Mis vacaciones han empezado hace unos días. Es bueno
desconectar para conocer otros horizontes y cambiar de aires. España es cada
vez más irrespirable. Siento tener que decirlo, pero cuando uno llega a otro
país todo parece más sereno y calmado. Se nota haber dejado atrás el caos
carpetovetónico. Nada de noticias alarmantes, Nada de colgajos amarillos y
trapos raros, nada de títulos universitarios inmerecidos o inexistentes y nada
de gritos de niños díscolos ante la mirada abúlica de sus padres. Incluso si
preguntas algo se obstinan en contestarte. ¿Estoy definiendo una utopia imposible? No, me refiero a Portugal. Si todo esto lo dice alguien que ama
a su Patria, puede entenderse que no solo me “duela España” sino que la sienta
como una puñalaica en el costado. Pero de lo que me quejo es de que, hasta
última hora, se empeñen en recordarte que aquí –esto es, allí, en España- ya casi nada
funciona.
Ando por el Norte de Portugal, hace 40 años que no vengo por
aquí desde aquel inolvidable agosto de 1975 en el que el Norte de Portugal,
católico y conservador, derroto al Portugal de la Revolución de los Claveles.
Solamente la llega del Regimiento de Artillería Ligera de Lisboa, el RALIS, la
unidad más izquierdista de las fuerzas armadas consiguió restablecer el orden.
Hubo un antes y un después de aquel agosto de 1975: antes, la extrema-izquierda
dominaba desde el 25 de abril de 1973; después de las “misas por Portugal”
celebradas en toro el Norte del país, la extrema-izquierda ya no volvió nunca
más a levantar cabeza. Es más, los que quisieron hacer carrera política pasaron
del MRPP y demás grupos maoístas o castristas, al Partido Socialista.
La primera en la frente: salgo de mi casa a 50 km del
aeropuerto dos tres horas de anticipación. Calculo llegar una hora antes del
embarque. El autobús que debería llevarme, llega con 45 minutos de retraso. La
segunda en el estómago: el ambotellamiento de las calles de Barcelona a las 10
es mayestático. Llego al aeropuerto con apenas 30 minutos de anticipación sobre
la hora de salida del vuelo. Entre la T1 y la T2, otro autobús, el que hace el
camino opuesto al que he cogido, ha pinchado... y por algún motivo, hay que
trasvasar a los pasajeros al nuestro. En tramo hasta la T2 se vuelve angustioso
porque los pasajeros que vuelven son del Inserso y he visto caracoles
paralíticos más rápidos. “Vamos a llegar tarde”, le digo al chófer. “Presente
una queja”, me responde. Empiezo a ponerme nervioso porque el Prat es un
aeropuerto elefantíaco. Dentro uno puede recorrer kilómetros hasta que llega a
su puerta de embarque. Además, hay que superar el control de seguridad.
Ahí ocurre lo inevitable. A pesar de que no hará ni unas
semanas que hago el mismo recorrido, las normas van cambiando. Ahora, no
solamente hay que colocar ordenador, tablet y demás “dipositivos de
conectividad” fuera de las maletas, sino que, además, hay que colocarlos en
bandejas separadas. Menos mal que para estos trances visto o chinos o pantalón
corto y me preocupo de no llevar nada que pueda sonar en el arco de detección
de metales. Da igual, porque si no es por una cosa es por otra, pero siempre,
este tipo de control –inútil por lo demás- se lleva un buen rato. El segurata
mira el ordenador de la chica que me precede como si fuera una mina antitanque
camuflada. Tarda, inexplicablemente, un buen rato. Me temo que con el mismo
argumento, se detendrá el mismo tiempo con mi ordenador, de la misma marca.
Pero no, con el mío lo que pasa es que va en la misma bandeja que el tablet.
Así que tengo que volver a pasarlo. Maldición. Al final, no le hace ni
repajolero caso. Pero en el va y viene, desaparecen –quiero pensar que por mi
culpa y no por su peligrosidad- media docena de zumos de frutos que había
previsto para el viaje. Recorro los 500 metros que me separan de la puerta de
embarque, las cintas transportadoras –pocas y lentas- no ayudan. Todo esta
saturado de gente. ¡Que tiempos aquellos en los que los aeropuertos eran
glamurosos y poco frecuentados! Al final, resulta que en lugar de iniciarse el
embarque a la hora D, se hace a D+30 minutos. Una vez dentro del avión nos
informan que lleva una hora de retraso…
Cuando dejo atrás el Prat y veo Barcelona desde lo alto,
creedme que me satisface pensar que hasta dentro de dos semanas no volveré. Sé
que nada de lo que puede encontrarme por delante será tan caótico como lo que
he dejado atrás. Escribo esto entre la bruma de la costa el silencio. Se oye, de tanto en tanto,
alguna gaviota. Esto es vida. Es posible que lo que veo fuera de España no sea
el “orden ideal” en el que sueño, pero, coño, todo es más racional, más serio,
más coherente, menos escandaloso. Si bien no es suficiente, si es necesario
para poder vivir tranquilamente.