En 1965 conocí el balneario de La
Puda, cerca de Banyoles. Tenía 13 años y pasamos el verano en aquella
localidad. La noticia de aquel verano que sacudió la minúscula colonia de
veraneantes, fue que un joven se había ahogado en el lago. Pasé unos días
después por allí y su padre todavía estaba silencioso y meditabundo sentado
ante las aguas negras del lago. Se me quedó grabada aquella imagen de tristeza
y abatimiento.
Bordeando el lago, llegamos al
balneario de la Puda. Allí manaba una fuente, la Font Pudosa que en catalán, quiere decir algo así como “fuente maloliente”.
Aquel lugar visitado por fanáticos del termalismo y de la hidroterapia (que en
Cataluña se contaban a miles empezando por el arquitecto Antoni Gaudí o el
frenólogo Mariano Cubí). Nunca había estado en ningún balneario. Me llamó la atención
aquel olor a bomba fétida que lo impregnaba todo. Si bebías un vaso de aquella
agua era como si te tragaras una caja de bombas fétidas. Eran aguas sulfurosas
y carbonatadas, buenas para enfermedades de los huesos, reúmas, y para aliviar dermatitis
y otros problemas de la piel. La humedad pegajosa del ambiente, agravada por el
sol de plomo de una tarde de verano, parecía acentuar aquel olor pestilente que
lo impregnaba todo.
Cuando fui por primera vez al
balneario de La Puda, a menos de doscientos metros del lago de Banyoles, los
momentos de esplendor del lugar ya habían pasado. Su ciclo duró algo menos de
cien años: de 1862, cuando se construyó, hasta los años 50 del siglo XX, cuando
cerró sus puertas. Quedaron, sin embargo, abiertas algunas dependencias del
lugar, próximas a la fuente, en donde era posible beber agua de la fuente y
adquirir unos dulces que hacían allí y que, por chocante que parezca, recibían
el nombre de “gazpachos”, aunque
fueron lo más parecidos a los tradicionales carquiñolis.
Nunca he podido explicarme el motivo.
Nunca más volví. Desde aquel
primer viaje, han pasado exactamente cincuenta años. Tampoco es tanto. De aquel
lugar quedan solo ruinas. Terribles, siniestras, sombrías. Lo que hasta 1959
fueron cabinas con bañeras para la inmersión en las aguas sulfurosas, hoy no
quedan ni los marcos de las puertas. Las baldosas de las paredes y del suelo
han sido arrancadas. Donde en otro tiempo hubo la fuente, hay solamente una A
de “anarquía” y poco más. Hay que caminar con cuidado. El techo puede hundirse
en cualquier momento. Todo está tapiado, claro, pero quien se obstina en entrar
puede hacerlo sin muchas dificultades. Lo que queda del interior son piedras
pútridas, a veces recubiertas de musgo, no hay ningún cristal que haya
resistido el tiempo, vegetación inmunda e insectos infames pueblan en lugar.
Aquel olor nauseabundo pero curativo, se ha disipado. Ignoro si la fuente se
secó o, simplemente, la secaron. Los desconchados de paredes hacen peligroso
acercarse a ellas. Musgos y líquenes infectos parecen reconstruir los paisajes minuciosamente
descritos por Lovecraft como si hubiera viajado en sueños a este lugar maldito.
He buscado imágenes de La Puda de
los “buenos viejos tiempos”. Me he encontrado quizás del primer “novecento”. Un
grupo de niños, con sus madres e incluso con un agente de la autoridad y en
segunda fila con varios camareros del balneario mira a la cámara. Todos deben
haber muerto. La niña más joven debería tener hoy en torno a 120 años y de
seguir viva gozaría de la fama mediática que se concede a las
excepcionalidades. Es terrible ver uno de estos documentos gráficos y saber que
no puedes ya preguntar a nadie cómo era aquella época y si sintieron la misma
repugnancia que yo ante aquellas aguas sulfurosas.
La Puda es solamente un recuerdo.
Una sensación y unas imágenes. Lo que queda de ella, en la actualidad, no son
más que ruinas. El testimonio más rotundo de un tiempo que quedó atrás y, como
todo lo que es historia, jamás vuelve.
No sé lo que es la nostalgia.
Cuando llegué la primera vez a Banyoles, allá por el 64, ya tenía muy claro lo que
era la vida, algo pasajero y fugaz. Sabía que yo también crecería, envejecería
y moriría. Luego, cuando conocí el budismo tibetano y más tarde el zen, estas
doctrinas sintonizaron con mi interior porque me decían algo que ya había
experimentado cuando tenía 13 años: que todo en la vida eran experiencias y que
solamente valía la pena vivir si el número de experiencias que atravesabas te podía
enseñar algo. La visita de hoy al balneario de La Puda me ha servido para
revalidad aquellas convicciones: ni te alegres por tu suerte, ni te desesperes
por tu desgracia. Todo cambia, para bien o para mal. Y, al final, siempre
encuentras ruinas, desolación y finales sombríos. Pero en aquellas ruinas hay
también algo bello: la notificación del final de una época y del principio de
otra.