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lunes, 8 de diciembre de 2014

¿Volverá la mili obligatoria? Un debate escamoteado


Info|krisis.- Las declaraciones del Teniente General Rafael Comas, jefe del cuartel general terrestre de “alta disponibilidad” de la OTAN, ha causado cierto revuelvo al proponer recuperar el servicio militar obligatorio bajo “otro formato”. Vale la pena meditar un poco sobre esta propuesta, lo que implicaría y lo que implicó el servicio militar obligatorio en su época. Lo que parece innegable es que el fracaso de la transformación del servicio militar obligatorio en ejército voluntario realizada, aprisa y corriendo y sin medir consecuencias, abre el camino directamente a este debate.

La historia militar en unos brochazos

El servicio militar obligatorio fue una institución relativamente reciente (a finales del siglo XVIII y principios del XIX) en la que el “derecho a llevar armas”, un privilegio que estaba solamente al alcance de la nobleza y de algunas pocas capas de la sociedad, fue sustituido por el “deber de defender a la nación” extendido horizontalmente a todos los ciudadanos. Antes no encontramos ejemplos históricos de ejercicio obligatorio de la milicia extendida a todos los ciudadanos.

La educación espartana (“agogé”) convirtió aquel Estado en una comunidad guerrera, pero ni periecos ni ilotas, capas inferiores, tenían derecho a las armas, solamente los espartanos podían acceder al entrenamiento militar y a un puesto en la falange hoplítica. Por su parte, en Roma no existió nada parecido al servicio militar “horizontal”: todos los romanos de pleno derecho debían pasar un largo período en el ejército si querían acceder a algún puesto de mando en el Estado; por otra parte, los romanos eran encuadrados en determinadas unidades militares según su nivel económico: se exigía a los más poderosos que lo hicieran en los cuerpos de élite, los que más arriesgaban en los combates, y a los que tenían menos hacienda se les encuadraba en un lugar tras la primera línea combatiente. Quienes más tenían más debían ofrecer y arriesgar. La caballería ligera romana, por ejemplo, siempre estuvo compuesta por patricios, mientras que los honderos se limitaban a lanzar piedras tras la primera línea, permaneciendo en puestos de poco riesgo en tanto que formados por clases más modestas. Quien tenía más, debía arriesgar más. Quien tenía menos debía mantenerse en posiciones más seguras. Tal era el concepto de “justicia social–militar” de la época.

En la Edad Media el derecho a llevar armas se redujo a la nobleza. El combate a caballo y con espuelas, con lanza horizontal y mandoble era privativo de la aristocracia guerrera que desde los siete años iniciaba su entrenamiento militar y lo culminaba a los veintiún. Uno de los episodios centrales en la vida de un caballero era su iniciación: el velar las armas la noche anterior, el espaldarazo (una bofetada, un golpe con la espada en los hombros, según la época y el lugar), la fórmula de ordenación (“en el nombre de San Miguel y san Jorge”) y la colocación de las espuelas, eran los ritos guerreros que daban al caballero el derecho de llevar armas y de usarlas. La humanidad medieval, organizada en estamentos, hizo de la caballería y de las Órdenes militares las estructuras organizativas de la nobleza guerrera, como las órdenes religiosas lo fueron de la función espiritual y los gremios y hermandades artesanales lo fueron de la función productiva.

Con el Renacimiento el “guerrero” se convirtió en “soldado” (aquel que combatía por la soldada, el sueldo) generalizándose la figura de los condotieros y de los soldados de fortuna. Pero, aún el ejército distaba mucho de ser de leva. No fue sino hasta la Revolución Francesa cuando surgió la idea de sustituir la idea del “derecho a portar armas” por la del “deber de defender a la nación” extendida a toda la población. Fue en ese momento cuando el ejército se “democratizó”, es decir, acabó integrando, no solamente a los miembros de la casta guerrera, sino a todos los ciudadanos, incluso a aquellos por cuyas venas no había ni una gota de sangre caliente, ni siquiera en sus cerebros existía la combatividad, el aplomo y la agresividad necesarios para pisar con decisión un campo de batalla.

La guerra se transformó el “total” (Clausewitz) en el sentido de que afectaba a toda la población y debí movilizar a todas las energías de la nación. Las necesidades bélicas de la República y la idea de “igualdad” llevaron directamente al servicio militar obligatorio, considerado como un deber. Ese fue el que conocimos todos los que hoy tenemos más de 35 años.

El pacifismo, la objeción de conciencia y sus razones

Tras las Segunda Guerra Mundial, especialmente a partir de la segunda mitad de los años 60, apareció un movimiento pacifista que alcanzó su más alta cota veinte años después. De ahí emanó la idea de “objeción de conciencia” (negarse a aprender el uso de armas concebidas para matar). Ese movimiento “pacifista” tuvo diversos orígenes: por una parte, era una “ideología” que trataba de emular a Gandi o a Martin Luther King, iconos de ese tiempo; pero por otra, en buena medida, estos movimientos recibían financiación por parte de agentes del Este interesados en debilitar a las sociedades occidentales especialmente en los momentos en los que el presidente Reagan inició lanzó la idea de “Guerra de las Galaxias” situando el listón armamentístico a un nivel que la URSS ya no pudo seguir, optando –especialmente durante la polémica sobre el despliegue de misiles tácticos Pershing II en Alemania– por realizar operaciones psicológicas en Occidente estimulando el movimiento pacifista.

Era evidente, por lo demás, que una parte creciente de la juventud de aquella época ya no estaba dispuesta a hacer nada por alguien que no fuera por ellos mismos. En España, durante el período de Felipe González la sociedad civil prácticamente desapareció, el joven empezó a replegarse en sí mismo, dejó de pertenecer a organizaciones políticas, sindicales o culturales; los nuevos modos de vida y los nuevos avances técnicos exacerbaron el individualismo y las ideas igualitarias y pacifistas, junto con el haschisch (la propuesta de “despenalizar las drogas” lanzada por los socialistas en 1983 tuvo como resultado 3.000.000 de votos incluso de gente que nunca había votado y que nunca volvería a hacerlo; a partir de entonces, el Estado “aflojó” la presión sobre el narcotráfico y liberó el consumo individual). El haschisch sume en un estado de placidez apática y narcosis en el que desaparece cualquier instinto agresivo (hasta que la concentración de THC –mediante el abuso de cannabis o mediante el consumo de variedades con una gran concentración del principio activo– es superior a lo que el cuerpo puede absorber y aparecen las psicosis cannabicas…). Las drogas, a fin de cuentas, no son más que armas al servicio de “operaciones psicológicas” o de “guerras de baja intensidad”.

Entre la juventud se impuso la idea de “igualdad”y “antiautoritarismo”: nadie tiene el derecho de ordenar nada a nadie, nadie tiene el derecho de imponer a alguien lo que no quiere hacer, nadie tiene el derecho de pedir un compromiso con la sociedad, ni la prestación del servicio militar, ni de la “prestación social sustitutoria” que solamente realizaba una parte muy reducida de quienes alegaban objeción de conciencia... Se demostró a las claras que el problema no era el “pacifismo” en sentido estricto, sino que había aparecido una moral insolidaria, libertaria y ultra-individualista que se negaba a realizar cualquier “servicio” (civil o militar) a la comunidad.

Los valores que habían acompañado a la constitución de 1978 eran “horizontales” (libertad, igualdad, fraternidad), mientras que los principios de la milicia eran “verticales” (orden, autoridad, jerarquía). Difícilmente podían convivir poder militar y poder civil sin que, antes o después uno de ellos quedara erosionado. Los sucesos del 23–F habían contribuido al desprestigio de las FFAA, especialmente del Ejército de Tierra y a la desmoralización de buena parte de la oficialidad. El felipismo redujo el ejército a un grupo funcionarial burocratizado y subordinado completamente al poder civil. Narcís Serra (hoy procesado por su gestión al frente de Caixa Catalunya en donde fue “colocado” como premio a su gestión como Ministro de Defensa) operó esa desastrosa transmutación a la sombra de la crisis del Ejército de Tierra a partir del seudo–golpe del 23–F.

Sea como fuere, lo cierto es que, en 1996, cuando Aznar llega al poder e instaura el “ejército profesional”, solo unos pocos jóvenes hacían la mili. Los comandantes de las unidades militares enviaban a los padres de los reclutas cartas cuando los hijos salían de maniobras para tranquilizarlos sobre lo que iban a hacer… Ni los padres–al menos una notable mayoría– querían que sus hijos se incorporaran a filas y hacían todo lo posible por evitarlo, ni los hijos tenían el menor interés en jurar fidelidad a la bandera. La agonía del servicio militar obligatorio tuvo mucho de grotesco.

La transformación del “ejército de leva” en “ejército profesional”

La transformación fue completamente desafortunada. En realidad, se trató de un primer paso hacia la “privatización” de las Fuerzas Armadas. Pocos años después, la Academia General Militar de Zaragoza contrataba los servicios de una compañía de seguridad para realizar la vigilancia de sus instalaciones… El proceso de burocratización de las fuerzas armadas siguió adelante. El “ejército profesional” tenía horarios de oficina y jornadas intensivas, libraba los fines de semana y los “empleados” (mucho más que militares) se repartían los puentes y las vacaciones. Buena parte de las unidades militares dejaron de ser operativas. Quienes ingresaban en filas lo hacían, bien para aprender un oficio, bien para huir del paro, pero muy pocos porque sintieran que alguien tenía que defender la soberanía nacional.

Cuando estalló en 1989 la segunda guerra del Golfo (la de Kuwait) y el gobierno de Felipe González decidió enviar unidades navales, se produjeron deserciones por parte de jóvenes horrorizados por pensar que debían aproximarse simplemente a un teatro de operaciones. El ejército era todavía de leva. Sin embargo, cuando tuvo lugar la guerra de Irak y el gobierno Aznar decidió enviar unidades militares al terminar las operaciones, algunos jóvenes declararon estar encantados por participar activamente en un conflicto e incluso en operaciones de combate en las que han participado, han demostrado un alto nivel de eficiencia. Parecía como si la transformación del ejército de leva en voluntario hubiera sido, en algún aspecto, correcta… Quienes se alistaban y pedían como destino unidades de élite era porque llevaban la milicia en sus genes. Daba la sensación de que nunca más, tomarían las armas jóvenes sin carácter suficiente para afrontar los combates ni que los instructores perderían el tiempo enseñando la disciplina y creando un imposible esprit de corps en jóvenes que eran negados para la milicia. Y es que la milicia no es para todos (de hecho solamente lo ha sido en un corto período de la historia), sino para determinados caracteres.

Para dar una utilidad al “ejército profesional”, el gobierno de turno usó y abusó de este tipo de operaciones en el exterior. Nunca quedaba claro del todo el sentido de estas misiones: para Felipe González se trataba de separar a los combatientes serbo–croatas, para Aznar de defenderse contra el “terrorismo internacional”, para Zapatero de repartir bocadillos y combatir la pobreza… Y, sobre todo, lo que no quedaba claro era porqué se asumía protagonismo en conflictos que no tenían absolutamente nada que ver, en ninguno de los casos, con la seguridad nacional y, sin embargo, esta estaba cada vez más al descubierto, nuestras fronteras desprotegidas y el concepto mismo de “integridad y soberanía nacional” desprestigiado por la pasividad ante las riadas masivas de inmigrantes que a partir de 1997 impusieron su presencia de facto en nuestro país, siendo en la práctica inexpulsables.

Hoy el 20% de los efectivos de nuestro ejército está compuesto por inmigrante atraídos por la paga y por la nacionalidad. No parecen los mejores estímulos para lograr la eficiencia. Eficiencia que todavía está más mermada si tenemos en cuenta que buena parte de las unidades militares no son operativas, otras tienen el armamento anticuado y apenas existen trazas de una política de defensa clara y eficiente.

Pero, sin duda, el principal fracaso del ejército voluntario es que una vez el joven agota su tiempo de permanencia en filas no recibe ningún beneficio en la sociedad civil. Ésta parece no agradecerle su tiempo de dedicación a la defensa nacional. Sería, por ejemplo, lógico que para ocupar plazas en empresas de seguridad, policías locales y demás cuerpos policiales, se exigiera el paso por la milicia. El joven aporta los mejores años de su vida a la milicia, pero luego el Estado no aporta una contrapartida que compense el momento en el que la edad lo desplaza fuera de las FFAA.

Reavivar la polémica sobre el servicio militar obligatorio

Falta presupuesto, falta industria de armamento, falta inversión, pero sobre todo falta conciencia de lo que es la seguridad nacional, la misión de las fuerzas armadas, y la conciencia de que nuestra sociedad está atravesando una crisis de valores sin precedentes. Estamos viviendo una crisis de Estado: todo lo que nació en 1978, incluso la concepción sobre el papel de las Fuerzas Armadas, está en crisis.

Es evidente que en estas circunstancias las declaraciones del teniente general Rafael Comas son especialmente pertinentes y deberían servir para un debate en profundidad sobre el tema. Tal debate, por supuesto, ya no puede ser asumido por unos partidos políticos desprestigiados, en crisis y sin margen de maniobra más allá de su mera supervivencia. El tema les resulta incómodo: ni el servicio militar obligatorio, ni el voluntario, ni el papel asignado para las fuerzas armadas en la constitución, han traídos efectos benéficos ni sobre la sociedad (que está mucho peor hoy que en 1978), ni sobre las FFAA (que atraviesan una triple crisis sin precedentes: en su dotación, en sus valores, en su papel en la sociedad). No se puede esperar, por tanto, que sea en el parlamento en donde se debate este tema, sino, como máximo en la sociedad, especialmente, en los medios militares y en los medios civiles conscientes de que no se puede seguir recorriendo caminos sin salida como si aquí no pasara nada.

Hay que recordar que el Ejército Español sirvió para varias generaciones de jóvenes como escuela de formación: quien llegaba a las FFAA sin saber leer ni escribir, salía de ellas manejando estas habilidades y en muchas ocasiones con una profesión. Es cierto que esto pertenece a la España del subdesarrollo y que hoy el marco social y cultural es muy diferente, pero también es cierto que en las FFAA era frecuente que muchos jóvenes adquirieran una experiencia útil para su vida en sociedad. Durante un amplio ciclo, las FFAA educaron y formaron a generaciones de jóvenes españoles. Es innegable que parte de la crisis de valores de la sociedad española, y especialmente su “horizontalidad” extrema, la ausencia de espíritu de sacrificio, de entrega, de disciplina, la ignorancia de lo que supone el principio de autoridad, de “código de conducta” (al menos de un código que realmente valga la pena vivir), el desconocimiento de la existencia de otras tierras de España, la falta de convivencia entre los nacidos en un lugar u otro del país y la consiguiente pérdida de cohesión nacional, tienen mucho que ver con la desaparición del servicio militar obligatorio.

Pero, desengañémonos, éste no volverá. El propio teniente general Comas es perfectamente consciente de ello cuando alude al “servicio militar con otro formato”. Solamente pequeños países como Austria, Chipre, Estonia, Finlandia, Grecia o Dinamarca, mantienen el servicio militar obligatorio. En España, los partidarios de no restablecer el servicio militar obligatorio alegan que ya existe un cuerpo de reservistas previsto por ley para utilizar cuando sea necesario. Eluden decir que este cuerpo está reducido a la mínima expresión, sin medios y habitualmente mal visto por el ministerio que percibe en sus filas ideas “poco democráticas” y conceptos demasiado claros y realistas sobre defensa, seguridad nacional, enemigo, aliado o la disciplina y el modelo social.

Los contrarios al restablecimiento del servicio militar tienen razón al afirmar que la sociedad ha cambiado mucho y que aportaría poco a la eficacia de la defensa y menos aún a la sociedad. Ni siquiera el teniente general Comas fue capaz de definir qué entendía por mili de “otro formato”.

Cuando se alega que es necesario insuflar valores a la sociedad y que esto podría hacerse a través del servicio militar obligatorio, los contrarios a la propuesta explican que no es esa la misión de las fuerzas armadas… y quizás tengan razón, pero, cuándo ni la familia, ni la escuela, ni los medios de comunicación transmiten valores ¿a quién le corresponde hacerlo?

En términos generales las posiciones del debate tienen que ver con la eficacia de las fuerzas armadas (o bien es más eficiente desde el punto de vista de la defensa, el ejército profesional o lo es el ejército de leva), con la situación de la sociedad (en una sociedad avanzada el joven puede conocer el mundo y relacionarse con otros sin tener que recurrir necesariamente al servicio militar, o bien el servicio militar ofrece la posibilidad de convivencia de gente de muy diverso origen social o geográfico), o, finalmente con los valores (o las FFAA transmiten valores a los jóvenes a la vista de la ausencia de otras estructuras sociales que lo hagan, o bien esa no es su misión): un debate que los partidos no abordarán, que no interesa a los medios y sobre los que ningún partido mayoritario tiene una posición concreta… Y, sin embargo, un debate necesario que forma parte del debate sobre la defensa nacional. Un debate difícil porque ambas posiciones tienen sus ventajas y sus problemas.

Quizás de lo que se trata es de idear un nuevo modelo de milicia y definir su papel en tiempos de crisis. La antigüedad tuvo su modelo (cuyo paradigma fue el “derecho de utilizar armas” por parte de la nobleza), las sociedades burguesas nacidas a partir de la Revolución Francesa tuvieron su modelo (el ejército de leva, democrático, extendido a todos y subordinado al poder político). Seguramente, en estos momentos de transformación y cambio, ni uno ni otro son los modelos viables y convenientes: las nuevas tecnologías, las nuevas necesidades sociales propias de momentos de crisis extrema, marcan necesariamente la necesidad de un nuevo modelo de fuerzas armadas. Pero, vale la pena no olvidarlo también, que nunca una sociedad ha precisado tanto de los valores que todavía se enseñan en las Academias Militares y que es preciso reinsertar en la sociedad tales valores porque solamente de ellos puede surgir una reconstrucción de nuestras sociedades.

© Ernesto Milá – info|krisis – infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen