Hemos dedicado algunos “quejíos” a deshacer los falsos
mitos, las ideas preconcebidas o las distorsiones sobre la figura de Ramiro
Ledesma, pero quedan bastantes por delante para que podamos hacernos una idea exacta
del personaje y de su trabajo político, doctrinal y como agitador cultural.
Habitualmente se suele decir que la cuestión religiosa era lo que más separaba
a Ramiro Ledesma de José Antonio Primo de Rivera. Esto es un error de
percepción, mas que una verdad a medias. El Ledesma que escribe El Sello de la Muerte en plena
adolescencia no es el hombre maduro que se enfrentó al pelotón de fusilamiento.
Si aquel era, indudablemente, nietzscheano, sus ideas habían ido cambiando a lo
largo del tiempo. Al examinar sus escritos se percibe que consideraba el debate
religioso como algo íntimo y personalizado sobre lo que no estaba dispuesto a
entrar en polémicas, como por lo demás tampoco José Antonio. Pero hubo que
esperar a su período de encarcelamiento para asistir a un cambio de percepción
de Ledesma en materia religiosa. Seguir la naturaleza de este cambio es el
objeto del presente artículo.
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El tema no es menor y sobre él se han dicho casi todo lo que
podía decirse y desde distintos puntos de vista: tanto los que han presentado a
Ledesma como un ateo impenitente, como aquellos otros que han soslayado la
cuestión a la vista de que no estaba claro el asunto o quienes lo han
presentado como católico por el mero hecho de que, se convirtió en sus últimos
días de vida. Hay que decir que no fue éste el único caso, en aquellos mismos
años, de alguien racionalmente orientado hacia el agnosticismo que,
bruscamente, ante la posibilidad de la muerte se convirtiera al cristianismo.
Entre los intelectuales «no conformistas» franceses, se produjeron varios casos
de conversión, del judaísmo y del protestantismo al catolicismo, pero, sin
duda, el caso más espectacular fue el de Arnaud Dandieu (1), fundador y máximo
impulsor del grupo L’Ordre Nouveau,
quien sometido a una banal operación contrajo una septicemia falleciendo a los
pocos días, tras convertirse al catolicismo y recibir los sacramentos. Es la
proximidad de la muerte –y no una reflexión meditada– lo que impulsa tales
conversiones, justificadas habitualmente por la tradición cultural y religiosa
del propio país.
El Ramiro Ledesma de El
sello de la muerte (2) era, simplemente, agnóstico. Él mismo nos lo
explica: «Al salir a la calle, noté que recobraba algo perdido, algo que había
estado lejos de mí durante la entrevista, y ocupé otra vez en la sociedad el
tipo de hombre que a todo se opone, que todo lo discute, que todavía no ha
visto nada claro, que no admite más Dios que las desconocidas fuerzas, que, en
fin, nadie lo comprende» (3) , y un poco más adelante, añade: «¡¡El Dios!! El Dios de todo lo existente,
el Dios de las justicias todas, el Dios de los sublimes cantos, el Dios que...;
cuando más me fijaba en él desapareció, envolviendo sus tres ramas en un paño
riquísimo» (4). En esa época de adolescencia, Ledesma era, o se
consideraba, nietzscheano (5). E introducimos conscientemente el elemento de
duda («era, o se consideraba») a la vista de que solamente unas páginas después
añade un diálogo entre el protagonista y «Don Miguel Velasco»: «—Sin embargo, no me negarás que un
Nietzsche...; —Nada, yo no le concedo importancia; para mí es uno de tantos que
han conseguido volver locos a muchos hombres; no tienes más que hacer una
visita a un manicomio y verás a todos los alienados cómo filosofan, cómo
afirman y niegan, utilizando una aplastante lógica. —En parte estoy de acuerdo
—le contesté» (6).
En aquel período melancólico e introvertido de su tránsito
de la adolescencia a la juventud, Ledesma se complacía en tocar una y otra vez
la idea del suicidio. Escribe por ejemplo en la introducción de su novela: «Por otra parte, la luminaria potentísima que
sobre mí irradia sus fulgores, empapados en hermosa energía vital, esto es, en
significación poderosa de ciertas ansias, ha hecho que sobre ese espíritu
ejerza gran influencia Federico Nietzsche. Y voy a sentar ahora una afirmación
que el lector, sin duda, ha visto clara y nítida al terminar la obra: Si sobre
Antonio de Castro no hubiera descendido esa influencia nietzscheana de la
energía, se habría suicidado en el momento en que una de sus primeras
desgracias o errores proyectaron sobre él las sombras del desconcierto» (7).
Sin olvidar que el libro se cierra con una cita de Nietzsche (8) y que en La Conquista del Estado todavía era
perceptible algo de ese nietzscheanismo juvenil cuando publicaba un artículo de
un amigo suyo, José María de Salaverría: «¡Guardadme
a España! ¡Libradme a España de toda estupidez, de toda frivolidad e
incoherencia, de toda renunciación y blandura! ¡Haced dura a España!» (9).
Pasó el tiempo, y su nietzscheanismo fue remitiendo
sustancialmente. Y así llegamos al mes de agosto de 1936 cuando Ledesma es
detenido y enviado a la cárcel de Ventas en donde conoce al padre Manuel
Villares cuyo hermano había sido miembro de las JONS y conocía su obra desde La Conquista del Estado hasta Nuestra Revolución. El padre Villares
iba vestido de civil y no se identificó como sacerdote. Los detenidos cada día
rezaban el rosario y luego cantaban el Cara
al Sol. Villares, al observar que Ledesma no participaba le preguntó el
motivo: «Cuando yo era chico –respondió Ledesma– lo rezábamos en mi pueblo
solamente los domingos y no creo que haya obligación de rezarlo y menos todos
los días». A partir de ahí sus conversaciones con Villares se hicieron
habituales y se orientaron cada vez más hacia el tema religioso. El sacerdote
lo describe en aquellos primeros momentos de detención: «Hay un Ramiro intelectual y descreído que es necesario poner en claro.
Aunque él afirmase en un libro de polémica que La Conquista del Estado lo era todo menos clerical, sin embargo,
nunca le oí en la cárcel ninguna frase o afirmación anticlerical o
anti–religiosa; él, que era un espíritu sarcástico, incisivo, reticente y
acerado para combatir a los demás», para añadir algo más adelante: «Nietzsche ejerció una gran influencia sobre
él. Había leído mucho, aunque no de temas religiosos y lo poco que conocía de
esta materia era heterodoxo». Solía citar –dice Villares– la obra L’irréligion de l’avenir de Guyau (10).
Ledesma no sabía que Villares era presbítero (éste, por
prudencia, no se lo había dicho) (11), sin embargo, a poco de haber conocido a
Villares, progresivamente, va recuperando el recuerdo de la religión sencilla e
ingenua que había conocido en su infancia a través de su madre y que, como dice
Villares, «había quedado soterrada ante
el aluvión de ciencias y seudo–ciencias que su curiosidad intelectual había
devorado en los años universitarios» (12). A partir de ahí empezó también,
paralelamente, a «obsesionarle» (tal es el verbo empleado por Villares) el
problema del más allá (13).
A medida que se prolongaba el encierro, las conversaciones
en materia religiosa «se hacían cada vez más frecuentes» y añade Villares: «Parecía como si presintiera su muerte y
quería llegar a ella con el problema de la fe resuelto». Llegó a proponer a
Villares como proyecto de futuro una vez recuperada la improbable libertad, el
fundar una «Sociedad de San Pablo para la
armonía entre la ciencia y la fe», nombre suficientemente elocuente de sus
preocupaciones en esos momentos.
Ledesma era un intelectual frío y se negaba a aceptar la fe
sino era de manera razonada. Tiene razón Villares cuando explica que la
frialdad intelectual de Ledesma «le hacía desdeñar la vía del sentimiento». Sin
embargo, un día, después de conversar sobre la Gracia, Villares escribe: «Pero Dios toca siempre el corazón. Un día
después de una larga conversación, me dijo que necesitaba una tregua para
pensarlo. Aquella noche la gracia surtió sus efectos. Al día siguiente, cuando
nos reunimos en el patio me dijo: –No sigas, creo ya con la fe ingenua con que
creía cuando era monaguillo en mi pueblo». En ese momento hay que situar el
punto de inflexión religioso de Ledesma.
Villares le recomendó que se confesara con un sacerdote
joven también encarcelado, José Ignacio Marín. Villares añade: «Así lo hizo y después noté en él una gran
tranquilidad y una seguridad y alegría desconocidas. Le había desaparecido la
preocupación religiosa que tanto le atenazaba. No puedo precisar los días que
mediaron entre su confesión y la muerte, pero desde luego no fueron muchos. Lo
que sí recuerdo perfectamente es que el día en que le sacaron, al ponernos en
fila por la tarde para subir a las celdas se colocó detrás del señor Marín y le
pidió la absolución».
Villares cuenta que Ledesma terminó dudando de parte de sus
convicciones anteriores a la detención. Dudaba por ejemplo de que la ciencia lo
fuera todo: «¿De qué le servía la
ciencia?, se mortificaba Ramiro. Y ahora ¿qué? ¿A quién llamar, cuál era el que
podía auxiliarle en el instante horrendo? ¿Guyot, Heidegger, Hüsserl, Darwin,
Einstein? La Ciencia no era todo. No era lo absoluto» y añade: «Hay otra dimensión en lo humano: lo
sobrenatural».
Cuando Tomás Borrás se entrevistó treinta años después con
el padre Villares, éste le confirmó todo lo que había escrito antes sobre los
últimos meses de Ledesma: «Pasaban los
días, y lo cierto es que Ramiro no estaba obsesionado más que por el
pensamiento religioso» (14) y Borrás añade después del relato de la
confesión de Ledesma: «El padre Villares
los vio unirse, pasear, apartarse un rincón, hablaba Ramiro, el otro escuchaba.
Terminado el recreo se encontraron Ledesma y su amigo Villares. No comentaron
la confesión ni se insistió más en el tema religioso. Quien confesó a Ramiro
era el Padre don José Ignacio Marín, párroco actual de San Ginés» (15).
Tomás Borrás, obviamente, se entrevistó luego con el padre
Martín quien le confirmó todos los extremos ya conocidos, ampliando lo relativo
a su propio papel: «Si, yo confesé a
Ramiro Ledesma Ramos y le di la absolución. Sucedió así. Una tarde estábamos en
el patio. Era ya octubre, al final, exactamente el día 28. Se me acercó un
joven a quien yo veía por allí, inseparable de un sacerdote no identificado en
la cárcel, el padre Manuel Villares, los dos curas de almas nos conocíamos sin
dar a conocer que nos conociéramos. «Padre, deseo que me confieses, si no hay inconveniente».
La confesión se realizó en un rincón del patio que Marín utilizaba a modo de
confesionario. Le confesó sin conocer ni quién era, ni cuales eran sus
opiniones políticas. Antes de terminar la confesión, llamaron a celdas, así que
Ledesma preguntó «¿No me das la
absolución, padre?», añadiendo «Es
que presiento que hoy me van a matar. Por favor». Ante la insistencia de
Ledesma, el sacerdote le dio la absolución, recordándole que debía rezar las
oraciones establecidas como penitencia y que al día siguiente «seguiremos hablando y estarás más
tranquilo». Le colocó la mano sobre la cabeza y le dio la absolución: «Quédate recogido, aunque no me oigas.
Concéntrate en ti. Después vete en soledad a rezar y a concentrarte más. No
pienses sino en Dios y en su infinita misericordia». Al llegar a su celda,
el padre Marín comentó con otro compañero de encierro, Vázquez Dodero la
confesión que acababa de realizar y éste le explicó quién era Ledesma: «Es uno de los que no se salvarán de las
manos de éstos». Al día siguiente, el 29 de octubre de 1936, Ramiro Ledesma
fue asesinado.
No puede haber dudas de que, si fue agnóstico desde su
juventud hasta pocos días antes de su muerte, murió, arrepentido, como
católico.
NOTAS
1. Cfr. Los «no
conformistas» de los años 30, Ernesto Milá, Revista de Historia del
Fascismo, nº 21, pág. 4–107.
2. Cfr. Cfr. Ramiro Ledesma visto por el mismo a través de
El sello de la muerte, Ernesto Milá, Revista de Historia del Fascismo, nº VII,
páginas 32–81.
3. Ramiro Ledesma, El
sello de la muerte, edición on line
http://es.scribd.com/doc/82964156/El–sello–de–la–muerte–Ramiro–Ledesma, pág.
52.
4. Idem.
5. «Por último, cuando
mi imaginación cansada se disponía a cerrar hábilmente los cuadros vistos, apareció,
rezagado, pero altivo, sereno y deslumbrante, Federico Nietzsche; en todo su
cuerpo estaba escrita una frase: «El hombre es algo que debe ser superado.»
Esta frase retumbaba en los cerebros de todos los oyentes como un algo humano y
sobrenatural que formara ascuas individualistas o anhelos de perfección; era el
filósofo del siglo, se reconocía su potencialidad enorme y su poderosísima
influencia espiritual...» (R. Ledesma, El
sello de la muerte, op. cit., pág. 37)
6. Op. cit., pág. 46.
7. Op. cit., pag. 3.
8. «Amo al que quiere
crear algo superior a él y sucumbe».
9. Imprecación en la hora decisiva, José María Salaverría, La Conquista del Estado, nº 8, 2 de
mayo de 1931.
10. Jean–Marie Guyau (1854–1888), filósofo y poeta francés,
era discípulo del positivista Compté. Su obra influyó mucho en pensadores del
último tercio del siglo XIX en especial en Nietzsche y en Kropotkin. En la obra
citada por el padre Villares, Guyau proponía una «religión científica» en la
que los dogmas tuvieran una explicación racional, como la «religión laica» de
Auguste Compté.
11. La sensación que da el testimonio de Villares es que
Ledesma hablaba poco con sus compañeros de encierro y que este era su único
interlocutor, junto con Maeztu. Entre conversación y conversación, ambos solían
jugar «a barcos» utilizando papel cuadriculado, juego en el que Ledesma
demostraba una endiablada habilidad para localizar la ubicación de los «barcos»
del adversario. Se sabe, por ejemplo, que muchos derechistas lo rehuían viendo
en él a alguien con el que era peligroso relacionarse a causa de su pasado y
para no quedar marcados como «fascistas peligrosos» al dirigirle la palabra.
Ramiro de Maeztu, en cambio, mantenía animadas conversaciones con él.
12. Las citas del padre Villares están extraídas del
artículo La muerte de Ramiro Ledesma
Ramos, Manuel Villares, Pbro., revista Juventud,
25 de octubre de 1951, y reproducido como capítulo CXXII de Ramiro Ledesma Ramos, T. Borrás, op.
cit., pág. 713–719.
13. Sin embargo, no era miedo lo que manifestaba Ledesma por
el hecho de morir. Villares escribe a propósito de esto: «Nunca, sin embargo, oí a Ramiro una palabra que indicara miedo ante
aquella situación. Lo sobrellevaba con estoica indiferencia y creo que le daba
lo mismo morir que vivir».
14. T. Borrás, op. cit., pág. 757.
15. Idem, pág. 758.