En 2016 Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial lanzó,
en su libro sobre La Cuarta Revolución Industrial, la idea de “economía
colaborativa”. Desde entonces, todos aquellos -y no son pocos- que quieren
congraciarse con las ideas que “mueven la modernidad”, repitieron la temática
como papagayos. Si lo decía Schwab –“un hombre que sabe”- es que debería ser
cierto. La idea de Schwab es que la “cuarta revolución industrial” modificará,
también, la idea de “propiedad”. Ya no buscaremos ser dueños de tal o cual
bien u objeto de consumo, sino que estaremos dispuestos a compartirlo con otros,
dado que no lo necesitaremos continuamente. Además, todo lo incluido en este
concepto de “economía colaborativa” implica la aparición de “nuevos modelos de
negocio”.
A fuerza de repetir estas ideas una y otra vez, incluso miles de
veces, y por “líderes” de los más diversos sectores sociales, el concepto ha
terminado de calar y parece, incluso auténtico, veraz y actualmente aplicable. Se dice, por ejemplo, que Uber, la mayor empresa de taxis, no tiene
un solo taxi en propiedad. O que Facebook, la mayor red social que difunde
contenidos, no ofrece por sí misma ningún contenido. Se recuerda que AirBNB, la
mayor empresa de alojamientos, no tiene un solo piso en propiedad en lugar alguno
del mundo. De lo cual se deduce que estos “nuevos modelos de negocio” entran en
ruptura con las concepciones pasadas de la industria y de la propiedad (lo cual
es rigurosamente cierto).
Más aún, andamos por las ciudades y vemos bicicletas y patinetes
eléctricos que son utilizados a precios económicos por cientos de propietarios.
Han optado, antes que por comprarse uno de estos medios de transporte urbano,
alquilarlos. Hoy están penetrando en España también al alquiler de ciclomotores
y en China ya se está ensayando el alquiler de vehículos convencionales.
Los “gurús” de la posmodernidad nos cuentan que, en el futuro,
nadie buscará ser propietario de una casa: viviremos en casas que compartiremos
con otros. Hoy estaremos aquí, pero mañana nos
mudaremos allá. Viviremos tranquilamente en un apartamento compartido con otros,
como nosotros, que también precisarán de viviendas móviles. Cualquier cosa que
utilicemos, un ordenador, una consola de videojuegos, un dron, todo será
rigurosamente utilizado por unos y por otros, alquilado por horas a precios mínimos.
Un buen día, nos daremos cuenta de que ya no necesitamos nada que pueda ser
considerado como “nuestro”. En la “economía colaborativa” todo será de todo
aquel que lo necesite y esté en condiciones de pagar un alquiler mínimo por
uso. Apenas nos daremos cuenta. Y eso, además, nos liberará de los miedos que
genera la “propiedad”: nadie podrá robarnos algo que sea “nuestro”. Si sustraen
un objeto, lo habrán robado a una corporación y el seguro lo cubrirá sin que
nos tengamos que preocupar de nada.
Los gurús nos dicen: “en la era digital, la economía no puede ser
sino colaborativa”. Y, como no podía ser de otra manera, este modelo se
justifica “para salvar al planeta” y crear un “desarrollo sostenible”.
El modelo se basa en la “colaboración mutua”: alguien tiene algo
que yo necesito y, por tanto, se lo cedo a cambio de una pequeña compensación
que contrasta con el gran valor del servicio que me presta. Este toma y daca,
viene favorecido por las nuevas tecnologías informáticas, sin las cuales no
sería posible la existencia de las empresas que hemos mencionado en los
primeros párrafos. Hoy, un modesto patinete eléctrico
de alquiler puede estar permanentemente localizado mediante GPS. La idea de
propiedad y de consumo quedan modificadas: la economía colaborativa es la
que corresponde a un “modelo sostenible”: se produce menos, pero lo que se
produce puede ser utilizado por muchos. En la economía convencional una
bicicleta habitualmente era utilizada únicamente por su propietario. En la
economía colaborativa, esa misma bicicleta a lo largo de su vida útil puede ser
utilizada por miles de usuarios. Se produce, por tanto, menos y el medio
ambiente queda salvaguardado… ¡Qué maravilla!
Dentro de la economía colaborativa, nada se deshecha hasta que resulta
totalmente inservible. De ahí la multiplicación de apps de venta de bienes de
segunda mano. Sí, por lo que sea, ya no necesitamos una cámara de vídeo siempre
encontraremos a un coleccionista que le interese. Si nos hemos hartado de una
prenda que ya hemos lucido demasiado, la ponemos a la venta. Un libro leído,
puede ser vendido a otro que le pueda interesar.
Además, todos estamos dispuestos a compartir nuestra intimidad en
forma de datos, para mejorar los servicios que precisamos. Empresas como
AirBNB, Amazon, Facebook, Alibaba, Uber, Blablacar, etc, están cambiando la fisonomía
económica de las sociedades y generando nuevas formas de relacionarse, trabajar,
entretenerse, comprar o informarse.
Así pues, Klaus Schwab tiene razón y la cuarta revolución
industrial que augura está ya aquí, operando, presente entre nosotros. Caminamos
hacia nuevos modelos, hacia nuevos valores, hacia nuestros criterios de
propiedad y de consumo, hacia nuevas formas de relaciones sociales… Estamos
viendo como el futuro se construye ante nuestros ojos y nosotros mismos podemos
participar en esa construcción.
Cualquier cosa que diga Schwab es repetida por papagayos emocionados
de ser los primeros intérpretes de la nueva era y saber por dónde está discurriendo.
Pero, a decir verdad, el libro de Schwab contiene numerosos
errores e imprecisiones, sobre todo en sus previsiones (que ya trataremos en
otro momento). Pero, lo peor, no es eso, sino lo que oculta: porque una cosa
es el modelo hacia el que caminamos, y otra muy diferente que esa evolución sea
“positiva” y suponga un “progreso”.
En primer lugar, no hace falta emocionarse con esta idea de “economía
colaborativa”. Es una vieja idea. Desde hace mucho tiempo, existen cientos de empresas
de alquiler de automóviles. Es una buena idea. Yo
mismo prefiero alquilar un automóvil en determinados momentos que tener uno en
propiedad que apenas utilizaría. Tampoco las viviendas compartidas son una
novedad. Se trata de una práctica que viene realizándose desde hace más de
treinta años. No ha dado mucho resultado, a decir verdad. Cada inquilino
ocasional de esa vivienda trata de aportar algún detalle de su personalidad (el
“desordenado”, la entregará desordenará, el “original” introducirá variaciones
discutibles en la decoración, el “guarro” la convertirá en un estercolero y el “aprovechado”
la utilizará en los mejores momentos del año). Y luego está el “estafador” que
convertirá una propiedad de este tipo en algo inutilizable que ha servido
solamente para defraudar dinero a gentes bienintencionadas que han cometido el
error de crear en la “bondad universal”. El “renting” de vehículos, por
ejemplo, es la mejor alternativa actual a la “propiedad”, la más extendida, la
más arraigada y la más efectiva para la mayor parte de la población.
Por otra parte, el nuevo rumbo de las tecnologías está en contradicción
con la evolución de la sociedad, contribuirá a dar el carpetazo a algunas
formas de “economía colaborativa”: el momento en el que una habitación que
sobraba se ponía a disposición de turistas y viajeros, está descendiendo. En
primer lugar, porque los hoteles se han visto a rectificar los precios a la
baja y mejorar sus servicios. En segundo lugar, porque muchos propietarios han
comprobado que el incivismo, las rarezas psicológicas, las molestias generadas
por muchos de estos inquilinos ocasiones, son mucho mayores que las ventajas de
este concepto de “economía colaborativa”. Los alquileres de pequeños objetos
para desplazarse dentro de una gran ciudad, pueden tener cierto interés para el
usuario, especialmente joven, pero el alquiler de turismo ya es otra cuestión y
no parece que en nuestro ámbito cultural pueda tener el mismo éxito que se
augura en China. En cuanto a las aplicaciones de venta de segunda mano, no es
nada nuevo: hoy siguen existiendo tiendas de ropa de segunda mano de venta
directa a las que acuden gentes con limitaciones económicas que no pueden
comprar en los grandes centros comerciales.
Esto último nos da una pista sobre la verdadera naturaleza del
problema, aquella sobre la que Klaus Schwab no dijo ni una sola la palabra: el
verdadero nudo de la cuestión. El dinero cada vez vale menos, la inflación
cabalga a mas velocidad que las alzas salariales y esto se traduce desde
principios de los años 70 en una pérdida de poder adquisitivo, especialmente de
las clases medias hacia abajo. A esto se une, el que el ciudadano tiene que
afrontar una oferta de consumo cada vez mayor y teme quedarse atrás: a
partir de los años 80, la presencia de un ordenador personal empezó a ser
necesario en los hogares. Luego vino el ordenador portátil. Más tarde el móvil
y el Tablet. Y los drones. Y luego están cientos de pequeños adminículos que
ayudan a aprovechar y disfrutar. O no tan pequeños: incluso para los que
aspiran a “salvar al planeta”, la carrera por un “consumo responsable” les deja
agotados: el coche eléctrico es caro y su mantenimiento más caro aún; los
productos procedentes de cultivos biológicos y no contaminantes, además de ser
más caros, resultan mas perecederos.
No se trata de que el ciudadano vea las necesidades de la “economía
colaborativa”, sino que, en realidad, la pérdida de poder adquisitivo, le
obliga a arrojarse en sus brazos, aunque no lo quiera. El avance en esa
dirección, no puede considerarse como un “progreso”, sino como una muestra de
crisis económica irreversible. Si no estamos en condiciones
de poder pagar 40.000 euros para comprar un híbrido último modelo, ni siquiera
bajo la forma de renting, siempre podemos hacernos la ilusión de que “salvamos
al planeta” siendo uno de los miles de usuarios del mismo vehículo que cada día
cambia endiabladamente de manos. Ignoramos si quien lo ha conducido antes es un
patán o un conductor responsable, si ha llevado al vehículo hasta más allá del
límite de sus capacidades y nosotros lo tomamos seriamente dañado.
No es optimismo lo que genera una observación de la sociedad: si
tenemos ojos y miramos y entendimiento, nos daremos cuenta de que la
sociedad no evoluciona hacia mayores niveles de educación, responsabilidad y
civismo, sino a todo lo contrario. Una economía colaborativa en el mejor de los
casos, sería viable si existiera una conciencia cívica, una honestidad, una
responsabilidad, una seriedad y una estabilidad mental en las sociedades.
Elementos todos de los que nos vamos alejando a marchas forzadas. Por eso
están en regresión los alquileres de habitaciones en apps, por eso los usuarios
de plataformas de compra-venta de segunda mano, están cada vez más alertados de
estafas, timos, y problemas. Por eso las “viviendas de propiedad compartida”
están en desuso y nunca han terminado de funcionar bien.
El fondo de la cuestión es que el ciudadano medio ya no tiene
dinero suficiente para atender a toda la oferta de consumo que se presenta ante
él. Por mucho que trabaje, por alto que sea su sueldo, siempre verá que hay objetos
que se escapan a sus posibilidades (en muchos casos para atender a las
necesidades básicas). Y, por tanto, no le queda más remedio de recurrir al
concepto de “economía colaborativa”. Pero no es
un “progreso”, sino el reconocimiento de una crisis que se viste con el
habitual ropaje de “salvar al planeta” para presentarlo como una forma de
economía necesaria en nuestros días.
Si la República Popular China es el modelo hacia el que la élite quiere
conducirnos es porque se trata de una simbiosis entre un comunismo (que no es
comunismo a la forma marxista-leninista) y de un capitalismo (que tampoco es el
capitalismo liberal convencional). “Colectivismo” para la masa; “Propiedad”
para la élite. La “economía colaborativa”, es una
adaptación de la “economía colectivista” (todo es de todos y nadie posee nada
en propiedad), pero no derivada de una revolución social, ni siquiera impuesta
por una idea de “consumo responsable”, sino derivada de la imposibilidad de que
la mayoría disfrutemos de los bienes de los que sí dispone la “élite económica”.
No nos imaginamos al barón de Rothschild compartiendo un Uber con
el vástago de los Rockefeller. Los destinos de la élite van por otro lado. Los de
la gran masa pasan por la “economía colaborativa” que se nos mostrará como
un “progreso tecnológico”, cuando en realidad es un síntoma de carencia y de
crisis.