Les decía el otro día que el Pronto es mi revista de cabecera en esas horas del día en las que aligero
mi carga intestinal. Les confesaré hoy que no suelo mirar en esa revista los
artículos “del corazón”. En general, los personajes y las situaciones (la
Preysler, el último presentador de moda, la chica que se ha estrenado en una
serie del tres al cuarto y que su agencia quiere promocionar, el último
divorcio o arrejuntamiento del famoso, algún sarao de campanillas, la última
boda real), me resultan siempre cargantes.
Algún sujeto habitual en esas páginas, es incluso siniestro. Miguel Bosé, sin
ir más lejos. Miren las fotos que hay de él en Google y díganme si no ha ido
adquiriendo con el paso del tiempo, un aire siniestro; de esos que si uno
se lo cruza en la calle, mejor pasar a la otra acera (dicho sin segundas). Al
parecer el fulano se ha separado y se han repartido con su ex chorbo a los
hijos, como si de una pedrea se tratase. Y de eso es de lo que me quejo.
Tiene gracia porque hace unos días, a raíz de que se
estrenada en el Festival de Cine de Sitges, un remake de la película de Darío
Argento, Suspiria (1977), volví a ver
este “clásico” del terror italiano de los setenta (sobrevalorado y que podría
rivalizar con las películas de nuestro entrañable Paul Naschy). La película me
pareció floja y pretenciosa, un spagheti-terror que solamente comento ahora porque
aparecía en un papel secundario Miguel Bosé, cuando apenas tenía 21 años. Era
entonces un tipo andrógino, de belleza femenina, que debía causar entusiasmos
en los ambientes atraídos por ese tipo de objetos eróticos. Durante la
transición se definió como bisexual, pero lenguas viperinas decían que no, que asomaba
por la puerta entreabierta de la ebanistería.
Nació español, pero luego adquirió la nacionalidad panameña.
Se cansó de ella y se hizo colombiano. Hoy, algunos dicen que aspira a la nacionalidad
mexicana. Además de la italiana por parte de madre. En fin… Nunca me interesó
ni su música, ni cuando se dio a lo kitsch,
ni su época experimental, ni la causa común que hizo con Pedro Almodóvar y con
la progresía en su etapa de “crítica social”, ni cuando se entregó a la música
comercial. De verdad: ni me ha interesado su música, ni considero que su participación
en el cine (recuerdo un horroroso film medievalizante que protagonizó (El caballero del dragón) o el papelón
que le dio Almodóvar como “juez travestí”. Y, claro está, me la traen al fresco
los hábitos sexuales del personaje y la marca de rimmel que utiliza para sus
fotos más intranquilizadoras.
Hay personajes en los que uno intuye algo enfermizo. Me di cuenta el otro día viendo su intervención en Suspiria. Supongo que el sueño erótico de Almodóvar era travestirlo y lo realizó, finalmente. En aquellos tiempos era el chico encantador y andrógino que gustan a ciertos gays. De esa época data su unión con un “escultor valenciano” del que, al parecer se sabía muy poco. Se convirtió en su “pareja” a lo largo de casi tres décadas, lo que no es poco, sobre todo si tenemos en cuenta, que entre heterosexuales, esa duración, hoy, ya es casi un récord. A lo largo de esa relación, Bosé y Cía adoptaron cuatro niños, Diego, Tadeo, Ivo y Telmo.
Y esta es la cuestión: que separada la pareja se han
repartido a estos niños. Dos para cada uno, y tan contentos. Me pregunto lo que
sentirán esos niños (ni Colombia, ni Panamá son países en los que papá y mamá
del mismo sexo sea algo habitual) y si una pareja gay es lo mismo que un “matrimonio”
y, por tanto, puede admitirse como marco más adecuado para una adopción. Será porqué empiezo a darme cuenta de que “soy
antiguo”, pero estas situaciones ni me gustan, ni las entiendo, por mucho que
me esfuerce. Igual es que no hay nada que entender, salvo la estupidez propia
de la modernidad..
Miren, si el Bosé y su chico se han querido durante casi
tres décadas, me parece muy bien y no es de mi incumbencia, como tampoco lo es
que un buen día se tiren los abogados a la cabeza. Lo que dudo -y nunca antes se me habría ocurrido de no llegar Zapatero
y sus fastuosas leyes de ingeniería social- es que una pareja del mismo sexo
sea el marco más adecuado para la educación de los hijos. Recuerdo que no hace tanto,
para adoptar un niño, hacía falta cumplir requisitos y más requisitos: hoy
parece que nos niños se compran con tanta facilidad como quien adquiere una
mascota. Y no confundamos: tener hijos, educarlos, criarlos, formarlos, es
algo muy serio.
Tener hijos es la
modulación de nuestro instinto de supervivencia: teniéndolos (esto es,
uniéndonos a otra persona de sexo opuesto), garantizamos la supervivencia de la
especie y la de nuestro propio linaje. Claro está que eso implica que estamos
orgullosos de nuestro linaje: que hemos tenido por gigantes a nuestros padres,
que los hemos amado y que mantenemos un recuerdo emocionado por nuestros
abuelos, que miramos nuestro árbol genealógico y decimos: “Coño -porque yo digo coño- venimos
de aquí, este es nuestro linaje, esta es nuestra identidad, tengo que
prolongarla en mis hijos y que ellos hagan otro tanto”. Eso, en mi
óptica de conservador consciente de que no queda mucho por conservar, es lo que
considero “normal”.
Comprar un niño a una agencia, pagar por él, incluso cometer
la frivolidad de decir “Uy, me falta en
la colección un niño de color amarillo” o alardear de “tengo una pareja de negritos y son preciosos”, me parece algo
siniestro, indigno y reflejo de la vacuidad y de la estupidez de nuestro
tiempo. Sobre todo, porque nadie piensa en lo que pasa por la cabeza del niño
arrancado de su entorno cultural y trasplantado a otro, sin arraigo alguno.
Presumo que es lo que les pasará a los dos niños con los que
se han quedado Miguel Bosé y su compañero de tres décadas. Y lo siento, no por la
pareja rota, sino por esos chavales para los que, sin comerlo ni beberlo,
también ha empezado una nueva vida.
Algo no funciona en
nuestra sociedad. Se dirá todo lo que se quiera sobre la familia: se dirá que
hay “nuevos modelos familiares”, se dirá que la familia tradicional está
obsoleta y periclitada, se dirá que hay muchas familias heterosexuales infelices,
que las rupturas están a la orden del día y se dirá todo lo que se quiera sobre
la libertad que cada uno tiene de formar una nueva “célula” social a su gusto y
a su medida. Pero, vale la pena no olvidar que, en nuestro ámbito cultural la
familia heterosexual y la procreación dentro del marco de la familia, ha “funcionado”
durante milenios, mientras que los “nuevos modelos familiares” fallan más
que una escopeta de feria (es significativo que no se elaboren estadísticas
sobre duración de matrimonios gay o resultados de las adopciones) y, de
momento, no están resultando el marco más adecuado para la crianza y educación
de los hijos.
De hecho, esos “nuevos
modelos” no resuelven los problemas de la familia convencional, sino que
prolongan y radicalizan aún más la crisis de la familia tradicional. Porque
esa crisis existe: hoy no solamente se tienen pocos hijos, sino que los pocos
que se tienen, reciben -por lo general- una educación antiautoritaria y liberal
que en absoluto garantiza buenos resultados. ¿Demostración? Si quiere usted una
demostración mire en su entorno…, seguro que lo entiende rápidamente.
Lo de Miguel Bosé y “su chico” es algo anecdótico. El drama
es el destino de los cuatro niños que vivían bajo su techo. Y el gran drama el destino de nuestra sociedad
que ha renunciado a tener hijos, ha renunciado al marco históricamente más
adecuado para criarlos y se limita a ir al super y comprarlos como quien compra
un frasco de lentejas, unos chocokispis, o unos yogures.
Cuando se llega a estos extremos, un conservador como yo,
tiende a pensar que nuestra sociedad no tiene futuro porque se ha instalado en
la locura.