Vaya por delante que el que llega a presidente de los EEUU
no es un tipo normal: es el que, durante toda su vida se ha preocupado por
llegar al límite del sueño americano (ser más que nadie) y, finalmente, lo ha
conseguido, a costa de no tener vida personal, a costa de aceptar el hecho de
que no es él quien manda en su totalidad sino sólo en una parte (y que, por
tanto, debe tener en cuenta a otros actores: el complejo militar-industrial, el
complejo petrolero-energético, la voluntad de las sectas mundialistas y, claro
está, el poder de la alta finanza, sectores con los que debe convivir y
compartir el poder), y a costa de que determinadas decisiones le entrañen
ataques inmisericordes de enemigos políticos y económicos. Eso es lo que le
ha pasado a Donald Trump que -como en el caso de Putin- tiene luces y sombras.
La diferencia de calidad entre Putin y Trump con los
presidentes que les han precedido en sus respectivos países, Eltsin y Obama, es
tal que apenas merece comentarse. Putin logró reconstruir un país convertido en
ruinas por el mal hacer de un alcohólico bendecido en Washington. Y, en cuanto
a Obama, defraudó a los que creían que un presidente negro sería algo diferente
a un esclavo del capital financiero multinacional. Al menos, Trump, desde el
principio, planteó su programa político en términos mucho más realistas:
reconstrucción de infraestructuras, relocalización empresarial e impulso de la economía
nacional. Lo va cumpliendo.
A pesar de lo que la prensa tiene tendencia a pensar, en las
pasadas elecciones norteamericanas, la “halcón” era Hillary Clinton y su insidiosa
manía de amenazar y declarar la guerra a quien no cumpliera las exigencias
democráticas: es decir, a quien no aceptara la globalización y el
unilateralismo norteamericano como irreversibles. Para Trump, en cambio, la
globalización era un problema en la medida en que EEUU debía afrontar la
competencia desleal de otras potencias. Es decir, Trump sigue siendo “unilateralista”,
pero desconfía de las mieles de la globalización, especialmente cuando la
desregulación obliga a EEUU a estar en una mala situación en el mercado de
algunos productos.
De ahí la “guerra comercial” con China y la multiplicación
de aranceles que, por primera vez, esta semana, ha afectado a España. La
primera medida, adoptada hace y meses, ha tenido como consecuencia de “desaceleración
de la economía mundial”, es decir, del conjunto de intercambios comerciales
entre los distintos países. Se tiene tendencia a pensar que ese es un índice
fiable de la “salud económica” mundial. No lo es. Si cada país fuera
autárquico, ese índice, tal como se concibe hoy, quedaría reducido a cero, pero
eso no implicaría, necesariamente, que hubiera menos actividad económica
mundial (sólo que ésta, en lugar de ser una cifra absoluta, sería la suma de la
actividad económica de las distintas naciones).
No estoy muy seguro de que Trump tenga muy claro lo que es la globalización, lo que sí tengo claro es que defiende a la economía de su país y los puestos de trabajo. Eso es más que decir, “cerremos las fábricas de vehículos de los EEUU y traigamos coches de China o de India donde se fabrican mas baratos”, como también es más que decir: “convirtamos en leña los olivos del sur de los EEUU porque el aceite español es más barato”... Puedo entender a Trump y su política, lo que ya me resulta más difícil es entender la reacción del gobierno español.
Porque ante una subida de aranceles, la respuesta del otro
país debe ser del estilo: “bien, no hay problema, pero, por cierto, el
alquiler de las bases del Pentágono en España ha experimentado un repunte, o
mire, Amazon tendrá que pagar un impuesto para trabajar en España”. ¿Qué la
“guerra comercial” puede desembocar en “guerra política”? Evidentemente. A los
aranceles contra productos europeos, se responde con menor participación de
Europa en la OTAN, sin ir más lejos. ¿Y eso? Para reconocer que el mundo “unipolar”
en inviable y que Europa apuesta por una política mundial multipolar. A fin
de cuentas, una mesa se apoya mejor sobre cuatro patas que sobre una.
Pero, claro, todo eso perjudica a los grandes
beneficiarios de la globalización cuyo terror es: ¿y qué ocurre si a la
reimplantación de aranceles lleva al restablecimiento de fronteras para el
movimiento de capitales? Eso sería el fin de la globalización. Y nos
congratularíamos de que así ocurriera. El período de la globalización se inició
con la caída del Muro de Berlín y la segunda guerra de Irak, llegó hasta el
estallido de las subprimes, la crisis bancaria y la crisis de la deuda del
período 2007-2012. Luego no se superó, se enmascaró: pero aquella crisis
demostró que la globalización planetaria era imposible por la sencilla razón de
que la Tierra es un planeta demasiado diverso y con muy distintos niveles de
desarrollo para considerarla como un mercado único de producción y consumo.
El suicidio mundialista ignoraba esta realidad y partía de la base de que lo
ideal era un mundo uniformizado en el que, naturalmente, la economía fuera
nuestro destino y la satisfacción de la cúpula de diosecillos de las finanzas
se extrapolara al destino de toda la humanidad.
Por eso, cuando estalló la crisis de 2007 dijimos: no es
una crisis puntual, es, más bien, la crisis de la globalización, “¿sistémica?”
como le llamaron algunos. Lo sorprendente fue que nada se hizo para evitar que
se reprodujeran crisis de este tipo: los paraísos fiscales siguieron siéndolo,
la economía se desregularizó cada vez más, el capital financiero no encontró
límites para migrar y extender sus sífilis, la deuda de los Estados aumento entre
un tercio y el doble en apenas diez años… Y, finalmente, la inestabilidad económica
ha ido reapareciendo: chispazos en Argentina, desaceleración en Alemania (en
dos meses, recesión y, por tanto, recesión en todo el marco de la UE),
disminución de la actividad económica mundial, guerra comercial con China,
proximidad de nuevos repuntes en el precio del petróleo, etc, etc, etc. Y, en
España, pensando en la sentencia del 1-O y en las elecciones del 10-N…
Tampoco me extraña que la figura de Trump sea objeto estos
mismos días de un nuevo asalto por parte de los demócratas (en donde existe
unanimidad globalizadora). Creo que fracasará, como han fracasado los
anteriores, pero sería un error considerar que este ensañamiento se debe a los
errores presidenciales y no a que sus medidas tienden a reducir los efectos de
la globalización. Algo que la alta finanza internacional nunca le perdonará.
No sé de ningún partido que manifieste, clara y
rotundamente, su oposición a la globalización y que contenga medidas para
revertirla. Nadie, en ningún partido, piensa en un Plan B: un mundo que se
haya desembarazado del mundialismo y de la globalización, sífilis ideadas en el
siglo XIX, consagradas en 1945, construidas entre 1989 y 2007 y en crisis
permanente desde entonces.