Info|krisis.- La filmografía de David Fincher
tiene algunos éxitos clamorosos, películas siempre extrañas y que dejan cierto
impacto en el espectador: Alien de
1992 fue una de ellas, El Club de la
Lucha filmado en 1999, otra, o El
curioso caso de Benjamin Button (2008), por citar sólo uno ejemplos. Cuando
Fincher abordó la filmación de Perdida
daba la sensación de que se trataría de otra película de este tipo: extraña,
brillante, curiosa, de argumento inesperado, con giros bruscos y sorpresas conmovedoras.
Hay algo de eso, pero sin pasarse y casi a título póstumo.
Clasificarla como “drama” indica
algo; drama policíaco supondría decir bastante más de ella. Y si añadimos que la
trama se centra en torno a la afamada figura cinematográfica del “psico-killer”, sin duda redondearemos el
género en el que se puede clasificar esta cinta. Sin embargo, hoy, está todo
inventado. Es difícil, rizar el rizo y hacer algo original en estos terrenos
tantas veces trillados. Cada vez cuesta más encontrar algo que no haya estado
presente antes en otra producción y que el espectador nunca haya visto. Fincher
lo había logrado antes, pero a medida que pasa el tiempo, da la sensación como
si los buenos y grandes guionistas abandonaran el cine y se orientaran más bien
a las series televisivas (en donde hoy se están filmando verdaderas maravillas.
Recomendamos Boarwalk Empire o True
Detective, Broardchurh o Fargo, cada
una de las cuales deparará al espectador entretenimiento y si les puede ver sin
publicidad, mucho mejor).
Perdida (estrenada originalmente como Gone Girl) es una película entretenida pero excesivamente
retorcida, especialmente en el último tercio de su metraje. Hubiera sido mucho
más eficaz hacer que la protagonista muriera al cabo de la primera hora y por
terminada la cinta, en lugar de las constantes piruetas y saltos mortales por
el que Fincher lleva a un espectador cada vez más sorprendido, pero también
progresivamente más escéptico sobre una trama tan imposible que los cabos
sueltos se acumulan hasta un final que tiene bastante de decepcionante, algo
más de increíble y, sin duda, demasiado de artificial.
Hay algo de Hitchcock en esta
cinta (por su intento de estudiar la personalidad del delincuente, quizás del
último Hitchcock, el de Frenesí),
especialmente en el sondeo psicológico sobre la protagonista femenina, pero
también de Fritz Lang en su insistencia en la figura del “falso culpable”, el
hombre inocente que es acusado por todos de un crimen que no ha cometido. La elección
de los papeles protagonistas para encarnar a ambos personajes no parece mala a
tenor de lo que hay hoy en el mundo de Hollywood.
Rosamund Pike tiene todavía una
carrera desierta de premios de interpretación, a pesar de varias nominaciones por
sus papeles en las veinticinco películas que ha filmado desde 2002. Es una cara
de esas que “suenan” al espectador pero que hasta ahora no le han llamado
poderosamente la atención. Si Fincher la ha elegido para el papel es,
seguramente, porque tiene un largo recorrido por delante, pero también por la
sorprendente facilidad con la que consigue pasar de una cara angelical a la del
diablo en persona en apenas fracciones de segundos. Algo que no ocurre,
precisamente con su oponente, Ben Afleck, actor hoy más que consagrado, pero
cuya expresividad facial es la propia de un monolito de Tiwanaco. Cuando vimos
por primera vez a Afleck en Shakespeare
in love (1998) pensábamos que el tiempo mejoraría sus carencias
interpretativas. Hoy, debemos reconocer que aquella aparición como actor
secundario, recitando algunas estrofas de Romeo
y Julieta, ha sido lo mejor de su carrera. Y si tuviéramos que añadir algo
más, seguramente recomendaríamos las tres entregas de Jay y Bob el silencioso en las que aparece que, al menos tienen a
bien, hacer reír con un humor salvaje, extraño y extremo. En el resto de
papeles no luce con luz propia y sería intercambiable por cualquier otro
tronchamozas hollywoodyense. Argo, en
cualquier caso, lo sitúa con más posibilidades como director que como actor.
Sin duda el papel más increíble
es el desempeñado por Neil Patrick Harris, coprotagonista de Cómo conocí a vuestra madre, y no solo
porque sea gay, sino porque su “pasión” al hacérselo con Rosamund Pike está a
la altura de lo que puede sentir un pekinés deseando a una mastina siberiana.
Una oportuna efusión de sangre, evita males mayores. Patrick Harris y su parejo
han sido, por cierto, padres de una pareja de gemelos… según cuentan las
crónicas de Hollywood, tierra pródiga en numerosas destilerías de bilis.
Hay que añadir que buena parte de
los actores secundarios son fácilmente reconocibles por su aparición en series
televisivas de mucha audiencia. Aparte de Neil Patrick y su insoportable serie,
el espectador podrá reconocer a Sela Ward, macizorra madura de buen ver de CSI-Nueva York, Missy Pile la “señorita Pasternack” de Dos hombres y medio y algunos más.
Esta película, en el fondo, nos
lleva hasta el drama del cine moderno. En los cien años de historia del cine y
en los casi noventa de cine hablado, se han filmado historias y más historias.
Decenas de miles en realidad. Es una pena no poder saber cuántas cintas exactamente
han salido de las mesas de montaje. Poco a poco el margen para lo original se
ha ido achicando. Hoy, el que una cinta logre sorprender se debe a las
habilidades interpretativas de sus protagonistas (lo cual no es el caso de esta
cinta en la que los actores, simplemente, cumplen), a lo adecuado del casting (aceptable en los papeles
secundarios y mejorable en los principales), al guion (excesivamente retorcido
y que hubiera valido más simplificar especialmente en su último tercio), al
montaje (demasiado flash-back en los
dos tercios iniciales de la película), a la banda sonora (modesta, tirando a
irrelevante), o a la habilidad del director (buena en este caso). La película
no aburre, harina de otro costal, es que convenza. No divierte, pero
entretiene. No se nos hace insoportable, pero tampoco nos fascina. Nos mantiene
atentos para ver cómo acaba la cosa; lo que no es poco. Y esto es lo malo: que
no acaba de las diez o doce maneras que podemos intuir, sino con el final más increíble
posible.
Los temas agotados, los actores
de carácter más raros que un cuervo blanco (iba a escribir que un negro pecoso,
pero lo he repensado), el espacio para construir guiones originales reducido, el
séptimo arte superado en volumen de movimiento económico por las producciones
de videojuegos, asaltado por la piratería, abandonado por los espectadores en
las salas (repletas de maleducados con móvil, palomiteros con sobrepeso, niños
hiperactivos, padres apáticos, maduras parlanchinas, en medio de un aroma hecho
a partes iguales de olor corporal, ambientador de baratillo y perfumes
misérrimos importados Gao-Ping, y algún que otro pedo), con videoclubs en
bancarrota y con directores, guionistas y actores consagrados, migrando hacia
las teleseries… tal es la situación de la “industria del cine”.
Por ello da la sensación de que
el cine está viviendo un período crepuscular y que el espectador apenas puede
hacer otra cosa que contentarse con no aburrirse demasiado y mantener la
atención hasta el final. Si va acompañado, esta película, al menos le
proporcionará motivos de conversación (la dureza de la vida en pareja es uno de
ellos). Si va solo, le convencerá de lo bueno de seguir en ese estado de single no sea que al final uno se
despierte con el estigma del “falso culpable”, sino con un hacha clavada en la
cabeza. En definitiva, que se entretendrá lo justo y necesario. Nada más.
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