Infokrisis.- Hace unos años, en una excursión por las costas de la antigua Septimania, llamada antes Galia Narbonense, nos sorprendió encontrarnos con varios criaderos de ostras. Hubo un tiempo en el que estas factorías estaban extendidas por todo el Mediterráneo Occidental. Las cultivadas en Barcelona tenían una fama especial.
Decimus Maximus Ausonius en su XXVII Epístola a su discípulo Paulino de Nola, en el sigo IV, glosaba las ostras barcelonesas: “Et ostrifero adita super Barcino ponto” decía, esto es: “Y también Barcino, construida sobre el mar fecundo en ostras”.
Las ostras de Barcelona eran consumidas por las grandes familias patricias romanas que sabían apreciarlas. A Ausonius, su discípulo Paulino, casado con la barcelonesa Tarasia y radicado en la Colonia Julia Augusta Paterna Faventia Barcino, le envió una provisión de garum y las inefables ostras que el receptor glosó en su epístola.
Aún hoy pueden verse las tinajas y recipientes en las que fermentaba el garum en los sótanos del Museo de Historia de la Ciudad. A pesar de todos los intentos de reconstrucción que se han intentado realizar estas últimas décadas y a despecho de la genialidad de algún hostelero avisado que ha optado por dar su interpretación particular del garum compuesta pasta de aceitunas negras machacada con sardinas en salazón, lo cierto es que se ignora completamente el proceso de fabricación de este alimento que, sin duda, constituyó la primera industria de exportación en la Barcelona Romana. Parece que las vísceras de algún pez, se intuye que de caballa -entonces abundante en las cosas de Barcino- se dejaban fermentar al sol sobre piedras bastamente talladas. Debía mezclarse con algunos otros productos, además de con sal marina, que no se intuyen y el producto era una especie de salsa densa y oscura que daba saber a cualquier otro alimento.
Los layetanos, primitivos habitantes de Barcelona debieron llevarse bien con los colonizadores romanos. Paulino cuenta de ellos que al no hablar latín se referían al garum con el nombre local de muria. Ausonius en la famosa Epístola le llamaba garum sociorum que puede ser traducido como “licor de los aliados”, indicando que el de mayor prestigio en ese momento correspondía al elaborado en Cartago Nova (la actual Cartagena), ciudad aliada de Roma.
El garum no era barato y su consumo quedaba reducido a las altas familias patricias de la capital imperial. Estaba reputado de ser un alimento afrodisíaco y se empleaba también como remedio medicinal; las mujeres se untaban con él el rostro para conservar la tersura de su piel.
Sin embargo, a pesar del prestigio que adquirió el garum barcelonés, nos parece mucho más importante el otro alimento producido en la ciudad en aquel tiempo, las ostras.
Al igual que el garum, las ostras había sido traídas por los romanos y a éstos ambos alimentos les llegaron, como tantas otras cosas, de Grecia. El geógrafo Estrabón, que escribió en torno al año 0, ya glosó las ostras de la Tarraconense. Si tenemos en cuenta que Barcelona fue fundada, más o menos, en esos mismos años, da la sensación de que los legionarios de Augusto, desmovilizados tras las guerras cántabras y a los que se adjudicó el llano de Barcelona para colonizarlo, trajeron el cultivo de la ostra. Él y otros geógrafos e historiadores romanos elogiaron también el vino producido en la Tarraconense y los cerdos criados en el interior. En aquella época, las comarcas de Barcelona y Tarragona estaban cubiertas de encinas y robles y crecían cerdos salvajes a partir de los cuales surgió una incipiente industria alimentaria de la que hoy todavía quedan testimonios en Osona.
De las ostras de Barcelona, el malogrado Néstor Luján nos dice que eran más pequeñas que las cultivadas en otras zonas del Mediterráneo, pero mucho más sabrosas y agradables. Se cultivaron en todo el Marésme y solamente la industria desapareció en las convulsiones de las invasiones germánicas. Los visigodos, pueblos nómadas del interior, que tenían poco interés por lo naval, al llegar a Barcino se despreocuparon tanto del garum como de las ostras. Luján nos cuenta que la última ocasión en la que se menciona como alimento de contemporáneo era en algunos documentos del siglo V. Luego desaparece. Es posible que Ataulfo en sus amoríos con Gala Placidia aun pudiera degustar las ostras y el garum barcelonés, pero sus sucesores no pusieron el más mínimo empeño en mantener esos manjares que reputaban de delicados y decadentes.
Los alimentos que hasta entonces habían sido desconsiderados por los patricios romanos, pasaron a ser habituales en el Reino Visigodo: el hormigo de cebada, las gachas de trigo, las habas secas y el garbanzo. Especialmente el garbanzo era un alimento considerado como grotesco para los romanos. Plauto da como característica de uno de sus personajes que quiere ridiculizar el nombre de Pultafagónides, literalmente “goloso de garbanzos”. Se decía que los comedores de garbanzos terminaban teniendo cara indolente y el propio Plauto cita a un esclavo cartaginés “con cara de idiota” que devoraba constantemente garbanzos en los arrabales de Roma.
Seguramente el tabú del garbanzo se debía a que había sido traído a la Península Ibérica por Asdrúbal y los cartagineses solían consumirlos con fruición. Los primeros cultivos de garbanzos se ubicaron en torno a la, por entonces, pujante colonia cartaginesa de Cartago Nova y de ahí, se extendieron a la Tarraconense.
La carne más habitual en aquella época era la de conejo. No se criaban en cautividad y se trataba siempre de liebres o conejos silvestres. Plinio llega a explicar que el nombre de Hispania procedía del término cartaginés i-sephan-in, literalmente, “costa de los conejos”, lo cual parece improbable. Catulo, así mismo exagerado, alude a la cuniculosa celtiberia como expresión negativa de nuestra península. Algo debía haber porque el emperador romano Adriano, oriundo de España, hizo grabar en sus monedas la imagen del conejo.
El romano, como podemos intuir, vivía en un universo simbólico en el que las filias y las fobias no eran gratuitas sino que hincaban sus raíces en profundidad. Ya hemos visto que los garbanzos eran denostados por ser considerados alimento habitual en Cartago. De hecho, la antítesis romana en relación a Cartago tenía mucho más de mítica que de política: los púnicos adoraban a la Diosa, los romanos situaban en lo alto de su panteón a dioses viriles y apolíneos; los primeros divinizaban a la Tierra Madre, los segundos al Sol, como padre de toda generación; para Roma esto era lo esencial y no la antítesis entre su potencia continental y el poderío naval de Cartago, o el hecho de que ésta situara en el centro de su paradigma al comercio y a la aristocracia comerciante, mientras que para Roma la idea central era el Estado formado en torno al patriciado sagrado.
El mundo antiguo, y Roma en particular compuesta según los historiadores antiguos por “hombres piadosísimos”, se movían en un universo de símbolos. Un símbolo es la expresión sensible de una idea. El garum era considerado como un alimento sagrado –y por tanto preferido- en tanto que era una “esencia” del mar y en él se veía un vehículo de toda generación. Por su parte, la ostra tenía también un carácter sagrado que derivaba de las perlas que aparecían en el interior de algunas. En tanto que producto marino se le vinculaba con la espuma del agua de mar que había dejado embarazada a Venus y, de esa relación, derivaban sus cualidades afrodisíacas. La Venus romana surge de la Afrodita griega cuyo nombre quiere decir “surgida de la espuma”, cuando Crono cortó los genitales a Urano y los arrojó al mar.
La perla es una secreción de la ostra y, a pesar de su belleza y perfección, está oculta entre las conchas fuera de la vista de todos. Por ello era tenida como símbolo de humildad. Simbolizaba así mismo las riquezas interiores, esto es, espirituales.
La perla, por su parte, está simbólicamente relacionada con el Agua y con la Mujer; su redondez y el tono nacarado la asimilan a la superficie lunar, el astro que, por su ciclo mensual, está vinculado al período femenino. En las culturas mediterráneas se atribuía al polvo de ostra cualidades afrodisíacas y medicinales. Para los griegos era emblema de la luz y del matrimonio. El mismo Platón concibe a los seres de la raza originaria como esféricos, “como la perla”. Todos estos significados paganos son asumidos luego por el cristianismo. Orígenes llega a comparar a Cristo con la perla.
Los gnósticos fueron capaces de elaborar una teología simbólica a partir de la perla: fragmento de luz, la perla estaba sumergida en las aguas –símbolo del devenir y de lo caótico del mundo- y encerrada en una concha, en contacto con el agua cenagosa, de la misma forma que las almas están encerradas en los cuerpos. “Buscar la perla”, pues, significa intentar liberar el alma de sus ataduras terrenales. “Encontrar la perla” no puede hacerse sin un gran esfuerzo y sin un impulso irrefrenable hacia la verdad, el conocimiento y la perfección. La perla es para gnósticos –como lo será más tarde para los hermetistas- el símbolo del alma caída y aprisionada en la materia que late en el interior de todo ser humano y que está ahí a condición de que sepamos encontrarla. En los primeros siglos del cristianismo, los gnósticos buscaron la perla, como a partir del siglo X se buscó el Grial.
Una vez obtenida la sabiduría no puede ponerse en manos de quien no sabría entenderla o haría mal uso de ella. Por eso el Evangelio de San Mateo dice aquello de “no echéis perlas a los cerdos”.
Algunos de estos significados coinciden precisamente con los que el pensamiento mágico romano atribuyó al conejo y a la liebre. Este animal estaba relacionado en la mitología clásica a la Tierra Madre, a su humedad y a las aguas que hacían florecer la vegetación. Las madrigueras del conejo y su ubicación en bosques y cultivos, permitían estas analogías. Así mismo, al igual que la perla, había en el conejo algo que los romanos asociaban a la luna y a lo femenino. El conejo dormía de día y abandonaba preferentemente sus madrigueras por la noche, prefiere la luz de la Luna a los rayos del Sol. Y además, los conejos son excepcionalmente prolíficos, es decir, en cierto sentido “venusianos”…
A partir del siglo V, el conjunto de símbolos y significados que acompañaron a los romanos en su tarea civilizadora empezaron a olvidarse ante el empuje de los nuevos conquistadores godos. Pasaron las centurias y todos estos símbolos parecieron olvidarse, pero en el siglo XIX todo este universo dio muestras de seguir existiendo.
En la cornisa de la Casa Xifré, en el Paseo de Isabel II, apenas visible a nivel de calle, hay un friso extraño e inesperado cincelado hacia entre 1839 y que ya existía cuando XXX XXXXX realizó el primer daguerrotipo con el que empezó en España la historia de la fotografía. En el centro del edificio puede verse todavía a Saturno provisto de sus atributos, la guadaña y el reloj de arena, junto a Urania embarazada y sosteniendo el compás abierto 45º. Pues bien, a la izquierda de esta figura central puede verse un friso con dos tritones, junto a uno de los cuales puede verse una concha en cuyo interior aparece un perla. Al otro lado, un casco guerrero colocado sobre un cetro, muestra unas largas orejas de asno.
Algunos han sostenido que esas orejas eran las propias de una liebre, pero se trataría de una reiteración: como hemos visto, el símbolo del conejo y el de la perla son similares y remiten a lo telúrico y lunar. Sin embargo, a poco que se miren las que figuran en la cornisa de la Casa Xifré, se percibe fácilmente que, por su tamaño y estilización, remiten al asno.
El asno es el símbolo de los viejos dioses traídos por los germanos a la vieja colonia Julia Augusta Paterna Faventia Barcino.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es