En 2006, Benedicto XVI en el
curso de una homilía en Regensburg se atrevió a recordar la existencia de un
vínculo entre “violencia” e “islam”. En la actualidad, el “multiculturlismo” está
instalado entre las ruinas de la Iglesia. ¿Dónde están las “misiones” evangelizadoras?
En Filipinas, en Brasil, en África. Nunca en Europa: el primer continente en el
que arraigó el cristianismo y en el que desde hace cuarenta años sigue un
proceso creciente de debilitamiento. Tampoco las comunidades cristianas de
Oriente Medio (que existen desde antes incluso que las europeas) merecen mucha
atención por parte del Papa Bergoglio.
En efecto, entre los últimos viajes
pastorales del Papa no se encuentra ningún país Europeo: Brasil. Corea, Kenia,
Uganda, Filipinas, México, Albania (Albania pertenece al mundo islámico más que
al europeo)… Europa no es, desde luego, una prioridad para la Iglesia. Y esto
es lo que sorprende: cuando Bergoglio recibió el Premio Carlomagno el pasado 6
de mayo, amonestó a los gobiernos y a la sociedad europea, por la actitud
tomada ante la inmigración y, entre otras barbaridades de traca, el “infalible”
Bergoglio explicó con una seriedad pasmosa que “La identidad de Europa es ,y
siempre ha sido, una identidad multicultural”. Y, para colmo, como si no
estuviera suficientemente clara su alineación con el “mundialismo” defendió la necesidad
de “alcanzar una nueva síntesis” en un lenguaje parecido al de la new–age o los
sectores más extremos de la ideología mundialista. Nadie puede dudar de que
cuando Bergoglio alude a esa “nueva síntesis” está aludiendo, igualmente, al
fin de la Iglesia. Lo que es peor, a la
renuncia a resistir, a contra atacar o, simplemente, a defender las propias
posiciones.
Sus viajes a Lampedusa y a
Lesbos, para solidarizarse con los inmigrantes, van en la misma dirección. Así
mismo, es extraño que al hablar de Europa, nunca aluda a la Europa de las
Naciones, sino, significativamente, a la “Europa de los pueblos” dando por
sentado que las comunidades de inmigrantes forman pueblos “diferenciados” de
los europeos (como, por lo demás, ellos mismos se encargan de demostrar cada
día siendo impermeables a la “integración”).
Por supuesto, Bergoglio coloca
especial énfasis en no ofender al islam ni siquiera por todo aquello que están
haciendo algunos fieles islámicos y que resulta indefendible: ha permanecido
silencioso ante los avances (y la intolerancia) del islam africano; no ha dicho
nada sobre los secuestros de niñas practicados por Boko Haram. Sus labios no se
abrieron para protestar contra la sentencia de muerte sobre la sudanesa Meriam
por el hecho de ser cristiana y cuya liberación se debió a otros. También cayó
sobre Asia Bibi, que cumplirá dentro de poco cinco años a la espera de su
ejecución por ser “infiel”, ni ha respondido a las dos cartas que ésta le
envió. ¿Por qué Bergoglio se obstina en ignorar las vergüenzas generadas en el
mundo islámico? Por lo mismo que ha abandonado al catolicismo europeo y a las
comunidades cristianas de Orienta: porque el Isla es la pieza fundamental de la
doctrina que ha asumido, el “mundialismo”.
Una de las noticias que hoy
difunde la agencia de prensa vaticana es: “La
Iglesia italiana abre sus puertas para acoger a la avalancha de inmigrantes”
y exalta la actitud del párroco de Ventimiglia que abrió las puertas de su
iglesia a 70 extranjeros que hasta ahora estaban albergados en el campamento de
refugiados de la zona. El obispo de la zona declaró que estaba preparando el
edificio del seminario provincial para idéntico fin. Por supuesto, la totalidad de inmigrantes
albergados son musulmanes.
Se puede ignorar la realidad,
pero ésta, antes o después, termina imponiéndose: políticas y actitudes como la
adoptada por Bergoglio solamente pueden servir para construir minaretes sobre
la ruina de las iglesias. Y, para colmo, en Europa.