INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

viernes, 29 de abril de 2022

ORGANIGRAMA DE LAS IDEOLOGÍAS DE LA MODERNIDAD (3 de 5)

4. Del “cosmismo” ruso a la ciencia ficción

En varias ocasiones hemos aludido al “cosmismo” ruso (los datos históricos que aportamos en nuestra novela El corazón de Macià sobre este movimiento son rigurosamente ciertos y contratados). En Rusia los movimientos ocultistas no se concretaron como en Occidente en la formación de organizaciones rígidas de carácter seudo-iniciático, sino más bien como grupo de presión intelectual.

Las bases esenciales de la filosofía cosmista fueron teorizadas por Nikolai Fiodorovich Fedorov (1829-1903) y, posteriormente a él, desarrolladas en tres direcciones: una poético-literaria, con Platonov, Jlebnikov, Zobolotskii, etc.; otra filosófico-religiosa, con Soloviov, Berdiaev, Bulgakov, etc.; y una tercera científico-natural que tuvo a Tsiolkovskii, Umov, Vernadskii, Chizhevskii, etc, como sus jefes de fila. Seguramente, ninguno de todos estos grandes de la cultura rusa hubiera derivado sus trabajos hacia donde lo hicieron de no haber sido por la Filosofía de la Causa Común escrita por su mentor.

Fedorov no llamó a su filosofía “cosmismo” sino “supramoralismo” (serían algunos de sus sucesores quienes impusieron ese nombre). Podemos establecer seis lineamientos fundamentales, cuya suma constituye lo esencial de la “causa común”:

1) Una interpretación de la evolución de la humanidad

2) Un transhumanismo holístico

3) La “salvación” como una experiencia común

4) Un análisis de la violencia en la historia

5) La necesaria superación de la muerte y

6) El papel central de Rusia en estas experiencias

Las ideas de Fedorov no hubieran podido cuajar en el Occidente racionalista (que exigía, incluso, a los movimientos ocultistas, cierta dosis de racionalidad hasta el punto de que evoca aquello de que “nunca se vio tanto método en tanta locura”), pero sí en aquella Rusia tradicional postrada y cerrada al positivismo, donde resultó una novedad.

Fedorov consideraba que el mayor problema que causaba los conflictos en el mundo era la falta de amor entre las personas. Eso generaba violencia. Consideraba que el egoísmo era el motor de los conflictos y rompe la unidad de la especie. En buena medida, esa violencia estaba generada por el miedo del ser humano a su finitud, es decir, por la dependencia del hombre a la naturaleza. Ésta dicta que debe de haber un “final” y, consiguientemente, cada individuo, cada familia, cada pueblo, consideran la supervivencia desde un particular punto de vista aislado del de los demás, en el que queda, por supuesto, excluido cualquier consideración holística de totalidad cósmica. Debemos preocuparnos, ante todo, de nuestra propia conservación, por supuesto defendiéndola de los ataques de los demás que piensan exactamente lo mismo. Lo que se manifiesta en esta actitud son tres condicionantes: egoísmo, individualismo y aislamiento.

La solución no era el altruismo, sino que cada hombre se identificara con todos los demás. Al mismo tiempo, existía también un conflicto entre “vivos” y “muertos” que aislaba el presente del pasado y del futuro. Por eso, cuando Fedorov aludía a identificarse con “todos los demás”, estaba aludiendo también a todos los que “han sido” (los muertos) y a todos los que serán (los que estarán por nacer). Atribuyó parte de la responsabilidad de este conflicto a una mala interpretación del cristianismo y llegó a considerar que la resurrección de los muertos y la victoria sobre la muerte no era algo que debía llegar en el momento de la Parusía, sino como objetivo tangible a alcanzar en el curso de la evolución del mundo.

La “teohumanidad” es un concepto clave de la corriente cosmista que aparece en autores tan conocidos como Soloviof y Berdaiev. Alude concretamente a la naturaleza divina y humana de Cristo. No es raro que los estuvieron interesados en el análisis gnoseológico de la personalidad de la figura de Jesucristo. Éste ocupaba un lugar intermedio entre “dios” y el “hombre”, siendo a la vez lo uno y lo otro, una síntesis entre lo divino y lo humano. Cristo es, para los cosmistas, el símbolo de la “unidad total” que los cosmistas defendían y a la que querían llegar. La “unidad total” es la unión de lo divino con lo terrenal, de la creación y del creador, de Dios y la naturaleza, del pasado del presente y del futuro. Ante esta “unidad total” el individuo no es nada en la medida en que para él lo que rige es la “finitud”. Para ocultar esta finitud e imponerse a los que considera amenazas, es por lo que se recurre a la violencia. Por tanto, habrá violencia, esto es contradicción y conflicto, siempre que no se haya llegado a esa “unidad total”, remanso en el que estarán integrados y reunidos todos los aspectos del Cosmos.

Lo primero para alcanzar esa “unidad total” es tomar conciencia de que el ser humano está en estado de interdependencia con el cosmos. Todo lo que ocurre en él, nos afecta. Comprender el Cosmos, por otra parte, equivale a que el ser humano se comprenda a sí mismo. Si el Cosmos es una totalidad holística, el ser humano (entendido como especie y como unión de muertos, vivos y futuros nacidos) no es pues más que una parte de esa totalidad. Conocer las leyes que rigen a las fuerzas de la naturaleza equivale a dominar a la muerte. Por eso, el cosmismo insiste en algunos elementos paradójicos o aparentemente estrafalarios: Fedorov insiste en que es posible regular el clima y los fenómenos atmosféricos, cree que en la colonización del espacio exterior y en la victoria sobre la muerte como fin y objetivo de su sistema.

En su sistema Fedorov no considera la lucha de clases como el motor de la historia. Pero, argumentaba que la humanidad se había convertido después del episodio de la Torre de Babel en una mixtura inextricable de razas y lenguas y luego, posteriormente, de naciones y clases sociales. Todo esto alejaba al ser humano de su propio ser originario: la unidad cósmica. Esto facilitó el que dentro del Partido Bolchevique apareciera una corriente inspirada por el “cosmismo”, los llamados “constructores de Dios”: Lunacharsky, Bazarof, Gorki y, el más siniestro de todos ellos, Bogdanov. Este sector reintrodujo ideas místicas (“idealistas”) en el bolchevismo, que el propio Lenin denunció en Materialismo y Empirocriticismo.

La idea central de esta corriente era que la verdadera, la única “revolución” debía suponer una “victoria sobre la muerte”. ¿Cómo obtenerla? La teoría de Bogdanov sostenía que en cada gota de sangre existe todo el potencial de vida del ser humano el que le pertenece. Intercambiando sangres entre todos los seres humanos, se lograría prolongar sus vidas y, en el momento en el que fuera posible intercambian en todo el mundo gotas de sangre, se llegaría a la inmortalidad. Tan peregrina teoría, fue llevada a la práctica por el propio Bogdanov, que fue nombrado por Lenin, director del Instituto de la Sangre de Moscú. Él mismo murió a causa de una transfusión de sangre (según unas versiones al inyectarse sangre de un tuberculoso y según otras por haberse inyectado sangre de un grupo diferente al suyo).

Bogdanov escribió una novela, Estrella Roja, cuya trama se desarrollaba en el “planeta rojo”, Marte. Describía a la sociedad “marciana”, su particular utopía: vivían en el subsuelo, eran física horrendos, pero moralmente perfectos, sostenía que la belleza es engañosa, vivían eternamente porque habían hecho la “comunidad de la sangre” y la sangre que fluía por cada uno de nosotros, se consideraba como un “bien común de toda la humanidad marciana”.

Los cosmistas perdieron influencia durante el estalinismo y solamente la conservaron en la industria aeroespacial soviética con Konstantin Tsiolkovski, y en determinados ambientes científicos gracias a Vladimir Ivanovich Vernadski. Este último, tenía una fe ciega en la ciencia y la convicción de que “la ciencia salvará a la humanidad”. Él mismo, en tanto que científico, había estudiado la “biosfera”. Creía que el número 5 era el clave para entender la vida y aludía a las cinco realidades integradas que coexisten en la Tierra: litósfera, atmósfera, biosfera, tecnosfera y noosfera. Esta última sería la “esfera del pensamiento”. Era necesario que todas estas capas estuvieran ligadas entre sí y que su “evolución” fuera al unísono. Para Vernadski la biósfera es el elemento más importante porque contiene a los demás. Podemos ver en esta idea la prefiguración de algunos aspectos de la Agenda 2030 sobre el “cambio climático”.

Ahora bien, la “noósfera” fue generar cambios en la “biósfera”. De ahí que la libertad del ser humano no pueda ser total, sino sometida al imperativo y a los límites de la biósfera. Los estudios de Vernadski se configuran como un precedente de la ecología, pero también de alguna tendencia del movimiento de la New Age, en especial la capitaneada por James Lovelock, autor de La Hipótesis Gaia en donde definía a la tierra como un “organismo vivo” y Ken Wilber que intenta penetrar en las líneas de evolución de la noosfera. Incluso, una de las tendencias de la New Age, el llamado “movimiento inmortalista” formado en torno a Sondra Ray y Robert Coon, penetra de lleno en la temática cosmita (sin conocerla) sosteniendo que el ser humano puede vencer a la muerte en esta nueva etapa de la historia que para ellos es la Era de Acuario.

Konstantin Tsiolkovski, pionero de la astronáutica soviética, era otro de los fieles partidarios de Fedorov. En 1903 escribió su obra La exploración del espacio cósmico por medio de los motores a reacción, primera obra científica en la que se anticipaba la posibilidad de viajar al espacio exterior mediante chetes. Sus intuiciones solamente pudieron llevarse a la práctica sesenta años después: sustitución de combustibles sólidos por líquidos, relación entre la masa de los cohetes y las posibilidades de abandonar la gravedad mediante una fórmula física, cohetes por fases, cabinas presurizadas dentro de las naves, giroscopios para el control de la altitud, formas de proteger a los astronautas de la aceleración, etc. Tsiolkovski construyó el primer túnel aerodinámico para dirigibles y diseñó el primero de estas aeronaves. El título de una de sus obras en las que definió la importancia y posibilidades de realizar exploraciones interplanetarias sobre bases científicas, es significativo: Filosofía Cósmica. En 1919 ingresó en la Academia Socialista de Ciencias. Tsiolkovski fue uno de los cosmistas más famosos de su tiempo y la puesta en órbita del Sputnik 1 y del primer astronauta, Yuri Gagarin, se debió a sus cálculos y teorías. ¿Por qué Gagarin y no otro? Nikolai Fedorovich Fedorov, fundador del cósmismo, era hijo bastardo del príncipe Pavel Ivanovich Gagarin. Tsiolkovski, fiel a su mentor doctrinal, quiso que el primer ser humano que saliera fuera de la atmosfera estuviera emparentado con él. Sus trabajos inspiraron la abundante literatura de ciencia ficción que floreció en la URSS

5. Cuando la novela gótica se convierte
en inspiración post-moderna

Deliberadamente hemos dejado para el final de nuestra exposición sobre el “cosmismo”, la tendencia de esta corriente a escribir relatos de ciencia ficción cuyo tema central es la conquista del espacio exterior y la vida extraterrestre. Desde siempre, en la historia de la literatura, ha existido una tendencia a revestir con la forma relato novelesco lo que, en realidad, es un programa político: lo hizo Platón con su historia sobre la Atlántida en el Critias, lo volvió a hacer Francis Bacon con su Nueva Atlántida y lo hizo Lunacharsky con su Estrella Roja.

Hay una diferencia esencial entre la “ciencia” y la “ciencia ficción”: la “ciencia”, trata sobre lo que es posible “hacer”; la “ciencia ficción” sobre lo que es posible “imaginar”. De ahí la importancia de la “ciencia ficción” en el estudio sobre la ideología de la modernidad. Algunos “gurús” de la modernidad muy concretos, han ido escribiendo relatos literarios de “anticipación” (ciencia ficción) que han sido escritos, en unos casos, como “programas de acción” asumidas por las élites gobernantes y, en otros, como “orientaciones” para entender hacia dónde marcha la humanidad. De hecho, solamente, mediante la interpolación de los relatos de ciencia ficción escritos en los últimos 150 años, es posible entender el optimismo tecnológico que caracteriza a la quintaesencia del pensamiento moderno: el transhumanismo. Éste, este mucho más dependiente -contrariamente a lo que sus mismos exponentes creen- de la “ciencia ficción” que de la “ciencia” en sí misa. La “ciencia ficción” nace de la imaginación literaria y ésta no tiene, prácticamente, ningún punto de conexión, más allá de generalidades, con la “ciencia real” y con sus posibilidades.

A pesar de sus aspiraciones a la racionalidad, la “ideología moderna” es el resultado de las esperanzas suscitadas por la literatura de ficción que magnifica y lleva más allá del límite de lo posible, los avances científicos y tecnológicos. Como veremos, más adelante, en la historia de la humanidad existe un lugar y un momento en el que cristaliza el germen de la “ideología moderna”: la Inglaterra victoriana en la que la trinidad cuyo padre es el materialismo, el hijo el marxismo y el espíritu santo el progresismo.

Poco antes del inicio del período victoriano (1837-1901), en 1818 Mary Shelley escribe la primera novela que puede ser considerada como de “ciencia ficción”: Frankenstein o el nuevo Prometeo. La alusión a Prometeo es significativa: conquista el fuego y esa conquista se convierte en una maldición para él. Esta novela, a pesar de su alejamiento en el tiempo, está en el origen de los delirios eugenésicos anglosajones (que, como veremos, no tienen nada que ver con las ideas eugenésicas nacidas en el mundo germánico): con la novela de Mary Shelley nace la fantasía y la aspiración utópica de crear un “ser humano perfecto”. ¿Cómo? Mediante la ciencia. Esta idea seguirá presente a lo largo de todo el siglo XIX y prolongará su sombra sobre el siglo XXI en el transhumanismo. Se entenderá ahora, porqué hemos colocado, después de la alusión al “cosmismo” ruso, estas notas sobre la novela de ciencia ficción: en ambos casos, se trata de un deseo irracional de prolongar la vida, vencer a la muerte y conseguir al ser humano perfecto, una idea renovada hoy por el “transhumanismo”.

La segunda novela que debemos tener presente es el Drácula (1897) de Bram Stoker. También aquí se trata de una novela en la que se pretende negar la muerte. Sorprendentemente, el autor recopila leyendas centroeuropeas y judías sobre la posibilidad de que, a través de la sangre, se pueda renovar y prolongar la vida. La idea no es otra que la de los cosmistas rusos que ya hemos repasado. Pero, y esto es lo importante, la idea de que “la sangre es vida”, era antigua y sigue prolongándose hoy en plena modernidad. Pero hay otra idea que subyace en la novela de Stoker: si la vida material concluye, es posible continuar viviendo, gracias a la sangre. La materia muere, pero permanece el espíritu y en cada gota de sangre es posible renovar las fuentes de la vida. La idea no es muy diferente de la sostenida por los transhumanistas más extremos, según la cual, acabada la vida física, siempre tendremos al alcance de la mano en las próximas décadas la posibilidad de prolongar la vida en la “nube”, descargando todo nuestro bagaje mental a través de interfaces que conecten nuestro cerebro con el ordenador. Stoker escribe su novela en los mismos años en los que Fedorov en Rusia teoriza sobre el “cosmismo” y la “victoria sobre la muerte”.

La tercera novela que influye decididamente en la modernidad, fue El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hyde (1886) de Robert Louis Stevenson, en la que, de nuevo, aparece la idea de que la naturaleza humana puede ser “mejorada” mediante la ciencia. Gracias a un preparado, es posible aumentar la fuerza, la inteligencia y las cualidades físicas. Esta idea será el leit-motiv del transhumanismo: la ciencia puede “mejorar” las “performances” humanas. De hecho, está obligada a hacerlo, aunque no sepamos exactamente -y aquí Stevenson se muestra dubitativo- si al final nos llevará al éxito o al fracaso.

Las tres novelas son extraordinariamente pesimistas, pero los transhumanistas de nuestros días dicen: “eso se debía al clima de la época, las ciencias, aunque progresaban rápidamente, no estaban todavía en condiciones de alcanzar el objetivo de mejorar al género humano y convertirlo en eterno”.

Las tres novelas, nacidas en el mundo anglosajón, coinciden, además, en el tiempo y en el espacio, con la aparición del marxismo y la creación de la primera “sociedad de sabios” de la modernidad que unieron a representantes de las corrientes eugenésicas británicas, intérpretes del marxismo y evolucionistas arrebatados por la nueva teoría darwiniana. De hecho, uno de los vástagos de ese círculo, Aldous Huxley escribirá Un mundo feliz (1932) y aquí si que tenemos una descripción del rumbo que ha tomado la humanidad en el siglo XXI.

Para leer la novela hay que despojarse de prejuicios y de su estructura narrativa, incluso de los personajes (Huxley apenas se toma la molestia de disimilar los nombres de los personajes que aparecen en su novela o de medios de comunicación que cita), si prescindimos de toda la hojarasca colocada para impedir ver el bosque, lo que Huxley nos está pintando es la sociedad hacia la que nos encaminamos. Esa sociedad:

- no será ni capitalista, ni comunista (de hecho, el neo-capitalismo es diferente al capitalismo del siglo XIX y el comunismo chino o la “nueva izquierda” aparecida tras 2010, tiene nada que ver con el marxismo-leninismo del siglo XX. Incluso se toma la molestia de presentar dos personajes femeninos, Polly Trotsky y Morgana Rothschild)

- sería una dictadura perfecta: con “apariencia de democracia, básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”.

- las “crisis” generarían un Estado Mundial. La última sería la que ocurriría en el “año 141” (para Huxley el “año cero” es 1908, cuando la fábrica Ford lanzó su modelo Ford T. Para Huxley, este hecho es tan importante que da comienzo a una era nueva). El “año 141” corresponde a nuestro 2049: una guerra habrá colapsado al planeta y generado la necesidad del Estado Mundial.

- la sociedad ya no está estructurada en clases sociales, sino en “castas”: la sociedad está controlada por “los alfas” y por sus delegados, “los betas”, luego está el resto en orden descendente.  Arriba de todo, “los doble alfa +”, científicos y administradores, gobiernan.

- existe armonía racial en el planeta. Es significativo que la única relación sexual que mencione Huxley tenga lugar entre una actriz blanca y un actor negro. Bebés blancos y negros, son producidos en el “criadero central” de Londres.

- la droga es el alimento gracias al cual se logra mantener en pie a los deprimidos y orientar la emotividad. Es el “soma”: un gramo de soma, cura diez sentimientos melancólicos. Da esperanzas como el cristianismo y anima como el alcohol, pero “sin ninguno de los efectos secundarios” de ambos.

- Se trata de eliminar la individualidad, la estructura de la familia, la práctica de la sexualidad física, la maternidad, mientras que todo tiende a excitar la sensación de placer: incluso los trabajos más penosos y las actividades más desagradables. El “soma” lo resuelve todo.

De ha dicho que, Un mundo feliz, es una “distopía”. No está del todo claro: así como 1984 de Orwell o Farenheit 451 de Ray Bradbury, lo son, no puede decirse lo mismo de la novela de Huxley que, despojada de todos sus recursos narrativos, anticipa algunos de manera absolutamente inquietante, rasgos y tendencias presentes en la modernidad. Por lo demás, no puede eludirse el hecho de que su autor era hermano de Julian Huxley fundador de la UNESCO y su abuelo Thomas Henry Huxley era llamado el “bulldog de Darwin” por su enconada y violenta defensa de la teoría de la evolución. El abuelo de los Huxley formaba un círculo intelectual junto con Francis Galton (fundador de la teoría eugenésica inglesa), el propio Darwin (del que Galton era primo), Herbert Spencer (fundador del darwinismo social y secretario de la Sociedad Filosófica de Derby, constituida a finales del XVIII por Erasmus Darwin, abuelo de Charles Darwin). A este círculo fue frecuentado también por el doctor Aveling, yerno de Karl Marx, darwinista.

Marx, por su parte, profesaba devoción por Darwin e incluso quiso dedicarle la edición inglesa de El Capital. La admiración, al parecer, era recíproca. Lo importante de este círculo de intelectuales es que estaba orientado hacia la izquierda y fue uno de los puntales para la posterior constitución de la Sociedad Fabiana una especie de grupo de presión del Partido Laborista británico fundada en Londres en 1884 y a la que pertenecieron el matrimonio Webb, y los escritores George Bernard Shaw y H. G. Wells.

Más adelante dedicaremos algunas líneas a la Sociedad Fabiana, pero basta por el momento, recordar que Wells es otro de los escritores de ciencia ficción que más han influido sobre el pensamiento transhumanista. Además, Wells, aspiró siempre a intervenir en las decisiones políticas y para ello buscó relaciones con los mas altos mandatarios de su época, desde Roosevelt hasta Stalin y, por supuesto, con los del todavía “Imperio Británico”.

Las novelas de anticipación de Wells han contribuido también a generar el caldo de cultivo fantástico que envuelve al transhumanismo: tanto El hombre invisible (1897), como La isla del doctor Moreau (1896) o La máquina del tiempo (1895), aluden a campos de investigación en los que los transhumanistas se han centrado particularmente, sin olvidar sus novelas sobre intervenciones extraterrestres en el planeta Tierra (La guerra de los mundos [1898]) o viajes al espacio (Los primeros hombres en la Luna [1901]) que confirman la misma tendencia que acabamos de ver entre los “cosmistas” rusos.

Para colmo, Wells, tras separarse del matrimonio Webb y de la Sociedad Fabiana elaboró un manifiesto, La conspiración franca (que nosotros mismos hemos reeditado, precedida por un ensayo introductivo) en donde concretaba algunos aspectos que considera “débiles” de la doctrina fabiana. Las ideas de Wells en esta obra (La conspiración franca no es una novela sino un ensayo) eran simples y pueden resumirse así:

1.- la existencia de un gobierno mundial (cuyo embrión serían las Naciones Unidas).

2.- la existencia de una enciclopedia mundial y de una red mundial educativa (inevitable pensar en Internet y en Wikipedia).

3.- la existencia de una producción colectiva y de un sistema mundial de crédito y dinero (la libre circulación de capitales y el principio de creación del dinero mediante la deuda).

4.- la extinción de las fábricas de armamentos en manos privadas (hoy están en manos de gigantescos consorcios económicos).

5.- la modernización de la educación en todo el mundo (realizada a través de la UNESCO).

6.- el derecho de circulación por todo el mundo…

Algo, por tanto, ha quedado de aquella “conspiración”.

Como veremos, todas las ideas registradas por Wells y por los anteriores escritores de ciencia ficción que hemos mencionado, ven integradas sus ideas en la ideología transhumanista.

Toda ahora examinar lo que podríamos llamar literatura “teológico evolucionista”. Otra de las tendencias que engloban el arsenal doctrinal de la modernidad. Y, para ello, será necesario referirnos a Teilhard du Chardin y dar un rápido vistazo a las corrientes eugenésicas británicas ya mencionadas.