Este fin de
semana, por compromisos familiares, pasé por Barcelona. Vivo en un pueblo del Maresme
en donde el independentismo es residual. Las pocas banderas indepes me
recuerdan a cocoteros de náufragos en medio del océano. Poco antes del 11-S,
pude ver apena a quince personas en el “gran mitin” en recuerdo de los “políticos
presos” independentistas (ya que no “presos políticos”) en el que se leyeron
algunos poemas de Lluis Llach. Algunos bostezaban y la mayoría eran de edad
provecta, como el propio Llach.
En la reunión
familiar -apolíticos, pero no indiferentes- nadie se preocupó ni de las
próximas elecciones regionales, ni siquiera del toque de queda, si bien todos
estuvimos de acuerdo en que era la medida previa para un confinamiento 2.0.
Otro punto de discusión fue el mal funcionamiento de los CAP de la sanidad pública
en distintas zonas de Cataluña, la desasistencia a los ancianos, los teléfonos
de organismos públicos que nadie descuelga, los emails anunciados en las webs
que nadie contesta y la burocracia que, poco a poco, se está volviendo cada vez
más ineficaz. La burocracia de la gencat -como la del Estado- están al borde de
la parálisis e inmersas en la ineficacia. Todos habíamos vivido estos últimos
meses historias paralelas sobre la ineficacia de la administración catalana,
enmascarada con el tema de la pandemia y con aplausos del confinamiento.
Pero, lo que más me sorprendió, fue saber que casi diariamente, un grupo de diez personas cortan la Avenida Meridiana a partir de las 20:00 e, incluso que la Guardia Urbana, en lugar de desalojarlos, está allí para protegerlos. Y vale la pena reflexionar sobre esto.
Barcelona es -lo he dicho en muchas ocasiones- una ciudad cada vez más inhabitable, especialmente el centro, el Ensanche y los barrios que, durante medio siglo fueron los míos: Sans, Sant Antoni, el Casco Antiguo, la Rivera… Para el que no lo sepa, la Meridiana es una kilométrica avenida construida durante el franquismo, por la que cada día entran y salen de la ciudad decenas de miles de vehículos. Cortarla, simplemente, es amargar la vida a ciudadanos que vuelven a sus domicilios después de una jornada laboral. Y es entonces, cuando los 10 merluzos que quedan en la zona, salen a la calle, con sus trapos independentistas e interrumpen el tráfico, como si tal cosa, un par de horitas, porque tampoco es cuestión de perderse los programas de TV3…
Lo normal
sería -en una ciudad presidida por el sentido común- que la Guardia Urbana, a
la primera noticia de la interrupción, llegara a la zona, restableciera el
tráfico, identificara a los merluzos que han protagonizado el incidente y los
multara como corresponde a quien altera la vida ciudadana. Con una vez
bastaría. Pero no. La Guardia Urbana está allí para protegerlos de las iras de los
vehículos. Yo he llegado a pensar que se trata de un comando de alguna
organización anti-indepe que haya pensado en realizar operaciones “false
flag”, para desprestigiar una causa que, en realidad, está más
desprestigiada que Mickel Jackson en un parvulario.
Y tiene gracia,
porque la vez anterior que fui a Barcelona en diciembre de 2019, vi algo
parecido en Gran Vía esquina Balmes, otras dos grandes arterias de la ciudad.
También aquí, los mentecatos no pasaban de la decena, ignoro si se trataba de
los CUP, de los CDR, de las JERC o de cualquier otra facción de la secta
indepe. También allí la Guardia Urbana protegía la peripatética escena.
Que un grupo de pobres diablos siga creyendo que ganaron no sé qué referéndum hace tres años, que se crean investidos de la misión de cortar el tráfico para demostrar quién manda en la calle y que reciban, además, la protección de la Guardia Urbana, es algo que se me hace incomprensible, especialmente en estos tiempos en donde uno tiene que utilizar mascarilla, evitar entrar en las estadísticas de contagios, preocupado por llegar a la hora o, simplemente, por encontrar un urinario público. Esta es otra lindeza de la ciudad. Verán.
En otro tiempo, en una ciudad en la que no existen urinarios públicos (en toda Europa los hay, pero ningún alcalde Barcelonés ha caído en ello, incluso los que había en algunos lugares están hoy cerrados y sin alternativa), cuando alguien quería orinar, pedía un cafelito y, mientras se lo hacían, visitaba a Winston Churchill. Ahora, en pleno confinamiento, hasta orinar se ha convertido en un problema insuperable.
Los gaudinianos
de estricta observancia -que los hay, a pesar de que el todo kischt de la
Sagrada Familia va aumentando paralelamente al crecimiento de sus últimas cinco
torres- deberían recordar al Ayuntamiento de Barcelona que en algún lugar de
los archivos estarán los planos que el arquitecto diseñó de unos urinarios
públicos y que no prosperaron. Sería hora de recuperarlos.
Estuve incluso el
fin de semana recorriendo parques y jardines de la parte alta de Barcelona:
todos tenían los WC cerrados. Sin embargo, los 150.000 perros que hay en la
ciudad tienen derecho a orinar en los árboles o en “pipi-cans” apropiados. Barcelona,
gracias a los últimos alcaldes, piensa más en los perros que en el bienestar de
sus habitantes. Pero esta es, en cualquier caso, otra historia.
Lo mismo podría
decirse de los ciclistas, de los patinetes eléctricos y demás medias de
locomoción que amenazan al ciudadano a traición y por la espalda, sin respetar
sus “carriles”. Porque, en Barcelona, el único que no tiene carril propio y
en exclusiva para él es el viandante, a pesar de que andar sea una
necesidad para mantenerse en forma y con buena saludo. Pero esta es, en
cualquier caso, otra historia.
Me dicen que el independentismo sigue vivo. Seguramente así será, porque, de tanto en tanto, se ve algún trapo sucio, descolorido y roído por el sol y el viento que indica que allí vive un miembro de la secta. Lo cierto es que el independentismo h degenerado en secta. Fracasado su proyecto político, sus gurús solamente tienen interés en sobrevivir.
El único “Plan B” que son capaces de entrever es que Sánchez tenga necesidad de ellos para seguir “gobernando” (si es que confinamientos, estados de alarma, toques de queda y fisco, se le puede llamar “gobernar”) y puedan forzar otro “referéndum”, esta vez legal, sin porrazos y sin urnas chinas… Tal es el descacharrante “proyecto independentista” que presentarán las distintas subsectas en las que se han fragmentado los impulsores del extinto “procés”.
Y luego está la
alcaldesa de Barcelona, la reina de los okupas, la gran timonel de los
obstáculos urbanos, la sacerdotisa de la inmigración masiva, la ayatolah de la
corrección política… Si solamente dejara hacer a la Guardia Urbana su trabajo,
seguramente, la ciudad funcionaría mejor. Total, tampoco es un atentado
contra la libertad de expresión, convencer a los 10 merluzos que cortan la Avenida
Meridiana regularmente, de que se suban a la acera. Claro está que allí aparecerían
como lo que son: una dolorosa irrisión que demuestra que el independentismo ya
es una secta. Yo creo que en La Meridiana hay más gente que cree en los OVNIS
que en la independencia de Cataluña.