Info|krisis.- Los últimos acontecimientos sobre la corrupción en España no hacen más que rizar el rizo y llevar el problema hasta extremos en los que resulta demasiado evidente que ni por vía judicial, ni por vía constitucional, ni por via “popular”, no hay absolutamente nada que hacer. En efecto, la detención de las cúpulas de dos organizaciones que hasta hace poco lideraban la lucha contra la corrupción me recuerda a aquella noticia que tuve que cubrir a finales de 1980:“El presidente de la comisión de desaparecidos de la ONU, a su vez, ha desaparecido”… Noticia grotesca donde las haya. Quizás sea el momento éste de preguntarse dos cuestiones: ¿cómo se originó la corrupción en España?, y si esto tiene o no tiene salida.
Del estraperlo al "asunto Nombela"
Vayamos a lo primero. Se tiene la creencia de que la corrupción fue un sarpullido que llegó con la democracia y que antes no existía corrupción. Error. Hubo corrupción institucionalizada durante el franquismo, como la hubo durante la guerra civil en ambos bandos y como existió durante la Segunda República y si nos remontamos a donde alcanza la memoria de nuestros abuelos, la restauración después del golpe de Sagunto en la figura de Alfonso XII, con el canovismo y su régimen, tuvieron corrupción y tuvieron caciquismo en grados superlativos. Así pues no hay nada nuevo bajo el sol. Lo que ocurre, quizás, es que ahora tenemos el sentimiento de esta lacra inseparable de nuestra historia y algunos empecemos a estar hartos de ella.
Durante la República, un par de estafadores, Daniel Strauss y Perle, decidieron proponer al gobierno radical–cedista la autorización e instalación de ruletas que hasta ese momento habían estado prohibidas en España. Habían visto que el Partido Radical era muy receptivo al proyecto, especialmente porque Lerroux recibiría el 25% de los beneficios, el también radical y ex alcalde Barcelona, Joan Pich i Pon, el 10%, el sobrino de Lerroux un 10%. Pich i Pon –un verdadero salteador de caminos y ex alcalde radical de Barcelona– se comprometió a sobornar al ministro de gobernación Salazar Alonso, con 100.000 pesetas. El juego fue prohibido al demostrarse que era fraudulento. Las ruletas instaladas tenían un mecanismo desequilibrador que hacía que la banca siempre ganara. El escándalo saltó en octubre de 1935 por la denuncia presentada por Daniel Strauss contra el presidente de la República, Alcalá Zamora, exigiéndole una indemnización y por el dinero que había pagado a los políticos radicales. El presidente del gobierno pidió explicaciones a Lerroux, el cual se limitó a decir que no había posibilidades de demostrar sus implicaciones con Strauss y Perle.
Llovía sobre mojado porque casi en la misma época había estallado sobre las cabezas del mismo gobierno el llamado “Asunto Nombela” o “Escándalo Nombela”, por el nombre del funcionario que lo destapó. Se trataba de un funcionario del ministerio de colonias, Antonio Nombela, que acusó a los responsables del Partido Radical de haber realizado un caso de cohecho. Un empresario catalán había solicitado una indemnización y funcionarios lerrouxistas habían fallado fraudulentamente a su favor. Nombela se negó a pagarla y denunció el caso a Gil Robles. El gobierno lo cesó y Nombela llevó el asunto las cortes, demostrándose que estaba implicado directamente Alejandro Lerroux, presidente del gobierno que había firmado el expediente. A pesar de ser evidente su implicación, la votación en el congreso lo exculpó, lo que la opinión pública se tomó como un ocultamiento colectivo realizado por parte de la mayoría radical–cedista.
Indalecio Prieto siempre atento a los movimientos de los corruptos, cuando conoció los resultados de las elecciones de finales de 1933 y que los vencedores habían sido los radicales, comentó a sus allegados: “Estos se llevarán hasta las alfombras de los ministerios”. Poco más o menos, así lo hicieron y en las elecciones siguientes, el Partido Radical prácticamente desapareció de la faz de la tierra a raíz de estos escándalos. El problema fue que la volatilización de los radicales entraño también el que en febrero del 36 el Frente Popular tuviera mayoría y que en el mes siguiente, ya estuviera claro que su intención era apisonar a cualquiera que se pusiera por medio. Calvo Sotelo, por ejemplo. En cierto sentido, la corrupción facilitó el camino a la guerra civil.
Tras la guerra llegó el franquismo y se decidió a hacer lo que ni Cánovas había querido hacer, ni Maura podido, ni Cambó intentado, ni la República asumido: la “revolución burguesa” o, en la jerga nacional, una especie de “regeneración”, modernización económico–tecnológica y culturización del país.
Corrupción durante el franquismo
Hubo dos épocas en el franquismo. Antes y después de la ley de inversiones extranjeras de 1959. Antes, esto era un erial: era la España del gasógeno, de los cupones de racionamiento, las restricciones eléctricas, el pan moreno aladrillado y… las cuotas a la importación que se vendían a los amigos, a los cuñados y a los favoritos. Por no hablar de los estímulos a la exportación que, andando el tiempo, dieron lugar a casos como el de MATESA (el mayor escándalo económico del franquismo) o el “caso Redondela” (feo asunto sobre un aceite que tenía que estar en un sitio y apareció en donde no debía). Después de 1959, cuando llegaron capitales extranjeros que permitieron la explotación de la industria turística y la construcción de infraestructuras, la cosa no mejoró: ya entonces, los ayuntamientos empezaron a entregar permisos de obras a dedo.
El resultado de todo esto fue que, efectivamente, hacia finales de los años 60, o mejor, en 1973, cuando terminaron los “treinta años gloriosos” de la economía mundial y la subida del precio del petróleo, a raíz de la Tercera Guerra Árabe–Israelí, determinó la primera gran crisis económica de la postguerra mundial, ya se había formado en ese momento una “nueva clase”, una burguesía mercantil surgida de… la corrupción (permisos de importación a cambio de gabelas, permisos de obras concedidos a los favoritos que pagaban lo acostumbrado, estímulos a la exportación y, para colmo, la acción de un grupo de presión especial, el Opus Dei que favorecía, única y exclusivamente, a los suyos).
De todo esto, hasta la Ley Fraga que atenuó la censura informativa, ni se hablaba, ni se podía hablar. Pero existía. Como existía una corrupción de baja cota, casi ingenua para los niveles de corrupción que se dan hoy: un reloj de oro para un gobernador civil aquí, colocar a un amigo completamente inútil en la burocracia del Movimiento Nacional allá, afiliarse al partido único a la espera de obtener un piso de protección oficial, puestos de trabajo a los “adictos” en las empresas del INI… Nada sorprendente, ni nada del otro mundo, pecata minuta que afectaba sobre todo a los estratos más bajos del franquismo.
En los últimos años del franquismo, ya estuvo claro que se había creado un capitalismo español y una nueva alta burguesía, no particularmente fuerte, habituada al ladrillo, al turismo y a sectores de bajo valor añadido y mucho dinero fácil; esta nueva burguesía capitalista gestionaba el sistema económico que surgió de los planes de desarrollo; no se le caían los anillos en continuar con las mismas prácticas que les habían llevado al éxito económico. Pronto entendieron, ya con Franco muerto, que a partir de ahora, debían de ser más discretos, dejar pocos rastros detrás y, sobre todo, favorecer la creación de un nuevo régimen en el que existieran garantías legales de que podrían seguir haciendo lo mismo sin apenas presiones legales. De ahí surgió la Constitución de 1978 y esa lasitud ante la corrupción.
Bastaba, simplemente, con crear una “legislación garantista” para que ninguno de estos delitos pudiera demostrarse. Era suficiente con que la “división de poderes” se atenuara y que la fiscalía del Estado estuviera en “buenas manos” para que durante los primeros 25 años de democracia, prácticamente ningún político resultara afectado por lo que ya empezaba a ser un escándalo internacional. Entre la clase política, la preocupación no era corromperse o no (de hecho, el oficio de político, sin ideología, sin proyecto, con un sueldo modesto en relación a la empresa privada, solamente quedaba justificado por las enormes posibilidades de obtener beneficios extras con el ejercicio del cargo: comisiones en cualquier actividad, incluso en las ayudas al desarrollo del tercer mundo, en los cursos para parados, en las compras de la Seguridad Social o en las subvenciones a las ONGs…), todos daban por supuesto que, ser político implicaba entrar en un circuito privilegiado de opacidades: de lo que se trataba era, simplemente, de actuar de tal manera que no te pillara nadie. Y de que si te pillaban, poder retrasar los procesos hasta que la cosa se olvidaba y/o prescribiera. Nunca devolver lo robado. Nunca localizar lo robado. Nunca renunciar a lo robado.
Corrupción irremediable
Así hemos llegado hasta donde estamos: la corrupción ha sido consuetudinaria en nuestro país desde, como mínimo desde 1875. Y lo ha sido sin interrupción: prácticamente no hay ninguna fortuna amasada desde entonces que no implique un entendimiento más o menos directo con la corrupción en algún momento de la línea del tiempo. Las mayores acumulaciones de capital en estos momentos se han forjado de espaldas a la ética, a la moral y al bien público. Vale la pena no olvidarlo. A partir de aquí se explica todo lo demás…
Y entonces llegamos a la pregunta siguiente: ¿esto puede resolverse por la vía constitucional? Respuesta: no, por supuesto. ¿Hay alguien todavía tan ingenuo como para pensar que el problema tiene “solución constitucional”? Los Reyes Magos son los padres. Papa Nöel no existe. Y, hay que recurrir a La República de Platón para saber que este problema no tiene solución de la mano de quienes lo han generado. Decía Platón, en efecto –y era el siglo VI a. JC– que no se había visto ningún caso de un político que adoptara medidas que, de alguna manera, le perjudicaran. Dos mil seiscientos años después sigue sin verse ninguno.
¿Por qué un parlamento aprobaría una legislación que dificultara la corrupción que reporta extraordinarios beneficios suplementarios a sus integrantes, a sus amigos, a sus nipotes y a sus compañeros de partido? No, pensar que el propio sistema se reformará para ser más eficiente en la lucha contra la corrupción y que se votarán reformas legislativas suficientes como para abolir ese garantismo que tiene como función dificultar las sentencias en casos de corrupción, o resaltar la división de poderes para evitar esa mixtura en la que todos los poderes están revolcándose unos con otros en esa porqueriza que es el Estado, podría pensarse en 1983 pero no más tarde, en pleno “desencanto”, ni mucho después cuando el país vivió la orgía de la corrupción del felipismo o luego con el PP de las “mil tramas”.
Reconozcámoslo y meditemos sobre ello: este país no tiene solución, pero, sobre todo, lo que no tiene solución en este país es la corrupción. No vale la pena desesperarse, ni poner velas a santos que luchan aparentemente contra la corrupción y que resulta que, finalmente, tienen manos sucias. Pensar que el sistema político español, puede hoy generar honestidad es, como se dice en Cataluña “somniar truitas”. Lo realmente espeluznante de la España de hoy es que no se puede poner el fuego en la mano por nadie. Absolutamente por nadie. A partir de ahora, siempre quedará la duda de si los “luchadores contra la corrupción” son también corruptos…
Reconocer que el país no tiene remedio
¿Un “cirujano de hierro” como proponía Joaquín Costa? Dudo que reuniera en torno suyo consensos suficientes y gentes honestas con ganas de regenerar el país. Dudo incluso que aun animándole los mejores ideales, su acción sirviera para algo. Porque, digámoslo ya, este país tiene tres problemas:
1) La corrupción institucionalizada desde hace casi 150 años y que alcanza niveles de pandemia.
2) La apatía consuetudinaria del pueblo español que, prácticamente, desde el siglo XVI opina poco, dice menos y sufre con fatalismo mediterráneo lo que le caiga encima.
3) Unas carencias culturales que impiden la regeneración moral del país, sin la cual, es inútil tratar de luchar contra la corrupción y, quien lo hace, ¿por qué diablos lo hará si no es para procurarse algún beneficio personal?
Dudo mucho que España tenga remedio y agradecería que si alguien es capaz de entrever uno, me lo diga. A veces es bueno reconocer el fracaso de una Nación. A la vista de lo visto, hoy, afirmar que España ha fracasado como Nación (por que ha sido incapaz de superar el “centrifuguismo” de la periferia y dar un contenido al concepto de “España”, porque su pueblo es incapaz de pensar por sí mismo y de reconocer el fracaso de las soluciones –restauración, dictadura, república, franquismo, democracia– que ha puesto en práctica en los último 150 años, y porque ha sido incapaz de atenuar la distancia económica que separa a los grupos sociales y ve como se volatiliza su clase media) y que se ha perdido una batalla, la guerra y, lo que es peor, el futuro, es, simplemente, reconocer el verdadero rostro de nuestra realidad.
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