Cada uno de los miembros de la Escuela -todos ellos intelectuales brillantes y, por tanto, más responsables de sus vacíos, de sus subjetividades, de sus errores y, sobre todo, del peso de sus propias personalidades- era un mundo separado. Estaban unidos solamente por sus fobias y por su origen étnico y por su clase social. En realidad, cuesta incluso representarlos como una “escuela”.
No puede decirse que, a pesar de las
coincidencias originarias, y de su carácter marxista, se llevaran bien. En
realidad, nada más lejos de la realidad, considerar que los miembros del
Instituto de Investigaciones Sociales constituyeron un grupo bien avenido o que
sus teorías fueran convergentes. Veamos una lista no exhaustiva de sus
problemas interpersonales.
Fromm resultó expulsado de la Escuela e
indemnizado económicamente por Horkheimer. Ingresó en la institución en 1930 Había participado activamente en la
primera fase de investigaciones interdisciplinarias de la institución, pero era
un personaje “diferente” al resto de sus miembros y, no solamente, por su
conocimiento más profundo de las raíces religiosas judías, sino porque, desde
el principio se había dedicado al ejercicio del psicoanálisis, a diferencia del
resto que, ante todo, eran marxistas.
Fromm descubrió contradicciones en la teoría
psicoanalíticas freudiana que los otros no estaban dispuestos aceptar. En
efecto, el Freud anterior a la Primera Guerra Mundial había insistido en la
idea de que los impulsos humanos estaban sometidos y oscilaban entre el deseo y
la represión, mientras que en la década de 1920 interpretó esos impulsos como
una tensión entre el “principio del placer” y el “principio de la muerte”,
entre Eros y Thanatos. Tampoco compartía la misoginia de Freud que atacó en
varias ocasiones. Y, finalmente, acusó a Freud de reduccionismo y de obstinarse
en un pensamiento dualista entre dos polos opuestos que, para él, era una
interpretación excesivamente limitada del origen de los comportamientos
humanos. El descubrimiento de Marx fue posterior para él y, si bien, siempre
considero que Marx, Freud y Einstein constituían los fundamentos del siglo XX,
tampoco ocultó que Marx le parecía un pensador mucho más orgánico, disciplinado
y consecuente. Cuando ya había sido despedido de la Escuela de Frankfurt
descubrió el “socialismo humanista”, basado en el Marx anterior a 1848 -el
“joven Marx”- y en una equidistancia entre el modelo de capitalismo
norteamericano y el modelo soviético. Terminó afiliándose al Partido Socialista
de los Estados Unidos y apoyando la candidatura de Eugene McCarthy para las
presidenciales del año 1969.
Marcuse y Fromm se llevaban mal. Aparentemente, su desencuentro era por motivos
doctrinales, pero a poco que se repasan las líneas que le dedicó Marcuse, se
percibe un trasfondo mutuo de hostilidad: el núcleo central de la Escuela de
Frankfurt (Marcuse, Horkheimer, Adorno) se situaron dentro de la ortodoxia
freudiana y lo incorporaron a sus trabajos. Criticar a Freud, por tanto,
suponía criticar su obra y cuestionar sus análisis. A lo largo de su experiencia
como psicoanalista Fromm se había dado cuenta de que, contrariamente a lo que
proponía Freud, no todos los problemas derivaban de la lívido, había otros
elementos que entraban en juego. No era posible tampoco explicar todas las
neurosis a través del esquema freudiano. Marcuse -que tenía sobre el
psicoanálisis una versión completamente literaria y jamás había asumido la
práctica psicoanalítica, sino solo aspectos de la teoría- había terminado
considerando las ideas de Freud como dogmas de fe y achacaba a Fromm el que
hubiera “reducido el psicoanálisis a un conjunto de éticas idealistas que sólo
abrazan el status quo”. Fromm sostenía que la psicología social requiere
puntos de vista más amplios, dinámicos y cambiantes.
Cuando estalló la contestación en las
universidades norteamericanas, tanto la obra de Freud como la de Fromm fueron
leídas por los estudiantes en rebeldía. Pero lo curioso es constatar que
existieron dos bloques perfectamente diferenciados: los lectores de Fromm,
cuando declinó el empuje de la contestación en los años 70, se orientarían en
una segunda fase hacia movimientos terapéuticos de la “new age”,
mientras que los lectores de Marcuse pasarían más a grupos políticos
radicalizados tal como pudo verse en el mayo-68 francés (para, muchos de ellos,
seguir en los años siguientes el camino opuestos y convertirse en miembros del stablishment
político occidental).
Así mismo, la contestación fue el origen de la
ruptura entre Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse. El primero, en el fondo,
había tenido un espíritu conservador, al menos en las formas y los aires de
revuelta traídos por los contestatarios de los años sesenta, no podían menos
que perturbar su espíritu matemático y el orden musical del que se había
nutrido desde la infancia. Marcuse, en cambio, parecía que algo de su espíritu
se había quedado en los Consejos de Obreros y Soldados de la revolución
espartaquista y hasta última hora participó en mítines y asambleas
estudiantiles. Cuando los estudiantes propusieron ocupar las aulas, Adorno se
opuso y propuso llamar a la policía para desalojarlos. Marcuse, por supuesto,
se entusiasmó con la idea las ocupaciones (no faltó quien le acusó de
“provocador” y de seguir trabajando para la CIA).
Eran los años en los que Adorno acababa de
publicar su obra Dialéctica negativa (1966) Al año siguiente, en
Alemania, las protestas por la visita del Sha de Persia, degeneraron en
incidentes en los que perdió la vida un estudiante. El gobierno alemán de la
época, por lo demás, se había solidarizado con la postura norteamericana en
Vietnam. Adorno, que entonces enseñaba en Alemania Occidental, se vio cogido
entre todos estos fuegos. Denostaba la guerra (que para él demostraba que “Auschwitz”
seguía planeando sobre el mundo). El vaso se desbordó cuando Adorno fue
invitado a la Universidad Libre de Berlín para dar una conferencia sobre la
obra de Goethe Ifigenia en Tauride y los estudiantes rebeldes quisieron
imponerle un debate. Los miembros del SDS (la organización que movía la
agitación universitaria) le invitaron a algunos debates, pero, en los meses
siguientes y, especialmente, tras el mayo del 68 francés, manifestó que él era
docente y, como tal, le repugnaba la interrupción de las clases. Para colmo, Hanna
Arendt -próxima a la Escuela de Frankfurt y también judía- afirmo en esos
meses, que Adorno había presionado a Walter Benjamin durante los años de exilio.
Al parecer, la Arendt se excedió en sus críticas y ordenó los textos de
Benjamin de manera torticera que obligaron a Gershon Scholem, amigo de
Benjamin, a salir en defensa de Adorno.
Adorno, por lo demás, se había encontrado en 1925
en Nápoles con Benjamin. Había llegado hasta la ciudad italiana acompañado por Sigfried
Krakauer. A pesar de que Adorno procuró no hablar mucho sobre este viaje; le
disgustaba ser considerado como “discípulo de Benjamin” (“su primer y
único discípulo”, según Arendt y “una especie de discípulo en materia
estética”, para Scholem). Otros estudiosos de la filosofía de ambos,
aseguran que Adorno debió también a Benjamin su concepto de “progreso”.
Benjamín no consideraba que la lucha de clases fuera el motor de la historia,
pero sí apreciaba al proletariado como protagonista de la misma. Adorno
cuestionaba este punto de vista (y lo negó por completo en sus últimos años) y,
tras la aparición de la obra de Benjamin sobre Baudelaire, Adorno le reprochó
el empleo de terminología marxista, de manera “torpe y poco seria”. El
resultado fue que Benjamin, un tipo algo inestable, que había ido acumulando
desengaños y reveses en la vida (el menor de los cuales fue el haber depositado
sus esperanzas en la URSS que, finalmente, firmó el pacto con Hitler en agosto
de 1939) terminó suicidándose en la frontera franco-española.
En cuanto a Adorno, a medida que pasaron las
semanas del verano de 1969, fue aumentando su hostilidad hacia los estudiantes
contestarios. Terminó acusando a los estudiantes de basar su idea de unión de
la teoría y la práctica en análisis erróneos de la situación. Definió a los
contestarios como “SA con jeans” y a las barricadas como “ridículas
contra quienes administran la bomba atómica”. Poco antes de morir, cuando
pronunciaba un curso sobre Introducción al pensamiento dialéctico, tres alumnas
se le desnudaron en clase. Murió pocas semanas después.
Bertolt Brecht, que junto con Piscator también
había recibido subvenciones de Félix Weil para su “teatro popular”, atacó en muchas ocasiones a los miembros de
la Escuela de Frankfurt a los que llamaba “frankfurturistas”. Desde su
perspectiva de marxista fiel a la ortodoxia estalinista, les acusó de que
trataban de apuntalar el sistema contra el que decía combatir. Brecht
sostenía -no sin cierta lógica- que, por una parte, habían constituido un
instituto marxista, pero, al mismo tiempo negaban el potencial revolucionario
de la clase obrera para acabar con el capitalismo”. Esto es, negaban la
esencia del marxismo.
Lukács, por su parte, padre ideológico del
“marxismo occidental”, en el que se encuadraría la Escuela de Frankfurt, fue
particularmente cruel con sus “hijos” doctrinales: dijo de ellos que se habían
instalado en el “hotel Abismo”, equipado con “toda clase de lujos, al borde de
un abismo, de la vacuidad, del absurdo”. El húngaro les reprochaba que, cada
día, se solazaban contemplando el abismo “entre excelentes comidas y
divertimentos artísticos, sólo puede sublimar el disfrute de las sutiles
comodidades ofrecidas”. Negaba que alguna vez hubieran tenido intención de
unir pensamiento y acción, ni siquiera considerado la posibilidad de asumir un
compromiso político. Decía que
“se habían pasado la vida observando ese despeñadero [donde estaba
instalado el “hotel Abismo”, NdA] desde una distancia prudencial y hasta con
algo de perverso placer”. Incluso tardíamente, cuando estallaron los
incidentes de la contestación estudiantil, los “frankfurtianos” se negaron a
“pasar a la acción”. Adorno llegó a decir que el “pensamiento era el acto
verdaderamente radical y no los sit-in y las barricadas” a lo que los
estudiantes contestatarios le respondieron: “Si dejamos en paz a Adorno, el
capitalismo nunca desaparecerá”.
Los partidarios de la Escuela de Frankfurt, en su
defensa, recuerdan los “sufrimientos” de los que fueron objeto al llegar
el nacionalsocialismo al poder. Alegan que fueron perseguidos en tanto que
judíos y marxistas, que debieron abandonar sus cátedras y exiliarse. Todo esto
es cuestionable y se entiende el por qué, al terminar la guerra figuraron entre
los primeros que insistieron en la realidad del “holocausto”. En efecto, su
buena situación familiar fue lo que los llevó al exilio. Ninguno de ellos pisó
ninguna cárcel, ni se incoaron procesos contra ellos, ni se vieron sometidos a
algún tipo de discriminación. Simplemente, cuando el nacionalsocialismo llegó
al poder, se autoexiliaron sin que nadie se lo impidiera, con sus pasaportes
originarios, con sus nombres y apellidos, ninguno de ellos fue víctima de la
represión anticomunista o antisemita, ninguno de ellos sufrió los rigores de
las cárceles. Todos ellos llegaron sin dificultades a los más diversos
países (Dinamarca, Suecia, Francia, Reino Unido, México, aunque todos
terminaran convergiendo en Estados Unidos, trabajando, como hemos visto, para
distintas agencias de seguridad y defensa y para la mayor de las fundaciones
capitalistas, la Rockefeller). No sufrieron ningún tipo de represión, y
relacionar su nombre con el “holocausto” resulta absolutamente gratuito. Es
más, en la medida en la que trabajaron contra el gobierno de su propia patria,
el adjetivo que mejor les cuadra, es el de “traidores”. Y en grado sumo,
porque, aceptaron trabajar para el país que más esfuerzos realizó para que
estallara la guerra en Europa.
Leo Löwenthal describió a un Adorno con 18 como “el
señorito mimado de una familia pudiente” y, añadió que, mientras en 1922,
las familias alemanas se veían afectadas de manera demoledora por la
hiperinflación, Adorno y su familia podían pagarse viajes a Italia y siguieron
llevando un “estilo de vida relativamente suntuoso”. Sus biógrafos reconstruyeron el hecho de que el
“odiado padre” de Adorno, había invertido sus ganancias como empresario en
bienes tangibles y no en productos de bolsa. El padre de Adorno había
renunciado a su identidad judía y se convirtió casi en un “antisemita” en
especial en relación a los judíos procedentes de Europa del Este que habían
huido de los pogromos de Rusia y Polonia para establecerse en los distritos del
Este de Frankfurt. No podía soportar -el padre de Löwenthal compartía la misma
repugnancia- que le confundieran con uno de esos judíos con melenas, barba y
caftanes. Krakauer, siempre chistoso y ocurrente decía de estos judíos que “lucían
tan auténticos que pensabas que tenían que ser judíos de imitación”.
Marcusse, que, en sus últimos años había
terminado peleado con todos sus antiguos compañeros, sostuvo en un debate con
Habermas que la Escuela de Frankfurt estaba organizada de manera rígida de
arriba abajo. Horckheimer, asesorado por Pollock, tomaba las decisiones
financieras y administrativas. Los miembros de la escuela no se tutearon nunca,
tenían un trato distante a pesar de que llevaran diez años trabajando juntos. Nada
de democracia, puro dirigismo por parte de Horkheimer y de Pollock que administraba
los fondos entregados por Weil. A éste
último se le da como el artífice de las “malas inversiones” realizadas con
fondos de la Escuela al llegar a EEUU.
Por lo demás, Marcusse, no hubiera podido vivir
ni estudiar después de la Primera Guerra Mundial, cuando tuvo una breve e
irrelevante participación en la revolución de los Consejos Obreros de Baviera,
de no ser porque su padre, próspero editor, le proporcionó un apartamento y
un porcentaje en las ganancias de su próspero negocio de libros antiguos. Con
todo, Marcuse fue el único de los miembros de la primera generación de la
Escuela de Frankfurt que siguió considerándose marxista en sus últimos años de
vida. Horkheimer y Adorno, después de regresar a Alemania, apoyaron la posición
de los EEUU en la guerra del Vietnam, suscitando ácidas críticas por parte de
Marcusse.
Vale la pena realizar un punto y aparte y
mencionar la tormentosa relación que todos estos intelectuales mantuvieron con
sus padres, casi una caricatura de las tesis freudianas. De hecho, todos los
miembros de la Escuela de Frankfurt están unidos por la magnanimidad demostrada
por sus padres y por la desconfianza edípica y la hostilidad que recibían de
sus hijos.
El caso de Walter Benjamin es significativo:
siempre se negó a trabajar en el mundo de los negocios de papá, pero, incluso
cuando ya había cumplido más de treinta años, seguía exigiéndoles a sus padres
que le mantuvieran económicamente y tachaba de “incalificables”, los
requerimientos de estos para que se ganara la vida. Al padre no le hizo excesiva gracia el que su
hijo, esperase la celebración de su bar mitzvah para declararse públicamente
y ante toda la familia, ateo. Cuando, momentáneamente, al acabar la Primera
Guerra Mundial, estos negocios sufrieron un decline, el padre aceptó pagarle
los estudios a cambio de que viviera en el hogar familiar. Benjamin entró a las
pocas semanas en un “largo y espantoso período de depresión”. Con su mujer e
hijo pequeño, abandonaron la casa y se instalaron en la de un amigo, no sin
antes arrancar al padre, la no desdeñable cifra de 40.000 marcos. En los años
siguientes, sería su mujer, Dora, la que aportase medios de vida a la familia
gracias a su trabajo como traductora. Uno de sus biógrafos dice: “En vez
de ganarse la vida, Benjamin actuaba como si sus padres le debieran algo: pasó
a depender de un estipendio mensual de ellos y siguió sin hacer ningún trabajo
funcional (…) culpaba a su autoritaria madre por el hecho de que él, a la edad
de cuarenta años, fuera incapaz de prepararse una taza de café”. Parece
que el escritor judío alemán Ernst Bloch, que influyó profundamente en él y
a quien frecuentó durante los años 20, le había enseñado a fumar hachís.
La vida del “joven Horkheimer” discurrió por
parámetros similares, si bien, a diferencia de Benjamin, aceptó trabajar
escribiendo novelitas. Se sentía “culpable” de ser el hijo privilegiado de un industrial
de Stuttgart y de ansiar una revolución social, a pesar de que la
irracionalidad de las “clases bajas” le inquietara. En aquellos años de juventud, un biógrafo de
Horkheimer dice: “La culpa y la identificación le llevaron al borde de la
locura”. Conoció en 1926 a una mujer, Rose Riekehr, el amor de su vida.
Era gentil y de clase baja, acaso elegida por él en tanto que antítesis de la
mujer con la que deseaban sus padres que compartiera su vida. Su padre era un
respetado empresario judío con varias fábricas textiles en Zuffenhausen
(Stuttgart). Él mismo escribió: “Desde mi primer año de vida se dispuso que
yo fuese el sucesor de mi padre como director de una compañía industrial”.
Cuando el padre, antes de la guerra, le pagó estancias en Bruselas y en
Manchester para que pudiera aprender los secretos del negocio, Horkheimer
aprovechó esa oportunidad para alejarse de la familia. Fue en Bruselas, en esos
años, cuando conoció a Pollock, que se encontraba en la capital belga por lo
mismo: su padre, un rico propietario industrial, lo había enviado allí,
también, para formarse. Ambos se fueron a vivir juntos. Eran conscientes de ser
“almas gemelas”. Poco después se les unión Suze Neumeier, prima de Horkheimer.
Se vieron, en París y luego fueron juntos a Calais. El plan paterno de que
viajara a Manchester se frustró cuando los tres alquilaron un apartamento en
Londres. Horkheimer estaba enamorado de su prima. La noticia llegó a las
familias de los tres que denunciaron el caso a la policía británica: el padre de
Suze cruzó el canal de la Mancha con una pistola en la maleta. Cuando llegaron
a Londres, Pollock ya había sido detenido. El trío quedó deshecho y cada uno
volvió al domicilio paterno. Pero Horckheimer se la tenía jurada a su padre,
así que su siguiente ligue fue con la secretaria de éste, ocho años mayor que
él y no era judía. Enterado el padre, optó por despedir a la empleada.
Ninguno de ellos, durante la Primera Guerra
Mundial, combatió en el frente, a pesar
de estar todos en edad de tomar las armas: Marcusse fue reclutado, pero sirvió
durante toda la guerra en un establo militar donde pienso estuvo alimentando
con pienso a los caballos. Horkheimer. Horkheimer consiguió eludir durante dos
años el servicio militar alegando que su papel en la empresa paterna era
esencial. Lo mismo ocurrió con Pollock.
Eran, en su conjunto y salvo algunas excepciones,
judíos que no les gustaba ser percibidos ni considerados como tales. Todos en
permanentes malas relaciones con sus padres, seguramente por esto, aceptaron
sin dudarlo la tesis de Freud sobre el “complejo de Edipo” y la necesidad de
“asesinar [simbólicamente] a la figura paterna”. Gershom Scholem, cuyo nombre aparece frecuentemente vinculado a
algunos miembros de la Escuela de Frankfurt, pertenecía, como ellos, a la alta
burguesía judía alemana (su padre era propietario de una importante imprenta).
Los tres hijos de esta familia se rebelaron contra el padre, cada uno de ellos
adoptando una senda particular: uno se hizo comunista, el otro se afilió a la
derecha nacionalista alemana del Deutsche Volkkspartei y Gernshom
acentuó su identidad judía y se hizo activista sionista y estudiando, incluso,
cabalismo.
Jürgen Habermas, por su parte, sigue siendo considerado hoy como el “último
representante” de la Escuela de Frankfurt. Era el año 2006. La filosofía de esta
institución llevaba 83 años decretando que el cristianismo había “deformado y
desviado” la historia de Occidente, generando pulsiones autoritarias y, como
consecuencia, había que acabar con el cristianismo, esto es, con la religión, y
con el resto de “aparatos ideológicos del Estado”, a saber, la familia y la
escuela. Esta actitud anticristiana era una de las bases históricas de la
filosofía de la Escuela. Y en esto que Jürgen Habermas, su último
representante, se encontró con el cardenal Joseph Ratzinger el 19 de marzo de
2003 en la Academia Católica de Baviera. El resultado de aquella conversación
con el futuro papa fue la aparición de un libro firmado por ambos,
Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Un pequeño
texto de 69 páginas, en el que “donde dije digo, digo Diego”. No
solamente la sangre no llegó al río, sino que, Ratzinger, dos años después se
convertiría en Papa de la Cristiandad con el nombre de Benedicto XVI. La
discusión tuvo lugar en un clima mutuo de comprensión. Daba la sensación,
incluso, que Ratzinger era el “revolucionario” y clamaba por una “verdadera
reforma” en la que se eliminaran “instituciones caducas”. El brillante cardenal
-último representante de la grandeza intelectual de la Iglesia Católica-
sentenció, cuando Habermas le sugirió que se aplicaran “reformas” en la
Iglesia: “No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una
Iglesia más divina; sólo entonces será verdaderamente humanas”. Ratzinger,
vale la pena recordarlo, era entonces el prefecto de la Congregación de la
Doctrina de la Fe: su palabra era testimonio de una tradición milenaria.
Habermas, en aquella discusión, se limitó a jugar con las cartas de la Escuela de Frankfurt: apelar a la racionalidad, y no a la “instrumental”, sino a la “científica”. Su argumento sobre el racionalismo y el “diálogo” fue insuperable: “una cultura europea que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí misma, y que ésta sería la razón, es un error
Habermas“el Estado liberal incurre en una contradicción cuando imputa por igual a todos los ciudadanos un ethos político que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos”. Añadió que no bastaría con admitir “manifestaciones religiosas en la esfera público-política”, habría que asegurarse de que “a todos los ciudadanos se les puede exigir que no excluyan el posible contenido racional de estas contribuciones”. Incluso estaba de acuerdo con Ratzinger en que eran necesarios elementos reguladores de la ética ante los avances tecnológicos. Era fácil deducir que, aun existiendo desacuerdos (como no podía ser de otra forma), estos no excluían una “coexistencia pacífica” y una “comprensión mutua”.Pero, si la Iglesia Católica ya no era la
responsable, ni del fascismo, ni de la deriva autoritaria de Occidente, ni de
la “desviación” de la cultura occidental, ni del complejo de Edipo fuente de todas
las represiones psicológicas… ¿qué quedaba de la Escuela de Frankfurt? Daba la sensación de que su último representante
vivo se había afirmado como un hombre tolerante, a costa de haber puesto la
piqueta de demolición en el edificio construido con los dineros de Felix Weil
en 1923…