En los
últimos años de la Guerra Fría, resultaba evidente que los EEUU, especialmente
a partir de la proclamación de la Guerra de las Galaxias (que aspiraba a
eliminar en la estratósfera los mísiles balísticos que hubieran sido lanzados
sobre territorio norteamericano antes de que llegaran al objetivo), los
soviéticos respondieron con la guerra psicológica, una guerra low–cost.
En efecto, la instalación en Alemania de mísiles tácticos Pershing–2 de corto
alcance, apenas 1.000 km, destinados a frenar a las unidades mecanizadas rusas
en el momento en el que cruzaran el Telón de Acero en dirección al Oeste,
fueron aprovechados por la URSS para su última gran ofensiva psicológica:
movilizar, con la excusa del pacifismo, a millones de ciudadanos de Europa del
Oeste como protesta por la instalación de estas armas que, en realidad,
neutralizaban el poder terrestre soviético, el único frente en el que los
soviéticos eran más fuertes que la OTAN.
Cuando llegó
1984, el “Año Orwell”, Occidente estaba sometido a lúgubres presagios. Los
medios de comunicación occidentales aprovecharon para aludir a los escritos de
este autor británico, conocido por su anticomunismo (o, mejor, antistalinismo,
si tenemos en cuenta que en su juventud militó en el trotskismo). Su novela
emblemática, 1984, parecía apuntar a la creación de una distopía totalitaria
fácilmente asimilable al modelo soviético. Los equipos de “operaciones
psicológicas” de la OTAN también “trabajaron” a la opinión pública occidental,
con renovadas películas y documentales sobre el “Holocausto nuclear” que,
paradójicamente, contribuyeron a reforzar los movimientos de carácter pacifista
y antimilitarista que la URSS estaba favoreciendo y dando alas (inyectando
dinero e información) en los países occidentales. Esto explica el por qué en la
última fase de la Guerra Fría, apareció un formidable movimiento pacifista que
llegaba allí en donde los debilitados y capidisminuidos partidos comunistas
occidentales ya no podían llegar.
La muerte de Brézhnev en 1982 marcó el inicio del final de la última fase de la Guerra Fría. Le sucedió un corto período en el que el país fue gobernado por dos fieles miembros del “aparato”, Yuri Andrópov (1982–1984) y Konstantin Chernenko 1984–1985) que no aportaron grandes variaciones. Puede decirse que, sin el prestigio de Brézhnev, los problemas que ya existían al final de su mandato se fueron agudizando. Andropov intentó combatir la corrupción que había arraigado profundamente en el período de su predecesor. Ambos continuaron la guerra de Afganistán y las promesas de apoyo a los dirigentes de los países del Pacto de Varsovia, en cada uno de los cuales, el ejemplo polaco había envalentonado a la disidencia. La instalación de misiles de corto alcance SS–20 en las fronteras orientales de la alianza militar soviética fue respondida por los Pershing–2 norteamericanos, pero así como en el Este no se produjeron movimientos de protesta, en Occidente fueron masivos. Ahora se sabe que estaban impulsados directamente por los equipos de operaciones especiales y guerra psicológica del KGB. Para ello, como habían realizado en los 60 años anteriores contaban con los intelectuales y la izquierda de Europa Occidental. Fue durante el período de gobierno de Andropov cuando Reagan acuñó su frase llamando a la URSS “el imperio del mal”.
Lo cierto es que
el problema de los soviéticos –entre otros– era la edad de sus dirigentes.
Andropov había nacido en 1914, Chernenko en 1911, Breznev en 1906… Todos ellos
habían visto y participado en la Segunda Guerra Mundial y conocían las
desgracias de un conflicto. Ninguno de ellos estaba dispuesto a apretar el
botón nuclear, ni se veían presionados por una opinión pública belicista o
siquiera con tendencias antiimperialistas.
Para ellos la “coexistencia pacífica” era algo más que una bonita
consigna, era la forma en la que podían rendir el mejor servicio a su pueblo:
mantener alta la guardia, avanzar en donde las circunstancias lo permitieran,
pero evitar un enfrentamiento directo y frontal con Occidente. Pero era una
clase política que se extinguía rápidamente.
Por lo demás,
se habían sucedido tres presidentes soviéticos en menos de cuatro años: el
cuarto debería ser, necesariamente, más joven e incluso aportar una nueva
visión de la política. Visión, todavía más necesaria porque durante esos
últimos años, la situación interior se había agravado: Afganistán, lejos de
ser una “paseo militar” se había convertido en una sangría, la revuelta polaca
se ampliaba, la presión armamentística de los EEUU era cada vez más insoportable
y el descontento, la corrupción y el alcoholismo aumentaban en el interior, sin
olvidar que las etnias no–rusas crecían a menos velocidad que la etnia rusa que
siempre había sido la columna vertebral del país desde los tiempos de los
Romanov.
Y entonces llegó
al poder Mikhail Gorbachov. Con él todo cambiaría. El motor de estos cambios
fueron dos palabras: “perestroika” y “glasnost”. La glasnost (apertura,
transparencia, franqueza) fue un intento de liberalizar la política interior
soviética, mientras que la perestroika era la búsqueda de una reestructuración
de la economía. Glasnost no era un término nuevo en Rusia. Había aparecido ya
en 1920 durante la guerra civil contra los “blancos”. A Trotsky se le ocurrió
subordinar los sindicatos a la burocracia del partido. Esta política no
convenció a muchos bolcheviques (Aleandra Kolantai, Zinóviev) y fue denostada
por todos los revolucionarios de fuera del partido. Fue entonces cuando se
relajó la censura y se permitió que las bases del partido participaran en las
decisiones del ejecutivo bolchevique. A eso se le llamó glasnost, término que
recuperó Gorbachov en 1985 para calificar a su nueva línea política.
El resultado
inmediato fue que cuando los medios de comunicación soviéticos empezaron a
hablar de los problemas reales de la URSS, el ciudadano quedó absolutamente
conmocionado: alcoholismo, corrupción, contaminación ambiental y destrozos
ecológicos, un presupuesto de defensa secreto, problemas de carestía
(inexistentes en Occidente desde la postguerra), mala calidad en las viviendas,
problemas en las nacionalidades periféricas que aspiraban a la
descentralización absoluta o a la independencia, así como los mitos que habían
hecho fortuna en Occidente (partidos políticos, elecciones libres, derecho de reunión
y manifestación) llegaron demasiado tarde, cuando, además, ya se había
iniciado la centrifugación del sistema soviético de alianzas y cada país del
Pacto de Varsovia seguía el ejemplo polaco y realizaba su particular adaptación
de la glasnost a su situación concreta. A partir de ahora, ya todo resultaba
imparable.
Gorvachov
pensaba que, profundizando en las reformas, la presión popular disminuiría.
Error. Lo que ocurrió fue justamente lo contrario. En el discurso del 27º
Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética celebrado en enero de
1987, Gorvachov presentó su programa de reformas: anunció la introducción
del mercado libre, la descentralización de la economía nacional y reformas
liberalizadoras en la vida política. Dos desastre ocurridos en aquella
época, acentuaron las dificultades del nuevo presiden soviético: el incidente
en la central nuclear de Chernobil que demostró las deficiencias del programa
nuclear soviético y el terremoto de Armenia que causó 20.000 muertos. Aumentó
el descontento y, a pesar de que Govachov suscitaba simpatías en Occidente
como ningún otro dirigente soviético, lo cierto es que en su país resultaba
cada vez más impopular y apenas podía contar con partidarios. Poco a poco,
se fue organizando una oposición a su derecha y a su izquierda que llevó al fin
de la URSS y al fallido golpe de Estado que lo expulsó del poder.
La URSS murió
víctima de factores exógenos y endógenos, pero fundamentalmente, lo que ocurrió
fue una “revolución democrática” que se atuvo en todo a las revoluciones
precedentes, empezando por la francesa: los intelectuales tomaron partido
contra el régimen, éste no entendió que en los años 60 había llegado una cita
con las “reformas necesarias”; pero en aquel momento, el régimen se sentía
fuerte y no tenía porque oír la voz del sentido común que le sugería realizar
las reformas mientras el bolchevismo aún fuera fuerte, hegemónico y
mayoritario, así que, como antes Luis XV y después Nicolás II y muy en especial
su antecesor Alejandro III. Pasó el tiempo y la “reforma necesaria” seguía
siéndolo, pero el régimen soviético ya no era tan fuerte como antes: la
población vivía en plena carestía, la cola para comprar cualquier cosa era algo
habitual, las viviendas angostas y sombrías, la burocracia asfixiante, pero el
régimen se desangraba en Afganistán (el Vietnam soviético), sus aliados del
Pacto de Varsovia empezaban a desconfiar de la vitalidad de la URSS, el
problema de las nacionalidades, la Guerra de las Galaxias y un presupuesto
militar insostenible... todo, absolutamente todo indicaba que, en esas
circunstancias, cualquier reforma llegaba tarde y sería tomada por todos como
un gesto de debilidad. Por eso fracasó la glasnost.
En cuanto a la
“perestroika” fue todavía peor. En el fondo podía pensarse que la tarea
histórica del bolchevismo (como en España la del franquismo) consistió en
asumir el poder en un país atrasado que había llegado tarde a la revolución
industrial, concentrar el poder, planificar la economía y conseguir en unas
décadas recuperar el tiempo perdido. Algo de eso había, en realidad.
Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, el ideal de Lenin era
hacer de Rusia una especie de EEUU del Este de Europa: con su mismo nivel de
vida, con su misma industrialización, una especie de American way of life
a la soviética. Gorvachov recuperó ese plan. Lo que ocurrió después tiene
su lógica: antes o después, una economía autoritaria y planificada, termina
generando islotes de capitalismo e iniciativa privada que, a partir de cierta
concentracion económica, reivindican no solamente libertad económica sino
también libertades políticas. Desde el momento en el que Gorvachov
anunció medidas liberalizadoras de la economía, era evidente que poco después
debería acometer reformas políticas democráticas.
Y este era el
problema: Gorvachov en aquellos años no tenía intención de destruir el
sistema socialista, sino que sólo aspiraba a reformarlo. En sus primeros
años de permanencia en el poder, Gorvachov no realizó ningún cambio económico
importante. Toda su actividad se centró en tender la mano a Occidente, seguir
financiando a movimientos pacifistas y contrarios a la OTAN, tratando de capear
los temporales internos que se anunciaban en el horizonte. De hecho, la
perestroika (esto es, las reformas económicas) no habían sido diseñadas por él,
sino que estaban en barbecho desde la época de Chernenko y Andrópov, pero por
distintas circunstancias, nunca se había creído posible aplicarlas, ni siquiera
impulsarlas. La perestoika consistía simplemente en transformar
la economía soviética burocratizada en lo que se quiso llamar “economía
socialista de mercado”, la misma experiencia que luego se realizó en China en
los años 90. La “perestroika” era una verdadera “revolución por arriba”,
realizada por la nomenklatura soviética. Cuando se aplicó no fue
más que una privatización salvaje de los recursos del Estado realizada por
un Gorvachov terminal y, posteriormente, en plena anarquía económica cuando el
país sufrió el gobierno del que fue presentado en Occidente como “héroe ruso”,
cuando no pasó de ser un individuo obtuso y alcoholizado: Boris
Eltsin.
En realidad,
la perestroika” se fue acelerando y resultó el equivalente a los típicos
procesos de ultraliberalismo que habían arrasado la economía chilena (con la
irrupción de los “Chicago boys”) y posteriormente en EEUU y el Reino Unido con
Ronald Reagan y Margaret Tatcher. Lejos de resolver todos los problemas de
la economía soviética, lo que ocurrió fue que en un breve espacio de tiempo se
generaron gigantescas acumulaciones de capital y de corrupción; la agricultura
que funcionaba particularmente bien (aunque tenía problemas de distribución)
quedó descoyuntada, la producción disminuyó, se permitió la entrada de capital
extranjero (sin que existiera consenso en el gobierno soviético al respecto) y
se produjo una parálisis casi inmediata caracterizada por cierres masivos de
empresas, interrupción de la investigación científica, inflación. La
pauperización y la pobreza, hasta entonces sin apenas incidencia en el país
(cuya población vivía modesta pero no pobremente) alcanzaron al 90% de la
población.
La estrategia de
Gorvachov era la contraria a la que habían utilizado sus precedentes: si, para
estos, había que armarse y estar preparado con una capacidad militar
convencional y nuclear para disuadir a los EEUU de actuar contra la URSS y
lograr conservar las conquistas sociales, él, Mikhail Gorbachov tendería la
mano, demostraría que la URSS no albergaba intenciones agresivas contra Occidente,
lograría un respiro para reestructurar la economía, rebajando el presupuesto
militar, accedería a reformas políticas que acercaran a la población a su
gobierno y abriría un período de estabilidad política mundial en la que los
ideales de la revolución de 1917 seguirían vivos, pero en un marco “humano”. Lo
que ocurrió fue justamente lo contrario.
Los servicios secretos occidentales pronto advirtieron que la URSS con Gorvachov estaba dando síntomas de debilidad. El adversario estaba caído y, para los analistas de la inteligencia norteamericana y del Departamento de Estado, el mejor momento para rematar a tu adversario es, justamente, cuando está de rodillas en el suelo: entonces le puedes patear tranquilamente la boca, el estómago, donde te plazca. Y eso fue lo que hizo la OTAN (es decir el sistema norteamericano de alianzas) con la URSS: manipular a la opinión pública mediante los nuevos millonarios, condicionar a la opinión pública y apoyando, de todos los líderes posibles, al más nefasto, incapaz y chapucero: Boris Eltsin. Bruscamente, en los medios de comunicación occidentales, Gorvachov seguía apareciendo como el hombre que “estaba cambiando la URSS”, pero la figura de Eltsin era tratada cada vez con más condescendencia. Nadie recordaba que era un alcohólico empedernido, un habitual narcisista buscador del aplauso fácil: se le presentaba como el “hombre que sabía lo que había que hacer”, sin las dudas ni los lastres de Gorvachov. De nada sirvió que éste reconociera perdida la partida en Afganistán e iniciara la retirada de tropas en 1988, de nada sirvió que anunciara distintas propuestas de desarme, de nada sirvió que la prensa pudiera criticar, denunciar o desprestigiar (a menudo sin motivo) a funcionarios y políticos (para aupar a otros), de nada sirvió que hiciera valer el reconocimiento de que cualquier república soviética podía separarse de la Unión por el acuerdo de 2/3 de sus habitantes y que se iniciara la centrifugación de la “casa común”… Siempre alguna voz pedía “más”, siempre algún medio de comunicación nuevo (el origen de cuyos fondos se ignoraba) indicaba la necesidad de más y más reformas liberalizadoras… ¡Y esto a pesar de que la transformación de la economía estatal con un sector público omnipresente, a una privatización salvaje estaba llevando a la degradación de los servicios públicos, a la pérdida del poder adquisitivo de los salarios y a la depreciación de las pensiones! Hacia 1988, la prensa liberal rusa estaba de acuerdo en que las reformas “avanzaban muy lentamente”… y que, por eso, se estaban produciendo “reacciones perversas” en el bienestar de la población. Era una falsedad: las reformas se estaban haciendo a prisa y corriendo, pero ya nada podía satisfacer a la oposición. Quería, simplemente, el poder, aunque lo que recibiera como herencia fuera un país en ruinas.
Reagan fue
recibido en Moscú y Gorvachov le ofreció una significativa reducción de
armamentos. Si el consejo de liberalizar la economía había sido dado por
Margaret Tatcher, el de dejar que cada país aliado tomara su propio rumbo fue
sugerido por Reagan. El muro de Berlín hacía caído el 9 de noviembre de
1989. A partir de ese momento, era evidente que la URSS había perdido la Guerra
Fría y que el bolchevismo entraba en el desván de la Historia. Lo que
ocurrió en los dos años siguientes certificó este balance final.
Ya de poco
importaba el que Eltsin hubiera sido expulsado del PCUS. En mayo de 1990 fue
elegido presidente de la Duma y desde allí aceleró las medidas que precipitaron
el fin de la URSS. Las Repúblicas Bálticas y Moldavia celebraron elecciones
que dieron mayoría a los independentistas… algo que podía esperarse después del
llamado “otoño de las naciones” en 1989, cuando se hizo evidente que la URSS
apenas podía afrontar los problemas interiores y, por tanto, ya no estaba en
condiciones de atajar movimientos liberalizantes en su cinturón de alianzas.
En Polonia,
ese año, Solidarnosc fue reconocido y legalizado; las elecciones del 4 de julio
de 1989 fueron muy adversas para el gobierno y el 24 de agosto se estableció el
primer gobierno no comunista desde 1948 que convocó elecciones presidenciales
para mayo de 1990 tras las que Lech Walesa, secretario del sindicato, fue
elegido presidente.
En Hungría,
el régimen había sido, a partir de la revolución de 1956, menos duro que en
otros países del Este. Se le llamaba a su régimen “comunismo goulash”. En
mayo de 1989 se logró rehabilitar a la revolución de 1956 y 100.000 personas
asistieron al homenaje a Imre Nagy, líder aquel episodio. En octubre de 1989 se
modificó la constitución y se permitió el pluripartidismo. Las primeras
elecciones libres tuvieron lugar en mayo de 1990.
En Berlín el
muro se derrumbó metafóricamente en la noche del 9 de noviembre de 1988. En
septiembre de ese año, el levantamiento de las restricciones en los países del
Este limítrofes permitió que 13.000 alemanes orientales pasaran a Hungría y de
ahí a Occidente. En otoño comenzaron las manifestaciones masivas contra el régimen;
éste no pudo reaccionar y fue incapaz de aplicar reformas pedidas. De todas
maneras, en Alemania, el único indicativo de la liberalización no eran las
elecciones, sino el libre tránsito entre el Este y el Oeste de Alemania. La
caída del Muro de Berlín fue un símbolo y, a partir de ese momento, ya nada
podía impedir la reunificación del país, lo que ocurrió legalmente el 3 de
octubre de 1990. A partir de ese momento, estaba claro que una época había
terminado.
Los gobiernos
comunistas de Checoslovaquia, Bulgaria y Rumania, fueron arrastrados por los
cascotes desprendidos del Muro de Berlín. El 17 de noviembre de 1989, la
policía checoslovaca todavía se sentía con fuerzas de repeler a las
manifestaciones estudiantiles, lo que precipitó la unificación de la oposición
y la creación del Foro Cívico dirigido con el escritor Václac Havel, mientras
que en el interior del Partido Comunista, inmovilistas y evolucionistas se
enfrentaban a muerte. El 10 de diciembre de 1989 todo se precipitó: Husak
dimitió, Havel se convirtió en jefe del Estado y Alexander Dubcek, héroe de la
“primavera de Praga”, pasó a ser presidente del Parlamento. Las elecciones de
1990 se saldaron con la victoria del Foro Cívico. Las costuras de aquel país
artificial creado por los vencedores de la Primera Guerra Mundial y que ya se
había desintegrado en el período 1938–1939, no resistieron la oleada de
libertad: checos y eslovacos, pueblos con pocos puntos en común y muchas
rivalidades ancestrales, terminaron separándose dos años después.
Bulgaría,
país pacífico y tranquilo en donde la población había tolerado estoicamente
cuarenta años de régimen comunista sin muchas protestas, se vio arrastrado por
sus vecinos. La dirección del Partido Comunista quiso evitar
manifestaciones de masas contrarias al régimen. Todo se precipitó en el momento
de escucharse la noticia de lo sucedido en Berlín: el 10 de noviembre de 1989,
un golpe de Estado interno en el Partido Comunista relevó a Tudor Zhivkov que
dirigía el país desde 1954. A partir de ahí el camino hacia la democracia
resultó expédito sin grandes traumatismos.
Peor fue lo
ocurrido aquel otoño en Rumania, país en donde Nicolay Creacescu gobernaba
desde 1974. Era un régimen que había coqueteado con Occidente y que suponía una
forma particular de comunismo. El arresto de un predicador protestante en
Transilvania marcó el inicio de la revuelta en Timisoara que se extendió a todo
el país. El 21 de diciembre de 1989 una manifestación convocada para apoyar
al régimen se transformó en un acto de protesta que convenció a Ceaucescu de
abandonar el país al día siguiente. Sin embargo, resultó detenido y fusilado
tras un simulacro de juicio. Hoy se sabe que las fotos difundidas en
Occidente sobre la “masacre de Timisoara” eran, simplemente, falsas…
Es evidente
que todos estos regímenes del Este cayeron porque la URSS, a diferencia de
durante la revolución húngara de 1956, durante las protestas berlinesas de
1954, durante la primavera de Praga de 1968, o durante las reiteradas huelgas
en los astilleros de Danzig a partir de 1980, ya no se encontraba en
condiciones prestar ayuda para apuntalarlos. También es evidente –las
falsedades difundidas en Occidente en torno a la citada “masacre de Timisoara”
así lo confirman– que algunos servicios de inteligencia occidentales “ayudaron”
a que se produjeran las protestas populares.
Ya solamente
quedaba certificar el final de una época. La escenificación se realizó el 3
de diciembre de 1989 en la Conferencia de Malta que reunión a Mikhail Gorvachov
y a George H. W. Bush. Unos meses después, el 1 de julio de 1991, se disolvió
oficialmente el Pacto de Varsovia y la propia Unión Soviética emitió su
morituri el 25 de diciembre de 1991. Había terminado un período y empezaba
otro: la era de la globalización.
Desde el
punto de vista internacional, la Guerra Fría había sido el período del
“bilateralismo”, de la misma forma que el período anterior fue el del
“multilateralismo europeo” y el posterior, el del “unilateralismo”
norteamericano… al menos hasta un período difuso comprendido entre el 11 de
septiembre de 2001 y el verano de 2007, es decir, entre el casus belli
para las intervenciones de EEUU en Afganistán e Iraq y el inicio de la gran
crisis económica. La lucha entre capitalismo, comunismo y fascismo del
período posterior a la Primera Guerra Mundial y que se prolongó hasta 1945,
convertida en lucha entre el capitalismo y el comunismo durante la Guerra Fría,
pasaría a ser la Edad de Oro y de Hielo del ultraliberalismo.