Quien esto escribe hasta hace
relativamente poco era absolutamente indiferente a la institución monárquica.
Partía de la base de que la monarquía era una institución tan débil, en el
sentido de que tenía tan pocas atribuciones que era absolutamente irrelevante,
algo así como el premio de consolación que le tocó a los franquistas en la
transición para que creyeran que había algo del antiguo régimen en la nueva
construcción democrática que se estrenaba. Y como todo premio de consolación
apenas tenía un interés casi exclusivamente simbólico.
Todos sabíamos que el Rey no era
un tipo particularmente espabilado, pero tampoco debía ser un lince para asumir
simplemente un papel simbólico y representativo. Sabíamos también que, a pesar
de lo alardeado durante la noche del 23-F, su papel en aquel momento fue
deslucido y que más que operar sobre las circunstancias se vio arrastrado por
ellas. Hacia mediados de la década de los 80, la monarquía empezó a entender
que valía mucho más una portada en el ¡Hola! que decenas de editoriales
monárquicos en el ABC y, por tanto, la monarquía se hizo habitual de la prensa
del colorín. Tampoco era sorprendente. Lo único interesante que parecía emanar
de la institución monárquica eran unas vacaciones a Baleares, la niña que se
casa, la otra que liga con un tipo altito, guapito y con cara de buena persona
y el chaval, al final que logra beneficiarse a una conocida locutora de TVE. Y
tras las bodas, los bautizos… Nadie hacía mucho caso al mensaje real de fin de
año, acaso porque todos sabíamos lo que iba a decir: lo que le había escrito
tal o cual asesor de relumbrón, leído sin mucha convicción y única tarea
ineludible a realizar a lo largo del año. Tan irrelevante como todo lo demás.
La posición histórica de la Falange
Nunca he compartido la actitud de
los falangistas que es, en cualquier caso, contradictoria con lo que dijeron
los “fundadores”. En efecto, la frase de José Antonio Primo de Ribera sobre la
“monarquía gloriosamente" se mencionó en el famoso Discurso sobre la
Revolución Española el 19 de mayo de 1935 y la frase concreta vino a decir que
los jóvenes falangistas no podían luchar en defensa de la monarquía.
Textualmente: “no
podemos lanzar el ímpetu fresco de la juventud que nos sigue para el recobro de
una institución que reputamos gloriosamente fenecida”… y la cuestión
es: ¿de dónde sacó Primo de Rivera la idea de que la monarquía había fenecido
“gloriosamente”…? En realidad, feneció porque un rey pusilánime ni siquiera
esperó el escrutinio final de las elecciones municipales de 1931, presumió que
la votación iba a dar la mayoría a los republicanos (algo que todavía hoy se discute
y que era imposible saber salvo que los republicanos habían ganado en las
grandes ciudades y los monárquicos en todo el resto del país…), hizo las
maletas y se autoexilió apresurada y cobardemente. De hecho, si luego estalló
una guerra civil fue precisamente por la desidia del monarca que prefirió la
seguridad de una villa romana antes que tratar de pacificar el país que, como
se vio luego, no estaba preparado para una monarquía.
Según las Obras Completas de Primo de Rivera, en versión on line, encontramos
en ellas 21 referencias a la monarquía ninguna de las cuales puede ser
considerada como hostil a la institución. Sin olvidar que Valdés Larrañaga,
amigo íntimo del fundador de la Falange, comentó en el curso de un mitin de los
Círculos José Antonio en Toledo, que aquel, “a
orillas del Manzanares”, le había
comentado “la conveniencia de restaurar
la monarquía en España”.
En lo que se refiere a Ramiro
Ledesma, ciertamente, cuando realiza su análisis histórico de la historia de
España, no puede evitar ejercer cierta crítica sobre la institución monárquica,
pero atemperada en la medida en que sus escasas fuentes de financiación
procedían precisamente de industriales monárquicos bilbaínos a través de José
María de Areilza, Conde de Motrico, y que el propio Ledesma había colaborado
con la revista Acción Española,
órgano doctrinario de los monárquicos en vías de “fascistización”.
A la vista de la tibieza de estos
textos de los fundadores de Falange y del nacional-sindicalismo, sorprende el
radicalismo con que los falangistas juzgaron a la monarquía en la postguerra y
que no dejó de aumentar a medida que el régimen fue discurriendo. Tampoco los
fundadores, a decir verdad, habían expresado gran afección hacia la república.
La cosa se explica mejor si tenemos en cuenta que existió una rivalidad entre
los antiguos miembros de Renovación Española (derecha monárquica que se
fascistizó durante la República y la guerra civil y, posteriormente, se
convirtió en buena medida en nacional-católica, desplazando a los falangistas
del centro del poder a partir de 1943 y con los que nunca la convivencia fue
buena. Los falangistas creían que ellos aportaban el apoyo popular y eran la
levadura de las masas, mientras que consideraban a los ex miembros de
Renovación Española como a personalidades ilustres pero carentes de base
social. Esto no era del todo cierto: de hecho, los resultados electorales
anteriores a la guerra demuestran que Renovación Española era un partido de
derecha radical con una amplia base electoral y Falange Española un movimiento
juvenil con gran potencial pero exigua base electoral. El papel de los antiguos
miembros de Renovación Española dentro del franquismo se reconoce incluso en la
Ley Orgánica del Estado en donde, finalmente, se aplicaron algunos de los principios
que ya se habían teorizado treinta años antes en la revista Acción Española.
Será por esta rivalidad histórica
por lo que los falangistas mantuvieron siempre entre sus prioridades, a partir
de los años 50 el combatir a la monarquía incluso a despecho de la levedad de
la institución, de su escasa penetración en la sociedad española y de que el
mapa político de España en las últimas décadas cambiaría poco con o sin la
monarquía.
Justamente ahora, cuando la
sustitución de la monarquía por otro tipo de forma de Estado (las repúblicas no
han dejado nunca buena impresión en España y mitificarla sería tan negativo
como no aceptar el hecho de que la monarquía borbónica ha fenecido, y no
precisamente de manera heroica, gloriosa, sino entre aromas de corrupción.
El papel histórico de la monarquía juancarlista en la transición
Franco era monárquico pero estuvo
dudando durante mucho tiempo a quién considerar como legítimo heredero del
trono. Finalmente se decantó por Juan Carlos de Borbón a quien trajo a España y
facilitó la educación, mientras su padre, Don Juan de Borbón hijo de Alfonso
XIII permanecía en Estoril rodeado de su Consejo Privado sin preocuparse en
absoluto de lo que ocurría en España y solamente airado porque Franco deparara
una atención especial a su hijo. Éste, por su parte, no dudó ni por un momento
en jurar en las Cortes franquistas su nombramiento a título de sucesor tras la
aprobación en referendo nacional de la Ley Orgánica del Estado en 1967. Es
decir, si Juan Carlos es hoy rey fue única y exclusivamente porque Franco quiso
y porque lo consideraba como la posibilidad de perpetuar el régimen… perpetuarlo
con algún cambio. Cambios que se realizaron en los últimos años del franquismo.
Carrero Blanco contemplaba una “democracia
limitada” en el que las libertades políticas alcanzaran hasta los socialistas y
excluían a los comunistas y a la extrema-izquierda de la posibilidad de acceder
a los cargos institucionales; se crearon embriones de partidos políticos (a
partir de la Ley de Asociaciones Políticas que se empezó a trabajar en 1969 y
que tardó todavía casi cinco años en ser aprobada); e incluso se convocaron
elecciones para “procuradores por el tercio familiar” (los antiguos miembros de
Renovación Española habían introducido la figura de la “democracia orgánica” y
de la representación corporativa, una de las cuales era el “tercio familiar” en
cuya elección podían participar los “cabezas de familia” en votación directa a
candidatos que se representaban a sí mismos y que, a su vez, eran cabezas de
familia. Lo esencial de la transición estaba en marcha con Carrero Blanco y se
perfiló entre 1971 y 1973 y se trataba de una democracia limitada bajo la forma
de una monarquía en la que Juan Carlos ocuparía el trono accediendo a través –Franco
insistió en ello- de una “instauración,
no de una restauración”.
Nadie, absolutamente nadie, dudaba
de que Juan Carlos carecía de opinión propia y de que carecía de criterios
políticos. Y tampoco a nadie le preocupaba mucho porque la frase habitual entre
los franquistas de la época era “después
de Franco, las instituciones”. Y el franquismo había creado instituciones –el
Consejo del Reino- cuya utilidad era guiar los pasos de la monarquía. El
problema vino porque al ser asesinado primero Carrero Blanco y luego morir
Franco, la presión sobre el Estado Español que llegó desde el extranjero
(especialmente de los sectores económicos interesados en que España ingresara
en el Mercado Común Europeo y de los sectores de la alta finanza internacional
reunidos en Palma de Mallorca en el verano de 1975 en el seno de la conferencia
de la Comisión Trilateral, verdadero estado mayor de la banca y las finanzas
mundiales, el poder político y el poder mediático en EEUU, Europa y Japón) fue
absolutamente insoportable, especialmente porque buena parte de los franquistas
“evolucionistas” querían tener un futuro no tanto en la “democracia orgánica”
franquista, sino en un Estado democrático homologado por los países
occidentales.
Por otra parte, a partir de 1960
se había constituido un pujante capitalismo español que se benefició de las
medidas proteccionistas vigentes en la época y que había generado una
importante acumulación de capital. Poco a poco, este sector advirtió que para
aumentar sus beneficios precisaba, no solamente de un marco económico liberal
sino de un marco político que hiciera que el gobierno español fuera admitido e
incorporado a lo que hoy es la Unión Europea. Estos sectores se colocaron entre
los que financiaron y promovieron la transición democrática en España, unidos a
los intereses extranjeros que veían en nuestro país un mercado creciente. Sin
olvidar que, desde 1972 existía un plan de “normalización” del Sur de Europa
(Grecia, Portugal y España) y abolición de los gobiernos autoritarios
constituidos que contaba con la aprobación del Pentágono y de la CIA. Ante
todas estas fuerzas y ante su magnitud, Juan Carlos no era más, como se decía
en la época, que “un pelele”, sin opinión, sin criterio político, sir
personalidad, sin historia y sin tradición ni carácter. Todos (franquistas del
bunker, franquistas evolucionistas, liberales moderados, e incluso socialistas,
fuerzas económicas y financieras nacionales e internacionales) pensaban que
podían manipularlo en beneficio propio.
A lo largo de todo este período,
entre la firma de los bochornosos acuerdos de retirada del Sáhara (primer acto
institucional de Juan Carlos cuando Franco estaba organizando) en noviembre de
1975, hasta la noche del 23-F de 1981, el tiempo conocido como “la transición
española”, un verdadero e inmenso caos político, económico y social (con
períodos de inflación del 25%, con 200 muertos víctimas de episodios de
violencia política y terrorismo, con una pérdida de capacidad adquisitiva), la
monarquía fue una caña mecida al viento. Los únicos que la apoyaron en aquellos
años eran los “franquistas evolucionistas” que lo consideraban como la única
posibilidad de mantener sus intereses y una posibilidad de que no todas las
estructuras creadas por la Ley Orgánica del Estado desaparecieran en el marasmo
de la transición. Pronto, los “franquistas del búnker” (nacional-católicos,
falangistas, carlistas, franquistas de estricta observancia) entendieron que el
rey era pusilánime y que estaba rodeado de un círculo de consejeros al que no
tenían acceso y que, a fin de cuentas, a la vista de que hacía falta encontrar
un chivo expiatorio para realizar ese “gran acuerdo nacional” que fue la
transición, ellos iban a ocupar ese papel… con el silencio del monarca. El “búnker”
cesó su apoyo a la monarquía a partir de finales de 1976 cuando ya se veía criminalizado
como el “obstáculo” para una sociedad democrática. Por otra parte, los
socialistas, presionados por el SPD alemán, aceptaron a la monarquía, mientras
que los comunistas se mantuvieron sobre cautos y dejaron la consigna de “abajo el rey pelele” (que había
difundido la Junta Democrática de España a partir de noviembre de 1975) como
patrimonio de una extrema-izquierda republicana cada vez más debilitada.
La “transición” no fue más que un
acuerdo entre fuerzas económicas nacionales e internacionales, utilizando como
intermediarios a sus peones políticos en el interior de España para lograr que
la oposición democrática y los franquistas evolucionistas crearan un nuevo
Estado que los integrara a través de la creación de una constitución que
facilitara el acceso al poder de dos partidos centristas: uno de
centro-izquierda y otro de centro-derecha en lo que era un bipartidismo
imperfecto en el que las terceras fuerzas eran los grupos nacionalistas vasco y
catalán. Cada parte debió de ceder algo: los franquistas facilitaron la
liquidación de la “democracia orgánica” pero salvaron la monarquía; la
oposición democrática renegó de la “ruptura democrática” y la forma de Estado
republicana, pero obtuvo partidos, autonomías y amnistía general…
¿Qué hizo Juan Carlos durante ese
tiempo? Poco o nada y, desde luego, nada por iniciativa propia. Se limitó a
pedir dinero a las monarquías del Golfo Pérsico para… financiar a UCD y, de
paso, lograr un patrimonio no precisamente escaso. Todavía hoy los monárquicos
sostienen que en 1975 la Casa Real española era “pobre” y recuerdan que Franco
daba una asignación (no precisamente extraordinaria) para el mantenimiento de
Juan Carlos. Olvidan decir que su padre, Don Juan y el propio Juan Carlos,
jamás dieron un palo al agua y que las borracheras y juergas (en tierra y mar) del
jefe de la Casa Real, Don Juan Conde de Barcelona eran memorables y quedaron
como el rasgo más acusado de su personalidad.
Cuando se aprobó la constitución
se percibió que las funciones atribuidas a la monarquía eran mínimas, pero la
institución se había salvado y con ella la honra de los franquistas
evolucionistas que podían alegar que no se había producido la “ruptura
democrática”, sino una “transición pacífica” (a pesar de los 200 muertos del
período…). La levedad de la institución monárquica empezó a percibirse desde
entonces: Juan Carlos tenía que “sancionar” las leyes y los decretos (esto es,
limitarse a firmarlos), tenía que representar al Estado, era el jefe de las
fuerzas armadas… pero limitado a seguir las indicaciones del Estado Mayor. No
tenía capacidad para vetar leyes, ni decretos y en la práctica era el pelele de
los demócratas y el títere de los franquistas evolucionistas. La monarquía no era
nada, pero sirvió especialmente en aquella época para que conjurar el riesgo de
golpe militar.
De hecho, todos los militares
golpistas, con Armada y Milans a la cabeza, eran monárquicos y la figura del
rey fue aprovechada para contenerlos primero y, finalmente, para sacrificarlos
el 23-F. El seudo-golpe de Estado, no fue nada más que un golpe generado por
los servicios de inteligencia para acabar con todos los golpes. Al igual que
para cazar un conejo hay que sacarlo de la madriguera, para acabar con el
golpismo en España y estabilizar definitivamente la democracia, fue necesario
estimular un golpe de Estado y hacerlo fracasar. El golpe se aprovechó para
ensalzar la figura del rey que a media noche lanzó su famoso mensaje en el que
ordenaba el retorno de los militares a los cuarteles y explicitaba su falta de
apoyo al golpe… cuando ya era evidente que el golpe había fracasado. A decir
verdad, el 23-F, el papel de Juan Carlos fue tan irrelevante como en cualquier
otro momento y esta irrelevancia es lo que ha permitido a algunos lanzar la
sospecha de que estaba comprometido, inicialmente, con los golpistas.
El papel histórico de la monarquía juancarlista entre 1982 y 2012
Juan Carlos se sintió bien con la
subida al poder de los socialistas. Estos se limitaron a felicitarle por su
papel el 23-F y Felipe González le dijo textualmente que no debía de preocuparse
por el destino de la nación, que para eso estaban ellos (para eso y para
iniciar el saqueo) y que se tomara unas largas vacaciones, algo que el rey hizo
sin pensarlo dos veces. A partir de ese momento, Juan Carlos se convierte en
material de la prensa del corazón. Pero ocurrió algo mucho peor: a partir de
ese momento, en prácticamente todos los grandes escándalos económicos de la
época, está implicado algún “amigo” de la Casa Real, empezando por Ruiz Mateos,
continuando por Mario Conde, siguiendo con Javier de la Rosa y dominando todo
este período la figura de Prado y Colón de Carvajal, amigo del rey, gestos de intimidades
y escándalos. Lo menos que puede decirse de ese período es que Juan Carlos se
ha rodeado de gente que tenía como única intención aprovecharse de su
privilegiada proximidad a alguien que, constitucionalmente, no es jurídicamente
responsable de nada, es decir, que no puede ser juzgado por ningún delito por
grave y evidente que sea.
Pero Juan Carlos (y más que él
sus ayudantes y sus jefes de la Casa Civil) han optado siempre por la misma
actitud ante los amigos procesados: abandonarlos a su suerte, no romper ni una
sola lanza por ellos, negar cualquier tipo de relación y vinculación. Esto ha
generado el que, con mucha frecuencia, quienes han protagonizado estos
escándalos, posteriormente, al verse abandonados hayan intentado presionar a la
Casa Real realizando fugas de
información en la prensa nacional o extranjera. Sin embargo, hasta bien
entrados los años 90, la prensa española se ha negado a publicar gran cosa de
interés sobre la Casa Real e incluso, para congraciarse con ella, han informado
a la corona de la fuga de información, comprándola pero no publicándola. Y esto
no solamente en lo que respecta a los escándalos financieros (que no han sido
pocos: en el asunto KIO protagonizado por Javier de la Rosa, éste siempre
aludió a que la desviación de fondos que generó durante la guerra de Kuwait se
debió a la compra de favores políticos y que parte de ese dinero había ido a
parar a la Casa Real, por citar un solo ejemplo), sino también a los líos de
faldas protagonizados por el monarca de los que, sin duda, los más famosos son
los chantajes realizados una actriz del destape y por la princesa Olghina de
Robiland, ninguno de los cuales apareció en la prensa española, a pesar de que
las interesadas vendieron información a la prensa del colorín nacional.
Pero se produjeron interferencias
entre esta parte chusca y la política. Los propios socialistas pronto
advirtieron, gracias al CESID, las fugas del rey para acudir a citas que tenían
muy poco de servicio público. Esto ocurría cuando los amigos del rey se habían
hecho habituales de los juzgados (Miguel Arias, Manuel Prado, Mario Conde, el
príncipe de Tchokotua, Pedro Sitjes, etc, etc.). Para colmo, en 1992, Felipe
González filtró la noticia de que el rey no estaba en España desde hacía 15
días… ¿Dónde estaba? En Suiza con una periodista descocada que le había hecho
una entrevista y con la que mantuvo una tórrida aventura. Lo importante no era
esto –que, a fin de cuentas, era una característica común a todos los borbones-
sino el hecho que en los quince días anteriores, el Boletín Oficial del Estado
seguía publicando decretos firmados por el Rey… decretos que el Rey no firmaba
y que, por tanto, no tenían validez constitucional y hubieran podido ser muy
bien impugnados a poco que se comprobara la validez de la firma. Ésta, se supo,
había sido realizada por un plotter… en
lo que constituye un verdadero desprecio a nuestro ordenamiento constitucional.
Pero la Casa Civil del Rey había
advertido que era muy fácil realzar el “prestigio” del monarca yeso no debía
hacerse no podía hacerse, a través de los editoriales que publicaban los Ansón
en ABC, y que lograban aburrir incluso a los monárquicos, sino a través de
artículos publicados en la prensa del colorín que eran seguidos por millones de
amas de casa. Se utilizaron los noviazgos de los hijos, los matrimonios, los
nacimientos y bautizos de los hijos, las vacaciones familiares en Baleares,
etc, para que los miembros de la Casa Real estuvieran presentes en el couché,
unas veces entre el lujo de palacio y otras en barrios normales de cualquier
ciudad, como queriendo seducir tanto a las modistillas como a las mujeres de la
burguesía media. Cuanto mayores eran los escándalos en los que se veían
implicados miembros del entorno del Rey, mayores eran las campañas mediáticas
aparecidas en la prensa del corazón. La botadura de un nuevo barco regalado por
empresarios mallorquines, o la aparición de alguna biografía “oficial”, escrita
incluso por individuos de la peor catadura (José Luis de Vilallonga pasado del
antimonarquismo furibundo al peloteo miserable en apenas un lustro), etc. Curiosamente
se ensalzaba casi exclusivamente a los elementos más mediocres e irrelevantes
de la familia real, pero se ignoraba incluso el trabajo de ayuda humanitaria
efectivo y real, de personajes secundarios del entorno (la princesa Irene de
Grecia) en los que todavía puede encontrarse restos de la antigua grandeza de
las familias reales europeas.
A lo largo de todo este período,
el papel de la monarquía es completamente gris como si desde el 23-F, Juan
Carlos se hubiera jubilado y supiéramos de él solamente por la prensa del
corazón y por los partes médicos publicados tras sus batacazos habituales.
La monarquía se convierte en
todavía más irrelevante. Cosa de lectores de la prensa del corazón. Nada más.
Los rumores sobre los escándalos privados y financieros están ahí, pero nadie
se atreve a alardear de ellos. Incluso los pocos republicanos lo son por
inercia no por estar al tanto de lo que se cuece tejas abajo en la Zarzuela.
Aparecen algunos artículos críticos en la prensa extranjera e incluso fotos
comprometidas que sirven para que el peloteó monárquico a esta parte de los
Pirineos se ponga una vez más en marcha glosando incluso el volumen del salami
regio…
Y entonces llegó la crisis
económica.
La crisis de la monarquía es una parte de la crisis total del sistema
nacido en 1977
República y monarquía suelen ser
vasos comunicantes. Más disminuyen los monárquicos, más deberían aumentar los
republicanos. Sin embargo esta ley no se cumple siempre. La república española
no ha dejado en sus dos primeros intentos un buen recuerdo. Cosa de
inestabilidades y aventuras políticas, siempre ligado a las izquierdas o a los “progresistas”.
Aun hoy con un deterioro creciente de la monarquía no puede decirse que las
manifestaciones republicanas hayan aumentado en el mismo volumen que han
disminuido los apoyos a la institución regia. Algunos podrían pensar que se
trata porque la dicotomía monarquía-república no es absoluta. Existen otras
posibilidades: la regencia, por ejemplo. En realidad, la actitud que va
creciendo no es tanto el apoyo a la república, como la hostilidad a la
monarquía. Poco a poco, la mayoría del país, que siempre ha sido indiferente
hacia la monarquía y que se toleraba como se toleraba a los sindicatos o a los
partidos, va cambiando su actitud y se va convirtiendo en hostilidad. Lo que
explica por sí misma esta actitud es la gravedad de la crisis iniciada en el
verano de 2007 con el inicio del escándalo de las subprimes en EEUU que unos
meses después desembocó en la quiebra de Lehman Brothers y contaminó a todo el
mundo, especialmente a los países europeos y muy en concreto a España.
Esta crisis ha generado la duda
sobre el funcionamiento de las instituciones. Poco a poco, la población empieza
a entrever –entre partidos de fútbol diarios, permisividad absoluta en el
consumo de cannabis, ocio y entertaintment
transmitido cada vez por más canales de tv que envuelven como en una nube sutil
la mente de las poblaciones aislándola de las realidades objetivas- que algo
está fallando en las instituciones: no hay organismos más desprestigiados a
ojos de la población que los partidos políticos, seguidos a corta distancia de
los sindicatos y, por supuesto, de la clase política nacional y autonómica. La
crisis se experimenta como algo objetivo en la propia piel: paro, crisis
económica, pérdida de poder adquisitivo, delincuencia, inmigración, cambio del
paisaje ciudadano, incapacidad para mejorar la propia situación, perspectivas de
futuro sombrías y la sensación de que hay sectores que se están aprovechando de
la crisis, medrando y acaparando beneficios, recursos y prebendas: gobiernos
autonómicos, banca, grupos financieros y, finalmente, la propia monarquía.
La corona, a decir verdad, tiene
parte de responsabilidad en esta crisis. Se trata, por supuesto, de una
responsabilidad tangencial, más por omisión que por acción (si bien la casa
real ha especulado y se ha lucrado como cualquier otro subproducto sociológico
nacido del felipismo y perseguidor del “pelotazo”): ninguna de las
instituciones del Estado, ni siquiera la monarquía que estaba en teoría por
encima de los partidos, de los agentes sociales, de las instituciones, y era el
representante de todos los españoles, ni siquiera la corona advirtió
públicamente que la vía emprendida por Aznar en 1996 cuando definió el nuevo
modelo económico de este país, era absolutamente inviable, pan para aquel
momento y hambre y ruina para el momento en el que las burbujas reventaran y
nos quedáramos con 7.000.000 de inmigrantes y 6.000.000 de parados, con una
deuda superior al billón de euros y un Estado de las Autonomías que para
sobrevivir debe de asfixiar al Estado del Bienestar. El monarca no alertó sobre
los abusos de la patronal de la construcción, de los ayuntamientos que podían
en venta suelo público a precio de oro, la inviabilidad de un Estado autonómico
creado para alimentar clases políticas periféricas, no alertó de que por encima
de la banca estaban los españoles, por encima de la patronal de la construcción
estaban los ciudadanos que no se vieron beneficiados ni con los planes irresponsables
del zapaterismo de ayuda a la banca y de creación de empleo (Planes E y E 2010),
si bien es cierto que en los mensajes de fin de año, según iban las cosas,
lanzaba alguna puya contra la corrupción, nunca hizo nada por evitar que la
corrupción se extendiese incluso por la Zarzuela y en su propio entorno
familiar… porque si la casa real debía de ser la cúspide del Estado pero
también el ejemplo de comportamiento ético y familiar para todos. Y no
solamente no lo era, sino que pronto se supo que era todo lo contrario: una
familia desestructurada o en vías de desestructuración que no solamente no
aportaba ejemplo alguno sino que es justo lo contrario: un ejemplo de lo que no
debe ser una familia tradicional.
A lo largo de 2012 la erosión de
la monarquía ha sido meteórica. A ello han contribuido tres factores: el Caso
Urdangarín con la sospecha de que, no solamente la propia princesa Elena, sino
el propio Juan Carlos, está implicado en el asunto; las constantes fugas del
rey que en momentos de crisis le llevan a los paraísos turísticos más alejados
para cazar elementas a 35.000 euros pieza, asunto que se une al último escarceo
sexual del monarca en la figura de una seudo princesa alemana dedicada a las
relaciones públicas; y el deterioro físico del monarca que no ha percibido
todavía que va camino de la ancianidad y que como jubilado que debería ser,
precisa el relevo. Estas son, en orden
de importancia decreciente, los tres factores que están arruinando a la
monarquía española y convirtiéndola en una entidad de problemática continuidad.
Por otra parte, la crisis de la
institución monárquica no forma parte sino de la crisis generalizada de TODAS
las instituciones del Estado nacido en 1978 que se ve incapaz de servir al que
debería ser su único fin, la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos
y la adopción de políticas sociales distributivas, la educación de las nuevas
generaciones y dar seguridad sobre el futuro. Ni uno solo de estos fines está
en condiciones de ser cubierto por el actual modelo de Estado que tiene cuatro
características esenciales: un Estado de las Autonomías que se come al Estado
del Bienestar; unos niveles de corrupción insoportables favorecidos por el
hecho de que no estamos en una democracia sino en una partidocracia; una
pérdida de soberanía política y económica generada por una adhesión mal
negociada con la Unión Europea y una aceptación acrítica del sistema económico
mundial globalizado; y una aceptación de las doctrinas neoliberales tendentes a
privatizar servicios y bienes del Estado con lo que podemos elegir responsables
políticos entre el PP y el PSOE pero no podemos elegir políticas económicas
porque en ambos partidos son la misma para congraciarse con “los mercados”,
esto es “con los señores del dinero”, gestores de los grandes consorcios
financieros y fondos de inversión.
Esta situación solamente puede
tener dos finales: o bien el régimen construido en 1978 cede a las presiones y
se convierte en un Estado modélico neoliberal en el que todos los servicios
estén privatizados y solamente pueda existir tranquilidad económica para una
minoría de privilegiados o bien la mayoría de la población reacciona y obliga a
realizar una profunda reforma constitucional que, en esta ocasión sería un
verdadero período constituyente. El que se dé una u otra salida dependerá de la
capacidad de reacción de la sociedad española.
En este contexto es evidente que
la experiencia habida en los últimos casi cuarenta años con la monarquía, hace
inevitable que en una futura reforma constitucional esta institución deba casi
necesariamente estar ausente a la vista de lo poco o nada que ha aportado en
este ciclo que ahora parece terminar.
Desde este punto de vista, la
monarquía es una de las muchas estructuras del Estado que deben ser reformadas
y su reforma no es algo único que afecte solamente a la forma de Estado, sino
que debe incluirse dentro de una reforma general de TODAS las estructuras del
Estado: parlamento, partidos, autonomías, “instituciones florero”, etc.
Vale la pena recordar algo que no
está carente de interés. El valor de la institución monárquica de hoy no puede
ser medido en relación a las monarquías del pasado. España ha sido hecha por
linajes de nobleza que, espada en mano, construyeron este país. Las monarquías
medievales, la monarquía de los Habsburgo, no pueden ser consideradas con el
mismo patrón que la monarquía en España en el período moderno, especialmente a
partir de Carlos IV. La legitimidad de la monarquía lo daba el hecho de que se
situaba al frente de un pueblo, espada en mano; esa monarquía tenía los máximos
privilegios pero también las máximas responsabilidades, una idea que luego
estuvo completamente ausente y cuyo primer estadio de degeneración fue la idea
de la “monarquía de derecho divino”. La historia de los borbones españoles ha
sido en general la historia de un despropósito histórico: desde Carlos IV
preocupado solamente de sus cacerías, hasta Fernando VII que no dejó ocasión de
traicionar a cualquiera que se le acercase, pasando por Isabel II a la que no
quedó palafrenero de palacio con el que no yaciera, o a Alfonso XII permanente
lánguido con sus líos de faldas o la pusilanimidad de Alfonso XIII, la historia
de los últimos borbones es suficientemente desalentadora como para seguir
considerándola una dinastía que pueda aspirar a ningún tipo de legitimidad.
Por eso cuando decimos MONARCHIA
DELENDA EST estamos recordando la frase que pronunció el virtuoso Catón cuando
mostró en el Senado Romano unos higos traídos del Norte de África limitándose a
decir Carthago delenda est (Cartago
debe ser destruida). Catón pronunciaba esta frase cada vez que concluía un
discurso a modo de idea obsesiva que se persigue sin descanso hasta que es,
finalmente, realizada. Catón consiguió finalmente que las legiones romanas
atravesaran el Mediterráneo y lograran abatir el poder de Cartago y su imperio
comercial, democrático y marítimo, sembrando de sal las ruinas de la capital. Hoy,
más que nunca, es preciso abatir, no solamente a una monarquía verdaderamente
vacía de contenidos, sino a una monarquía que se sitúa en la cúspide de un
Estado concebido no para beneficio de la totalidad de la población, ni siquiera
como estructura jurídica de la nación, sino como coto de caza del
neoliberalismo. Un Estado así no tiene razón de ser, salvo para los consorcios
económico-financieros y carece de legitimidad. Y si ese Estado es una monarquía
por eso hay que repetir una y mil veces, MONARCHIA DELENDA EST, la monarquía
debe ser destruida, porque, la otra alternativa es que el Estado, perdida la
soberanía, perdido el objetivo de defensa de los intereses de sus ciudadanos, sea
una verdadera amenaza para todos nosotros, para nuestro futuro y el de nuestro
hijos.