No me refiero a los empanaos que bastante tienen con lo que
tienen (vivir sin darse cuenta de que viven) me refiero al protagonista de
aquel chiste alemán de los buenos viejos tiempos en donde Otto le pregunta a
Fritz: “Oye ¿los muertos huelen?" Fritz asiente y Otto le dice: “Pues tú estás
muerto”. No hay que reírse necesariamente, pero el chiste pone el dedo en la
llaga de uno de los grandes problemas de la modernidad: me quejo de que hay
mucho guarro suelto por ahí. Más que nunca, sin duda. Me quejo de que hay gente
que huele mal.
No hará mucho, un amigo que tiene una tienda de efectos
militares y, de tanto en tanto, aparece gente para comprar pantalones, me
contaba que lo primero que pregunta cuando alguien quiere probarse algún
pantalón, es “¿llevas calzoncillos?”. Algo menos de la mitad –pero no muchos
menos- responden que no. Si el chaval quiere probarse los pantalones, deberá
venir con calzoncillos. Preferentemente limpios. Es todo un síntoma. En La Paz
me acuerdo que las indias quechuas iban con unas amplias faldas (“polleras”) y
sin bragas. ¿Qué como lo sé? Porque, de tanto en tanto, se ponían en cuclillas
y debajo de las faldas aparecía un riachuelo que era evidente de donde salía.
Blanco y en botella. No hace falta ser un Sherlock Holmes para intuir el resto.
Pero aquello eran los quechuas de los años 80. Doy por sentado que Evo Morales
va con calzoncillos e incluso aportaría que son Calvin Klein.
Los atentados a nuestra integridad olfativa están a la orden
del día. Acabo de salir a la calle: primer un utilitario con el motor mal
calibrado exhalaba un denso humo negro. Luego un tramo de la calle –a las 8:30-
olía simplemente a porro. Una alcantarilla había sido rota por el oleaje y el
frente de mal tenía el inconfundible aroma de los detritus. Al sol se pudrían
unas bolsas de basura, seguramente con cabezas de pescado, que nadie se había
preocupado de retirar en la noche. No está mal para ser un domingo.
Es una suerte que hoy no tenga que coger ningún ferrocarril.
En la R1 el arquetipo más habitual es el colgado que lleva el olor a marihuana
impregnado sus ropas. Todo él huele a marihuana. Aunque casi mejor, porque la
desidia y la risa tonta, suelen hacer a ese arquetipo extremadamente descuidado
en el aseo: el olor a marihuana mata al olor a sobaquillo. Claro está que hay
tipos que, simplemente huelen mal. Hay que lavarse, colegas. Preferentemente,
cada día. No todos parecen haberlo entendido: ni sus padres se lo han enseñado,
ni ellos lo han querido aprender empíricamente, ni en ninguna escuela se
imparten mínimas nociones de “urbanidad”, asignatura que periclitó en los años
50 y que los socialistas, dueños de las reformas educativas desde la transición
hasta nuestros días, nunca han querido reimplantar porque educación, aseo
personal y etiqueta parecen ser “facismo y derechona”. Luego pasa que las niñas
de izquierdas ligan menos que las derechas y así surgen las “ideologías de
género”.
Hay momentos en los que resulta inevitable exhalar olor
corporal. Un día tuve que atravesar la calle de Aragón, justo cuando pasaba la “cursa
del Corte Inglés”. Experiencia aterradora esa de pasar entre gente que lleva
varios kilómetros corriendo y entre las manzanas del Ensanche. A nivel de
suelo, cuando pasan los miles de corredores, se genera una especie de corriente
de aire fétido que agrupa los olores corporales de todos los participantes:
alucinógeno en el peor sentido de la palabra. Ya decía Aldous Huxley en Las puertas de la percepción que basta
con modificar la composición química del aire que respiramos, introduciendo un
poco más de CO2 para sufrir visiones y alucinaciones místicas. Yo el
día que tuve que atravesar la cursa sentí aproximarme al Walhala y noté la
presencia del mismísimo Odín que ordenaba a sus guerreros pasar por la ducha
antes de la batalla final contra Fenrir y las huestes del mal.
Me quejo de que la
educación, el estilo, el aseo y la higiene corporal que han constituido la
piedra angular de la civilización, cada vez están más ignorados y arrojados
fuera de lo cotidiano y por cada vez más gente. No es un criterio
pequeño-burgués; lo pequeño-burgués es solucionar el problema con sobredosis de
Axe o de desodorante de baratillo. Me quejo de que hay gente que huele mal y de
que siquiera les importa. Me quejo de
que la dejadez, la lasitud, la empanadura y el abandono personal conducen, no
solamente el hundimiento de quien los practica, sino que, además, son una
ofensa a las pituitarias que todavía discriminan entre el “olor a rosas” y el “pestazo
a metano”. Porque en todo existe un MAS y un MENOS, por mucho que el
igualitarismo afirme que todos somos iguales…