La traducción
del libro de Udo Walendy, Verdad para Alemania, me ha llevado a renovar
algunas antiguas conclusiones y a comparar el nacionalismo polaco de 1939 con
el nacionalismo catalán de nuestros días. Ambos son, en efecto, una forma de sífilis
mental: peligrosos, incluso para los quienes los sostienen y cuyas
consecuencias resultan siempre incalculables. La exacerbación del
nacionalismo en Polonia -estimulado desde el Reino Unido y desde EEUU- cegó a
los polacos: les impidió ver que, esa guerra que deseaban para hacer efectivo
su “su imperio desde Berlín a Moscú y desde el Báltico al mar Negro”, los
destrozaría en apenas quince días, pero que sería el pistoletazo de salida de un
conflicto de dimensiones mundiales. En el caso del nacionalismo catalán, el
drama se ha repetido, pero en clave de humor, no como tragedia, sino como
comedia de enredo.
Los indepes han
querido rivalizar con una lengua que hablan 600 millones de personas en todo el
mundo, que en apenas veinte años será la lengua de todo un continente, han querido
separar a Cataluña de su matriz histórica desde la noche de los tiempos (la
mítica Hespérides, la Hispania romana, el Reino Visigodo), han sostenido
ensoñaciones infantiles (que Cataluña seguiría automáticamente en la UE tras haberse
escindido o que, tras la escisión, las relaciones con España seguirían siendo
iguales), han generado pequeños efectos centrífugos (el intento de los
podemitas andaluces de impulsar un movimiento indepe análogo al catalán), y
generado una crisis de Estado, posible solamente a causa de la ambigüedad constitucional
de nuestro país. Pero hay dos elementos que nos gustaría señalar.
El primero de
todos ellos, es recordar cómo han sido posibles estas dos situaciones, en 1939
y en 2017. ¿Cómo proyectos enloquecidos, inviables a poco se examinen a
media distancia, han podido ser aceptados por la población, especialmente en unos
momentos en los que las clases políticas no eran particularmente apreciadas?
En efecto, no olvidemos que, en 1939, Polonia estaba gobernada por una
dictadura inmisericorde, mucho más dura con las minorías étnicas que vivían en
su territorio, que cualquier otro gobierno europeo, incluido el Reich alemán.
Las dictaduras del Piłsudski y de Smigly-Ridz, crearon los primeros campos de
concentración en territorio europeo, en los que encerraron a disidentes de
todas las orientaciones políticas. De los 400 ministros polacos del período de
las entreguerras, vale la pena no olvidar, que la mitad fueron masones y que la
masonería polaca había sido creada en 1920 con el visto bueno del dictador Piłsudski
que se permitió recomendar quién sería el Gran Maestre. Y no citamos este dato
por “conspiranoia”, sino por lo que explicaremos más adelante. Ahora, donde
queríamos llegar era a que la exacerbación nacionalista fue transmitida a la
población por la prensa polaca que, especialmente, desde marzo de 1939 hizo
continuos llamamientos a la guerra, caricaturizó a los alemanes y sembró el
odio contra ellos. Algo similar ocurrió en la Cataluña del “procés”. Y ya
se sabe que la “carne de periodista” es barata.
En el inicio de
la segunda década del milenio, era evidente que el pujolismo que había gobernado
en Cataluña durante tres décadas, se encontraba agotado por la corrupción que
él mismo había generado. En esa época, nadie podía dudar que Cataluña y
Andalucía eran las dos regiones más corruptas del Estado Español. CiU se
desintegró precisamente por la retahíla de casos de corrupción que llegaron a
los tribunales y por aquellos otros que todavía circulan por sedes judiciales
como serpientes de verano. Y ahí está la “familia Pujol” empantanada en
investigaciones abiertas que se prolongarán hasta el infinito. Además, las
noticias sobre esos casos de corrupción se superpusieron a los efectos
deletéreos de la crisis económica en Cataluña y a las políticas de ZP que
sumieron a España en una profunda crisis económica. Esa debilidad del Estado
fue el momento que eligieron los independentistas para plantear su utópica
secesión. Así, de paso, evitarían que muchos de los suyos se sentaran ante los
tribunales españoles por sus consabidas corruptelas. Y, entonces, hicieron
lo mismo que los polacos en 1939: si la clase política estaba hundida en el descrédito,
utilizaron a la prensa para difundir su programa independentista presentándolo
como la panacea universal. A fin de cuentas, durante el pujolismo, habían
creado una tupida red de medios de comunicación dependientes de la gencat, se
habían reservado el reparto de subsidios y subvenciones a medios de
comunicación privados, a cambio, naturalmente, de que difundieran los puntos de
vista que interesaban a los limosneros. Y así influyeron decisivamente
sobre las opiniones de una población que hasta ese momento no se había sentido
indepe.
¿Qué diferencia
hubo entre la influencia de la prensa polaca en 1939 y la de la prensa subsidiada
en la Cataluña de los últimos años? Es simple: en 1939, la prensa polaca difundía
noticias queridas por los “amos del mundo” en aquel momento que, simplemente,
buscaban abortar la experiencia fascista (el fascismo alemán, apeado de las “leyes
del mercado”, había conseguido absorber en tres años los 7.000.000 de parados
generados por la crisis del 29, mientras que los EEUU tenían teniendo en esa
misma época 6.000.000 de parados y las fábricas funcionando a medio gas),
mientras que el proyecto indepe interesaba solamente a unas cúpulas que no
contaban con el más mínimo apoyo exterior (el independentismo siempre fue
un “mal negocio” para los grandes inversores y un feo asunto para la UE, y una
banda de payasos para cualquier país con algún proyecto mundial).
Pasemos a la
segunda cuestión. El nacionalismo polaco de 1939 y el nacionalismo catalán
de nuestros días, no son más que dos formas del nacionalismo clásico, esto es,
del “individualismo de las naciones”, actualizado en 1919 por el “principio de
las nacionalidades” tal como fue enunciado por el presidente norteamericano
Woodrow Wilson: “aquella comunidad con un lenguaje propio es una nación”.
El “principio” no dejaba de ser un enunciado facilón para una cuestión compleja
(el reordenamiento de Europa Central tras la destrucción de los “imperios europeos”
(el Reich Alemán, el Imperio Austro-Húngaro y el Imperio Ruso). Pero, el
nacionalismo y las naciones eran algo muy diferente a la igualdad “nación =
lengua”.
En realidad, la
“nación” es un invento relativamente reciente, no anterior a la Revolución
Francesa de 1789. Antes, lo que existían eran “reinos”. Fue a partir del
establecimiento de las guillotinas jacobinas, cuando empezó a hablarse de “nación”
e, incluso, un cuarto de siglo antes, con la Revolución Americana. Pero estos
fenómenos políticos no venían aislados, sino que formaban parte de un mismo “paquete”:
liberalismo económico, burguesía como clase hegemónica, caída de las
aristocracias y liquidación de los restos de feudalismo, y nuevos valores traídos
por la masonería (entienden porque antes aludíamos a la importancia que tuvo la
masonería en Polonia de los años 30).
El nacimiento de
la “nación” sigue al nacimiento del capitalismo, no lo precede, hasta el punto
de que “nación-burguesía-capitalismo” forman un todo indisociable que fue
cobrando forma a través del siglo XIX y añadiendo otros rasgos: progresismo,
republicanismo, materialismo, valores masónicos, etc. Y, en el fondo, el
nacionalismo no, es más, como hemos dicho, que el “individualismo de las
naciones”, es decir, la doctrina “individualista”, derivada en buena medida del
humanismo renacentista, aplicada a los conjuntos humanos. Un “nacionalista”
estima no aspira a otra cosa que, a hacer valer los derechos de su nación, sobre
cualquier otro, sobre sus minorías y sobre sus vecinos. De hecho, el ejemplo
polaco es paradigmático y muestra el límite al que tiende, de manera natural,
todo nacionalismo: hacia el “imperialismo”, es decir, el intento de ampliar su
territorio a costa de sus vecinos.
En el caso polaco,
esta tendencia “imperialista” es explícita -por mucho que los vencedores de
1945 intentaran eludirla, porque, gracias a ella se explicaba el origen del
conflicto- y notoria, mientras que en el caso catalán tiene un planteamiento,
como mínimo, curioso. Los primeros doctrinarios del nacionalismo catalán,
Prat de la Riba en concreto, ya aludían explícitamente al “imperialismo catalán”
en su obra La Nacionalista Catalana (alguna reedición realizada por la gencat
elimina este problemático capítulo…). Hacia finales de los años 60, un grupo minúsculo,
el PSAN, lanzó el término “Països Catalans” como remedo del “imperialismo
catalán” que llegarían “desde Salses a Guardamar y desde Fraga a Mahón”. El
“ideal” no daba para más. El intento, promovido por la gencat, de hacer pasar a
la Corona de Aragón como “federación catalano-aragonesa” va en la misma
dirección.
El hecho es
que el nacionalismo polaco fue estimulado desde EEUU y el Reino Unido, los vectores
más agresivos del capitalismo en los años 30, mientras que el independentismo
catalán que reapareció 80 años después, ni siquiera logró el consenso de la “burguesía
catalana”, esto es del “mundo del dinero” regional y, por tanto, fracasó.
Sin tener en cuenta, claro está, el otro factor importante: el capitalismo de
los años 30 era una etapa anterior y completamente diferente al capitalismo de
principios del siglo XXI. Aquel era un capitalismo “industrial”, el actual es
un capitalismo “globalizado”, en el que los pequeños capitalismos “regionales”
tienen muy poco, o nada, que aportar.
Una última afirmación:
el “nacionalismo” ama tanto a la nación que es capaz de hipotecarla a quien
le garantice su independencia. Lo hemos visto en los últimos años del siglo
XX: los nacionalistas kosovares, literalmente, se vendieron a los EEUU con tal
de poder construir una “república mafiosa”; antes, los nacionalistas croatas hicieron
otro tanto, hipotecándose a los alemanes; los beluchos hubieran deseado
venderse a los soviéticos tras la invasión rusa de Afganistán, sabedores de que
eran la última etapa de la marcha rusa hacia los “mares cálidos”. O bien, a los
norteamericanos, interesados en contener a los soviéticos en su masa
continental. Los nacionalistas polacos de 1939, se vendieron a norteamericanos
y británicos (y, posteriormente, serían traicionados por ellos) y los
nacionalistas catalanes, y este fue su drama y su impotencia, no tenían a quién
venderse. Debió ser en la Universitat Catalana d’Estiu, cuando Josep
Guía dio una clase sobre “independencia y geopolítica”, concluyendo que, sin
duda, el Reino Unido estaría “interesado” en la independencia catalana. En el
ambiente flotaba la “necesidad” de “ofertarse” a Londres, de la misma manera
que Puigdemont intentó hacer otro tanto con Rusia. Primero la independencia
nacional, a costa de lo que sea, y aunque luego debas vivir realquilado en tu
propio país… tal es el fatal destino de todo nacionalismo.