Info|krisis.- Este artículo forma parte de una obra recopilatoria sobre Alain de Benoist. Para evitar realizar una glosa entusiasta de este autor (los grandes intelectuales aborrecen los elogios en tanto que refuerzan su ego), me limité a explicar lo que la obra de Benoist a supuesto en mi formación intelectual. Ni podía hacer otra cosa, ni siquiera estaba predispuesto a escribir otra cosa. Parece como si a la hora de glosar a un intelectual hubiera que tratar de estar a su altura y hacer gala de una sofisticación intelectual que pusiera el comentario a la altura del autor. Más modesto en mis aspiraciones me he limitado a juzgar y personalizar la obra en función de lo que ha representado para mí y para el tiempo que me ha tocado vivir. El libro se ha publicado recientemente, así que ahí va mi aportación.
Alain de Benoist,
casi como de la familia
Servidor que va ya por los 62
años, pertenece a una generación que cuando tenía 15 ó 16 años discutía sobre
Marcuse y sobre estructuralismo, descubría los clásicos del socialismo utópico
y los alternaba con la lectura de José Antonio Primo de Rivera y de Ramiro
Ledesma. En aquella época y hasta que llegué a la edad de Cristo, era muy fácil
ser marxista. Todo el mundo lo era, especialmente en la Universidad y para
cualquiera que se preciara de tener un mínimo de cultura, parecía un desdoro
declararse antimarxista.
Hoy, cuando hace tres décadas que
el marxismo ha entrado en el basurero de la historia, resulta muy difícil
explicar cómo eran aquellos años y el clima cultural que se respiraba en el
tardo–franquismo. Los kioscos de las Ramblas barcelonesas, que hoy apenas
venden otra cosa que gadgets para turistas, a partir de 1968 solamente
mostraban libros de orientación marxista. Fue allí donde compramos la edición
de 1967 de ¿Fascismo en España?
seguido por el Discurso a las Juventudes
de España, de Ramiro Ledesma, publicado por una editorial de izquierdas… No
se había traducido ninguna obra de Evola, los textos de Carl Schmitt, como
todos los títulos publicados por la Editora Nacional (ente dependiente del
régimen franquista) pasaban casi como clandestinos. Digámoslo claramente: el
tardo–franquismo fue un erial cultural. O, al menos, yo lo recuerdo así. En ese
erial descubrí la obra de Benoist. Una bendición. Sus escritos se han convertido en una de mis lecturas habituales.
Me permitiréis que recuerde las
etapas en mi formación cultural: me nutrí inicialmente de los clásicos del no–conformismo
(llamémoslo así) español de los años 30: desde José Antonio a Ledesma, de
Unamuno (aquella inolvidable Vida de don
Quijote y Sancho) a Ortega (ese liberal alarmado por la deriva de las
sociedades modernas). Leyendo a Pauwels y Bergier me enteré de la existencia de
un tal “Guénon”. Arrojé a la basura a los autores de El retorno de los brujos y me apresuré a la lectura de René Guénon,
deplorando a sus sectarios. Un amigo italiano que entonces publicaba una
pequeña revista ciclostylada en Florencia, Marco Tarchi, me envió el texto de Orientamenti y fue así como llegué a
conocer la obra de Julius Evola justo por el mejor lugar para penetrar en ella,
ese pequeño folleto repleto de “afirmaciones absolutas y negaciones soberanas” que
descifré diccionario en mano. Y un buen día, en una librería de viejo vi un
libro que me compré sin conocer a sus autores y sin que el tema me interesara
mucho, sólo porque pertenecía a una colección –Collection Action– de la que había leído ya varios títulos. Era Le courage est son patrie, firmado por
François d’Orcival y Fabrice Laroche. Era una colección de relatos sobre los
años de lucha por la Argelia Francesa. Era, una exaltación a la militancia
política.
No creo desvelar, a estas alturas
ningún secreto, si recuerdo que uno de los seudónimos de Alain de Benoist es,
precisamente, “Fabrice Laroche”. Así
pues, éste fue el primer título que leí de nuestro autor, en un tiempo en el
que apreciaba especialmente la literatura activista y exaltada de José Antonio
y de Ramiro Ledesma, cuando ya había descubierto la obra del “primer” Jean
Thiriart publicado en España con el peregrino nombre de ¡Arriba Europa!
En aquellos años de juventud, mi
orientación personal giraba en torno a dos ejes: encontrar argumentos para
defender una opción que, en aquella época, era fundamentalmente instintiva,
mucho más que razonada; y, en segundo lugar, vivir la exaltación propia de la
militancia política juvenil. Quien no ha pasado por ese período en el que arde
el cerebro y el corazón, se ha perdido lo mejor de la juventud. Sólo el
descubrimiento del primer amor puede ser tan arrebatador como la asunción de un
ideal.
Benoist lo había descubierto
antes que yo. Veinte años nos separan, así que pertenece a la generación
anterior a la mía. Su prueba de fuego había sido Europe Action (cuya colección completa pude leer en casa del que
fuera fundador de CEDADE, Ángel Ricote) y la Fédération d’Étudiants
Nationalistes. La juventud parece siempre inequívocamente unida a los errores y
el militantismo es una etapa de la vida en la que se permanece todavía muy
alejado de la política real y, por tanto, se es proclive a errores de
apreciación y a valoraciones todavía no suficientemente objetivas de la
realidad. Menciono esto para recordar que varios de los rasgos que luego
estuvieron presentes en la formación de la
“nouvelle droite” ya estaban, al menos en potencia, contenidos en algunos
de los artículos de Europe Action.
Debió ser hacia 1970 cuando pedí
algunas revistas de Nouvelle École. Vale
la pena mencionar que el primer número, cyclostilado toscamente, había
aparecido en junio de 1968, cuando las brigadas de trabajadores todavía estaban
restaurando el pavés levantado durante las barricadas de mayo. En aquellos
primeros volúmenes había “respuestas”, encontré nombres, referencias, orientaciones,
en definitiva. Supe entonces de la obra de Jacques Monod y, a partir de ahí, ya
era posible criticar algunas de las tesis del materialismo científico. Supe de
la obra de Luis Rougier y con él desapareció mi cristianismo, ya por entonces
muy tibio. Y supe también lo que era el “arraigo”. Una de las pistas me llevó a
Moeller van den Bruck, otra a Armin Mohler, imprescindible para poder encuadrar
al primero dentro de la “revolución conservadora”. Redimensioné a Nietzsche.
Devoré a Lorenz y a Ardrey. Recordé los nombres de Pareto, Mosca, Burnham, que
más adelante leería. Y a Arthur Koestler. Supe apreciar el valor de la genética
y pude discutir con mi padre sobre Teilhard de Chardin.
Desde entonces tengo a Benoist
por un gran divulgador. Creo que era Drieu el que decía que “intelectual no es aquel que piensa, sino el
que hace del pensar una profesión”, y lo decía con una hostilidad no
disimulada, como si el ejercicio de una profesión y vivir de ella fuera algo
poco honorable. Cosas del pobre Drieu. Pero es rigurosamente cierto que Benoist
ha hecho del pensar una profesión y que hay que agradecérselo. A muchos nos
hubiera costado mucho más de haber llegado a todas la fuentes culturales que
Benoist nos ha ido indicando desde hace casi cincuenta años de no ser por su
titánico trabajo de compilador, analizador, transmisor y difusor de autores,
con cierta frecuencia, difíciles y que, en principio uno no estaría dispuesto a
asociar con la familia de pensamiento que ha elegido.
Creo que este aspecto de divulgación
y difusión es, con mucho, el más interesante en la obra de Benoist. No creo –si
no lo digo, reviento– en la “lucha cultural”, ni mucho menos en el “gramscismo
de derechas” que creo, incluso, que su propio impulsor allá por los años 70-80
tiene ya superado. El gramscismo pudo existir porque antes existía un Partido
Comunista de Italia que difundió sus tesis y del que él era Secretario General y
antes que él, existieron un Lenin y un Trotsky, y antes aún un Carlos Marx que,
es bueno no olvidarlo, no solamente fue el intelectual que redactó el Manifiesto Comunista, sino que también
fue militante y que trabajó en la construcción de una organización política, la
Asociación Internacional de Trabajadores. Sólo después de disponer de un sólido
cuerpo doctrinal, de unas estructuras militantes, puede pensarse en realizar
“lucha cultural”; pensar que ésta puede irrumpir a partir de un núcleo, el
GRECE, y por el mero hecho de su dinamismo, lograr paralizar los engranajes
culturales que ejercen como puntales para el mantenimiento del “sistema” de
valores, me pareció siempre algo extremadamente optimista por parte de Benoist.
El marxismo ha caído, salvo en China, en donde la asignatura de “marxismo–leninismo”
sigue siendo obligatoria en las universidades y en donde los altavoces de los campus lanzan continuamente consignas
políticas… porque allí existe un “poder” que avala una ideología ya caída en el
resto del mundo. No fue la “lucha cultural” la que destruyó la URSS, sino las
huelgas de los astilleros de Danzig y sus consecuencias, el empantanamiento de
Afganistán, la imposibilidad de alcanzar la altura del listón armamentístico
con la Guerra de las Galaxias impuesta por Reagan y un papa polaco, los que
contribuyeron a debilitar la cadena de alianzas defensivas de la URSS, hacer
inviable su economía y, finalmente, caer.
No fue ni siquiera la pérdida de
la iniciativa cultural lo que hizo que el franquismo entrara en vía muerta,
sino el incipiente capitalismo español creado en la década de los 60 y que, a
partir de la crisis mundial de 1973, necesitaba nuevos mercados para exportar
la abundante superproducción de manufacturas. Y para ello era preciso retorcer
el régimen y desviarlo hacia las democracias “a la occidental”, entrando en la
OTAN y en la entonces llamada “Comunidad Europea”. Entender todos estos
procesos es negar la eficacia al “gramscismo de derechas”.
He puesto este último ejemplo
porque en su primera época, la asignatura pendiente de la “nouvelle droite” era la economía. Y no será sino hasta un tiempo
muy tardío cuando sea Benoist quien dedique algunos artículos a Hayek y a la
crítica del neo–liberalismo. Si Benoist hubiera realizado un análisis económico
a finales de los 60 o cuando concluyeron en 1973 “los treinta años gloriosos”,
probablemente hubiera llegado a la conclusión de que en la modernidad, la
cultura va a remolque de la economía. Si en 1973 hubiera atribuido a La era tecnotrónica de Brzezinsky la
importancia que merecía se habría anticipado a la evolución de las sociedades
capitalistas y a la irrupción posterior del neo–liberalismo, habría dado mayor
importancia a la industria del entertaintment
en un momento en el que podía preverse la devaluación de “lo cultural”. A pesar
de que en los años 70, Benoist estudió en diversos artículos la pedagogía, no
recuerdo –y que me disculpe si me equivoco– que previera el hundimiento de la
educación y su reducción a mera fórmula de almacenamiento de los hijos en horas
laborables de los padres. No hace falta ser marxista para advertir hasta qué
punto la economía pesa en nuestro presente. Hoy, si el sistema mundial es
inviable y si la globalización constituye una amenaza para todos los pueblos
(incluso para los que hasta ahora se benefician de ella), es porque la economía
se ha convertido, no en nuestro destino, pero sí en la primera amenaza que
pende sobre nuestra cabezas.
La debilidad de la “nouvelle droite” (¿o es que todo tienen
que ser alabanzas, loas y glosas? ¿Es que los Pepitos Grillos no son necesarios mucho más que las “adhesiones
inquebrantables” y los aplausos sincopados a la soviética?) consiste en no
haber sido explícita en un elemento esencial: definir claramente y sin matices,
ni dudas, cuál era, cuál podía ser, cuál debía ser, su opción política. Marx
enseña que la formación ideológica y la construcción de la herramienta política
(la Internacional), preceden a la “lucha cultural”; sin ambos elementos, la
“lucha cultural” se realiza en el vacío y termina convirtiéndose en mero
ejercicio intelectual, una moda, o como ha terminado ejerciendo Benoist en
actividad propia del divulgador que tamiza, adapta, presenta, analiza,
distintas corrientes de pensamiento que van apareciendo.
Me di cuenta de esto cuando
traduje la obra de Benoist sobre el decrecimiento. Benoist había realizado un
portentoso trabajo de selección de fuentes originales (lo que no es fácil en
tendencias que están de moda: hace falta velocidad para identificarlas,
capacidad para sintetizarlas y basamento cultural suficiente como para poder
juzgarlas) que permitía, con la mera lectura de su obra y el seguimiento de las
referencias que daba, participar en tertulias, debates, escribir artículos en
revistas y blogs, sobre la materia. Y esta tarea es algo que algunos
agradeceremos siempre a Benoist y justo por lo que lo hemos considerado desde
principios de los años 70, uno de nuestros “maestros de pensamiento”.
Se me ocurre una observación a
efectos de deshacerme de esa sensación que tengo de malestar al no compartir
algunos puntos de la obra de quien me han pedido un comentario. Me explico:
somos hombres libres, incluso con cierta capacidad de discernimiento. No somos
de los que veneran libros sagrados, ni se inclinan ante sumos sacerdotes, no
adoramos símbolos, ni rostros. Simplemente nos interesa nuestro tiempo, las
ideas que lo recorren y aquellos que formulan ideas para rectificarlo. Quien
suscribe estas líneas tiene el “corazón partío”
en dos escuelas de pensamiento: el tradicionalismo evoliano y la “nouvelle droite”. A pesar de que
Benoist haya publicado algún ensayo sobre Evola, e incluso las Éditions
Copérnic dedicaran un volumen a su figura, ambos estilos de pensamiento son, en
el mejor de los casos, paralelos y en absoluto convergentes. Para la “nouvelle droite”, la obra de Evola,
considerada en su integralidad y no solamente en su parte política (Los hombres y las ruinas y El fascismo visto desde la derecha),
sería una forma de “pensamiento mágico”. Para Evola, la “nouvelle droite” no pasaría de ser una forma de modernidad
atenuada, pero modernidad al fin y al cabo. Solamente las “sectas” excomulgan a
quienes no piensan como ellos. Y no se puede reprochar que algunos lectores de
Benoist o de Evola, se hayan excomulgado
unos a otros.
A este respecto y en lo personal,
creo que un tren es mucho más seguro que un mono–rail. Avanzar sobre dos vías
en la crítica a la modernidad, permite una mayor visión de lo que rodea. Y en
este viaje en la noche oscura, ocasionalmente, se perciben islas de claridad
tanto en el lado del pensamiento de Benoist como en el de Evola. Sentiría que
me faltan instrumentos de análisis y comportamiento (de “estilo”) si tuviera
que renunciar a alguno de estos dos raíles, pero también es cierto que sería
imposible asumir a ambos en su integridad, sin caer en contradicciones.
Una de las obras de Evola tiene
un título evocador (aparte de la riqueza de los ensayos que contiene): El arco y la maza. El título, en
cualquier caso, es opaco si se hace abstracción de la utilidad de cada una de
estas armas: el arco sirve para abatir objetivos lejanos, la maza para golpear
lo que está próximo. Me armo con el pensamiento evoliano cuando intento
entender el pasado más remoto y percibir el futuro lejano de nuestra
civilización. Tiendo a armarme con los análisis de Benoist, especialmente en
temas más inmediatos (la ecología, la crítica al neo–liberalismo o a la
conspiranoia, apreciaciones sobre política internacional, sobre la evaluación
de los distintos movimientos culturales, sobre nuevas corrientes, etc.). Y,
finalmente, en lo que se refiere al “estilo” (Benoist utilizaba en los 70
aquella frase rotunda de “el estilo es la vida”), creo que ambos van por la
misma dirección, si bien Evola insiste en algo precioso, la necesidad de una
introspección y un viaje a los estratos más profundos de nuestro ser (la
tradición ofrece vehículos suficientes para quien quiera realizar tal viaje),
pero el modelo humano que proponen ambos autores no difiere.
Hay algo que Evola me enseñó y
que veo también reflejado en Benoist: una necesidad interior irresistible de
búsqueda de la objetividad. Ese empeño de ver el mundo tal cual es, sin prismas
deformantes, sin ideas preconcebidas, sin filias ni fobias. Ese esfuerzo lo veo
reflejado en cada artículo y en cada ensayo de Benoist. Somos hijos de nuestro
tiempo, a nosotros corresponde entenderlo, percibirlo en su monstruosidad tanto
como en su aspecto más seductor (la técnica, sin duda). Solamente la
objetividad puede enseñarnos el camino situarnos dentro de ese mundo que no
guiamos, ni controlamos, e insertar en él nuestra pequeñas vidas que, al menos,
sí podemos intentar guiar y controlar.
Creo que esto es lo más
interesante de Benoist. Me ha ayudado –nos ha ayudado a todos los que en algún
momento hemos sido sus lectores– a entender mejor el mundo que nos rodea y las
ideas que lo mueven.
No albergo la menor duda de que
cuando dentro de unas décadas o de unos siglos, alguien intente hacerse una
idea de cómo fue nuestra época, deberá recurrir necesariamente a los escritos de
Benoist. Tengo ahora mismo, junto a la mesa de trabajo, el Vu de Droite. Sería difícil encontrar una guía más completa para
entender lo esencial de los movimientos culturales que estaban en vigor en los
años 70. A partir de los distintos artículos y ensayos que componen la obra (es
una recopilación de textos publicados por Benoist hasta 1977) es posible
entender el debate de ideas de aquella época con claridad meridiana.
Cabe decir algo precisamente, a
propósito del título de esta obra y del movimiento que lo apadrinó: Vu de Droite, “nouvelle droite”… es
evidente que estamos situados “a la derecha” del pensamiento. Eso suscita dos
cuestiones: la primera es cierta perplejidad en relación a esta ubicación que
puede surgir en un momento en el que resulta ya muy difícil distinguir entre
“derecha” e “izquierda” si nos estamos refiriendo a ubicaciones políticas. La
segunda tiene que ver sobre el papel político que ha tenido la obra de Benoist
en Francia.
Hay algo en la “nouvelle droite” que es simétrico a la
“vieja derecha”. Si ésta era anti–alemana, Benoist ha mostrado cierta
predisposición hacia la filosofía alemana. Si la “vieja derecha” era católica,
la “nueva derecha” ha reivindicado el paganismo. Mientras que la vieja derecha
siempre ha sido reaccionaria y conservadora, Benoist no ha tenido el más mínimo
empacho en criticar todo aquello que no vale la pena ni conservar, ni se ha
preocupado de mantener cadáveres con vida. Cuando la “vieja derecha” ha mirado
a los EEUU en búsqueda de protección, la “nueva derecha” ha realizado una
crítica despiadada a la civilización americana y a lo que representa el
americanismo. La idea de “nación” propia de la vieja derecha ha encontrado un
eco en la idea de “Europa” en Benoist. Arraigo y tradición frente a progresismo
y etnocentrismo. Podríamos seguir. Sin duda, en estos rechazos hay algún rastro
de las decepciones que el equipo de la FEN y de Europe Action sufrió en los años 60.
Benoist ha intentado siempre,
desde 1968, mantenerse al margen de los partidos y de las ideas partidarias, y siempre
ha mantenido reservas en relación a aquellos partidos de extrema–derecha que
fueron minúsculos en los años 70, resucitaron en los 80, oscilaron en los 90 y
casi estuvieron a punto de desaparecer en el tránsito del milenio, para convertirse
en formaciones de protesta en los últimos dos años. Es inevitable, pues, una
referencia al Front National.
Benoist nunca tuvo la menor duda
de que Jean Marie Le Pen pertenecía a la “vieja derecha”. Deploró el que
algunos de sus antiguos compañeros ingresaran en el Front a finales de los años
80 y supo que tenía razón cuando se produjo la crisis que llevó a la escisión
de Bruno Mégret a la que se sumaron todos aquellos cuadros procedentes de la “nouvelle droite”. El partido de Mégret
fue “flor de un día” pero absorbió esfuerzos y energías dignas de mejor causa.
Estuve como invitado en el Congreso del Front National celebrado en París el
año 2000, poco después de la escisión, y pude percibir que el partido se
encontraba desarbolado y sin cuadros, con un nivel político bajo, poca
incidencia entre la juventud, y eran todavía muy perceptibles los destrozos
ocasionados por la salida de los “mégretistas”. La edad media de los asistentes
era elevada y algunas de las opiniones vertidas por el propio Jean Marie Le
Pen, tanto en privado, como en sus intervenciones congresuales, me remitían a
las que tantas veces había oído en España en los medios de extrema–derecha. La
“gran esperanza blanca” en aquel Congreso era que Bruno Gollnisch asumiera la
dirección del partido y diera un nuevo impulso.
Si el Front National sobrevivió
esos años era porque respondía perfectamente a los intereses, los miedos y las
aspiraciones de un sector de la sociedad francesa, permanentemente decepcionado
por derechas e izquierdas, alarmado por el cambio de paisaje en las ciudades y
por todas aquellas cuestiones que suelen preocupar a un público de derechas
(orden público, delincuencia, decadencia en las costumbres, corrupción). No
hacía falta para ello ni lucha cultural, ni gramscismo, ni difusión de ideas,
bastaba con disponer de un abanderado y un tambor. Le Pen era ambas cosas.
Sin embargo, hubo que esperar
hasta que Marine Le Pen asumió la presidencia del partido para ver que había
habido algo más que el cambio del padre por la hija o de una generación por
otra. Las opiniones de la nueva presidenta del Front National parecieron desde
el principio mucho más ajustadas a la realidad presente que las de su padre, lo
que unido, a la insatisfacción de la sociedad francesa por los problemas que se
vienen arrastrando desde hace décadas, la falta de gestión eficaz por los
partidos tradicionales, han convertido en el momento de escribir estas líneas a
su partido en el primero en intención de voto en Francia. Pues bien, creo que
ese vuelco político se ha producido, no por influencia de la “lucha cultural”,
sino por degeneración del propio sistema político francés y por pérdida de
influencia de los partidos que han gestionado la Quinta República en las
últimas décadas. El hecho de que parte de las ideas que ha expandido Benoist
desde los años 70, especialmente sobre la identidad comunitaria y el arraigo,
hayan sido recogidas por algunos intelectuales que gravitan en la esfera del
Front National y, más especialmente, los que se definen como “identitarios”, es
quizás el premio de consolación. Cuando Benoist decía “Nuestra identidad nacional no está en peligro debido a la
identidad de los demás”, decía justo lo contrario de
lo que dice el que parece es ya el primer partido de Francia en intención de voto.
Así, entre nosotros, he notado
demasiada circunspección siempre en Benoist a la hora de tomar partido. Quizás
aquel poema de Gabriel Celaya La poesía
es un arma cargada de futuro (en sus Cantos
Íberos de 1955) sería la mejor recomendación que le puedo hacer en esta
obra colectiva: “Maldigo la poesía concebida como un lujo | cultural por los
neutrales | que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. | Maldigo la
poesía de quien no toma partido hasta mancharse”. A fin de cuentas, quizás lo que ha
faltado es “tomar partido hasta mancharse”…
(c) Ernesto Milá - infokrisis - ernesto.mila.rodri@gmail.com - Prohibida la reproduccion de este texto sin indicar origen.