Demos otro
paso ya que hablamos de herencia: la propiedad. Contrariamente a lo que
algunos tienen tendencia a pensar, la propiedad privada no existió siempre.
El establecimiento de la propiedad privada fue largo, trabajoso y no se realizó
de manera uniforme. Los germanos cultivaban la tierra y eran propietarios de la
cosecha... pero no de la tierra. Las tribus indoeuropeas se reunían cada año
para deliberar qué lotes de tierra debían cultivar sus miembros. Había
variantes: para los griegos, la cosecha era propiedad común y sólo la tierra
pertenecía al patrimonio de la familia.
Pero fuera
cual fuese la desembocadura práctica, lo cierto es que en las sociedades
indo-europeos la religión doméstica, la familia y el derecho de propiedad
estaban íntimamente unidos. Cada familia tenía sus dioses y su culto; la
propiedad se inicia precisamente con ese concepto: la familia es propietaria
colectiva de los dioses.
En un segundo
paso dado que los dioses están asentados en el culto doméstico, esto es, en el
hogar, y éste sobre una tierra, existe finalmente una relación misteriosa
entre los dioses y el suelo. Y esto estaba arraigado de tal manera que la pena
de destierro por la cual el sujeto debía abandonar la tierra de sus ancestros,
era considerado como tan grave como la pena de muerte e incluso más porque
suponía vagar por el mundo como un muerto en vida, sin relación con un linaje,
con un culto doméstico y con un hogar.
Después de
los dioses, el hogar –templo de esos dioses- constituye la segunda etapa de la
aparición del derecho de propiedad. Pero, fijémonos, que no se trata de una
propiedad individual, sino familiar. Aquella seguía sin existir. El hogar
tenía puerta y esta debía permanecer cerrada, ¿por seguridad? ¿para preservar
la intimidad? Sólo en parte: no conviene que el hogar permanezca abierto para
que alguien ajeno a la familia vea el desarrollo del culto doméstico. Por eso
los dioses de este culto se llaman “penates”, literalmente dioses interiores u
ocultos.
Por eso
mismo, el hogar es aislado del exterior mediante un cercado que delimita un
recinto sagrado que el dios protege y vela. Violar este recinto supone, no un
atentado a la propiedad privada, sino un sacrilegio y una muestra de impiedad.
De ahí la dureza con que siempre se castigó en el mundo antiguo el
“allanamiento de morada”. El domicilio era inviolable: el dios doméstico
–comenta Fustel- “ahuyentaba al ladrón y alejaba al enemigo”. El recinto
sagrado era el herctum y en su centro estaba el altar doméstico.
Cada casa
debía estar aislada de otras; no podía haber muros en común: miren
cualquier bloque de apartamentos de nuestra ciudad y los ansiados “adosados” y
verán hasta qué punto estamos hoy en la inversión del concepto antiguo de
hogar. “¿Qué hay de más sagrado que la morada de cada hombre?” se preguntaba
Cicerón. Hoy sería fácil responderle: la televisión, el automóvil. Y en cuanto
a lo que hoy llamamos “allanamiento de morada” penado hoy de seis meses a dos
años de prisión, en otro tiempo suponía un sacrilegio. Fustel –siempre Fustel-
escribe: “Para invadir el campo de una familia era necesario derribar o
cambiar de sitio un límite; ahora bien: este límite era un dios. El sacrilegio
era horrendo y el castigo severo”. Los romanos, que para esto no se andaban
con chiquitas, establecieron en su legislación más antigua: “Si ha tocado el
término con la reja de su arado, que el hombre y sus bueyes sean consagrados a
los dioses infernales”, en otras palabras, que el hombre y los bueyes
debían ser sacrificados en expiación.
Nadie podía
vender su propia casa –para horror de los API y desesperación de los gestores
hipotecarios-, ni renunciar a ella. Era una ley antigua. Ni vender la tierra ni
dividirla. La cosa es coherente: “Fundad
la propiedad en el derecho del trabajo, y el hombre podrá enajenarla. Fundadla
sobre la religión y ya no le será posible, pues un lazo más fuerte que la
voluntad humana asocia al hombre a la tierra”. Fustel una vez más.
La propiedad
no es propiedad de un sujeto, sino que éste es su depositario en tanto que mero
eslabón en la cadena del linaje. Por eso mismo la expropiación con fines de
utilidad pública era desconocida por los antiguos. La Ley de las Doce
Tablas prescribía la imposibilidad de confiscar las tierras de un deudor,
pero con la misma autoridad establecía que el cuerpo de éste pertenecía al
acreedor. La sociedad antigua no bromeaba con ciertas cosas.
El derecho de
sucesión estaba plenamente regulado y garantizado. Cicerón resume: “La
religión prescribe que los bienes y el culto de cada familia son inseparables y
que el cuidado de los sacrificios recaiga en aquel que reciba la herencia”.
Y un abogado griego especificaba ante el juzgado: “Reflexionad bien, jueces y decidid entre yo y mi adversario quién debe
heredar los bienes de Filémon y hacer los sacrificios sobre la tumba”.
Porque el cuidado del culto y la sucesión son inseparables. Fustel
colige de todo esto que: “transmitiéndose
la religión doméstica de varón en varón, la propiedad se hereda del mismo
modo”. Lo que hace que el hijo herede no es la voluntad personal del
padre. El padre no necesitaba hacer testamento: el hijo hereda sin
restricciones. Pero es el hijo mayor el que hereda; no la hija. ¿Por qué?
Dado que la
hija no es apta para mantener la llama de la religión doméstica en la medida en
que al casarse renuncia al culto de su propia religión para asumir la del
esposo, por eso mismo no tiene derecho a la herencia. Hacer heredera a la hija
implicaría dejar al altar doméstico sin culto.
¿Y si el padre
moría sin hijos? Entonces se intentaba buscar entre sus familiares quien debía
ser el continuador del culto. La ley ateniense prescribía que “Si un hombre
muere sin hijos, el heredero es el hermano del difunto, con tal que sea hermano
consanguíneo; a defecto de éste, el que hereda es el hijo del hermano: pues la
sucesión pasa siempre a los varones y a los descendientes de los varones”.
De todo esto
puede deducirse que nuestros antepasados no daban importancia alguna al
testamento. Los recios habitantes de Esparta lo proscribieron, simplemente.
Solón en su código lo permitió sólo a quienes morían sin herederos. Legar
arbitrariamente los bienes era una opción que apareció en un tiempo muy
posterior a los orígenes. Todo el patrimonio era indivisible e iba a parar al
primogénito, el “hijo del deber”. El Código de Manú, ley de los antiguos arios
establecía que “el primogénito sienta por sus hermanos menores el amor de un
padre por sus hijos, y que éstos, a su vez, lo respeten como a un padre”.
El padre de
familia detenta una autoridad similar a la de un jefe de Estado. Falta
saber de dónde derivaba tal autoridad, pero está claro que ésta era, sobre el
papel, absoluta hasta el extremo de poder vender y matar a su hijo. En el
mundo clásico el origen del derecho no hay que buscarlo en un legislador, sino
en la familia. Los principios que regían a la familia, con el tiempo
pasaron a ampliar su radio de acción y a trasladar sus principios a un marco
más amplio.
La autoridad
en la familia, contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, no la
detentaba el padre en tanto que tal. Hay alguien que está por encima del padre:
la religión doméstica y el dios al que los griegos llamaban el “hogar-dueño” y
los latinos “lar familiae pater”. Era una divinidad interior o, con
más precisión, la creencia que anida en el alma humana, una autoridad
indiscutible a partir de la cual se establecía la jerarquía familiar. El padre
era el primero en tanto que encendía el fuego sagrado y lo conservaba. Era el
pontífice, quien establecía puentes entre el mundo humano y el de los lares. Le
corresponde dirigir y ejecutar la liturgia y los sacrificios, pronuncia las
oraciones. La familia se perpetuaba a través suyo. Cuando muera se transformará
en un ente divino que los descendientes invocarán.
La mujer tenía
otro rango, ni superior, ni inferior, simplemente diferente. Las
legislaciones indo-europeas la consideraban como una menor de edad. No podía
tener hogar propio ni presidir el culto. Era la materfamilias pero perdía el
título al morir el marido. Soltera estaba sometida al padre; muerto el padre, a
sus hermanos; casada a su marido; muerto el marido, a sus hijos. Que no se
vea en esta dependencia una imposición, ni el derecho del fuerte, sino que
derivaba de las creencias religiosas que situaban al varón como pontifex del
culto doméstico. La mujer ejercía también, en cierto sentido, un sacerdocio.
Tiene sus derechos derivados de ser la encargada de velar para que el hogar
no se extinga. Sin ella, el culto doméstico resulta insuficiente. Si el
paterfamilias enviuda, pierde por eso mismo el sacerdocio.
En
contrapartida, la legislación, las costumbres y la tradición romana atribuían a
la mujer una gran dignidad, tanto en su papel de madre matrona como de amante.
No nos engañemos: pocas sociedades como la romana han tenido en tan alta estima
a la mujer y la han dotado de semejante veneración, incomparable con el rol
social actual de la mujer.
El hijo, por su
parte, no podía cuidar el culto doméstico mientras viviera el padre y no
importaba si se casaba y tenía hijos. En la casa romana, en la casa
indo-europeo, si bien no existía la igualdad de derechos y obligaciones, si al
menos había una igual dignidad. Esto es mucho más de lo que existe hoy.
La religión
doméstica configuraba el núcleo familiar y lo organizaba. Se equivocan
quienes atribuyen a este modelo organizativo un machismo inherente a la
condición de varón del padre. En absoluto, repitámoslo otra vez, esa
preeminencia aparecía en función de su papel en el culto doméstico y de su
condición de sacerdote del hogar y depositario de los misteriosos ritos del
culto y de las fórmulas secretas de oración.
Fustel de
Coulanges realiza un análisis etimológico de la palabra “pater”. En griego,
latín y sánscrito la palabra era la misma y tenía idéntico significado. Era una
palabra –y un concepto- antiguo, casi diríamos “originario”. Cuando los
romanos querían aludir a quien había contribuido al nacimiento de los hijos, no
utilizaban la palabra “pater”, sino “genitor” y los indios “gânitar”. Por lo
demás, su autoridad distaba mucho de ser absoluta: era dueño del hogar y de sus
bienes, pero no podía ni entregarlo, ni enajenarlo. Podía repudiar a los
hijos, pero no era una decisión que se tomara a la ligera pues podía correr el
riesgo de morir sin descendencia y, por tanto, su familia se extinguiría y los
manes de sus antepasados caerían en el olvido. No había –óigase bien en
estos tiempos de derechos adquiridos y relativismos morales- derecho del padre
que no estuviera acompañado de obligaciones. Era el primero de entre los
miembros de su familia, porque le correspondían unos deberes tan absorbentes
que, en el fondo, no era sino el primer servidor de la familia.
Los lares
eran los dioses terribles encargados de castigar a los humanos y velar sobre el
destino del hogar. Los penates son los dioses que nos hacen vivir, mantienen
nuestro cuerpo y sostienen nuestra alma. Los manes son nuestros antepasados
devenidos dioses tras la muerte. Dioses protectores, dioses
mantenedores, dioses destructores, era difícil que el romano en su hogar se
sintiera solo: toda una cohorte sutil le acompañaba, le protegía y lo sostenía.
El dios de la caridad no existía. El amor al próximo tampoco.
Un hombre veía
en otro a un ente exterior a sus ritos, que no debía conocerlos, con el que no
tenía oraciones en común, ni siquiera dioses. Por lo mismo, el romano
antiguo no imploraba a su dios en beneficio de alguien ajeno a la familia.
También ignoraba lo que era la caridad: el romano entendía sólo de deberes. Y
el primero de todos era contraer matrimonio. El celibato no era solo una
negligencia, era también un crimen.
Nuestro padre es
el mundo clásico. Yo me siento hijo de Roma. En Roma, para nosotros hispanos,
empezó todo. Entramos en la civilización de la mano de Roma y de su
romanización. No podemos evitar admiración, veneración y nostalgia por estos
orígenes. Hoy aquel modelo histórico es irrecuperable, pero si es posible
repensarlo.