En 1961 Julius
Evola publicó Cabalgar el Tigre. Se trataba de una obra, no
particularmente extensa en la que el autor realizaba un análisis completo sobre
los distintos aspectos de la modernidad. Todavía hoy, su lectura estremece, al
advertir que el análisis de Evola se adelantó a su tiempo y que la obra había
previsto los desarrollos que tendrían las principales corrientes
socio-culturales en los siguientes sesenta años.
El autor, apenas
ocho años antes (en 1953) había lanzado lo que puede considerarse como el gran
manifiesto político de la derecha tradicional de la postguerra europea (acaso
el único que ese sector político fue capaz de producir en esa época), Los
hombres y las ruinas, una verdadera llamada al combate, rectificaba las
posiciones y decía en 1961, textualmente, que la política no es un campo preferencial
de trabajo, salvo para aquellos cuyo carácter y aptitudes están predispuestos
para ello. Afirmaba que “hacer las cosas bien” en política no era mejor que
hacer otro tanto siendo traficante de drogas o proxeneta. En la década que media
entre la aparición de una y otra obras, Evola había llegado a la conclusión de
que las “desintegraciones” que estaba sufriendo el mundo eran de tal calibre
que ya no podía hacerse nada para rectificar el rumbo. Era preciso… “cabalgar
el tigre” y ver en qué podían ayudar estos procesos para el “hombre
diferenciado”, aquel que no se resignaba a seguir la corriente como los peces
muertos, sino que aspiraba a realizar una transformación efectiva de su ser.
Cerrada la vía de
la política, en el que la “acción heroica” pudo manifestarse en otro tiempo,
quedaba la vía de “asomarse al interior”. Evola, a lo largo de la obra da
algunos consejos en esta dirección.
Pero, Cabalgar
el Tigre tiene un problema: fue escrito en un mundo muy diferente al
nuestro, prácticamente irreconocible. Evola había previsto la “aceleración de
la historia”, entendido como el aumento de la velocidad asindótica de caída de
los niveles de civilización. Pero lo había previsto desde la óptica de 1961 y,
si bien, los procesos de disolución cuyo análisis aborda en el terreno de la
filosofía, de la técnica, de la familia, de la religión, de la política, siguen
sucediéndose tal y como previó, no es menos cierto, que, especialmente a partir
de 2001, fueron apareciendo elementos nuevos que contribuyeron a acelerar la
velocidad de desintegración de nuestra civilización. En estos párrafos
pretendemos realizar un seguimiento a estos procesos disgregadores. Esto
implica realizar un análisis completo de las distintas derivas de la
modernidad.
* *
*
Entre mis
recuerdos infancia figuran dos películas a cuya proyección asistieron mis
padres. Yo era demasiado pequeño para acompañarlos a estas sesiones sólo “para
mayores de catorce años”, pero, al volver, me contaban lo que habían visto con
las palabras que puede entender un niño de apenas cinco años. Hubo dos
películas que me llamaron la atención. Se estrenaron en España, unos años
después de que fueran filmadas. Una de ellas era La senda de los elefantes,
la otra Cuando ruje la marabunta. Las dos se filmaron en 1954 y debieron
llegar a España un par o tres de años después. De mayor, claro está, tuve la
ocasión de ver ambas cintas. En la primera, una mujer se va a vivir a Ceilán a
una plantación de té que se ve amenazada por hordas de elefantes sedientos y
enloquecidos; en la segunda, otra mujer acude a la selva amazónica para casarse
con el propietario de una plantación que resulta asolada por una plaga de
hormigas asesinas.
Sería difícil
encontrar animales tan opuestos como la hormiga y el elefante. Lo que es grande
en el elefante, tiene su contraste en lo minúsculo de la hormiga; el paquidermo
escasea sin haber disminuido su potencia, en cuanto al segundo es una especie
que prolifera con miles de millones de individuos; los elefantes tienen larga
vida, mientras que en las hormigas es breve; el elefante tiene una inteligencia
-e, incluso, una memoria- individual, en cambio, la hormiga tiene una
inteligencia colectiva.
A Salvador Dalí,
con tendencia a apreciar instintivamente cualquier simbolismo, ya le habían
llamado la atención ambas especies animales. Cuenta que, de pequeño, observó el
caparazón de un insecto que había sido devorado por hormigas. En su neurosis
obsesiva, Dalí veía en esto el símbolo de la muerte y también en del deseo
sexual (sin duda, por la proliferación de hormigas que sugería la fecundidad de
la reina). En sus sueños de adulto, Dalí empezó a ver elefantes zancudos, con
patas largas, delgadas, frágiles, casi invisibles que portan pesadas cargas en
su lomo y con la trompa levantada que, para él, sería también otro símbolo
sexual, especialmente cuando, en sus creaciones artísticas, los hace acompañar
de obeliscos.
Dalí había
identificado dos símbolos esenciales para caracterizar nuestra época, solo que,
en su obsesión freudiana, los había interpretado de manera errónea. Y, sin
embargo, hormiga y elefante, por sí mismos, bastan para caracterizar nuestro
tiempo.
Recordemos que,
para René Guénon, el símbolo es la “expresión sensible de una idea”. Para que
un símbolo pueda ser considerado como tal, es necesario que sea universal, esto
es, fácilmente accesible a todo el mundo y perceptible de manera natural con
sólo visionarlo una vez. El hombre occidental, en general, ha perdido el
sentido de los símbolos: vive en un mundo de realidades tangibles. Una mesa es
una mesa en tanto que tiene una tabla, cuatro patas y sirve para realizar sobre
ella alguna actividad. Pero un círculo, en sí mismo, no representa ninguna idea
tangible, en la medida en que expresa también la idea de lo que no tiene
principio ni fin, lo que se cierra sobre sí mismo, o aquello cuyos puntos de
los que está compuesto distan lo mismo de un centro, y cualquier otra
característica simbólica, alude a algo “metafísico” que se sitúa de espaldas y
por encima al campo preferencial en la que el ser humano actual desarrolla su
vida, el mundo de lo “físico”.
El mismo Guénon
aludía en El Reino de la Cantidad y los signos de los tiempos a la
progresiva materialización (o solidificación) de la modernidad. En los tiempos
en los que Evola y Guénon escribían sus obras (años 20-60 del siglo XX),
todavía era posible encontrar individuos, incluso grupos organizados, que
aspiraban a conocer el mundo que está “más allá de lo físico”. Pero hoy, estos
sectores, se encuentran prácticamente desaparecidos y resulta difícil entablar
conversaciones sobre “lo espiritual”, y mucho más encontrar verdaderos “maestros
espirituales”, incluso, para la mayoría, resulta remoto hacerse una idea de lo
que encierran conceptos metafísicos o cualquier cosa que no sea la pura
materialidad. Parece como si un filón de la cultura se hubiera extinguido. En
muchos casos, “lo espiritual” es reducido a lo psíquico o, incluso, a meras
supersticiones o a doctrinas orientales malamente explicadas y peor enseñadas
por gurús de medio pelo con ansias de utilizar lo “metafísico” para saciar sus
necesidades tan “físicas” como inconfesables. Ya aludiremos más adelante a este
orden de ideas; retornemos, por el momento al simbolismo de la hormiga y del
elefante.
Nadie se
sorprenderá si afirmamos que, de entre todos los animales, el elefante africano
se lo más parecido a una apisonadora. Las manadas de elefantes, formadas por
pocos individuos, asolan los territorios por los que pasan, abren caminos,
arrancan árboles con sus trompas o, simplemente, embistiéndolos, y nada se
resiste a su paso. Las legiones romanas temían a los elefantes que conseguían
romper sus barreras de escudos sin inmutarse y tardaron en elaborar tácticas
para contrarrestar su papel como punta de lanza de los ejércitos cartagineses.
Si tuviéramos
que compara el elefante con algo existente en nuestro mundo, sin duda,
podríamos hacerlo, sin forzar el simbolismo, con los “señores del dinero”, con las
grandes acumulaciones de capital, con los fondos de inversión omnipotentes y
omnívoros, y con las “dinastías económicas capitalistas”. En la modernidad, se
hace y se deshace solamente lo que ellos quieren. Contrariamente a lo que se tiene tendencia a
pensar, no constituyen una única fuerza, sino un mismo estado de espíritu, con
los mismos objetivos, idénticos métodos e igual lógica, pero divididos en
distintas manadas, incluso enfrentadas entre sí. Cuando una de estas manadas
entra en acción, nada se resiste a su paso, no hay baluartes ni barreras que
logren detener su avance. Porque el “elefante”, en forma de gigantescas
corporaciones e inhumanas acumulaciones de capital, es, a fin de cuentas, la
imagen simbólica que mejor corresponde a uno de los aspectos de la globalización
y de la actual etapa del neocapitalismo.
Pero luego está
el otro aspecto representado por la hormiga carnívora. Ésta no posee la fuerza
del elefante, pero si la que le otorga el número. Allí donde va, también lo
arrasa todo. Ver moverse a un termitero es contemplar el avance del “hombre
masa”: en él no existe el pensamiento individual, sino reacciones colectivas, si
el elefante es el rey de la fuerza bruta, la hormiga es el emperador de la
cantidad, de lo indiferencia, de la masa de seres que discurren vorazmente hacia
allí en donde pueden ser satisfechos sus instintos más primarios.
No es raro que
las plantas de producción industrial se hayan desplazado hacia Oriente; allí,
desde la noche de los tiempos, el mandarinato ha impuesto su esquema: la
sumisión a los que mandan (hoy en forma de nuevos mandarines del Partido Comunista),
el cumplimiento de un triste destino hasta la extenuación, la invasión de todo
territorio en donde haya algo que esquilmar. Sería difícil no ver como un
termitero a la República Popular China a donde han ido a converger mediante “deslocalización”,
las manufacturas de buena parte del mundo. Allí es donde empleados anónimos, al
servicio de los nuevos mandarines, comunistas y de la nueva clase empresarial, producen
continuamente millones de objetos que se consumirán en todo el mundo. Los bajos
costes de producción terminan arrasando la industria en cualquier otra parte
del mundo y, para colmo, dado que en aquel país existen abundantes excedentes
de población, se exporta carne humana en forma de emigración a todo el mundo.
Hoy, en Cataluña, es más fácil encontrar un bar regentado por chinos que
comprar una barretina y, cuando se encuentra, seguramente la venderá un
badulaque propiedad de chinos…
De la misma
forma que existen distintos tipos de hormigas carnívoras (las hay “guerreras”,
las hay “exploradoras”, las hay “zapadoras”, además, por supuesto de la “reina”),
en la humanidad los chinos no son la única marabunta presente en el escenario,
el “hombre masa”, el consumidor compulsivo, aquel que es permeable a las
sugestiones de la publicidad y, en general, todo aquel que se mueve en el
universo del “look”, del “entertaintment”, del “advertising” y quiera hacerse
un hueco preeminente como “influencer” en las redes sociales telemáticas y,
precisa, mostrarse como poseedor de los últimos productos lanzados al mercado, constituye
otra de las variedades de estos insectos.
Nuestro mundo
está dominado por las grandes corporaciones y las grandes acumulaciones de
capital -los elefantes- y por la producción dirigida por los nuevos mandarines
y por el hombre-masa, el consumidor, esto es, por las hormigas. Hay pocas
defensas posibles contra lo uno y contra lo otro. Se diría que los animales más
enormes y los insectos más minúsculos se han conjurado para destruir el mundo. Los
elefantes abren el camino al consumo, son aspiradoras de riqueza, su avance implica
que cada metro devastado aumenta su poder y su influencia en las alturas
económicas; las hormigas lo arrasan todo a su nivel, en lo bajo, en el día a
día del “hombre masa”.
En lenguaje
marxista, parece bastante claro que las corporaciones y los “señores del dinero”
son las infraestructuras operativas que ponen en marcha las superestructuras en
donde se encuentran los siervos del mandarinato y el hombre-masa. Sea como
fuere, la acción de élites económicas irresponsables, de productores alienados
y de consumidores integrados, están devastando la modernidad. Más aún, a poco
que tengamos una edad superar a 40 años, nos será posible apreciar que la
velocidad en la que se están produciendo tales devastaciones, va aumentando. Resulta
impensable pensar que las transformaciones que se están produciendo en la
modernidad, conseguirán estabilizarse en algún momento. La idea de “progreso”
implica que, para “avanzar”, es necesario, como lo es para el ciclista, seguir
pedaleando. Detenerse, supone caer. Pero seguir avanzando supone algo todavía
peor, especialmente, si como está haciendo la civilización actual, por delante
solamente existe un precipicio.
No es aquí el
lugar para presentar lo que otros autores ya han hecho con particular
brillantez: el proceso de decadencia del mundo y de inestabilidad creciente, es
algo en lo que insistieron Julius Evola (que trazó la génesis de la decadencia
en la segunda parte de su Revuelta contra el mundo moderno) y René
Guénon (que sentenció el cumplimiento del destino fatal de nuestra civilización
en La crisis del mundo moderno). No es cuestión de repetir sus análisis,
sino de recordar sus sentencias y actualizarlas:
- Toda
decadencia es un producto del alejamiento de lo espiritual y de períodos de
materialismo que se van exasperando a medida que lo metafísico deja de estar en
el centro de los valores y de los sistemas de organización social.
- Estamos
llegando al final de un ciclo. La modernidad, no es la etapa intermedia
hacia una “new age” de paz, amor y fraternidad universal, sino la última etapa
de decadencia.
- Nuestra
civilización no es eterna y el mundo basado en el paradigma newtoniano mecanicista,
en los ideales de la revolución francesa, en la economía liberal llevada a sus límites
extremos, y en el proceso producción-consumo, produce cada vez más desajustes a
medida que avanzan las “revoluciones industriales”.
- La
velocidad de caída no es uniforme: se está acelerando y esa aceleración es
perceptible, no solo observando el inicio del actual ciclo (en 1945), ni
siquiera desde las fechas claves de 1989 (Caída del Muro de Berlín e inicio de
la globalización), 2001 (episodio de las Torres Gemelas), sino incluso va a ser
visible en la década 2020-2030, dominada por la “cuarta revolución industrial”
y el cambio tecnológico acelerado.
- Han dejado
de existir “muros de contención”: la corrección política y el pensamiento
único, ejercen un chantaje al que muy pocos parecen dispuestos a resistir. Por
otra parte, incluso los grupos sociales que ejercían como representantes de los
sectores burgueses y conservadores, se van deshaciendo como hielo bajo el sol:
aristocracia, iglesias, moral, valores burgueses, etc.
Estando de
acuerdo en estos puntos, la velocidad con la que avanza la modernidad, obliga a
introducir algunos cambios de perspectiva en relación a los consejos que se
podían leer en Cabalgar el Tigre. Evola sostenía que lo principal es “no
dejarse impresionar” por las destrucciones a las que estamos asistiendo y Guénon,
contextualizaba nuestra época dentro de la doctrina tradicional de los ciclos,
explicando que “todo desorden parcial, no es más que un factor de un orden más
general”.
Vale la pena
recordar que las marabuntas de hormigas avanzan hasta que, finalmente, una ley
de su especie, las detiene. Hoy se conocen los motivos, antes o después a las
hormigas les fallan sus feromonas; están habituadas a seguir a la que tienen
delante, pero si, en algún momento de la marabunta, se produce un error en la
apreciación de las feromonas, las que siguen detrás, se limitan a imitar a las
que van por delante, llegando a morir de agotamiento. También, un hormiguero
muere cuando muere su reina. Y ésta, como nada de lo que existe en este mundo
sublunar en eterno. Así mismo, es relativamente frecuente presenciar “guerras
de hormigueros” que enfrentan a ejércitos opuestos y dejan decenas de miles de
cadáveres en el suelo: porque las hormigas, como los humanos, también se
destruyen a sí mismas. Finalmente, en los casos extremos, la única manera de
detener una marabunta -y tal como suele detenerse- es mediante el fuego,
utilizando lanzallamas o gasolina inflamada.
En cuanto a los
elefantes, en África se conoce el emplazamiento de “cementerios” de estos
paquidermos. Su última senda les conduce hasta allí. Hasta el último momento
van arrasando los territorios por los que pasan, intuyen que van a morir, están
viejos y cansados, pero siguen avanzando, hasta que, en un momento dado, al
llegar al “cementerio”, se desploman. El elefante ha muerto de forma natural. Y,
claro está, también puede ocurrir, como de hecho ocurre con frecuencia, que
sean cazados, no como deporte sino por el marfil de sus cuernos. También aquí
podemos ver en esto el simbolismo de aquel que acumula y lleva consigo un bien
codiciado por otros, que se convierte en causa de su muerte.
Hasta las
especies que parecían invencibles -una por la fuerza y el tamaño de sus
individuos aislados y la otra por la masa y la agresividad depredadora- desaparecen.
Sus trayectorias nos parecen perífrasis simbólicas excepcionalmente ajustadas a
la realidad para describir nuestro mundo y la perspectiva de su final. El
propio sistema creado por el neoliberalismo globalizado y mundialista, con sus
elefantes y sus hormigas simbólicas, puede desaparecer como lo hacen estos
seres de la naturaleza.
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Las
observaciones realizadas hasta aquí justifican el trabajo que nos hemos
propuesto:
- analizar con
detalle y prever el desencadenamiento, el alcance y el colapso de los elementos
de la modernidad surgidos con posterioridad a Cabalgar el Tigre (1961) y
con especial atención a los que pueden preverse en la “cuarta revolución
industrial”.
- prever las
características que puede revestir el “final de la última parte” de este ciclo
de la decadencia en el que estamos embarcados, añadiendo algunos consejos
complementarios a los aportados por Evola en la citada obra.
(continuará)