trataba de una “revuelta pequeño-burguesa”.
Todos estos problemas obligaron a Lenin a
imprimir un cambio de rumbo. Escribió: “a través de concesiones, el
Estado proletario puede asegurarse un convenio con los Estados capitalistas de
los países más progresistas, y de este acuerdo depende el fortalecimiento de
nuestra industria, sin la cual no podemos seguir avanzando en dirección a un
orden social comunista”. En otras palabras, la revolución debía
aplazarse en Europa para que los Estados europeos “progresistas” ayudaran a
Rusia a salir del empantanamiento en el que se encontraba. Esto implicaba
también que, a la etapa del “comunismo de guerra” seguiría otra de economía de
tipo mixto que pasaría a la historia como “Nueva Política Económica”.
Inmediatamente después de ser presentado el plan, Rusia firmo un primer acuerdo
comercial con el Reino Unido. La Rusia socialista, a partir de ese momento, ya
no tendría inconveniente en negociar, comprar y vender, con las naciones
capitalistas avanzadas. Lenin no tardaría mucho en firmar con Alemania el
Tratado de Rapallo, con sus cláusulas secretas que permitían que el Estado
Mayor alemán engañara a su propio gobierno y a los aliados, vulnerando las
cláusulas del Tratado de Versalles y entrenando a sus pilotos en territorio
soviético, a cambio de manufacturas industriales.
Así mismo, la política de oposición frontal
contra los partidos socialistas y socialdemócratas varió: se reconocía que los
partidos de la Segunda Internacional conservaban todavía ascendiente entre las
masas obreras y había que impedir que utilizaran esa influencia para separar a
las masas de la “vanguardia revolucionaria del proletariado”. Por tanto, la
época del “sectarismo doctrinal” era imposible de mantener y se trataba de buscar
la cooperación con los partidos socialistas y socialdemócratas. Pero, en
realidad, en este terreno, no se trataba de un cambio estratégico, sino más
bien de la adopción de una nueva línea táctica: plantear condiciones de
colaboración que no pudieran ser aceptadas por los partidos sociales para que
aparecieran ellos como “traidores y renegados” ante las masas proletarias.
Pero, cuando se convocó este Tercer Congreso, un
fenómeno nuevo había aparecido en Italia. Un antiguo socialista, Benito
Mussolini, fundó el 23 de marzo de 1919 el primer Fascio di Combatimento en
Milán. En mayo de 1921, los Fascios habían obtenido 35 escaños en las
elecciones generales (por 15 los comunistas) y cuando se convocó el congreso
del Partido Nacional Fascista en Roma en noviembre de 1921, los 2.200 fascios
existentes, agrupaban ya a 320.000 activistas decididos. Lenin y la
Internacional no consiguieron digerir la aparición de este fenómeno que se
insertaba como un elemento nuevo e irreductible a la dualidad
proletariado-burguesía, capitalismo-comunismo, derecha-izquierda. La doctrina
oficial seguía sosteniendo hasta ese momento, que el “enemigo principal” eran
los socialdemócratas, pero ¿qué era el fascismo? Amadeo Bordiga, secretario
general del PCI tampoco lograba encontrar una respuesta correcta.
El Cuarto Congreso del Komintern sería el
último al que asistiría Lenin. Llegaron a Moscú 340 delegados de 60 países del
7 de noviembre al 3 de diciembre de 1922. Pero el ánimo era bajo: lo que había
ocurrido en los tres años anteriores, era un rosario de derrotas que no había
forma de ocultar ni embellecer. Bujarin expuso de nuevo la necesidad de que
“el proletariado internacional” apoyara a la Unión Soviética. La “revolución
mundial” quedaba subordinada y supeditada al destino del bolchevismo ruso. El
“patriotismo ruso” era un deber de los proletarios de todo el mundo. Ni
siquiera todos los delegados rusos estaban de acuerdo en este planteamiento y
algunos, Lenin incluido, expresaron tibias dudas. Pero el líder, ya enfermo y
decrépito, conservaba lucidez suficiente como para advertir que su previsión
sobre el hundimiento de las naciones capitalistas no se había producido. Aparte
de esto, lo más importante del congreso fue la reforma de los Estatutos que
aumento el poder del partido ruso sobre el conjunto de la Internacional. Sobre
ocho miembros del Presidium, cuatro eran rusos (Zinoviev, Bujarin, Radek y Bela
Kun, o, al menos siempre habían trabajado para Moscú, además de ser, los
cuatro, de origen judío) y los otros cuatro eran fieles a la voluntad de Moscú.
Zinoviev pudo decir: “Todos los elementos federalistas que todavía subsistían
en nuestra organización, han sido eliminados”.
El congreso no pudo evitar pronunciarse sobre el
crecimiento del fascismo italiano. Zinoviev sostuvo, en su ideología mecanicista
y determinista, que el fascismo era una “etapa necesaria e inevitable en la
lucha de clases” y demostraba la “debilidad del sistema capitalista y la
proximidad del triunfo de la revolución”. Una vez más, demostró que su
“catecismo marxista” no era la herramienta más esclarecedora para realizar un
análisis internacional. Este elemento es importante, porque, en 1933, cuando
Hitler llegue al poder en Alemania, la Internacional y, por extensión, el
movimiento comunista internacional y, con él, los miembros de la Escuela de
Frankfurt, demostrarán un déficit absoluto en la comprensión e interpretación
del fenómeno fascista.
Pero los sucesos que ocurrirían tras el cierre de
la conferencia volverían a demostrar la debilidad del movimiento comunista
-incluso en su capacidad de análisis y comprensión de la realidad-. En efecto,
el 11 de nero de 1923, las tropas francesas -en gran parte, compuestas por
miembros de las colonias africanas- ocuparon en Rhur, pretextando retrasos en
las reparaciones de guerra. Los sindicatos de todos los colores convocaron una
huelga general que paralizó la zona. Los freikorps iniciaron sus
atentados contra las vías férreas y los destacamentos indígenas; la
Internacional animó al Partido Comunista Francés para que realizara acciones de
protesta en apoyo del “proletariado alemán”. El problema era que el gobierno
soviético, después de Rapallo, había decidido con quién debía aliarse. Aunque
algunos doctrinarios marxistas sostienen que, en aquel momento, un llamamiento
a la insurrección hubiera lanzado a la calle a la clase obrera alemana, lo que
menos deseaba el Kremlim era una caída del gobierno alemán. Clara Zetkin, una
de las dirigentes en aquel momento del Partido Comunista Alemán, alertó contra
“acciones aventureras en el Rhur” y el Comité Ejecutivo de la Internacional
confirmó estas orientaciones. Era fácil interpretar lo que estaba ocurriendo:
Moscú no deseaba que Francia venciera a Alemania, ni mucho menos que estallara
una revolución contra las tropas francesas de ocupación y que, simultáneamente,
atacara también a la burguesía alemana (como proponía el ala izquierda del
KPD). Una acción así llevaba inevitablemente a la guerra civil y a que Francia
mejorase sus posiciones. En aquellos días febriles, Karl Radek, no desdeñó
elogios hacia los nacionalistas alemanes, antiguo freikorps, que se
estaban batiendo contra las tropas francesas e, incluso, llegó a proponer
unidad de acción con los nacionalistas de extrema-derecha. Rote Fahne,
diario del partido, llegó a reproducir artículos escritos por
nacionalsocialistas y era frecuente que el KPD y el NSDAP invitaran a sus
oradores a participar en mítines de la otra formación, hasta que el 15 de
agosto de 1923, la dirección del NSDAP prohibió estas confraternizaciones. Era
la respuesta al llamamiento lanzado, el 23 de junio de 1923, por la dirección
de la Internacional a la formación de “unidades militares especiales” para
combatir al fascismo.
En abril de 1922, Stalin ya había asumido las
riendas en Moscú y, como era de esperar, hubo una nueva revisión de la línea
política. En Alemania, por
otra parte, el canciller Kuno había sido sustituido por Stressemann y también
en este país se había producido un giro político. El nuevo canciller era
pro-occidental, así que Rusia se enfrentaba ahora a la posibilidad de tener que
vérselas con un frente unido de las naciones capitalistas avanzadas. Era el
peor escenario en el que podían pensar, así que el Buró Político soviético
contempló, a finales de agosto, las posibilidades de volver a intentar una
sublevación en Alemania. Cuando los delegados alemanes llegaron a Moscú para
valorar las posibilidades de una insurrección, se encontraron pancartas y
carteles por las calles anunciando la próxima revolución socialista en
Alemania. Trotsky y Zinoviev asumieron personalmente los preparativos
insurreccionales. El general Alexis Skoblevsky (a) “Gorev”, penetró
clandestinamente en Alemania y organizó grupos terroristas con el encargo de
realizar atentados en las infraestructuras, en cuarteles militares, y también
en sedes del partido comunista y de los sindicatos. Incluso preparó atentados
contra el general von Seeckt y contra conocidos industriales. Pero el
contraespionaje alemán consiguió detenerlo y frustrar los planes. Pero, a pesar
de que el plan había quedado amputado de su parte más efectista, siguió
adelante. Como base de partida, se eligieron las regiones de Sajonia y
Turingia, que tenían gobiernos socialdemócratas con participación comunista. El
alzamiento fue un fracaso, apenas pudieron sumarse 200 comunistas que pronto
quedaron aislados y barridos, sin apoyo popular. La Internacional no dudó
ni por un momento en atribuir el fracaso a los socialdemócratas: “Los grupos
dirigentes de la socialdemocracia alamana no son actualmente otra cosa que una
fracción del fascismo alemán bajo la máscara socialista”, decía el
documento emitido por la Internacional, demostrando que seguían sin comprender,
ni la naturaleza del fascismo, ni las correlaciones de fuerzas que se estaban
dando en la izquierda alemana.