Julius Evola -doctrinario imprescindible-, escribió un libro
de título extraño: El arco y la maza.
En el contenido no aparece por lugar alguno, ni un arco, ni una maza. La
perífrasis simbólica sugiere, en cambio, que con el arco se abaten objetivos lejanos, mientras que con un mazazo te cargas
al que tienes delante. O dicho con otras palabras: hay que mirar lejos, pero no olvidarse de la proximidad (y viceversa). De hecho, en política,
no puede actuarse sólo mediante regates en corto: hace falta prever ciclos
prolongados. Colbert plantaba bosques de hayas para que en el siglo siguiente,
Francia pudiera construir buques de guerra más grandes y sólidos que los de
cualquier otra potencia. Hoy, la clase política actúa en función del día a día:
precisamente, la subida del salario mínimo propuesta estos días por el gobierno
es garantía de que las elecciones generales están a la vuelta de la esquina.
Pero esta es otra historia. Me quejo, en realidad, de que mirar más allá de las
necesidades actuales, no es comprendido por todos. Verán.
Parece evidente que, en
estos momentos, España y la expresión organizada de su sociedad, el Estado
Español, deben reconstruir su “unidad nacional”. ¿Por qué? Argumentos no
faltan y puede realizarse perfectamente su anclaje en la historia, pero también
en el pragmatismo: una unidad de 38
millones de españoles es más eficiente que diecisiete taifas o que una
federación de microestados en centrifugación. ¿La prueba? Incluso en los
EEUU, cuando hace diez años se produjo el huracán que asoló Nueva Orleans, ni
las autoridades estatales, ni las locales, reaccionaron a tiempo. La crisis
terminó cuando el Estado tomó cartas en el asunto. Diez años después, en
Mallorca o diesiete años antes en las costas gallegas con la crisis del chapapote,
la normalidad solamente se restableció con el envío, por parte del Estado, de
unidades militares que en dos patadas resolvieron la situación. Los gobiernos
autonómicos han tenido muy poco protagonismo y ni siquiera han sido capaces de
movilizar voluntarios, que se pusieron en marcha, en ambos casos, por
iniciativa propia. Y si los gobiernos
autonómicos ni siquiera son capaces de afrontar instantes de crisis en sus
autonomías ¿para qué diablos sirven aparte de para reventar presupuestos
públicos?
Así pues, la lógica dice que, aquí y ahora, un Estado
unitario es mas eficiente que las taifas autonómicas. Lo que debería bastar para
desguazar el “Estado de las Autonomías”, primorosamente creado y que ha
conducido directamente a crisis y más crisis, en el País Vasco y en Cataluña,
cerradas siempre en falso. Negar que la “unidad
nacional” fue un logro y que es irrenunciable, es algo que debería estar
contenido en la carta constitucional, si la lógica y el sentido común hubiera
existido alguna vez en la clase política democrática. Pero, en su lugar, lo
que tuvimos fueron cambalacheos y actitudes de funambulistas que nos han traído
hasta la situación actual.
Claro está que la “unidad
nacional”, no ha sido siempre así: en 1492 era muy diferente que en 1714 y hoy,
naturalmente, debería de tener otros contenidos. Entre 1492 y la Guerra de
Sucesión, España no era “una”: existían “las Españas”. Para pasar del Reino
de Valencia al Principado de Cataluña había que pagar peajes. Las instituciones
y fueros de cada Reino y Principado eran diferentes a los de al lado. Y eso
estaba bien… en el siglo XV, pero en el XVIII resultaba un arcaísmo. A medida que la Edad Media iba quedando
atrás, la forma de organización propia de aquel ciclo histórico se iba convirtiendo
en inadecuada para un mundo de cambiaba, lenta, pero inexorablemente.
Tiene gracia que, precisamente, el despegue de Cataluña como
“polo industrial” no se produjera con las tan cacareadas “instituciones catalanas”,
sino cuando estas fueron eliminadas por el Decreto de nueva Planta (que, por
cierto, no prohibió el uso del catalán en la administración. La única vez que
aparece en el decreto la cuestión idiomática fue en relación a la justicia que
tenía que hacerse en castellano… antes se impartía en latín, no en catalán). Fue, precisamente, la “modernización” del Estado
lo que llevó a la superación del concepto de “Españas”, instaurado por los
Reyes Católicos y aceptado por los Austrias.
Y este es el problema: que la fórmula de “Estado Unitario”, ha sido la más adecuada para presidir un largo ciclo histórico que va desde el Tratado de Urech hasta la caída del Muro de Berlín. Este período de casi 300 años ha marcado el momento álgido de los Estados-Nación. Esos que toda la Europa identitaria apoya en estos momentos: el concepto que han revalidado los miembros del a AfD en las pasadas elecciones, o los nacional-demócratas nordicos, o el gobierno Salvini, o el ex Front National o Ressemblament National, o el UKIP, o los gobiernos húngaro y polaco, y tantos y tantos patriotas que alcanza las banderas de sus Estados Nacionales como enseñas de batalla contra la globalización, el cosmopolitismo, el mestizaje cultural, la inmigración masiva y la identidad nacional.
Sólo hay un problema. En
1989, con la caída del Muro de Berlín, se cerró definitivamente un período en
la historia universal, la época de los Estados-Nación. No era algo nuevo.
En el ya lejano 1931 la revista alemana Die
Tat, extrayendo conclusiones de la crisis económica de 1929, ya ponía los
puntos sobre las íes y afirmaba que la economía
“expansiva”, identificada con el capitalismo inglés, era la responsable de la
crisis y que era hora de generar una economía
“intensiva”, no basada en la exportación, sino en la explotación de los
recursos propios para los propios ciudadanos de una nación. Era una defensa
de la “autarquía”, unido al reconocimiento también de que los Estados no tienen
en su subsuelo ni recursos ni materias primas suficientes para afrontar todas
las necesidades de la producción.
Así pues, para ellos, autarquía era “economía de proximidad”, unido a intercambio de productos excedentarios por productos deficitarios en cada país. La idea era que, al final, existiera un equilibrio entre importaciones y exportaciones y que la balanza de pagos diera como resultado CERO. La tesis final de Die Tat era que la “autarquía” debía llevar a la colaboración entre las economías nacionales y a la creación de “bloques económicos”. Europa era uno de ellos. De ahí toda la retórica que acompañó durante la Segunda Guerra Mundial, sobre la construcción del Nuevo Orden Europeo. Porque, las propuestas de Die Tat fueron incorporadas al gobierno del Tercer Reich. Procedían de una reformulación de la teoría de Coudenhove-Kalergi sobre la reorganización del mundo en “cinco bloques”.
Así pues, para ellos, autarquía era “economía de proximidad”, unido a intercambio de productos excedentarios por productos deficitarios en cada país. La idea era que, al final, existiera un equilibrio entre importaciones y exportaciones y que la balanza de pagos diera como resultado CERO. La tesis final de Die Tat era que la “autarquía” debía llevar a la colaboración entre las economías nacionales y a la creación de “bloques económicos”. Europa era uno de ellos. De ahí toda la retórica que acompañó durante la Segunda Guerra Mundial, sobre la construcción del Nuevo Orden Europeo. Porque, las propuestas de Die Tat fueron incorporadas al gobierno del Tercer Reich. Procedían de una reformulación de la teoría de Coudenhove-Kalergi sobre la reorganización del mundo en “cinco bloques”.
Estamos en 2017. Es bueno que se alcen banderas nacionales contra la globalización. De hecho, los Estados Nación constituyen barricadas contra el rodillo globalizador. Ahora bien, cuando el presupuesto del CERN o el del Airbus superan el presupuesto nacional de un Estado europeo de tamaño medio, parece evidente que el Estado Nación, en sus actuales circunstancias, no va a poder eternizarse, a menos que no sea como mito: existirá la bandera nacional, la administración del Estado, incluso el “orgullo nacional”… pero la nación no será independiente sino sometida al capricho de los capitales financieros, del capital especulativo mundial, de los fondos buitres y de los señores del dinero, tal como ocurre hoy, aquí y ahora.
Desde los años 20, cuando apareció el libro de Berdaiev Hacia una nueva Edad Media, existe la
convicción de que nos aproximamos a una
mutación histórica crítica, similar a la que tuvo lugar en el siglo XV en
España con la unificación de las Coronas de Castilla y Aragón, similar a la que
tuvo lugar en nuestro territorio en el siglo XVIII con el Decreto de Nueva Planta
y con la configuración “unitaria” del Estado. La fórmula Estado Nacional puede
ser una barricada, pero ya no es capaz ni de detener ni de abrir una ofensiva
contra el rodillo globalizador. Es irrenunciable defender su integridad,
afirmar y reforzar sus instituciones -esto es, el aparato del Estado-, cortar
los brotes que pretendan hacer retroceder la historia hasta el siglo XV o
incluso hasta la alta Edad Media…
Todo esto supone ir con la maza, atizando (simbólicamente,
claro está) a objetivos cercanos: en la actualidad, cargando contra el
independentismo.cat, sin duda la más troglodítica opción desintegradora. Pero
esto no basta: es preciso mirar más
lejos, allí hasta donde llega la flecha. Hace falta mirar más allá del
Estado-Nación, porque puede ocurrir -de hecho está ocurriendo- que estemos orgullosos
de nuestra bandera y de nuestra independencia y todo esto sirva solo para
encubrir que España es un país dependiente al 100% de la economía globalizada y
que lo que pueda votar el ciudadano mañana o pasado importa poco, porque las
decisiones que nos afectan a todos, se toman en rascacielos lejanos en donde se
sientan diosecillos de la economía, contentes y felices de que, mientras de
ondean banderas nacionales, nadie parezca preocuparse de que el neoliberalismo devora,
precisamente, todo lo que representa esa bandera.
¿Qué hay detrás del
Estado-Nación? Respuesta: los bloques continentales. Y hace falta que España se
defina si quiere estar en Europa o trabajar por una Comunidad Ibérica de
Naciones que mire al otro lado del Océano. Eso sería utilizar el arco y las
flechas: apuntar y adaptarse a un nuevo ciclo histórico