En las novelas anticatólicas del siglo XIX, habitualmente escritas por pornógrafos librepensadores, se solía tomar como temática, las increíbles aberraciones sexuales del clero, incluso del papado. Autores como Léo Taxil (véase Revista de Historia del Fascismo, nº XI, artículo: Leo Taxil, antisemitismo y antimasonismo) no fueron una excepción en la época, de la misma forma que antes, la “leyenda negra” antiespañola se había cimentado sobre relatos similares. Así pues, el contenido erótico de los relatos stalags no es, de hecho, una novedad en las literaturas populares, lo realmente nuevo es que esta concretamente se destina a judíos que hubieran deseado “estar allí” (en los campos de concentración) pero que, por razones de edad no pudieron.
Esta literatura
fue seguida masivamente y afectó sobre todo a los jóvenes. Era leído también
por chicas adolescentes judías y sus dimensiones solamente pueden entreverse
cuando se consulta la Biblioteca Nacional del Estado de Israel en donde están
depositados todos estos pulps. Hacia 1965, el filón se agotó. Las
tiradas bajaron a la frontera delo antieconómico y frecuentemente apenas
vendían entre 300 y 400 ejemplares. El mercado se había saturado y la epidemia
pasó con la misma velocidad que apareció. En 1965 el fenómeno estaba liquidado
y los stalag publicados, en su mayoría, se convirtieron en pasta de
papel sobre el que ya no volvería a imprimirse literatura pornográfica.
En los años
siguientes, aumentó la tensión de Israel con el mundo árabe que desencadenó la
guerra árabe–israelí, la llamada “de los seis días”. El Israel vencedor del
conflicto ya no necesitaba sugestiones eróticas de tipo masoquista. En algunos
de los últimos relatos, el esquema había variado sensiblemente: eran hombres de
las SS los que torturaban a mujeres judías… y este planteamiento parecía
excitar mucho menos a los lectores.
Hacia una interpretación psicológica
La vida de los
pocos autores de stalags que ha podido ser localizados albergan tantos
evidentes desequilibrios psicológicos que es fácil, a partir suyo, deducir toda
una teoría sobre el por qué triunfaron estas novelas populares en Israel. Ya
hemos mencionado a uno de ellos, Yehiel Feiner De–Nur, ante el que el doctor
Freud se hubiera frotado las manos si lo hubiera visto en la antesala de su
consulta. Pero no es el único. Otro de ellos, por ejemplo, localizado por los
productores del documental Stalags, holocausto y pornografía en Israel,
Eli Keydar, era un activista radical de izquierdas de madre judía alemana.
Escribía para sobrevivir, pero sus padres, desde muy joven le habían repetido
que no era “suficientemente bueno” para hacer gran cosa en la vida. Creció,
pues, frustrado y acomplejado, inseguro, atemorizado por el hecho de que la
previsión de sus padres se hiciera realidad. Él mismo, entrevistado para el
citado documental, sostenía que sus padres eran “impredecibles” y que no quería
nada de ellos. Tras fracasar como periodista pasó a la literatura popular. Un
editor le mostró la portada de un pulp norteamericano, recordó el contenido
de La casa de muñecas y así nació el nuevo género.
Keydar se limitó
a invertir el paradigma sexual de la época: las mujeres, habitualmente, débiles
y consideradas como víctimas se convertían en dóminas crueles y poderosas. Por
su parte, los pilotos norteamericanos hasta entonces tenidos como símbolo de la
masculinidad pasaban a ser peleles violados y asumir el papel de víctimas. La
familia de la madre de Keydar había desaparecido en los años 40–45 y ella misma
se sentía culpable por haber sobrevivido así que fingía con cierta frecuencia
que se moría y culpabilizaba a su hijo de casarle cualquier disgusto. Es
evidente que la vida familiar de Keydar no parecía ser el mejor, ni el más
estable de todos los mundos posibles.
En aquella época
en todo Israel se producían situaciones similares; la presión social sobre los
supervivientes del “holocausto” les generaba a estos un complejo de
culpabilidad: “¿por qué ellos han perecido y no yo?”. Y no se trataba de
casos individuales. En 1960, la mitad aproximadamente de la población del
Estado de Israel había estado detenida en campos de concentración de Europa
Central durante la Segunda Guerra Mundial; un evidente complejo de culpabilidad
sobrevolaba sobre los supervivientes: no solamente habían sobrevivido, sino que
se preguntaban cómo diablos no habían hecho nada para impedir el gaseamiento de
millones de los suyos, ellos que estaban allí, en los “campos de la muerte”,
pasivos y resignados. Para colmo, era frecuente, incluso que los supervivientes
se sintieran acomplejados pensando que otros tenían en mente que habían
colaborado con los nazis para garantizar su propia supervivencia (¿cómo
demostrar que no se había sido un odioso kapo colaboracionista y cruel
simplemente para sobrevivir?). No era raro que algunos de estos judíos
supervivientes fabularan historias en las que se presentaban como víctimas de
indecibles tormentos. De hecho, en la postguerra, e incluso en nuestros días,
aparecieron relatos falsos sobre el “holocausto” (y falsos residentes en
campos) en donde algunos judíos narraban historias imposibles que en algunas
ocasiones incluso fueron denunciadas por sus propios familiares como
completamente imaginarias.
Por otra parte,
en 1960, todavía no existían ni siquiera en Israel suficientes publicaciones
que aludieran a los campos de concentración. De tanto en tanto aparecían
artículos en revistas y muy ocasionalmente libros sobre el tema (realmente fue
con posterioridad al proceso a Adolf Eichmann cuando todo esto se volvió algo
habitual). La literatura stalag rellenaba este vacío y se adaptaba
perfectamente tanto a los pensamientos más íntimos de los supervivientes y a su
psicología profunda (el haber sobrevivido les generaba cierta pulsión
masoquista, mientras que la ira oculta contra quienes creían que les censuraban
el haber sobrevivido era el origen de otra pulsión sádica y vindicativa).
En aquel tiempo,
entre la poca literatura que se había difundido sobre el “holocausto” se solía
hablar de la figura siniestra del “kapo”, el preso colaboracionista que
ayudaba a mantener el orden y la administración dentro del campo, así que no
era raro –tal como se refleja en el citado documental– que la gente tendiera a
pensar que los supervivientes habían sido los más “duros” e incluso,
posiblemente, los más crueles con otros detenidos. Sorprende que en aquel
momento –y nuevamente es el documental quien nos lo revela, un documental
realizado por israelitas para la TV israelita– existiera cierta contención a la
hora de hablar del “holocausto” en el interior del Estado judío.
Esta actitud
cambió con la escenificación del proceso Eichmann. La opinión pública israelí
pudo ver a los testigos supervivientes describir horrores sin fin y explicar
que habían sobrevivido gracias al azar. A partir de ahí emergió una nueva
literatura sobre el “holocausto” que tiende (en la medida en que todavía existe
hoy cincuenta años después de aquel proceso) a presentar los sufrimientos de
los judíos presos supervivientes, al menos tan intensos como los de los
fallecidos. De hecho, uno de los leit–motivs de esta literatura es tender a
demostrar que los muertos sufrieron menos que los vivos y que estar vivo y
haber estado presente en el “holocausto” supuso un “plus” de sufrimiento que
los muertos se ahorraron.
Pero los relatos
stalag no sirvieron solamente para eso. Para algunos, esta literatura
era un simple revulsivo contra la tensión asfixiante que rodeaba al Israel de
aquella época, un Estado que parecía estar rodeado de enemigos, mientras que
sus “aliados” estaban muy lejos. Para otros, el problema era con quién
identificarse. En efecto, cuando se lee un relato stalag o se ve una
película de Naziexplotation, el sujeto está obligado (por débil que sea
la carga “artística”) a identificarse con alguno de los protagonistas. Por
increíble que pueda parecer, el documental judío sobre esta literatura stalag
sostiene que el espectador judío mantenía una actitud ambivalente ante lo que
leía: “no estaba claro con quién se identificaba el lector”, dice textualmente
la voz en off (y subrayamos que es un documental judío, pues, de otra forma,
expresar un criterio así podría dar lugar a alguien que no perteneciera a la
propia etnia hebrea, a arriesgarse a un juicio por “ofensa a las víctimas del
Holocausto”), si con los desgraciados prisioneros o con las exuberantes SS
femeninas. Parece deducirse que el lector albergaba ciertas pulsiones
sado–masoquistas: de un lado se identificaba con el sufrimiento y la angustia
de las víctimas, de otro con el poder de sus verdugos. Podemos imaginar los
efectos deletéreos de esta literatura en los cerebros en formación de los
jóvenes adolescentes, chicos y chicas, que leían estos textos a escondidas de
sus padres.
El documental
recuerda que los jóvenes judíos de los años 60 se sentían extraordinariamente
atraídos por la estética del nazismo y que en los mercadillos solían comprar
bota de montar de piel que les sugerían la sensación de poder e incluso se
recuerda que uno de los personajes que más fascinación ejercieron sobre aquella
generación fue el famoso doctor Mengele al que el documental define como “alto,
joven, guapo, elegante, viril, atractivo, fuerte, inteligente”… y sobre todo
“con poder sobre la vida y la muerte”.
Otro de los
testimonios que saca a colación el documental es el de un joven judío actual
que viaja frecuentemente a Alemania, sirve en los cuerpos de seguridad del
Estado judío y no tiene inconveniente en confesarse coleccionista de relatos stalag.
Afirma frecuentar a la hija de un antiguo SS (algo que parece relativamente
improbable si tenemos en cuenta que el joven no debe tener más de 27 años y la
supuesta hija debería, como mínimo, tener justamente el doble de edad) y
explica que cada vez que la sodomiza le excita considerarlo como una “venganza
por el Holocausto” y añade, textualmente: “me gusta pensar en su padre,
el SS: tú mataste judíos ahora mira como sodomizo a tu hija…”. Insistimos,
una vez más, en que todo esto puede verse en un documental filmado por judíos,
lo que lo convierte en particularmente autorizado para hablar sobre estos
temas. Pero no dice mucho sobre la salud mental del Estado de Israel.
Como hemos dicho
antes, las religiones abrahámicas con su idea de pecado, culpa y falta sitúan a
sus fieles ante una difícil situación: cada pensamiento, palabra y obra puede
convertirse en una fuente de pecado. Otto Rank (de origen judío, por cierto) en
su teoría sobre los complejos sostiene que estos son susceptibles de sublimarse
(por tanto, de liberar al sujeto de su peso) y para ello basta con encontrar a
alguien más culpable que uno mismo. La literatura stalag permitió a los
judíos liberarse de sus complejos de culpabilidad (“¿por qué yo sobreviví y
otros no?”) e incluso, permitió aligerar el complejo de culpabilidad colectivo
de un pueblo que, castigado por Jehová por culpa de sus faltas, fue dispersado
por todo el orbe y le fue negada la llegada de un mesías redentor.
Pero, al mismo
tiempo, los relatos stalag presentaban una serie de prácticas sexuales
sado–masoquistas que tenían una doble vertiente: por una parte eran condenadas
por la norma moral, pero por otra, no eran ejercidas por judíos, sino por
mujeres nazis, lo que facilitaba el que sus lectores tuvieran la oportunidad de
excitarse con las descripciones pero sin asumir la parte de culpa del placer
sado–masoquista que les proporcionaba: la responsabilidad histórica de las
crueldades recaía sobre… los nazis, aunque la satisfacción íntima fuera de
adolescentes judíos. Ellos, los nazis, eran los únicos culpables y los relatos
stalag contribuían a aumentar esa sensación: hay víctimas y hay verdugos;
si los nazis son los verdugos y, por tanto, los judíos son las víctimas.
Sería difícil
demostrar que la efusión de relatos stalag fue favorecida oficialmente
justo en el momento en el que Israel había asestado un golpe al derecho
internacional, secuestrando a Adolf Eichman en Argentina, a fin de sublimar la
conciencia de culpabilidad, pero es, en cualquier caso, significativo, que
apareciera en los días del proceso al antiguo oficial de las SS. Pero, todo lo
dicho hasta aquí vale para los relatos stalag, un producto solamente
difundido en Israel. ¿Qué puede decirse del resto de pornografía anti–nazi
difundida en Occidente? ¿Qué explicación se le puede dar? ¿Por qué tuvo cierta
audiencia en algunos países, entre ellos España, pero especialmente en Italia?
Es fácil
explicarlo: en occidente, la pornografía es uno de los caminos problemáticos
por los que ha derivado la sexualidad. En sí misma, la pornografía no es
condenable ni inocente, es, simplemente un recurso para quien precisa un apoyo
para su sexualidad, para quien está obsesionado por el sexo, o bien para quien
tiene fantasías inconfesables imposibles de llevar a la práctica.
Más que un
recurso para vivir intensamente la vida sexual en pareja, la pornografía es,
antes bien, un recurso para vivir la sexualidad en solitario o bien para
alimentar unas fantasías eróticas imposibles de llevar a la práctica o de muy
difícil traslación a la realidad. Nuestras sociedades buscan la liberación en
el sexo, cuando en realidad de lo que se trata es de liberarse de la obsesión
compulsiva por el sexo. La pornografía refuerza esta obsesión. Liberarse de la
obsesión por el sexo no implica abstinencia, castidad, ni contención, sino
simplemente, dominar el sexo en lugar de ser dominado por él.
En realidad, en
todo lo que tiene que ver con la sexualidad, las relaciones de poder, de
dominación y sumisión están siempre presentes, en ocasiones deliberada y
voluntariamente y en otras simplemente son inherentes y están implícitas en la
vida sexual. Las campañas antinazis, pero también la misma estética del
nacionalsocialismo, tienden a mostrar al III Reich como una “opción de poder”,
acaso como la “voluntad de poder” en estado puro. Las relaciones sexuales son,
así mismo, relaciones entre una parte dominante y otra dominada, entre alguien
que penetra y otra que es penetrada, entre quien tiene la fuerza para dominar y
quien tiene el poder de seducción. Las propias campañas antinazis elevaron el
listón del concepto de “poder” que se forjó el NSDAP: para el partido fundado
por Adolfo Hitler se trataba de que la “comunidad del pueblo” aceptara la
dirección de un “führer” en el cumplimiento de su destino nacional. La
misma presencia del führer implicaba la idea de un “consenso” en la
totalidad de la población. El führer era el baluarte de la nación y la
encarnación de su mismo “genio” racial. Hasta aquí lo que fue real y
objetivamente el nacionalsocialismo.
Sin embargo, la
propaganda antinazi convirtió el nazismo solamente –y esto es importante, “solamente”–
en sinónimo de dictadura, de la más férrea de todas las dictaduras, de una idea
de poder sin límites en donde una pequeña superélite (las SS), emanada de una
élite (el NSDAP), tenía todo el poder sobre la vida y la muerte. Y esta visión,
para algunos erotónomanos, especialmente tentados por las fantasías
sadomasoquistas, resultó extremadamente excitante: quien tiene el poder sobre
la vida y la muerte, tiene también el poder sobre la sexualidad y sobre todas
las fantasías y manifestaciones de la misma.
Las fantasías
eróticas deseables para algunos, pero irrealizables en tanto que su brutalidad
las proscribe y da lugar a responsabilidades jurídicas y penales, se viven en
la intimidad y en la oscuridad de una sala de proyección, visualizando cintas
en las que las peores perversiones (presentes de alguna manera en los deseos
ocultos de quienes han acudido a verlas sabiendo lo que se encontrarán: nadie
ve un western si odia los duelos a pistola, los caballos y los ranchos, nadie
asiste a una proyección del subgénero de Naziexploitation si es un alma
cándida que se horroriza por la violencia y abomina de la brutalidad en la vida
sexual…) aparentemente se hacen realidad: el sujeto se identifica con una de
las partes, con el SS torturador o con la víctima torturada, o incluso con
ambos, en complejos sado–masoquistas.
Mientras Israel,
la literatura stalag exorcizó los fantasmas del pueblo judío, en
Occidente fue un puro producto de ocio perverso. Lejos de ser un síntoma de
“liberación sexual” (las películas de Naziexploitation no aparecieron
antes, sino después del inicio de la llamada liberación sexual), eran, más
bien, un síntoma de la miseria sexual de Occidente. Una sexualidad que ha ido
derivando cada vez más hacia el terreno de las parafilias y de las obsesiones y
la sexualidad imaginaria que contenía se ha ido separando cada vez más de la
sexualidad real y realizable.
A fin de
cuentas, el subgénero de Naziexploitation ha sido una muestra del
pansexualismo contemporáneo mucho más que una forma de antinazismo. El hecho de
que muchos de sus productores y directores hayan sido de origen judío o
progresistas orientados hacia el antifascismo es completamente secundario:
negamos, por ejemplo, que Pasolini aspirase a realizar denuncia social con su
Saló o los 120 días de Sodoma, en realidad lo único que hacía era trasladar sus
fantasmas a una filmación. Y en cuanto a los productos de peor gusto,
difícilmente podían entrar en un contexto de una campaña antifascista, sino que
más bien eran meros subproductos en los que la falta de imaginación erótica se
conjugaba con sado–masoquismo y ultraviolencia.
El fascismo y el
nazismo en todo este cine era solamente un vehículo (como por lo demás lo fue
también el estalinismo en algunas producciones del mismo tipo una década
después y como actualmente es el “terrorismo islámico” en algunas producciones
de diferente estética que hace gala de los mismos contenidos) accidental.
Simplemente el fascismo y el nazismo constituían el eslabón más débil de las
ideologías políticas en los años 70; en Italia (en donde emergieron buena parte
de estas producciones, incluso Visconti, Pasonini y Liliana Cavani eran
italianos, como el 75% de directores de Naziexploitation) la campaña
antifascista alcanzó su clímax en los mismos años en los que este género
eclosionaba.
Es cierto que
años después, algunos directores que participaron en estas producciones
quisieron imitar a Pasolini (que explicaba que mostrar escenas de coprofagia
ambientadas en la República Social Italiana estaba destinado a denunciar la
“comida basura”…), justificando sus producciones con argumentos de denuncia
antiterrorista y demás excentricidades. Era evidente que se trataba de capear
como se pudiera la responsabilidad en la difusión de un género de crueldad
inaudita, escenas aberrantes y sexualidad enfermiza, brutal y violenta. Si no
habían sido capaces de producir mejores películas, tampoco iban a ser capaces
de encontrar argumentos más válidos.
Lo más
sorprendente en este género es que la moral sexual del III Reich osciló entre
lo convencional y lo sorprendentemente avanzado, pero nunca, desde luego, ni
desde los altavoces del régimen, ni desde la práctica misma del gobierno, se
estimuló absolutamente nada que pudiera ser considerado aberrante o enfermizo.
Es cierto que Goebels reconoció en su diario en varias anotaciones que “la
homosexualidad era el cáncer de partido” y que, en la cúpula dirigente,
especialmente en las SA, existieron cuadros de alto nivel que lo eran (tal como
explicamos en el número 14 de la Revista de historia del Fascismo, en el
dossier: La noche de los cuchillos largos. La purga de los leales), pero
todo induce a pensar que se trató de opciones personales. Contrariamente a lo
que sugiere todo este cine, desde Visconti y su Caída de los dioses, lo cierto
es que Himmler modeló a las SS a su imagen y semejanza: y, no hay ninguna duda
de que, en esa institución, la homosexualidad nunca fue admitida y que las
ordenanzas implicaban que el SS debía tener un alto control sobre sí mismo,
incluida sobre su sexualidad. Si tenemos en cuenta que las SS llegaron a tener
900.000 hombres y que la mitad de ellos cayeron en combate, resulta hasta
cierto punto grotesco presentarlos –a no ser que se trate simplemente de
denigrarlos como se suele hacer en toda propaganda de guerra contra el enemigo–
por sus supuestas veleidades sado–masoquistas.
La pornografía anti–nazi es, por todo ello, una caricatura que evidencia la crisis de la sexualidad de una época (los años 60 y 70, en donde se encuentra el período dorado de estos géneros), pero no de la sexualidad del III Reich (que hacía ya un cuarto de siglo que había desaparecido), sino de la sociedad occidental burguesa. No son las realidades del III Reich lo que se muestra en estas cintas sino los horrores y frustraciones, los deseos inconfesables, las prácticas más reprobables, los fantasmas sexuales y las perversiones de la sociedad occidental conformada por los vencedores del conflicto. No es raro que, como hemos visto, muchos de sus directores no solamente fueran erotómanos de la peor especie, sino que también fueran antifascistas.