En los años 60 se creía que el “Estado del Bienestar” nos
iba a convertir a todos en miembros de una clase media alta con acceso a
cualquier bien de consumo, a la pequeña propiedad inmobiliaria y lo que
entonces era el sueño español: casa propia espaciosa para tener unos cuantos
hijos (¡qué menos que tres!), terrenito con la esperanza de construir un
chalet, vacaciones en la costa, dos pagas dobles sin prorratear y 600 en el garaje…
aquello nos parecía a todos al alcance de la mano. Era cuestión de tiempo y,
cuando llegó la democracia, muchos pensaron: “Las hemos pasado canutas, pero ahora va a llegar el reino de la abundancia”.
Todo resultó ser un sueño. Me quejo de que los sueños, sueños son (que diría
Calderón) y, con cierta frecuencia, se transforman en pesadillas.
En 1959, España vivía todavía en la precariedad, pero la Ley
de Inversiones Extranjeras abrió la puerta al capital que fluyó en bolsas,
bancos e inversiones directas. De ahí el meteórico ascenso de la economía
española en la década siguiente. Pero en 1973 todo se torció. La culpa fue de
la cuarta guerra árabe israelí y del embargo petrolero que siguió. Los “30 años
gloriosos” de la economía mundial se detuvieron en seco. Esto tuvo más
importancia en España porque la oposición democrática desencadenó una oleada a
huelgas, más por interés político que económico, pero el caso fue que
encontraron eco en la masa laboral que empezaba a tener dificultades al ver que
el precio de la gasolina del 600 se disparaba. Luego ya nada volvió a ser
igual.
La transición se
realizó con una inflación que en algunos momentos alcanzó el 30%, mientras las
huelgas de los recién estrenados sindicatos horizontales seguían a ritmo
acelerado. Dado que el país estrenaba “libertades políticas”, nadie recordó que
las cosas empezaban a ponerse cuesta arriba: porque, desde el punto de vista
económico la transición fue un desastre para las clases medias. Pero, entre
acudir a mítines y manifestaciones convocadas por los nuevos tribunos,
disfrutar del porno a buen precio servido en todos los kioscos y cines y
hacernos a la idea de que todos, a partir de ahora, podríamos, no solamente ser
concejales, diputados, senadores y presidentes del gobierno, y votar hoy, mañana
y pasado, el país no estaba atento a lo que se le venía encima.
Los socialistas iniciaron el final de la faena taurina en la que se sacrificaría el toro de la clase media. Ansiosos por entrar en Europa y porque Europa financiara infraestructuras con el consiguiente desvío de fondos, en aquellos años la corrupción se hizo consuetudinaria al sistema político. Si antes bastaba con regalar un reloj o un Dupont al gobernador civil de turno, ahora, la nueva clase política exigía entre un 3 y un 5% del valor de las concesiones de obra pública entregada. En ocasiones más. Y una participación para el partido. Y otra para los firmantes y otra más para la “superioridad”. Así se hicieron las grandes fortunas del socialismo y del nacionalismo, a golpe de comisión. El problema fue que el PP llegó con hambre atrasada y todo él se convirtió en una gigantesca masa corrupta, corruptible y corruptora, sin redención posible.
Los años 80 pintaron mal para la clase media española,
especialmente después de que los socialistas desmovilizaran a la sociedad civil
o bien la comprar a bajo precio. Ni las asociaciones de vecinos, ni mucho menos
las de cabezas de familia, las entidades cívicas, los ateneos y los centros
culturales, el asociacionismo en general, expresiones habituales de la clase
media por encima de los partidos, perdieron la iniciativa o se convirtieron en
mansos borreguitos esperando cada año el reparto de subsidios. Nadie alertó sobre lo mal que se había
hecho la “integración en Europa”. Como nadie alertó -al menos con capacidad
para hacerse oír- sobre el disparato autonómico que ya, a mediados de los 80,
se consideraba irreversible. Pero lo peor estaba por llegar: se llamaba
neoliberalismo y globalización. Llegó cabalgando sibilinamente con la esperanza
en que el fin de la época de la bipolaridad y de los dos bloques enfrentados
generaría el “fin de la historia” y el triunfo de la democracia y con ella del
bienestar en todo el mundo. Y lo que trajo fue deslocalización empresarial de
Norte hacia el Sur y del Oeste hacia el Este y, en sentido contrario,
inmigración masiva, de Sur a Norte y de Este a Oeste.
Aznar fue el primer
presidente de la globalización. Su modelo económico basado en salarios bajos,
compensados con el acceso fácil al crédito, impulso de sectores con bajo valor
añadido (construcción y turismo), e inmigración masiva, constituyó la verdadera
y gran catástrofe generada por los populares que se sumaba a la creada por los
socialistas con motivo la entrada en la UE.
Aún quedaban la fase
posterior de destrucción de los valores tradicionales de la clase media:
trabajo, familia, estabilidad, educación, cultura… que corrió a cargo de un
mentecato elevado a la presidencia gracias a las bombas del 11-M (ZP) y de un apático incapaz de actuar en dos
frentes al mismo tiempo (Rajoy). Al actual okupa de la Moncloa y a sus
sucesores lo único que les queda es gestionar subsidios para que la clase media
se mantenga temerosa ante el umbral de la pobreza. Porque lo triste, lo
verdaderamente triste, es que, no solo en España, sino en todo el mundo, el
único grupo social que tenía número y preparación suficiente como para proponer
cambios, idearlos y ponerlos en práctica, la clase media, que en un momento
pudo aspirar a vivir como las clases acomodadas, ahora se enfrente al miedo, no
ya a la “proletariación”, sino a descender más allá del umbral de la pobreza.
¿Conspiración? Me
niego a pensar que en este país alguien puede conspirar para algo más que llenarse
los bolsillos. Más bien lo considero como un signo de los tiempos y el
resultado de la caída en picado que se produjo en la transición entre el
franquismo (que en su última etapa no era más que una tecnocracia con escasas
libertades) y la democracia. Fue en ese momento, cuando el poder cayó en manos
de cenutrios ambiciosos y sin escrúpulos. Como máximo fue la conspiración de
los necios.