Todo esto nos lleva a percibir los fascismos que instalados en el
tiempo de la Segunda Revolución Industrial y, por tanto, como una de las
respuestas a los efectos más perversos de la misma. La otra respuesta fue el bolchevismo, pero, entre ambos existían
profundas diferencias: los bolcheviques de todo el mundo (que pronto se
convirtieron, a partir del IV Congreso del Komintern, en simples auxiliares de
la política exterior de la URSS) querían alcanzar para su país el nivel de vida
logrado en los EEUU. Los últimos escritos de Lenin al respecto son
significativos y demuestran que el “modelo americano” era el tomado como
referencia: producción y consumo, darían lugar a un elevado nivel de vida para
el pueblo ruso. En cambio, los fascismos tendían a algo muy diferente: sus
fundadores y sus primeros miembros eran “hombres modernos”, no solamente les
interesaba integrar raíces y justicia social, sino que, además, estaban
pendientes de los avances técnicos de su época. No es por casualidad que en
todos estos movimientos se encontraban aviadores, incluso pioneros de los
viajes trasatlánticos. Les gustaban los coches y la velocidad. Fueron grandes
aficionados al cine en todos los casos y supieron integrar la radio como método
de difusión de sus ideas e, incluso, en el Tercer Reich, realizaron
transmisiones de televisión. Hitler fue el primer político en realizar una
campaña electoral trasladándose de una ciudad a otra en avión. Es cierto que
todos estos elementos eran propios de la época, pero lo interesante es
constatar que solamente los fascismos supieron integrar estas técnicas con la
acción de gobierno y que todos sus dirigentes estaban predispuestos a aceptar
las innovaciones desde el mismo momento en que aparecían en el horizonte y, una
vez en el gobierno, dieron prioridad a las vanguardias científicas: aviación a
reacción, cohetería, elaboración de la primera pila de energía nuclear,
arquitectura, bellas artes…
En este sentido, los fascismos fueron regímenes “modernos”, nacidos
en la Segunda Revolución Industrial, y que deliberadamente situaron a sus
países en la vanguardia de la técnica, da la exploración (se interesaron por
recorrer los lugares más apartados del planeta, desde el Tíbet hasta el Ártico)
y de ciencias que, hasta ese momento, eran “alternativas” o estaban en pañales
y en las décadas posteriores fueron desarrollándose (ecología, etología) . De
no haber estallado la Segunda Guerra Mundial y haber resultado derrotados, la
Tercer Revolución Industrial hubiera estallado una o dos décadas antes
irradiando a través de los países fascistas. Los fascismos contribuyeron a
estimular la creatividad y a generar un caldo de cultivo en el que, quien tenía
algo que decir y un proyecto que realizar, encontraba los medios necesarios
para llevarlo a cabo.
De hecho, si en la postguerra el neo-fascismo no fue capaz de
recuperar el terreno perdido con la derrota de 1945 y jamás volvió a ser un
movimiento con verdadero arrastre popular y soporte de masas (salvo en algunos
momentos muy concretos), se debió, por supuesto, a muchas causas, pero entre
las menos mencionadas y más notables, es que sus dirigentes ya no estuvieron en
condiciones de “sintonizar” con las innovaciones técnicas que fueron
apareciendo. Tardaron en incorporarlas a su arsenal
político-propagandístico. Sus dirigentes no volvieron a aparecer en lugares
relevantes como usuarios de nuevas tecnologías o como protagonistas de su
impulso. Se diría que quedaron desconectados de las líneas de tendencia de las
vanguardias científicas y culturales de su tiempo, cuando dirigentes del
fascismo propiamente dicho, no solamente aparecían como sus usuarios de
cualquier avance tecnológico, sino que, una vez en el poder, convirtieron las
conquistas tecnolólgicas en políticas de Estado.
Detrás de esta inadecuación, lo que subyace es que los fascismos
vencidos no consiguieron renovar su doctrina, ni encontrar grupos sociales, ni
dirigentes carismáticos que estuvieran en condiciones de adaptar sus
movimientos a las nuevas condiciones que iba generando la evolución del mundo.
Poco a poco, la época en la que habían nacidos los fascismos fue quedando atrás. La propia evolución del mundo generada por los vencedores de la
Segunda Guerra Mundial, implicó cambios en la estructura mundial del
capitalismo: las corporaciones multinacionales constituyeron el desarrollo de
las “sociedades por acciones” presentes desde los primeros momentos de la
Segunda Revolución Industrial. El proceso de acumulación de capital prosiguió y
en la fase siguiente, la especulación financiera fue ganando terreno a la
inversión productiva.
No es por casualidad que lo que, en un número anterior de la
Revista de Historia del Fascismo, hemos llamado “la gran crisis del
neo-fascismo” (volumen LXXI, correspondiente a Septiembre-Octubre de 2021),
estallara en los años 60: 15 años después del final de la Segunda Guerra
Mundial se había demostrado que el ciclo “revolucionario fascista”, desde el
arranque de su trabajo político hasta la conquista del poder, ya no sería breve
como el que habían protagonizado Hitler y Mussolini. También resultaba evidente
que no habían aparecido líderes con carisma suficiente para suplir a los
fundadores históricos. Ni siquiera estaba claro a qué clases sociales iban a
dirigir el mensaje los distintos movimientos neofascistas. Ninguna de las
corrientes existentes tenía en cuenta la totalidad de los problemas que estaba
afrontando la sociedad en aquellos momentos: unos se contentaron con lenguajes
anticomunistas, mientras que otros se autoimponían como límite el ser partidos
de “derecha nacional” que solamente aspiraban a apoyar gobiernos conservadores
apoyando a la “derecha liberal”. Y luego estaban los “revolucionarios”, los
“ultrarrevolucionarios” y los “hiperrevolucionarios” que parecían cada vez más
desconectados de la realidad y tenían una irreprimible tendencia a creer en
planteamientos cada vez más delirantes y minoritarios, pero que ignoraban por
completo el concepto de estrategia política y solamente estaban en condiciones
de unir tacticismo y mitomanía. En los años 60, los neofascistas en todo el
mundo realizaron “experimentos nuevos” ante el fracaso de su andadura desde
1945 hasta 1960. El resultado fue, en todos los casos, negativo. Ya
explicamos el motivo: aunque estos círculos hubieran contado con brillantes
estrategias y líderes carismáticos, el problema era que, a partir de 1945,
resultaba extremadamente difícil generar una estrategia de conquista del poder
en el ámbito neofascista. No es que se equivocaran de estrategias, era que no
existía ninguna estrategia que hiciera posible revivir la experiencia histórica
de los fascismos.
A esto se unió otro problema: los años 60 fueron años de cambio en
todo el mundo. Incluso a los sectores más lúcidos del neofascismo les costó
interpretar los nuevos elementos que iban apareciendo en el horizonte y, cuando
lo conseguían, ese fenómeno ya había pasado de actualidad y solamente una
minoría había conseguido entender lo ocurrido. La historia se estaba
acelerando, mientras que la capacidad de evolución del neo-fascismo se
ralentizaba. Para encubrir ese retraso general del movimiento
neo-fascista aparecieron sectores que optaron, simplemente, por asumir
cualquier moda cultural que apareciera en el horizonte: bastaba con que fuera
lo suficientemente provocativa y llamara la atención. En la RHF-LXXI que
hemos mencionado, la hemos aludido a la “fiebre maoísta” y, posteriormente, a
la “fiebre guerrillera” que acudió a los ambientes más marginales del
neo-fascismo de los 60 y 70. Pero ya era imposible de recuperar la iniciativa
y, habitualmente, cuanto más marginal era un movimiento político y más reducida
era su clientela, el maximalismo y el narcisismo eran su compañía inseparable.
En el momento en el que Texas Instruments lanzó el primer
transistor de silicio difundido comercialmente, Occidente empezó a cambiar. Era 1954. Inicialmente, sólo estuvieron presentes en
determinadas manufacturas, pero diez años después, el invento no dejaba de
perfeccionarse e integrarse en más y más circuitos. Un joven ingeniero,
director de los laboratorios Fairchild Semiconductor (una rama del holding
creado por Sherman Fairchild, todas ellas directamente vinculadas a la
industria militar), Gordon Moore, observó que cada año la complejidad y
potencia de los circuitos integrados y, por tanto, sus transistores, duplicaban
su potencia y se abarataban. Estableció una primera ley que modificó en
1975, previendo dos años para cada duplicación de la potencia de los chips
–circuito electrónico de silicio que combina en su interior pequeños
transistores y otros componentes producidos por fotolitografía- con el
abaratamiento de su coste. Moore fue uno de los fundadores de la compañía Intel,
cuyo Intel 4004, lanzado en 1971, contenía 2.300 transistores. Cincuenta
años después, el Graphcore MK2, contiene 60.000 millones de
transistores… Lo que va de uno a otro, es la distancia entre la Tercera y la
Cuarta Revolución Industrial.
Un mundo nuevo empezó a nacer a finales de los años 70: el de la
microinformática. A la mutación de los 60, que fue, especialmente, una mutación
cultural y supuso un cambio general de costumbres, sucedió la revolución
tecnológica de los 80. La “revolución del silicio” había comenzado. El 12 de
agosto de 1981 se lanzó el IBM PC. No era barato, pero el desarrollo de
diversos productos de software que permitían reducir costos y tiempos a las
pequeñas y medianas empresas y, por lo demás, casi inmediatamente, la
informática empezó a invadir los hogares. No se trataba de un ordenador
especialmente volcado a las video-juegos sino que permitía aplicaciones
profesionales. Pronto se convirtió en estándar del “ordenador personal”. Desde
entonces, el PC, provisto de un sistema operativo MS DOS y luego de Windows
hizo posible la primera revolución informática en el marco de la Tercera
Revolución Industrial. Lo que algunos han llamado “la revolución wintel”
(del software diseñado por Microsoft y del hardware de Intel).
Cada época, cada revolución industrial marca a fuego todos los
elementos de carácter político, sociológico y cultural que nacen en su
interior. Las vanguardias de la “revolución wintel” no llegaron solas: el
neoliberalismo se convirtió en doctrina económica globalizada, el mundo
comunista se volatilizó, la segunda revolución de las comunicaciones generó
Internet (la primera, se había desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial y
contribuyó al “empequeñecimiento” del mundo). Los únicos programas políticos
que sobrevivieron fueron los de la socialdemocracia y el liberalismo
conservador, centro-derecha y centro-izquierda.
Los partidos comunistas entraron en la marginalidad a partir de los primeros
síntomas de debilidad de la URSS. Incluso el neo-fascismo tuvo que
reconvertirse allí en donde existía: en Francia, el “fenómeno Le Pen” se
orientó hacia un nacionalismo tradicional primero, más tarde hacia un
populismo, y, finalmente, hacia un “realismo identitario” con Marine Le Pen; en
Italia, el MSI pasó a ser “Alternativa Nazionale” y acentuar sus rasgos de
“derecha nacional”, mutando su “neo-fascismo” por el “post-fascismo” antes de
diluirse en el mix berlusconiano.
Eran intentos de reacomodarse a las nuevas situaciones que iban
apareciendo. En otros lugares, el neo-fascismo no era lo suficientemente
fuerte como para que tratara de adaptarse: simplemente prosiguió sin inmutarse
hasta su extinción en países como España, sacudido por fenómenos que le fueron
restando espacio político (como ocurrió con la irrupción de Vox en
España, pero también con la Acción por Alemania que bloqueó las
posibilidades de crecimiento del NPD), o bien logrando éxitos puntuales en
momentos de crisis profunda (Amanecer Dorado en Grecia).
El tiempo del fascismo había quedado definitivamente atrás. Vale
la pena, ahora, examinar, aquellas tendencias que consideraron, dentro del
fascismo y del neo-fascismo, la irrupción del fenómeno de la técnica.