Info|krisis.- El que esto escribe conoció en su juventud un cambio de régimen. Tal
cambio estaba en el ambiente desde 1971 con Franco vivo y con Carrero Blanco
como vicepresidente del gobierno. Los medios de comunicación insistían en que
todo estaba “atado y bien atado”, aunque evitaban decir hacia dónde. En los
últimos años del franquismo, el régimen había iniciado una descomposición
interior que se negaba pertinazmente desde los medios. Bastó que faltara una
persona, el anciano moribundo de El Pardo, para que el régimen se desmoronara
en pocos meses. Los que vivimos aquellos últimos años del franquismo y la
transición reconocemos hoy muchos elementos que nos sitúan ante un nuevo fin de
ciclo. Al parecer es difícil que en España un régimen dure más de cuarenta
años.
Fuera de la mitología creada por
franquistas que sugiere que en 1975 todo en España iba bien y que el régimen
podía haberse mantenido sin alteraciones por tiempo indefinido de no haber sido
“por la puñalada por la espalda” que le asestaron los “evolucionistas”, y fuera
de la mitología creada por la “oposición democrática” de la época, según la
cual, la presión popular hizo tambalear al régimen y forzar la transición, la
realidad fue muy diferente y sería cuestión de que un congreso de historiadores
restableciera la verdad de lo que ocurrió.
El franquismo entre 1970 y 1975
seguía teniendo cierto consenso social (España es un país de inercias y de
población mayoritariamente apática) y los “poderes fácticos” (magistratura,
fuerzas armadas, fuerzas de seguridad del Estado, alto funcionariado) no
estaban dispuestos a mover nada del entramado de las Leyes Fundamentales que
constituía nuestro ordenamiento constitucional en la época. En ese tiempo
existía una “oposición democrática” con peso en las zonas industriales, entre
los intelectuales y especialmente en la universidad… pero distaba mucho de
disponer de “fuerza social” suficiente como para forzar una transición.
La otra versión de la transición
Hoy, a medida que van apareciendo
trabajos históricos rigurosos, se percibe que la versión oficial de una
transición modélica pilotada mediante consenso entre los “sectores
evolucionistas del régimen” y la “oposición democrática”, ante la mirada
beatífica del rey y la decisión de Suárez, no es más que una piadosa versión
que tiene muy poco que ver con lo que ocurrió verdaderamente. Más parece que la
transición que nos llevó a una democracia formal fue una decisión que tomaron
otros actores: el incipiente capitalismo español que había surgido al calor del
desarrollismo económico de los años sesenta (la década en la que verdaderamente
España abandonó el subdesarrollo y recuperó los 150 años de terreno perdido), multinacionales
extranjeras deseosas de ampliar su penetración en una España que todavía
planteaba límites a las inversiones extranjeras, los inversores internacionales
que veían en España un prometedor terreno a la vista de que algunos aspectos de
su estructura económica estaban todavía atrasados, nuevos grupos mediáticos,
algunos de ellos vinculados a los intereses del capitalismo internacional, el
Pentágono deseoso de ampliar la “profundidad” de la OTAN, la Internacional
Socialista (que en aquello años tenía una fuerza componente “socialista
Fabiana” y desde el Congreso del SPD en Bad Godesberg reconocía la posibilidad
de coexistir con un “capitalismo con rostro humano”) y, por supuesto, individualidades
políticas españolas, procedentes del mundo del dinero, conscientes de que
solamente podrían grandes negocios a la sombra del poder si cambiaban los
gestores del régimen. Este “pool” de
intereses fue quien “diseñó” la transición, correspondiendo su aplicación
práctica a los rostros que han quedado plasmados para la “historieta” como sus
mentores: los Suárez, los Juan Carlos, los Carrillo, los Felipe González, los
Fraga, meros ejecutores tácticos de un plan estratégico cuya paternidad no les
correspondía.
Sabemos lo que siguió:
partidocracia, Estado de las Autonomías, corrupción generalizada, formación de
la “casta”, ingreso en la UE, pérdida de peso económico de España, papel
periférico en la UE, globalización, hundimiento de la educación, de la moral
pública, terrorismo, GAL, proceso de paz, nacionalismos periféricos,
centrifugación nacional, crisis económicas cada vez más duras, pérdidas de
derechos sociales, problemas de la monarquía… un panorama, en definitiva, de
crisis del régimen nacido en 1978.
El sistema político franquista,
concebido inicialmente como un régimen de partido único (FET y JONS, lo que se
llamó “Movimiento–organización”) y luego, a partir de 1967 con la Ley Orgánica
del Estado transformado en “comunión de todos los españoles con los ideales del
18 de julio” (lo que se llamó “Movimiento–comunión”), estaba sostenido sobre
unos pilares políticos básicos: el corporativismo monárquico procedente de
Renovación Española, el carlismo tradicionalista, Falange Española que aportaba
la parte social y los llamados “propagandistas católicos”, cada uno de los
cuales tuvo presencia en determinadas esferas del régimen. Lejos de ser un
régimen lineal, unitario y estable, fue variando con el paso del tiempo:
“falangista imperial” entre 1939 y 1942, “nacional–católico” entre 1943 y 1956,
“tecnocrático–desarrollista” entre 1957 y 1970. Franco jugó, según la coyuntura
política nacional e internacional con las distintas piezas que apoyaban al
régimen y constituyó en base a ellas gobiernos en los que estaba más o menos
representada cada parte. A partir de 1971 se inició la transición…
Esta afirmación puede sorprender
a los que mantiene la “versión oficial” de que no fue sino hasta el 20–N de
1975 cuando la desaparición de un anciano entubado desde había dos meses,
hubiera abierto todas las compuertas que impedían la irrupción de la democracia
formal. De hecho, Carrero Blanco era perfectamente consciente de que el régimen
tenía que evolucionar y lo que aspiraba era a una evolución controlada
(democracia a la alemana, con partidos hasta el socialista, pero sin el PCE)
algo que el jefe de sus servicios de inteligencia, el Coronel San Martín, dejó
claro en sus memorias escritas en los años 80. Carrero tenía un “Plan B”: si la
Comunidad Europea (hoy UE) no aceptaba tal transición, se trataba simplemente
de buscar nuevos mercados… en el Este de Europa. De ahí que bajo su mandato,
Carrero estimulara el comercio hacia el Este Europeo y la URSS recogiendo la
hostilidad de Blas Piñar manifestada en un curioso discurso en las Cortes
Españolas (hoy Congreso de los Diputados…). El conflicto del Sáhara demostró
que la alianza con los EEUU no era tan sólida como se creía e incluso habían
llegado sospechas de que desde ese país se intentaba desestabilizar al régimen
español, justo en el momento en el que se estaban renegociando los acuerdos de
cooperación militar.
El hecho de que los miembros del
PSOE y de la UGT (muy escasos por lo demás) no fueran obstaculizados por la
policía política, indica que, efectivamente, Carrero estaba trabajando para un
híbrido entre democracia orgánica y parlamentarismo convencional que debía
“abrirse” hasta los socialistas y socialdemócratas, pero no hasta los
comunistas y la extrema–izquierda. Así mismo, el hecho de que diera luz verde
para la reorganización política de la derecha y del centro, mediante el
“asociacionismo” y que, incluso promoviera con cargo a los patrimonios
generales del Estado, ayudas económicas para quienes querían organizarse como
embriones de partidos políticos (Reforma Social Española de Cantarero sería el
“ala socialdemócrata”, pero también existían engendros locales como el “Partido
Proverista” especie de populismo exótico y, por supuesto, núcleos
democristianos, liberales, amén de monárquicos, falangistas, carlistas). La
idea que Carrero vendía era una “transición controlada” y por etapas. Pero el “pool” al que hemos aludido quería
cambios más drásticos y veloces.
No hay que olvidar tampoco que la
crisis económica mundial de 1973, después de la tercera guerra árabe–israelí a
la que siguió el embargo mundial de petróleo decretada por los países de la
OPEP, supuso para la economía española un primer descarrilamiento de la
felicidad desarrollista de los sesenta. Una vez muerto Franco, el régimen tardó
apenas tres años en adoptar su nuevo rostro en medio de oleadas de huelgas,
doscientos asesinatos políticos, convulsiones sin fin y momentos dramáticos en
los que la inflación se disparó (parece hoy imposible) hasta el 30%. Y es que
la transición fue todo, menos modélica.
Un régimen envejecido prematuramente
Pasaron treinta y cuatro años y
el régimen, ya desde mediados de los años 80 parecía prematuramente envejecido:
el Estado de las Autonomías auguraba excesos económicos faraónicos, descontrol,
creación de castas regionales inamovibles; año y medio después de la llegada de
los socialistas al poder se evidenciaba que la corrupción iba a ser su leit–motiv;
el terrorismo golpeaba más duramente que nunca a pesar de que el eslogan
oficialista de la transición indicaba que “contra terrorismo, democracia”; la
ocupación y el saqueo por parte de los partidos políticos de todos los centros
de poder, incluidas las cajas de ahorro, etc. Al régimen se le podía aplicar la
letra de aquella canción de Bob Dylan dedicada a Pete Seeger sobre “un viejo y raro mundo que agoniza | y que
apenas sí acaba de nacer”.
La “pasada por la izquierda”
estaba resultando catastrófica: se había negociado mal el Tratado de Adhesión a
la UE, estábamos en la OTAN como resultado de un fraude escandaloso, se sabía
que en Cataluña y en Andalucía gobernaban bandas de salteadores de caminos…
pero “ayudaban al a gobernabilidad del Estado”. Pronto el socialismo felipista se
convirtió en un lastre del que, a lo largo de 13 largos años, parecía imposible
liberarnos; no terminaba de morir y su agonía fue extremadamente larga. Pero
quedaba la esperanza de que el centro–derecha, antes o después, lo solucionara
todo.
En 1996, mientras el “pueblo del
PP” coreaba el “Pujol enano, habla
castellano” desde la calle Génova, en el balcón, un exultante Aznar había
empezado ya a negociar el apoyo de CiU a su primer gobierno aun en minoría. No
lo sabíamos entonces, pero Aznar a la vista de la situación del país y de la
necesidad de un tirón económico tras la “reconversión industrial” socialista
forzada y financiada por la UE, había ideado un modelo económico suicida cuyos
éxitos futuros serían garantía de hambre para pasado mañana.
En efecto, lo peor del aznarismo
ya no era su contemporización con quien todos sabíamos era un simple delincuente
económico, Pujol, ni siquiera el haber recibido una riada de votos no tanto por
identidad y conformidad con su programa, sino por simple rechazo a la agonía
socialista, lo peor era, precisamente, su modelo económico. El electorado de
derechas no suele mirar a la economía, cuyos mecanismos no termina de
comprender, prefiere ver qué soluciones se aportan a problemas como el orden
público, la lucha antiterrorista, el aborto, la lucha contra la delincuencia… y
poco más. En este sentido, la gestión de Aznar fue mediocre, incluso en su
cénit, durante su segunda legislatura, cuando ya disponía de mayoría absoluta;
el desenlace del Caso Perejil –contrariamente a lo que se dijo a la opinión
pública– fue una vergonzosa retirada del peñón. En efecto, la negociación llevada
a través de Ana Palacio y de Collin Powell reafirmaba la soberanía española
sobre Perejil… soberanía que no se podía demostrar mediante el establecimiento
de una guarnición o de una simple bandera…
Lo esencial del gobierno Aznar
fue el modelo económico y el bajar la cerviz ante la globalización, sin
pronunciar ni una sola palabra en contra, ni una mera objeción, ni siquiera una
súplica: porque España no tenía lugar bajo el sol de la globalización. Aznar
quiso especializar al país en construcción inmobiliaria (sin pensar en lo
insostenible del modelo durante mucho tiempo) y para que saliera rentable era
preciso importar mano de obra. A partir de 1976–77 fue llegando inmigración
masiva y progresivamente descontrolada con todo lo que ello implicaba, además
de una bajada salarial global. Es cierto que la llegada de 600.000 inmigrantes
anuales entre 1996 y 2006 contribuía también a que el PIB subiera unos puntos,
pero era evidente que se habían convertido en una aspiradora de recursos
sociales.
Por otra parte, el pueblo español
no comprendió que sus salarios eran bajos o incluso bajísimos: Aznar desdibujó
esta sensación poniendo al alcance de todos un crédito abierto de par en par.
Bastaba con llamar a un teléfono para recibir inmediatamente un crédito de 6.000
euros pagaderos en cuotas de 100 euros al mes y sin avales ni garantías de
ningún tipo. Trabajadores con salarios bajos podían ir de vacaciones al Caribe
y pagar cómodos plazos durante el resto del año. No importa quién podía obtener
una hipoteca por el 120% del valor de viviendas sobretasadas que no valían ni
la cuarta parte de esa cantidad, pagadero, además en 30 años. El país
enloqueció y siguió enloquecido más allá de que las extrañas bombas del 11–M
desplazaran a Aznar al basurero de la historia. La inercia siguió con Zapatero en
su primera legislatura, quien, además, concentró su esfuerzo en sus delirantes
planes de “ingeniería social”, extraídos de los pánfilos boletines de la
UNESCO.
El resultado fue que la nueva
pasada por la izquierda dejó al país al borde del abismo: la crisis económica
mundial, que en España empezó revistiendo las formas de estallido de la burbuja
inmobiliaria, pasó a ser crisis de deuda. Pronto se vio que ZP no estaba en
condiciones de resolver el problema sin hundirnos un poco más en problemas
generados por su debilidad (entre otros, su “apertura” a un “nuevo estatuto” en
Cataluña que conduce directamente a la crisis actual). Y volvió el centro–derecha…
De la “reforma necesaria” a la “reforma imposible”
Cuando escribimos estas líneas,
el régimen ha cumplido su treinta y seis aniversario, intenta remozar su
aspecto, pero solamente ha sido capaz de cambiar el rostro de un monarca al que
todavía no hemos visto con corona y que no deja de ser una simbiosis de
presidente de la república con cualquier personaje del colorín. Nada más. Ahora
ya es tarde para acometer reformas que rectifiquen los aspectos más
problemáticos del régimen nacido en 1978.
Thomas Molnar en La contrarrevolución (Unión Editorial,
Madrid, 1976) nos cuenta que existen dos tipos de “reformas”: lo que llama la
“reforma necesaria” es la que un régimen puede hacer cuando aún cuenta con
apoyos sólidos y ha comprueba que es preciso rectificar algunos de sus aspectos
que no terminan de funcionar. Pone como ejemplo a la monarquía de Luis XIV.
Pero en esos momentos, el gobierno es fuerte, el régimen está sólidamente
asentado, la red clientelar firmemente establecida, así que… ¿para qué reformar
nada? Las cosas quedan igual. Pero luego viene el tiempo en que los desfases
van ganando en intensidad y alcanzan su límite extremo, justo en el momento en
el que el régimen está debilitado. El tiempo de Luis XVI. Pero entonces la
“reforma necesaria” ya no puede hacerse, se ha convertido en “reforma
imposible”: rectificar cualquier aspecto del sistema implica demostrar su
debilidad y exponerse a generar desequilibrios todavía mayores. A ese tiempo
sucede, inevitablemente, el de las guillotinas.
No es necesario ponerse
dramático, pero si darse un baño de realismo. El franquismo murió por
inadaptación del régimen a las exigencias de grupos de presión internos y
externos. La transición fue, en realidad, la transmisión de las riendas del
poder a una clase política más adaptada y dócil ante estos grupos de presión.
Así, un régimen fue sustituido por otro. Hoy, en cambio, la situación es mucho
más dramática.
Desde hace décadas la “reforma
necesaria” no se ha llevado a cabo (debería de haberse llevado justo cuando se
percibió que la corrupción tentacular se extendía por todos los estratos del
régimen y el Estado de las Autonomía era una proliferación vermicular y
cancerígena contra el Estado del Bienestar que desviaba hacia la casta política
recursos ilimitados). Ahora ya es tarde. Nada puede reformarse sin que todo el
castillo de naipes construido a lo largo de 36 años se desplome. Cualquier
pequeña amenaza (las manifestaciones del 15–M, la irrupción de Podemos, la insignificancia de Urdangarín,
el caso Pujol, el separatismo catalán) pueden dar al traste con todo el
régimen. Ni siquiera lo que ha constituido su “núcleo duro” en estas últimas
décadas, la “banda de los cuatro”, está en condiciones de pactar una reforma,
consciente de que cualquier cosa que toque puede implicar el derrumbe de todo
el conjunto.
Por lo mismo, el régimen ya no
puede alardear de nada: ¿sigue siendo esto una monarquía o es más bien una “república
hereditaria”? ¿España es una “nación”, una “nación de naciones”, una
“federación”? ¿Existe en algún lugar justicia social? ¿La nacionalidad española
supone algo más que la obligación de pagar impuestos en España? ¿Tenemos futuro
más allá de “brotes verdad” que como la zanahoria puesta ante el hocico del
burro éste nunca llega a alcanzar? Preguntas retóricas unas y preguntas sin
respuesta otras.
La reforma del actual sistema es
imposible porque vio la luz cuando la evolución del capitalismo internacional
era muy diferente y cuando existía una correlación de fuerzas políticas
radicalmente distinta a la actual. Los grupos mediáticos que apoyaron el
advenimiento del régimen de 1978 están hoy deshechos o simplemente han
desaparecidos; el capitalismo internacional tienen una configuración
completamente diferente a la de hace 40 años. Los intereses de los EEUU son los
mismos, pero su debilidad es muy superior a la que tenía en la última fase de
la guerra fría. La globalización se muestra cada día como un sistema más
insostenible y la distribución de fuerzas políticas en España no tiene ni punto
de comparación con la que existía en 1970-75, con fuerte polarización en los
extremos. Los consensos del período 1976-78 son inviables e imposibles de
revalidad, porque las fuerzas políticas que han sobrevivido de aquella época, aun
cuando ocupan lugares de poder, arecen de peso y de prestigio social.
Esperando el desplome interior del régimen
Vivimos tiempos de cambio de
régimen, como los que se vivían en 1970. Pocos lo reconocen todavía, pero lo
más probable es que en apenas cinco años quede poco de las siglas que han
construido la triste cotidianeidad de los últimos treinta años, como quedó muy
poco del antiguo régimen después de la Ley de Reforma Política de enero de
1977: hasta el día anterior, los “procuradores en cortes” eran “alguien”,
cualquier cosa que decían era reproducido por los medios, estaban en el ojo del
huracán; el día después de votar la disolución de las cortes franquistas,
bruscamente, sus teléfonos dejaron de sonar, los periodistas cesaron su
asistencia a las ruedas de prensa que convocaban y, simplemente, desaparecieron
(o bien intentaron reacomodarse en UCD o en AP, lográndolo sólo una mínima
parte).
Prepararos para que los Pedro
Sánchez, las Sorayas Sáenz de Santamaría, los Artur Mas y las Susanas Díaz,
desaparezcan de la noche a la mañana. Tan solo se requieren unas nuevas
elecciones y la disipación de las noticias, más o menos, artificialmente
generadas sobre la bondad del actual momento económico.
La última encuesta del CIS indica
que el PSOE se encuentra en su peor momento histórico y que la distancia entre Podemos y los socialistas va
disminuyendo. El PP perdía también dos puntos de apoyo en relación a la
encuesta anterior. Y en Cataluña CiU ya ha sido reemplazado oficialmente por
ERC como partido mayoritario. La esperanza del PSOE es que en los próximos
meses el nuevo secretario general brille con luz radiante… algo improbable a
tenor de lo hecho y dicho en su primer mes de gestión. CiU, casi, ya ni existía
antes del escándalo Pujol, ahora y antes de que estalle el “escándalo Mas” y
antes de la parada y marcha atrás del referéndum del 9–N, difícilmente
sobrevivirá como coalición. En el País Vasco, la izquierda abertzale si no ha
aventajado ya en intención de voto al PNV, poco le falta. En estas
circunstancias, la encuesta publicada ayer por El País según la cual el PSOE estaba “a sólo seis décimas” del PP
no deja de ser un mal chiste o un ejercicio de voluntarismo que poco o nada va
a contribuir a realzar la figura de un Pedro Sánchez del que ahora solamente,
incluso sus propios partidarios, empiezan a percibir su banalidad política.
Con CiU fuera de juego, el PSOE
en crisis estructural, el PNV a punto del “surpaso” y el PP haciéndose a la
idea de que perderá algunas comunidades autónomas y ayuntamientos en las
elecciones de mayo de 2015, con Podemos como estrella emergente, ERC y la
izquierda abertzale amenazando, lo menos que puede decirse es que la salud del
régimen político español sea buena. ¿Alguién cree que todas estas fuerzas pueden
consensuar algo? ¿Alguién cree que la “banda de los cuatro” (PP+PSOE+PN+CiU) están
en condiciones de impulsar alguna reforma que no acabe con ellos? ¿se entiende
ahora mejor nuestro pesimismo en relación al futuro del régimen y porqué nos
aproximamos, no a una “segunda transición” sino a un proceso de inestabilidad
permanente? Porque lo grave no es que un régimen esté agonizando, lo realmente
grave es que no existe, por el momento, ningún proyecto alternativo sólido para
constituir el reemplazo.
© Ernesto Milá – info|crisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com –
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