No ha sido la
primera pandemia de la globalización (de hecho, el SIDA puede considerarse como
el precedente y entre la aparición de esta en 1986 y la del Covid-º9, 33 años
después, se han producido otras muchas, desde el Ébola hasta el síndrome de las
vacas locas, pasando por mutaciones del virus de la gripe que han alcanzado en
España proporciones muy próximas a las de la epidemia actual: 15.000 muertos en
2018 por gripe). Pero sí ha sido la epidemia que indica que la
globalización, también desde el punto de vista sanitario es algo inviable,
peligroso, irracional y con más peligros que beneficios.
Hay dos datos
para valorar esto:
1) mientras en Europa no se produzca un proceso de primitivización (cosa que no hay que descartar completamente a tenor de la imposibilidad de integrar a las cada vez mayores bolsas de inmigración que se hacinan en barrios ad hoc y en los que ni están presente la legislación, ni las costumbres, ni los hábitos culturales europeos), lo cierto es que, hasta ahora, absolutamente todas las pandemias que se han extendido en los últimos cuarenta años, tienen como origen el antiguo tercer mundo, con dos focos particularmente: África subsahariana y Oriente (China y la península de Indochina).
2) desde el fin de la Guerra Fría, la “globalización” ha sido la pauta de la economía mundial: a pesar de que, inicialmente, se proponía que cada país se especializara en la producción de algún tipo de producto concreto que luego pudiera intercambiar con otros países, lo cierto es que, desde el principio -como, por otra parte, era lógico- las plantas de producción de todo el mundo han tendido a desplazarse allí donde existía más alta productividad a un precio más bajo. A China y al Sudeste Asiático, en concreto, zonas de hacinamiento, con sistemas sanitarios muy primarios en zonas agrícolas y con una sociedad apática y una higiene que no tiene nada que ver con los estándares europeos.
La globalización,
por tanto, ha implicado una dependencia del Primer Mundo de las plantas de producción
desplazadas al Tercer Mundo. Una vez abiertas las fronteras a los intercambios
comerciales mundiales ilimitados, la globalización llegó a también a los productos
agrícolas. Sin olvidar que, previamente desde 1989, se había abierto la puerta
al tránsito mundial de capitales: la “globalización de las manufacturas”, vino
precedida por la “globalización del tránsito de capitales” y fue seguida por la
“globalización agrícola”.
A todo esto, había que añadir un fenómeno anterior: el “mundialismo”. Si la “globalización” es un fenómeno económico, el “mundialismo” es una corriente ideológica nacida a finales del siglo XIX y que prevé la “unificación mundial” y para ello promueve el acercamiento de las culturas, el mestizaje étnico, los intercambios y las fusiones culturales, el “ecumenismo” en el sentido de creación de una “religión mundial”, la organización de certámenes internacionales que aproximen a los pueblos y, en sus elementos más extremos, la “unificación sexual” (mediante las ideologías de género y utilizando la palabra fetiche de “igualdad”).
El “mundialismo”
ha estado hasta los años 90 muy por detrás de sus expectativas: frecuentemente
ha quedado solamente como patrimonio de la UNESCO y de asociaciones cuya “capa
dirigente” constituye una verdadera secta, frecuentemente, en relación con los restos
y herederos de pequeñas sectas que dieron nacimiento al mundialismo en el siglo
XIX. Pero, a partir de la década de los 90, cuando se inició la
globalización, la izquierda europea percibió dos fenómenos:
- por una parte, la desaparición del proletariado europeos y- por otra parte, la necesidad de abaratar costes salariales si se deseaba competir en una economía mundial globalizada. Especialmente porque el salario mínimo medio en Europa está en 1.400 euros, mientras que en China anda por los 400 y en África por los 200.
La única
forma de que Europa compitiera en el mercado mundial globalizado era abaratando
costes de producción y, la clase política -de izquierdas, pero también de derechas-
juzgó que esto solamente podría hacerse insertando artificialmente mano de obra
masiva y barata en el mercado laboral. Fue entonces, cuando los gobiernos
europeos abrieron la espita a la inmigración masiva. Espita que todavía hoy
sigue abierta.
Con la
inmigración masiva, el panorama sanitario del viejo continente cambió
radicalmente: si bien es cierto que las primeras promociones de inmigración
llegaron con la idea de trabajar duro para sacar adelante a sus familias, lo
cierto es que, pronto advirtieron que en Europa habían encontrado a Estados y a
partidos que estaban dispuestos a dar mucho a cambio de nada. La noticia se fue
extendiendo como un reguero de pólvora por el Tercer Mundo: Europe es el
lugar en donde, simplemente por estar, los gobiernos financiaban a los recién
llegados en no importa qué condiciones sanitarias llegaran (el 72% de afectados
por SIDA en todo el mundo son africanos y la prevalencia del SIDA entre 15 y 49
años es del 6,’1%).
Los intereses del “mundialismo” ideológico -los intercambios culturales y trasvases de población, mestizajes y demás fantasías productos de visionarios utópicos perdidos en sus elucubraciones- terminaron convergiendo con los intereses muy reales de la “globalización” y con una izquierda que se había quedado, al perder a la clase obrera, sin electorado preferencial. Tal es la situación actual.
Ahora bien, para
que la globalización y el mundialismo fueran posibles y “enriquecedores” para
todas las partes eran precisas una serie de condiciones:
1) Que las partes que compitieran lo hicieran en las mismas condiciones, sin que ninguna jugara con ventaja: es decir que los salarios y las condiciones sociales fueran equiparables.
2) Que no existieran riesgos sanitarios o, al menos, que existieran controles sanitarios para el acceso a Europa de población procedente de zonas con sistemas sanitarios deficientes.
3) Que la inmigración, si iba a ser masiva, se pudiera canalizar, seleccionar y, en una palabra, controlar.
Ninguna de
estas circunstancias se dio. Con lo que ocurrió, lo que cualquier
observador podía haber previsto desde el principio:
- reaparición en Europa de enfermedades que estaban desterradas desde hacía décadas del continente.
- aumento del gasto sanitario en Europa al llegar poblaciones con problemas de salud crónicos que solamente se manifestaron en los CAP europeos.
A esto se
añadió, en países confinados al “sector servicios”, esto es, a la periferia
europea, otro problema: el tener una economía basada especialmente en el
turismo. Tal era el caso de España: la mala negociación de Felipe González
para entrar en la UE, las prisas, las promesas en que los problemas de
reconversión industrial se superarían mediante la llegada de fondos
estructurales, todo ello, hizo que los restos de la estructura económica
franquista (apostar por varios sectores, algunos de ellos estratégicos,
siderurgia, sector naval, agricultura y… turismo) quedaran reducidos a dos,
turismo y construcción. En 2019 llegaron a España 87 millones de turistas y
se preveía que el número fuera aumentando un 5% anual hasta 2050.
A nadie se le
escapa que apostar solamente por el turismo y la construcción era SUICIDA para
nuestra economía y, no solamente, porque su “valor añadido” fuera íntimo, sino
porque son sectores sometidos a modas, tendencias y ciclos.
Esto hace que, para
España, la irrupción del Covid-19 haya constituido la culminación de la “tormenta
perfecta” para la desintegración de un país, coyuntura que se ha dado, por
primera vez en democracia, con la presencia de un pequeño partido de
extrema-izquierda-marciana en el poder: Podemos, al que ha tenido que
recurrir el PSOE para poder gobernar.
No es por
casualidad que definamos como “izquierda marciana” a la coalición PSOE-Podemos:
la desintegración doctrinal de la izquierda, ha favorecido el que asumiera, sin
espíritu crítico, para llenar el vacío, la ideología “mundialista”, tal como es
formulada por la UNESCO: más inmigración, más multiculturalidad, más mestizaje,
más igualdad sexual, más globalización…
A esto se une un
enésimo factor: la mala calidad del gobierno español. Surgido de una coalición
forzada por los resultados electorales, lo cierto es que examinar la composición
del gobierno, genera una sensación desoladora: personajes sin historial previo,
sin ningún especialista en nada, con apenas currículos laborales, con formación,
en muchos casos, precaria y sospechas de compra de títulos, tesis doctorales
prestadas o simplemente copiadas, indican a las claras que las élites de la
sociedad española hace tiempo que han dado la espalda a la política,
precisamente porque la política es para el conjunto de la sociedad la actividad
más deshonesta que puede practicarse, a corta distancia de la trata de blancas
o del tráfico de drogas.
Al frente del
ministerio de sanidad, por ejemplo, tenemos a un licenciado en filosofía que
solamente está allí como tributo al PSC. Illa lo ignora todo sobre la sanidad.
Cuando alguien lo ignora todo sobre el departamento a cuyo frente está, es
normal, que a la hora de elegir “asesores”, se equivoque también y no sea capaz
de deducir, quienes “entienden” sobre una materia. Habitualmente, un gobierno
como el del PSOE-Podemos, no suscita, precisamente, entusiasmo, entre
profesionales de carreras intachables que no querrían ver empañados sus nombres
por una pequeña colaboración con un gobierno de ambiciosos ignorantes.
La situación, en conclusión, es la siguiente:
- España es, además de un país de tránsito entre Europa y África, el gran puerto para la entrada de inmigración masiva procedente de Marruecos, el país en donde cualquiera que pone los pies en él, ya puede aspirar a un subsidio y a los gastos pagados por el resto de sus días y, donde no se le preguntará ni con qué enfermedades llega, ni qué sabe hacer, ni mucho menos si tiene trabajo. Se le admite y punto.
- España es un país cuya economía se basa en el turismo, actividad que, en el fondo, no es otra cosa, que un tránsito de millones de personas llegadas de todo el mundo, sin ningún tipo de controles.
- España es un país cuya economía de consumo depende, en grandísima medida, de productos y manufacturas fabricadas en el exterior, lo que implica grandes tránsitos de mercaderías, especialmente en puertos y en fronteras.
- España es un país, cuyo gobierno esta atenazado por una serie de prejuicios ideológicos que constituyen los “rasgos diferenciales” en relación a la derecha, y que suponen una sumisión a la ideología mundialista (mientras que la derecha, asume devotamente la globalización, pero rechaza la mayor parte de las impostaciones “mundialistas”).
- España está hoy gobernada por una izquierda en la que la inteligencia, la seriedad, la capacidad crítica, han desertado, y lo único que ha quedado es el ansia de detentar el poder por el poder y por los beneficios de por vida que reporta (esto puede decirse también de la derecha, por supuesto, pero es que esta crisis, como la de 2008, se ha producido durante un gobierno de izquierdas).
Un país así
no está preparado para afrontar una crisis como la del Covid y eso explica por
qué, hasta ahora, España, sigue a la cabeza en el mayor porcentaje de víctimas
por habitantes. Es significativo que los medios, especialmente oficiales,
alardeen de países que van por delante del nuestro en número de muerte… ¿Cómo
no iban a ir países como EEUU, Italia, Reino Unido o Francia, por delante,
teniendo una población mayor que la nuestra? Las cifras en bruto no significan
nada, salvo una coartada para el gobierno español: lo que cuentan son los
porcentajes de muertes en relación a la población total. Y en este terreno, desgraciadamente,
somos líderes mundiales.
El principio
de prudencia determinaría que la crisis -no concluida- del Covid-19 marcaría el
final de la globalización, la reimplantación de aranceles, la disminución del
comercio mundial y la reindustrialización de los países, poner coto a la
inmigración masiva y procurar que el turismo descendiera a un nivel a “apoyo” a
la economía española, en lugar de ser el pilar central… Incluso a nivel
internacional, el hecho de que todas las pandemias procedan de determinadas
zonas del planeta obligaría en buena lógica a que la “comunidad internacional”,
tomara cartas en el asunto y obligar a estos países a mejorar sus sistemas
sanitarios y a garantizar que no seguirán siendo focos de difusión de pandemias.
De hecho, la
crisis sanitaria es solamente uno de los aspectos en donde la globalización ha
fracasado. La movilidad internacional de capitales -siempre en busca de las
mejores áreas de inversión- es inaceptable para un mundo demasiado desigual. La
propia globalización es inasumible mientras no existan igualdad de condiciones
para la competencia entre los países. La inmigración “laboral” es inútil en
países con altas tasas de paro, como España, y en un momento en el que se
inicia la época robótica que asumirá un 20% del mercado laboral en los próximos
años y que se hará cada vez más presente en los campos y en aquellas
actividades poco cualificadas que suele realizar la inmigración.
Pero una cosa
es la lógica y otra las pautas que mueven a los gobiernos.
De todas
formas, los rebrotes y mutaciones del Covid-19 garantizan que la globalización y
sus prácticas, están condenadas a muerte. La economía mundial no podrá soportar,
ni nuevos -y presumibles- parones como el que se ha producido entre marzo y
junio de 2020, ni un descenso de la población mundial, del consumo y de los
intercambios comerciales. Pero, el gran problema, es que los gobiernos, en la
actualidad, resultan incapaces de planificar, idear y establecer nuevos
patrones económicos que garanticen prosperidad en las poblaciones, seguridad
sanitaria y estabilidad para los próximos años.
La
globalización ha muerto -el Covid-19 la ha rematado. Pero no hay enterradores
con valor suficiente para reconocerlo, ni gobiernos con imaginación suficiente
para planificar el futuro más allá de los tópicos del “mundialismo”, de las
ilusiones “neoliberales” y de las impostaciones de la izquierda marciana.