En 1981 me vi obligado por las circunstancias (yo era
entonces un “perseguido político”) a vivir una temporada alejado en el campo,
en Francia. La experiencia me entusiasmó. En pocos meses aprendí el arte de la
herrería, manejé hachas y motosierras, sembré y me alimenté con lo sembrado,
manejé y monté caballos, maté a ovejas y cabras para comer, ordeñé, aprendí a
hacer queso y mantequilla, cultivé –con gran éxito, hay que decirlo- champiñones y, por resumirlo, disfruté de
la vida. Desde entonces me quedó el gusanillo de que la vida en el campo era
una maravilla. Lo he intentado, y después de aquella feliz experiencia han
seguido otras tres a este lado de la frontera, que no podrían calificarse como completamente satisfactorias. Me quejo de
que vivir en pueblos pequeños ya no es como antes. Me quejo de que la
modernidad lo ha arrasado todo: en las grandes urbes y en los terruños. Me
quejo de que las ciudades son cada vez más hostiles, pero los pequeños pueblos
no resultan tan acogedores como podría pensarse.
Vázquez Montalbán me definió como un “exiliado interior” a
mediados de los años 60. Tenía cierta razón. El problema es la importancia que
se le da a la noción de “exilio” y de “interioridad”. El exilio y la necesidad
de huir por razones políticas me implicaron habituarme a vivir fuera de España
y hacer de cada lugar en el que me encontraba una “patria”, en la que
seguramente había algunos camaradas y, por tanto, una tarea común que hacer. Me
habitué a vivir fuera del ambiente que me había visto nacer y entender la
figura de los “nobles viajeros” de la antigüedad. Así que la noción de “exilio”
fue para mí una epifanía. Luego vino en mi ayuda la noción de “interioridad”.
Ésta solamente la puedes experimentar en toda su intensidad, cuando el rechazo
a lo que te rodea te obliga a refugiarte en ti mismo: permaneciendo distante de
“lo exterior”, encuentras refugio en “lo interior”. Eso me ocurrió en el primer
período de cárcel en Francia, apenas 90 días, los suficientes para descubrir –a
través de Julius Evola y de René Guénon, hay que decirlo- lo que “la
interioridad” y su función.
Cuando todas estas peripecias terminaron, me sentí incómodo en la gran
ciudad. Ruidos, olores, ambiente hostil, degradación creciente, nuevas
construcciones que ocultaban sólo el desplome interior de la sociedad española
que empezó en los 80, con el “desencanto” y que hoy persiste cuando ya nadie se
acuerda de “los indignados”. Busqué experiencias de vida en el campo. Hoy estoy
felizmente instalado en un pequeño pueblo de pescadores. Y, créanme, si uno
acepta su situación de “exiliado interior”, éste es el mejor de los mundo. A 50
metros de casa, la playa. A 100 metros, en dirección opuesta, la montaña.
Saliendo del casco urbano, el olor a porro y a gasolina quemada queda atrás, es
difícil que un perro pulgoso te traspase su pasaje de pulgas, e incluso hay
gente entrañable. Pero, no nos engañemos, ni pretendamos engañar: ni soy de aquí, ni siquiera pretendo
integrarme aquí.
¿El motivo? Somos de
donde somos. Yo soy de Tabarnia. Nací en la “Esquerra del Eixample”. "Soy" de allí. Puedo
estar navegando sobre el Amazonas camino de Manaos con caucho en la bodega,
puedo estar junto a las quimeras de Notre Dame de París o esperando un contacto
en Carrara, puedo escribir un artículo en La Paz o refugiarme bajo una mesa en
Beirut, incluso me puedo tomar un pescaíto frito y unas bravas en el Maresme o
en una taberna de Santillana, pero no soy de ninguno de estos lugares. Sé muy
bien quién soy y de dónde vengo: soy un hombre, tengo un lugar de origen y pertenezco a un linaje que se inició en el siglo XV, esa es mi identidad, no tengo otra. Puedo adaptarme y, de hecho no me cuesta mucho
hacerlo, pero no soy del sitio en el que me encuentro. Ni siquiera pretendo
serlo: la situación de “exilio interior” es mucho más cómoda. El lugar del que provengo (la ciudad de Barcelona, España) ya no existen como las conocí. Son otras y de ese lugar no soy yo.
El otro día lo hablaba con un abuelo de por aquí: no vale la pena tratar de integrarse porque
en los pueblos pequeños la vida ha quedado tan descoyuntada e inorgánica como
en las grandes ciudades, con la diferencia de que en Diagonal Mar o en la Zona
Olímpica hay diferencias entre vecinos del mismo bloque, mientras que en un
pueblo, lo que te impide integrarte es que está todo el mundo el peleado y las enemistades van por familias. Hacer amistad
con unos, implica que otros te miren mal y a la inversa. ¿Entienden por qué no
me interesa integrarme en nada?
La modernidad es
inviable por su carga de valores individualistas y finalistas (paz universal,
amor, fraternidad, humanismo). La ausencia de valores instrumentales (los
necesarios en el día a día: honor, lealtad, sacrificio, esfuerzo), depreciados
por la escuela, por los medios de comunicación y no transmitidos por ninguna
institución, olvidados en la mayoría de familias, es lo que hace que la vida rural y urbana vayan degenerando
progresivamente. No es que uno no pueda integrarse en un pequeño pueblo, es que
no vale la pena hacerlo. Más que quejarme de eso, lo reconozco simplemente. Me
quejo, eso sí, de que la vida ya no es como antes