INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

viernes, 31 de enero de 2014

Hacia un modelo de interpretación de la modernidad (III de IV). Las doce aristas del mundo cúbico.


A la hora de completar este “modelo cúbico” es preciso tener en cuenta las aristas que unen caras contiguas. Marcan separaciones y puntos de encuentro, pero también y sobre todo líneas de evolución y tendencias, líneas de tendencia de la modernidad: de hecho, esas aristas marcan las proyecciones de las caras del cubo por las distintas direcciones del espacio.

Son doce aristas que nos servirán también para entender que cada una de las caras del cubo no son completamente homogéneas, sino que tienen cada una de ellas distintos matices en su interior. Sabemos que una pompa de jabón, trasparente, mirado a través de la luz, muestra franjas de distintos colores. Imaginemos ahora cómo se transforma una esfera con un cubo: simplemente generando aristas. En el caso de que se pudiera realizar algo así, las irisaciones de colores de la primera figura, pasarían a las caras de la segunda y estás, siendo planas, no serían completamente homogéneas. Aparecerían los matices. Así mismo, si en un futuro hipotético pudiera recuperarse la normalidad del mundo, el proceso consistiría en hacer progresivamente romas esas seis aristas hasta que finalmente el conjunto recuperara su forma esférica, la única figura de la geometría espacial que carece de aristas y vértices. De ahí la importancia estas líneas en nuestro modelo cúbico.



1º Arista:
Los beneficiarios de la globalización con los recursos energéticos y el progreso científico

Quizás sea éste el momento adecuado para recordar que los beneficiarios de la globalización no pueden identificarse con actores “nacionales”. No son “naciones” las que son favorecidas por las mieles de la globalización, en tanto que no son sus burguesías nacionales, sino sus aristocracias económicas unidas a sectores muy pequeños y subordinados a éstas (sectores ligados a las nuevas tecnologías, sectores de cúspide de las clases políticas dirigentes), quienes pilotan el proceso.

A diferencia de las viejas aristocracias europeas que aspiraban a estar al frente de pueblos pujantes y cultos (un embajador griego al llegar al Senado Romano dijo que esperaba estar ante una conferencia de bárbaros pero se encontró en una asamblea de reyes), las nuevas aristocracias tribales del Tercer Mundo mantienen una distancia abismal entre ellos y las poblaciones de las que no tienen la más mínima idea de su existencia ni contacto con ellos sino a través de sus sirvientes.

Precisamente –y esta es la característica nueva del período surgido a partir del 9 de noviembre de 1989– el actual momento histórico registra la destrucción acelerada de las burguesías nacionales especialmente en el Primer Mundo, mientras que en el Tercer Mundo se constituyen lentamente pequeñas burguesías siempre subordinadas a las aristocracias económicas de nuevo cuño o a la transformación de aristocracias tribales en económicas.

En estas condiciones parece muy difícil que en los países emergentes puedan cristalizar verdaderas democracias formales. La presencia de una fuerte burguesía nacional, arraigada, con iniciativa y difusora de ideas democráticas, es la única garantía de que este proceso vaya a producirse e incluso de que pueda producirse. Insistimos: no podemos hablar hoy de Estados, o naciones, sino de aristocracias, o mejor oligarquías, económicas.

Este hecho, difícilmente cuestionable, tiene importancia en la medida en que las nuevas y pretendidas “democracias” que se implanten por decreto en el Tercer Mundo no se asentará jamás sobre los intereses de una burguesía amplia y enriquecida, sino más bien sobre estructuras tribales pre-existentes, devenidas aristocracias económicas que carecen del más mínimo espíritu democrático y que, como cualquier otra aristocracia tribal, no aspiran a la aparición de una clase media nacional, sino de una pequeña élite clientelista suficientemente amplia como para garantizar la estabilidad del régimen (estabilidad relativa por lo demás, pues, a fin de cuentas el régimen seguirá manteniéndose la “democracia formal” sobre el enriquecimiento asimétrico de esa élite tribal y en su dominio sobre las masas ejercido mediante la fuerza y la coacción).

Habitualmente estas “nuevas democracias” se han implantado bajo presión exterior, especialmente de los EEUU (véase los casos de Afganistán e Iraq) y desde 2010 han aparecido como sustitución de los dictaduras nacionalistas y pan-arabistas, manteniendo el mismo aparato de poder basado en la fuerza, pero bajo la apariencia formal de una “democracia”. No digamos nada de las “democracias africanas” que, sin excepción, son de “mala calidad” y quintaesencia del tribalismo más ancestral, generalizadas en todo el continente negro.

Si es importante esta reflexión es, especialmente porque buena parte de los recursos energéticos de los que depende la modernidad, se sitúan en el espacio geográfico del Tercer Mundo. Si hoy son democracias formales se debe a la presión norteamericana y a la ideología de los “derechos humanos” emanada desde 1945 y a la que los gobiernos de todo el mundo deben atenerse si quieren ser “homologados” y no integrados en el índice de “Estados gamberros”, “eje del mal” o similares catalogaciones. 

El perfil de los beneficiarios de la globalización no es el mismo en todo el mundo: jeques árabes, reyezuelos africanos devenidos “presidentes” de escuálidas repúblicas, ayatollahs llegados al poder mediante elecciones en las que tribalismo y clientelismo sustituyen a partidos y a limpieza en el proceso, dinastías capitalistas del Primer Mundo, presidentes y directores generales de grandes empresas especializadas en microinformática, armamento, fondos de inversión, multinacionales, consorcios bancarios… todo ello forma el grupo de cabeza de los “beneficiarios de la globalización” cuyo ámbito de influencia no se circunscribe al marco de un Estado-Nación.

Esto puede hacer creer que la nueva situación “supera” a la geopolítica en tanto que el espacio territorial tiene poco que ver con el ámbito de actividad económica de estas oligarquías. No es así. De la misma forma que, a pesar de la aparición de nuevas tecnologías bélicas, la forma efectiva de ocupar un territorio no ha variado desde el mundo antiguo (en efecto, solamente una buena infantería garantiza esa posibilidad), análogamente, para que una oligarquía económica pueda desarrollar su actividad precisa de una base territorial. De ahí que la globalización nunca podrá ser “total”. Ya hoy se percibe que uno de los fundamentos de la misma es la “contigüidad”. No todas las mercancías son “globalizables” (por barata que sea la producción en un país concreto, determinadas variedades de frutos no pueden resistir durante mucho tiempo el traslado en contenedores refrigerados que impliquen semanas de viaje; en otros casos, hay manufacturas que solamente pueden producirse en espacios en los que quede garantizada una producción de extrema calidad; finalmente, los márgenes de beneficio en otros productos es tan pequeño que el incremento del precio que implicaría el transporte desde el lugar de producción a los mercados de consumo es tan pequeño que no justifica la deslocalización de ese sector), ni todas las “cadenas de suministro” pueden extenderse de un lugar a las antípodas. Esto sin olvidar que la hegemonía relativa actual de los EEUU se basa en que la sede social de buena parte de las compañías multinacionales más poderosas sigue estando –y tributando– sobre el territorio de los EEUU.

Por ello, esta situación precipita el segundo hecho nuevo a nivel geopolítico: es cierto que naciones enteras “desaparecerán” de la escena en la medida en que dejarán de existir oligarquías económicas nacionales interesadas en invertir “solo” en el país o la región en la que han nacido. Es lo que ha ocurrido en Cataluña en donde se da la circunstancia de que, justo cuando el nacionalismo plantea un jeque al Estado por la cuestión del referéndum independentista, es precisamente cuando la oligarquía burguesa catalana que generó ese nacionalismo en el siglo XIX para justificar sus aspiraciones de poder, ahora invierte preferencialmente en cualquier horizonte que momentáneamente convenga al dinero y las inversiones en su “propia tierra” apenas son relevantes.

Lo mismo puede decirse de los recursos energéticos: están situados en “espacios nacionales”, pero ya no dependen de los gobiernos de tales Estados. Las compañías explotadoras del petróleo actúan en horizontes muy diferentes, frecuentemente lo hacen a un tiempo en los cinco continentes. Los elevados costos de explotación absorben buena parte de los beneficios que obtiene. Esto ha terminado por desaconsejar la existencia de un sector petrolero nacionalizado: las inversiones son tales que terminan desequilibrando a las naciones que lo intentan. Por otra parte, la explotación y comercialización de estos productos precisa un mecanismo de gestión eficaz y ágil y no puede estar en manos de sectores públicos que, especialmente en el tercer mundo, están sometidos a la corrupción, a los cambios políticos constantes y a una falta absoluta de estrategias a medio y largo plazo. El período en el que las “Siete Hermanas” se repartían el comercio mundial del petróleo terminó hace ya tres lustros, más o menos con el final de la Guerra Fría. Pero también en este terreno existe un hecho nuevo: han aparecido nuevas compañías petroleras que tienden a nacer, desarrollarse, fusionarse con otras, para ver cómo en otro lugar se repite el mismo fenómeno: las fusiones, los cierres, las ventas, son el pan de cada día del capitalismo globalizador. El hecho nuevo es que no se trata de compañías explotadores de hidrocarburos “químicamente puras”, sino que en su inmensa mayoría dependen del capital financiero, han sido creados por él o están ligados a consorcios empresariales que nada tienen que ver con el sector petrolero, sino que incluso proceden de otros sectores muy diferentes como el de la alimentación.

En las bolsas de valores cualquier particular puede comprar y vender acciones de cualquier compañía. En realidad, estas operaciones son insignificantes y sin apenas repercusión global –salvo en períodos de “avalanchas” hacia determinados productos del mercado bolsista (las “puntocom” en su momento). No es el pequeño inversor el que decide el destino de la bolsa, sino los grandes inversores (los únicos cuyas operaciones son registradas por las pantallas de las bolsas en tanto se consideran demostrativas y decisivas para la subida y bajada de tales o cuales acciones). La historia del “juego de la bolsa” es siempre el mismo desde que se fundaron: la dinámica infernal y repetitiva consiste en recoger el dinero de pequeños inversores que venden en momentos de crisis a los grandes inversores (los únicos que tienen fondos de resistencia para aguantar en esos tiempos). Así, las pérdidas no las pagan los grandes consorcios, sino los pequeños inversores.

En el momento actual, las acciones de las petroleras están ligadas a consorcios industriales y bancarios siguiendo el proceso de acumulación de capital que ya adivinaba Marx desde su mesa de la biblioteca de Londres cuando veía como se fusionaban industrias creando nuevas sociedades anónimas, o bien casando a sus vástagos…

La cuestión es que los beneficiarios de la globalización y los actores energéticos son, básicamente, los mismos. Dicho de otra manera: la cara en la que hemos situado a los beneficiarios de la globalización no es, como hemos dicho, homogénea, pero en las proximidades de esta arista se sitúan aquellos beneficiarios relacionados con los recursos energéticos.

Tal y como está configurado nuestro mundo tenderá a crecer en los próximos años. La sustitución del petróleo por energía de fusión no puede sino retrasarse entre 25 y 35 años. Parece problemático que, dados los actuales consumos energéticos, las reservas actuales de petróleo puedan prolongarse durante tanto tiempo. Así pues habrá que recurrir a soluciones derivadas del cultivo de oleaginosas (para la fabricación de biodiesel) o bien a estimular la producción de alcoholes (etanol), o bien al tratamiento de pizarras y arenas bituminosas (gasolinas sintéticas). De ahí que junto a los recursos energéticos hayamos situado el “progreso científico”. Le competerá a la ciencia en las próximas décadas el resolver la papeleta generada por el agotamiento de algunas fuentes tradicionales de energía y por estudiar un mejor aprovechamiento de otras.

A decir verdad, la crisis energética demuestra una cosa, como mínimo, sorprendente. Si tenemos en cuenta que los hidrocarburos han tardado millones de años en formarse a partir de masas orgánicas sumergidas, lo cierto es que en los últimos 150 años hemos agotado este “pasado”. Simplemente han bastado 150 años para consumir, y por tanto destruir, un patrimonio acumulado durante millones de años. Puede entenderse que hayamos dicho al principio de este ensayo “provisional” que existen civilizaciones del espacio y civilizaciones del tiempo: la civilización moderna se ha “comido” –literalmente– millones de años de paciente acción de la naturaleza.

La existencia de esta arista nos está diciendo que en los próximos años el escenario más atractivo para los beneficiarios de la globalización y para sus inversiones serán los procesos de investigación científica que tengan que ver con la creación de nuevas fuentes de energía y con la optimización de las ya existentes.

Nos estará diciendo, finalmente, que ese progreso científico será solamente “democrático” en la medida en que pueda ser consumido por toda la población, pero existirá otro foco de inversiones: aquel en el que la élite oligárquica de la globalización, invertirá en sí misma y en su futuro intentando dejar atrás o retrasar al máximo la pesadilla de la enfermedad y de la muerte: las tecnologías genéticas, la criogenia y la nanotecnología, orientadas hacia las ciencias de la salud. Su aplicación será excesivamente cara para que pueda democratizarse a través de los canales de la Seguridad Social, así pues, beneficiará inicialmente a quien lo puedan pagar. La posibilidad de que esas oligarquías beneficiadas con la globalización puedan acceder a estas tecnologías y con ellas retrasar su enfermedad, su vejez y su muerte, constituirá el nuevo mito de la segunda mitad del siglo XXI, un mito accesible solamente para unos pocos miles de personas, pero a precios exorbitantes que justificarán la inversión realizada en su perfeccionamiento.


2ª Arista
Beneficiarios de la globalización y neodelincuencia

Confluyen en esta arista, las élites económicas de la globalización y la neodelincuencia. Es evidente que existen muchos tipos de delincuencia. El carterista rumano que opera en el metro de Madrid insistentemente desde hace diez años y que incluso ha hecho buenas migas con la policía municipal pertenece a otro nivel, como el mafioso que dirige una pequeña banda de arrabal o el magrebí que ha conseguido establecer una pequeña red de compradores de cualquier droga en torno suyo. Los “barones de la cocaína” pertenecen, obviamente a otro nivel: aquellos miembros del cartel de Medellín que guardaban los dólares ganados con comercios ilícitos en sacos de arpillera estaban a otro nivel y, finalmente, las grandes redes mafiosas que operan como corporaciones inversoras asesoradas por economistas y abogados, especialistas en bolsas y en grandes inversiones, los justamente los que participan en territorios comunes con los beneficiarios de la globalización en esa arista que une ambas caras.

Es quizás la arista que antes se manifestó en el proceso de desarrollo de la modernidad. Las guerras del opio o guerras anglo-chinas (1839-1842 y 1856-1860) fueron generadas por las élites económicas inglesas que querían el monopolio del comercio del opio producido en la India hacia China. En 1830, el emperador Daoguang ordenó la destrucción de 20.000 cajas de opio y envió una carta a la Reina Victoria en la que le solicitaba que respetara las reglas del comercio internacional y se abstuviera de comerciar con sustancias tóxicas. La excusa inglesa para mantener ese comercio era que así se compensaba el déficit comercial que mantenía con China. Obviamente el gobierno británico no hizo ningún caso de la advertencia, de ahí que el deterioso social que generó el tráfico de opio indujo al gobierno chino a prohibir este tráfico lo que generó la primera guerra con Inglaterra. Las dos derrotas de China le llevaron a firmar tratados en las que se cedía Hong-Kong a Gran Bretaña y se abrían varios puertos chinos al comercio exterior. Las guerras del opio fueron las primeras guerras de la droga. Pero fue algo más: por primera vez, a partir del comercio del opio se realizaron trueques globales que afectaron a todos los continentes.

En efecto, a partir de finales del siglo XVIII las exportaciones británicas de opio aumentaron vertiginosamente iniciándose un comercio “triangular”: cada vez mayores cantidades de opio cultivado en Turquía, Irán y la India especialmente se trasladaban a China. Se pagaban con seda, te y porcelanas que se llevaban a la Costa Este de los EEUU y al Reino Unido en donde se vendían. Con el dinero obtenido se compraba más opio en Turquía e India. Fue la primera forma de comercio “globalizado” y reportó especialmente un restablecimiento de las relaciones entre las élites económicas de los EEUU y del Reino Unido, que habían quedado rotas desde la independencia de los EEUU. Pero fue importante también porque y muy especialmente porque, por primera vez, las élites económicas se introdujeron en un sórdido negocio ilícito que condenaba a la muerte a miles de personas. Se conocen los nombres de las compañías y de sus propietarios que participaron en este comercio y que amasaron grandes fortunas gracias al opio hasta convertirse en magnates de su tiempo. Están en el origen de algunas dinastías económicas norteamericanas y de instituciones bancarias como el HBSC que han prolongado y aumentado su influencia hasta nuestros días.

Podríamos encontrar en la historia precedentes en el fenómeno de la piratería que nunca estuvo completamente desvinculado de Inglaterra o de los EEUU, pero remontaríamos nuestro análisis a un tiempo demasiado atrasado en la historia en el que la globalización no podía sospecharse todavía.

Cuando se producen interferencias entre neodelincuencia y élites beneficiarias de la globalización es cuando se evidencia la desaparición de todo principio ético o moral. Tal es el rasgo de las élites de la globalización y de los artífices de la neodelincuencia: tener la mente completamente liberada de cualquier ley moral y de toda norma de comportamiento que no sea la búsqueda del máximo beneficio, por encima de todo. De hecho, en la globalización ha aparecido un nuevo tipo humano que hasta ahora solamente estaba situado entre la delincuencia más aborrecible: la figura del psicópata a la que se le ha añadido el calificativo de “integrado” para evidenciar que no es considerado como un individuo marginal perseguido por la ley. El “psicópata integrado” considera que sus deseos están por encima de cualquier otra norma,  no le importa hacer daño a terceros porque carece por completo de la noción de empatía, suele mentir para alcanzar sus objetivos y lo hace con un desparpajo inigualable, demuestra un atractivo inicial del que se beneficia para atraer incautos y servirse luego de ellos. Quien está en contacto con él sale, inevitablemente, dañado. Es un tipo humano propio de la modernidad que se encuentra frecuentemente entre las capas dirigentes de las partidocracias (cuyos exponentes más conocidos para ocupar los puestos privilegiados que detentan han debido adular, mentir y poner zancadillas sin el menor empacho, lucrarse con fondos públicos, y todas las prácticas habituales entre la clase política, pero también entre determinadas esferas empresariales. Las prácticas empresariales y especialmente especulativas y financieras propias de la globalización y la forma de gestión de la cosa pública habitual en los Estados modernos, tiene más que ver con las actitudes y reflejos propios del “psicópata integrado” que con cualquier otro modelo precedente.

La arista formada por la neodelincuencia y los beneficiarios de la globalización registra una actividad característica en la que van a parar los dineros procedentes de las actividades delincuenciales a fondos de inversión, instituciones bancarias y paraísos fiscales, para su “blanqueo”. Allí, el dinero ilegal se une al dinero de los beneficiarios de la globalización y termina en los circuitos de inversión habituales mediante distintos sistemas de ingeniería financiera que básicamente consisten en la creación de entramados de empresas a través de las cuales el dinero va cambiando de titulares corporativos y perdiéndose el rastro de su origen. Para eso están los paraísos fiscales y si subsisten a pesar de los perjuicios que causan a la economía mundial y a los Estados es precisamente por el peso que ha adquirido y por la influencia de esos capitales en la política y en la economía mundial. No hay que olvidar que determinados niveles de acumulación de capital no pueden pasar de ninguna manera desapercibidos a los servicios fiscales de los distintos Estados ni a los organismos reguladores de la economía internacional.

Ese vidente que la globalización no ha sido desencadenada por los intereses de la neodelincuencia, pero también es evidente que la neodelincuencia se ha visto favorecida y ha aumentado su peso gracias a la globalización. En la actualidad, un kilo de heroína que haya seguido la “ruta de la seda” desde Afganistán hasta Turquía y de ahí al “corredor turco de los Balcanes”, puesto en el interior del espacio Schengen puede llegar a cualquier punto de Europa sin ningún obstáculo; y otro tanto ocurre con un kilo de cocaína colombiana llegada a Marruecos y trasladada a la Península ibérica por los mismos grupos mafiosos que cada año transportan miles de toneladas de haschisch.

En un nivel mucho más bajo, casi pedestre comparado con lo anterior, una banda de delincuentes puede dar golpes en un país concreto y, cuando ya está demasiado “machacado”, pasar a otro sin dejar rastros hasta que nuevamente se produzca la saturación. Una reforma en el código penal de un país, que atenúe las penas para determinados delitos, puede operar como “efecto llamada” para delincuentes de todas las latitudes. La globalización ha allanado el camino de la delincuencia. Nunca como ahora las bandas actúan con tanta libertad y, paradójicamente, a pesar de los mecanismos de seguridad del Estado, cada vez más reforzados, nunca han operado con tanta tranquilidad y seguridad.

Para colmo, los Estados europeos viven todavía el frenesí progresista que ha supuesto desde hace treinta años una verdadera parálisis de los mecanismos penales. La idea dominante –hoy en vías de desaparecer– es que el delincuente es víctima de circunstancias sociales, en lugar de –como suele ocurrir– culpable de vivir fuera y al margen de la ley. Así pues, la tendencia general es a priorizar la “reinserción” del delincuente en lugar del resarcimiento a la víctima. Este sistema ha fracasado estrepitosamente en el momento que se han producido las oleadas de inmigración masiva que han operado un verdadero “efecto llamada” sobre la delincuencia. Como siempre, mientras que los afectados –la ciudadanía– perciben el problema desde hace años, la clase política reacciona con una lentitud exasperante y una falta de decisión insultante para los electores.

Tal es otra de las características de esta arista. La “cara” de la delincuencia dista mucho de ser uniforme (existen distintos tipo de delincuencia). Unos sectores –los que acumulan mayores capitales gracias al tráfico de drogas- tienen la vinculación que hemos descrito con instituciones económicas en vistas a reciclar su dinero y, a partir de allí, con otras élites beneficiarias de la globalización, especialmente con aquellas completamente desprovistas de escrúpulos que consideran que cualquier dinero que puede incrustrarse en los mecanismos especulativos tiene la misma naturaleza y, por tanto, no tienen inconveniente en colaborar con él y encontrarse con él en determinadas inversiones y operaciones especulativas.

Pero luego hay niveles inferiores de delincuencia en los que redes mafiosas que operan en niveles nacionales o, en cualquier caso, más modestos, terminan teniendo vinculaciones con las clases políticas que operan en los niveles estatales, autonómicos o municipales. En ninguno de estos niveles, se rechaza la participación de la neodelincuencia en los propios negocios si puede aportar capital o rendir buenas comisiones.

Finalmente,  existe un tipo de delincuencia de bajo nivel, compuesto por bandas armadas que también se benefician de la globalización: actúan en un país, multiplican sus golpes hasta que, la presión policial (o la prudencia) les obliga a regresar al suyo o a cambiar de teatro de operaciones. En Europa este problema es particularmente preocupante a causa de la inexistencia de leyes europeas coordinadas aplicables al “Espacio Schenguen”. No parece que la clase política europea esté muy preocupada por la existencia de estas bandas, lo que implica la existencia de una zona neutra en la que los beneficiarios de la globalización en el Primer Mundo, cínicamente, dejan que la neodelincuencia actúe a sus anchas, en la medida en que las víctimas “son otros”.

En el ámbito de los beneficiarios de la globalización, lo más preocupante es que algunas de sus prácticas económicas son propiamente delincuenciales y abundan en el hecho ya expuesto de que sus gestores tienen los rasgos propios del psicópata integrado. Las operaciones especulativas, la búsqueda del máximo beneficio por encima de cualquier otra consideración, obtenerlos al margen de las consecuencias que puedan reportar a la sociedad, bordean constantemente una ley que si se modifica siempre en beneficio de los poderosos es precisamente para desplazar la tipología delictiva hacia zonas que carezcan de interés para ellos. Existe, pues, una tendencia de los beneficiarios de la globalización en converger hacia formas y prácticas propias de la neodelincuencia.

Si en la actualidad se debate sobre la necesidad de legalizar ciertas drogas, después de un período en el que en algunos países prácticamente ha cesado toda presión sobre ese narcotráfico, es precisamente para que las élites políticas puedan penetrar en el terreno del “narcotráfico” que recibirá, a partir de entonces nombres eufemísticos que rebajen su impacto. En la práctica, el interés de las élites de la globalización –bajo la fachada de “liberalismo” y “progresismo”- tiende a la legalización de las drogas blancas, como forma para mantener cierta narcosis social que se ve amplia por el régimen de “entertaintment” y de ocio que cada vez prolifera más y de manera más masiva. La función de todo este aparato es conseguir relajamiento social y ausencia de disturbios y de movimientos sociales que puedan hacer peligrar el proceso globalizador por muy en detrimento de las poblaciones que vaya. En algunos de estos sectores –haschisch y su tráfico, mundo del juego, espectáculo- reaparecen también en mayor o menor medida, dependiendo de la actividad, las interferencias entre neodelincuencia y beneficiarios de la globalización.

3ª Arista
Beneficiarios de la globalización con actores geopolíticos tradicionales

Allí donde actúan los actores geopolíticos tradicionales todo está sometido a tensiones casi ancestrales. Hasta 1989 era frecuente hablar de “Mundos”: el Primer Mundo sería el pelotón de cabeza de los países desarrollados, el Segundo Mundo sería el mundo comunista, siendo el Tercer mundo, los países subdesarrollados de África, Asia y América Latina. Tras la caída del Muro de Berlín, el concepto de Segundo Mundo quedó alterado: los países de “socialismo real” desaparecieron y ese lugar se acepta convencionalmente que quedó ocupado por los “países en vías de desarrollo”. Hasta 1989 los “actores geopolíticos tradicionales” eran, fundamentalmente, los EEUU y sus aliados de un lado y la URSS y sus aliados de otro. En el período que media entre 1989 y 1999 se asistió al hundimiento del poderío soviético. Pero incluso en el momento de mayor crisis siguió estando claro que Rusia seguía siendo potencia mundial y, en tanto que tal, era un actor geopolítico tradicional: representaba el poder terrestre y el problema era que la segunda característica de ese tipo de potencias, la importancia atribuida al Estado, se había derrumbado. Cuando se produjo la sustitución de Eltsin por Vladimir Putin, se inició el punto de inflexión y la reconstrucción del poder ruso.

Esta reconstrucción, en buena medida, se realizó destruyendo la “oligarquía” que había nacido en el último período de gobierno de Gorvachov y se fortaleció hasta convertirse en un poder paralelo durante el malhadado ciclo de Boris Eltsin. Estos eran los “beneficiarios de la globalización” aposentados dentro del Estado Ruso. Con la oligarquía cayó el poder de la nueva clase y, al mismo tiempo, asistimos a la reconstrucción de la idea del Estado en Rusia.

A este respecto, cabe decir que Rusia y en menor medida China, deslumbrada por su propia capacidad para atraer factorías deslocalizadas acaso también por la indolencia de su propia población, están en la globalización, pero de manera algo diferente a cómo los están otros Estados. No nos referiremos a China que es un “actor geopolítico emergente”, pero si apuntaremos que en Rusia el concepto de democracia y de mercado que se practican no son lo mismo que en los EEUU: ambos, en efecto, están subordinados al Estado.

Eso hace que la arista en la que confluyen los beneficiarios de la globalización con los actores geopolíticos tradicionales, exista cierta asimetría. Rusia ocupa un lugar particular en la globalización: Rusia “está” en la globalización pero no “es” la globalización. Su concepto es mucho más limitado y restrictivo que el de China que, por su parte, sí se ha lanzado en tromba en el proceso, parapetado tras su eslogan “un país, dos sistemas”, pensando que esta situación sería sostenible en el tiempo. China permite las grandes acumulaciones de capital… siempre y cuando el capitalista esté bendecido por el Partido Comunista. Rusia, mucho más realista, en cambio, tiene mucho menos interés en la globalización: no prescinde completamente de ella, pero recela de sus intenciones. Sabe perfectamente que la globalización implica la destrucción del Estado. Para gobernar una extensión de sus dimensiones, el Estado es absolutamente necesario.

La historia del capitalismo en Rusia es muy particular. Cuando penetró a finales del siglo XIX, era un capitalismo maduro, industrial, que pronto se protegió con barreras arancelarias. Pero su núcleo dirigente era muy pequeño y estaba concentrado en trusts y holdings. Su exponente político, Sergei Witte, abordó grandes reformas (construcción del transiberiano, reforma de la enseñanza, primeras leyes de tipo social). La irrupción de este capitalismo y la radicalidad de las reformas de Witte generaron un choque con la aristocracia y su fracaso en 1903. Se demostró que el capitalismo ruso no era suficientemente fuerte como para que la “revolución burguesa” tuviera raíces profundas, pero si para arrastrar al país a la Primera Guerra Mundial de la que tanto la aristocracia como los grandes capitalistas creían poder extraer beneficios. Olvidaron que los esfuerzos y la cuota de sangre demandada a la población eran excesivamente altos y, finalmente, se sublevaron contra la situación. Lo que ocurrió a partir de entonces fue una carrera para alcanzar el objetivo que se había fijado Lenin en sus últimos años: convertir la URSS en un país con niveles de desarrollo e industrialización similares a los EEUU. Los 72 años que median entre el asalto al Palacio de Invierno y la Caída del Muro de Berlín no fueron otra cosa que el sacrificio de las libertades políticas en aras de la planificación para el desarrollo. Pero en 1989, el mundo capitalista se sentía tranquilo ante la nueva perspectiva que implicaba el hundimiento de la URSS: el fin de la historia. Los conflictos serían sustituidos por relaciones comerciales. Y Rusia, con su amplio espacio y sus inagotables riquezas minerales tenía un lugar en el nuevo horizonte capitalista. Más que “Rusia”, eran los “capitalistas rusos” los que aspiraban a ese papel. Esos “capitalistas” generaron la “oligarquía”.

En los cinco años en los que se produjo la transformación de la URSS en Unión Rusa, el capitalismo que apareció era mafioso y corrupto. Durante los años de Eltsin dio la sensación de que el Estado prácticamente había desaparecido y que quien gobernaba de verdad era la oligarquía. Esta perspectiva convenía extraordinariamente a los mentores de la globalización para quienes todo lo que signifique “Estado” es un obstáculo a batir. Y convenía también, por supuesto, a la cúpula del poder norteamericana que quería “capitalismo en Rusia” mucho más que una “Rusia capitalista”. Para los EEUU no se trataba solamente de liquidar el poder soviético sino de que el Estado Ruso no levantara jamás cabeza. De ahí el interés con el que apoyaron e hicieron todo lo posible para que Boris Eltsin se sentara en el Kremlim. Gracias al vacío de poder de aquel período la riqueza de la antigua Unión Soviética fue saqueada, desmantelada, privatizada, robada y acumulada en manos mafiosas. Nunca la historia vio un proceso semejante: un Estado, propietario de los medios de producción, pasó en apenas un lustro a ser propiedad de aquella oligarquía enriquecida con la privatización y que en ese tiempo pasó a controlar el Estado.

En todo aquel caos que supuso para Rusia el primer lustro de los años 90, solamente hubo un fenómeno positivo: paradójicamente la irresponsabilidad criminal de la oligarquía fue lo que evitó que en una situación de debilidad del Estado, las empresas transnacionales pudieran asentarse sólidamente en el país. La rapacidad de la oligarquía, los niveles absolutamente estratosféricos de corrupción que invadieron Rusia, hicieron prácticamente imposible que se reprodujera el mismo fenómeno que se había provocado en otras partes. Y es que la oligarquía rusa fue mafiosa y, por tanto, irracional. Desconocía las leyes de funcionamiento del capitalismo y las sometía a su capricho y a su humor en cada momento, tal como corresponde al temperamento mafioso adobado aquí con vodka. Sobre las ruinas de la URSS no se creó una administración al servicio de los intereses del capitalismo transnacional, sino de los distintos clanes mafiosos que aparecieron. Hasta que Vladimir Putin alcanzó la jefatura del Estado y se abordo el proceso de reconstrucción del poder ruso.

Cuando Putin se impuso, la situación de la Federación Rusa era increíblemente desastrosa: el PIB estaba en caída libre, el 80% de la población en la pobreza más absoluta, un individuo alcoholizado y enfermo, completamente descontrolado, avalado, eso sí por los medios de comunicación y los gobiernos occidentales como “legítimo gobernante”, Boris Eltsin, sentado en el Kremlim, el crimen organizado controlando barrios enteros de las grandes ciudades y regiones completas, con interminables conflictos en el Cáucaso, el Estado se diluía como un azucarillo.

Pero lo peor no era solamente la depresión y la crisis, sino que también alcanzó al conjunto de la sociedad rusa: el alcoholismo se disparó y casi tres millones y medios de personas murieron prematuramente víctimas de la miseria, las privaciones, el alcoholismo y las pandemias. La burbuja neoliberal formada durante 1996-98, finalmente estalló. Ocurrió el mismo proceso que tuvo lugar en España entre 2010 y 2013: para pagar el gasto público, el Estado emitió deuda y para hacerla atractiva debió subir los intereses. Eltsin permitió tras su reelección que los bancos extranjeros compraran deuda rusa… con lo que se emitió más y más deuda a un interés cada vez mayor. El 6 de octubre de 1997, la bolsa rusa alcanzó su máximo histórico. Y entonces estalló la crisis financiera: los inversores se retiraron, cambiaron sus beneficios en rublos por dólares. En agosto de 1998, la bolsa rusa cerró varias veces tras acumular caídas diarias del 10%. Eltsin declaró la bancarrota del Estado y en apenas 24 horas los precios subieron un 30%. Dejaron de funcionar tarjetas de crédito y se declaró un “corralito” de dos meses. Quebraron varios bancos y se evaporaron los ahorros de los ciudadanos. Los salarios perdieron 2/3 de su valor y entre 1997 y 1998 el PIB cayó un 74%, la bolsa cayó un 90%, el rublo perdió el 75% de su valor. Los pobres pasaron de 14 a 170 millones en apenas cuatro años. Se volvió a la economía de trueque. Los nacimientos se detuvieron y Rusia perdió un millón de habitantes cada año desde 1991 hasta 2005 ¡La gestión del FMI-BM en lugar de impulsar el salto de Rusia del “tercer” al “primer mundo”, supuso un hundimiento en el “tercer mundo”.

Con muy buen criterio, Putin destruyó lo esencial de la oligarquía, renacionalizó activos en manos de multinacionales extranjeras, y especialmente se preocupar por que la industria petrolera no estuviera en manos de terceros: BP cedió terreno y traspasó activos a Gazprom. La Royal Ducht Shell cedieron sus participaciones en Sakhalin II. Gracias a todo esto, el control del Estado sobre la extracción petrolera pasó del 10% en 2003 al 44% en 2008 y controlaba el 85% de la producción de gas. Putin, finalmente, había comprendido que los hidrocarburos eran el arma del futuro.

No es raro que el neoliberalismo y sus corifeos occidentales continuamente presenten a Putin como su bestia negra. Lo que Putin se ha limitado a hacer es seguir en esto las leyes de la geopolítica tradicional: a una potencia continental corresponde un Estado fuerte, mientras que una potencia oceánica sitúa el énfasis en el comercio. Sea como fuere la Federación Rusa consiguió que entre 1999 y 2008 el PIB anual creciera una media del 7% anual y en 2004 consiguiera alcanzar el nivel que había tenido en 1991.

En el momento de escribir estas líneas, la presencia de Rusia es lo que ha permitido sobrevivir al gobierno baasista sirio, ha evitado que Israel lanzara ataques “preventivos” contra el territorio iraní, y ha conseguido que Rusia “estuviera” en la globalización pero consiguiera limitar sus efectos, el poder Ruso sigue siendo todavía un poder nuclear de primer orden, sus fueras armadas han sido reconstruidas y su estrategia redefinida, China ha dejado de ver la frontera del Usuri como una zona en disputa e incluso las marinas rusas y chinas han realizado maniobras conjuntas en una verdadera llamada de atención a los EEUU, potencia oceánica indiscutible.

Es inútil explicar que el gobierno actual ruso tiene solamente de común con una democracia real el nombre. Se trata de un Estado autoritario de nuevo cuño en el que se convocan elecciones y existen organismos representativos, pero ni aquellas son completamente libres en el sentido democrático occidental, ni los organismos parlamentarios tienen las mismas atribuciones que los conocidos en Europa y EEUU. La libertad de expresión es limitada y los medios de comunicación se juegan algo más de la autonomía y la libertad si atacan con excesiva saña al gobierno y a sus políticas. En el terreno del terrorismo, Putin ha recuperado el mismo cinismo que desde siempre se ha utilizado en los EEUU organizando operaciones “false flag” para justificar sus políticas y hacerlas aceptar entre la población. A fin de cuentas, el ascenso de Putin al poder se debió a un macro-atentado que voló un edificio de apartamentos en Moscú y fue atribuido a terroristas chechenos, costando luego la vida a un ex agente del FSB (ex KGB), Sergey Nikolaevich Litvinenko que reveló de dónde había partido el atentado… Pero estas prácticas reflejan solamente la tendencia natural de las potencias continentales a priorizar el papel del Estado.

Se ha hablado mucho sobre la existencia de “clanes” en el interior del poder soviético. En estos clanes se encuentran los “beneficiarios de la globalización” en la Federación Rusa. Controlan la industria del petróleo, la industria pesada y las exportaciones. Se encuentran divididos en varios grupos que aceptan la primacía de Putin y han llegado a acuerdos para repartirse el poder, conscientes todos ellos de que la globalización, en realidad, no es más que la penetración de un país por parte de intereses económicos de otros y, por tanto, representa una pérdida de soberanía.

La diferencia entre estos “beneficiarios de la globalización” y los “beneficiarios” de los países occidentales es que éstos responden al perfil de neoliberales clásicos, para los que la economía se sitúa por encima de la política y de los intereses de cualquier Estado, mientras que los rusos son conscientes de la necesidad de preservar la soberanía de su país y de situar sus operaciones económicas al servicio de los objetivos políticos del Kremlin.

En los EEUU y en todo el mundo anglosajón la composición de este grupo social es radicalmente diferente: son como los rusos, una exigua minoría, pero exigen que el Estado limite al máximo su participación en la vida económica, como no sea para ayudar a instituciones financieras en crisis; unos y otros desprecian el voto del ciudadano, pero en el mundo anglosajón este desprecio es más sutil y, tal como sostenía Brzezynsky desde 1973 se basa en el control de los medios de comunicación y en la promoción del entertaintment. En Rusia, en cambio, aún habiendo aprendido buena parte de estas técnicas en pocos años, siguen existiendo formas brutales de limitación de las libertades democráticas tal como se entienden en Europa y los EEUU.

Los “beneficiarios” norteamericanos actúan a la ofensiva utilizando un liberalismo salvaje que sitúa a los Estados como subordinados suyos. En cambio, los “beneficiarios” de la globalización en Rusia –el otro actor geopolítico tradicional- se subordinan a los intereses de su Estado y son conscientes que, de no hacerlo, no podrían prosperar ni sus negocios, ni siquiera sus vidas.

Por todo ello, esta arista es excepcionalmente sensible: se suele creer que todas las élites económicas tienen los mismos intereses y, por tanto, compiten entre sí, pero nunca se destruyen unas a otras. En este caso esta ley no se aplica: los intereses, los medios y los sectores económicos son los mismos, pero las leyes de la geopolítica tradicional se cumplen, en EEUU lo prioritario es el comercio (o cualquier actividad económica) y ese mismo comercio procura que el Estado no le ponga barreras ni límites y, por tanto, entra necesariamente en contradicción con esos mismos beneficiarios situados en el entorno del Estado Ruso. Obviamente existen intereses comunes, pero también una perspectiva de principios contradictorios que hace que se trate de una arista extremadamente inestable.

4º Arista
Beneficiarios de la globalización con los actores geopolíticos emergentes

Se dice de esta arista “tiene futuro y potencialidad” y no seremos nosotros quienes lo neguemos, sólo que el problema no es distinto a las demás aristas: a partir de ellas se genera cierta inestabilidad que se convierte en los vértices –como veremos- en zonas de ruptura. En efecto, en los “actores geopolíticos emergentes” se concentran buena parte de los beneficiarios de la globalización, de tal manera que puede afirmarse que si en estos momentos se trata de potencias emergentes, no es tanto por sí mismo y por las leyes de la geopolítica, como por su situación en el proceso económico mundial. En no todas ellas se cumplen las leyes que según la geopolítica deberían de otorgar potencia. Quizás porque faltaban algunas precisiones que los teóricos de la geopolítica jamás apuntaron.

Está claro que Brasil lo tiene todo para ser una gran potencia subcontinental: tiene territorio, tiene tecnología, tiene mar (su frontera más amplia es atlántica y desde los años 60 intenta una expansión hacia su Oeste, esto es hacia las costas del Pacífico, trenzando alianzas con Chile, impulsando la carretera transamazónica y en su tiempo ampliando el área del cruzeiro en zonas fronterizas como Bolivia), tiene “población”… así pues, según la geopolítica tradicional, Brasil está llamado a ser una “gran potencia” y nadie duda de que en el momento de escribir estas líneas lo es. Ahora bien: los nubarrones que se ciernen sobre la economía brasileña, propensa a la formación de burbujas inmobiliarias especialmente que amenazan con estallar, harán que, sin duda, entre en su punto de inflexión en el momento en que se publique esta obra. Pero existe otro motivo no menos importante para dudar de la “linealidad” del progreso brasileño.

Cuando los geopolíticos aluden a “población” y a la necesidad de que exista un núcleo de población lo suficientemente fuerte como para soportar el desgaste que provoca la ampliación de un Estado a potencia regional, tienen razón en subrayar el elemento cuantitativo. El mismo Mussolini había dicho, “el número, da potencia” y tenía razón, porque fue a partir del estancamiento del núcleo latino del antiguo Imperio Romano, cuando las guerras habían desgastado a su élite (“morirán los mejores” era una máxima romana, lo que implicaba que eran, justamente, quienes no eran “mejores”, los que sobrevivirían y, por tanto, la sociedad sufriría, a la larga, una “selección a la inversa”, tal como ocurrió) y ésta había sido sustituida por una clase política dirigente heredera del lujo, de los bienes y territorios conquistados por sus antepasados, sin valor para mantenerlos, pero con interés en utilizarlos para fines exclusivamente hedonistas, entonces Roma entró en una irreversible decadencia. Sí, “el número, da potencia”, a condición de admitir que hay que otorgar a ese “número” una componente también cualitativa. Es la cualidad de ese número, unido a su cantidad, lo que otorga en el siglo XXI y en la Roma del siglo IV la potencia: de lo contrario, es la decadencia lo que se instala en medio del lujo más absoluto y de los escaparates de consumo deslumbrantes.

Esto nos lleva a reconocer que el principal handicap de Brasil para convertirse en una gran potencia es precisamente el carácter inestable, caótico y desordenado de su población compuesta por un crisol de razas y unida solamente en las bases por el carnaval, la samba y las ligas de futbol, boley-playa, etc., pero en absoluto por un proyecto de vida en común. Por otra parte, la distancia que separa a los poseedores de la riqueza de los miserables habitantes de las favelas sorprende, no solamente por su carácter cualitativo, sino por la asimetría total sobre su número: en ningún lugar del mundo tan poca gente ha poseído tanto y nunca la historia ha visto unas acumulaciones tales de miseria como las que se dan en ciertas zonas del país. Se ha dicho que Brasil ha permanecido unido porque se baila la samba, en lo que constituye una evidente boutâde, pero también es cierto que antes de que Brzezinsky aludiera en 1973 en su obra La era tecnotrónica sobre necesidad del entertaintment para mantener tranquilas a las masas, en aquel país ya se conocía desde hacía años esta técnica.

Se podría alegar que en la Europa del siglo XIX se producía un fenómeno similar. Debemos de conceder que, efectivamente, eso era así pero también hay que añadir que en mucha menor escala cuantitativa y que, aquella época suponía una etapa en la evolución del capitalismo muy diferente a la actual. Antes o después, el capitalismo industrial debía entender que para encontrar nuevos consumidores para los productos surgidos de las primeras cadenas de producción era preciso transformar al proletariado alienado en consumidos integrado y, para ello, era preciso proceder a aumentar los salarios. Le correspondió a Henry Ford hacer el feliz descubrimiento, mucho más que a las “conquistas” de los sindicatos que, en realidad, no fueron mas que entregas interesadas por parte de la patronal. En realidad, durante todo su ciclo vital (ya concluido, obviamente, tal como enseña muy a las claras el panorama laboral español, entre otros) los sindicatos no han sido otra cosa que un mecanismo de contrapeso a los excesos capitalistas. De no haber existido los sindicatos, el capitalismo industrial se habría destruido a sí mismo generando crisis de superproducción y el proceso de acumulación del capital hubiera durado solamente unas décadas. Las reivindicaciones sindicales tenían como efecto el que una parte sustancial de los beneficios de la producción se distribuían socialmente, se trabajaba menos y, por tanto, se producía mucho menos (y más caro) de lo que de no haber existido los sindicatos, hubiera podido ocurrir: por tanto, el capitalismo hubiera entrado en crisis mucho antes.

Pero en la actualidad, los sindicatos carecen de sentido –como no sea el de ser presentados como “interlocutores sociales”, cuando en realidad son perros castrados que comen de la mano de sus señores- en la medida en que el área central del capitalismo ya no la producción de bienes sino la especulación financiera. Es un capitalismo para “pocos”, a despecho de la miseria “muchos”. Brasil, en ese sentido es el paradigma. Junto a China, por supuesto.

El estallido social en Brasil es cuestión de tiempo. Las manifestaciones y protestas que tuvieron lugar en aquel país en la segunda mitad del año 2013 sorprendieron a los analistas: no se daban en las zonas más deprimidas del país, sino en barrios y ciudades dominadas por las clases medias y los estudiantes. Se exigía, entre otras cosas, que no se diera tanto dinero a los equipos de fútbol y a los espectáculos subvencionados por el Estado y las corporaciones locales: esa clase media que salía a la calle apuntaba contra lo que son las características axiales del entertaintment brasileño: la samba, el fútbol, el carnaval… Cuando Brasil deje de bailar la samba, mire en torno suyo y advierta su miseria social, el estallido está cantado.

China, por otra parte, tiene problemas muy similares agravados por una demografía aun más explosiva y por la existencia de la peculiar organización del país: “Un país, dos sistemas”. Porque China es, todavía y veremos por cuanto tiempo, un Estado centralizado, dominado por una clase política dirigente instalada en el Partido Comunista. Es cierto que las experiencias franquista y stalinista tienen de común con la China el reconocimiento de una situación inicial de subdesarrollo y un objetivo a conquistar de alcanzar a los países de cabeza en el pelotón del pleno desarrollo económico y, para ello, es preciso concentrar el poder y sacrificar las libertades públicas para concentrar esfuerzos en el único objetivo económico a alcanzar. Pero también aquí, aunque el proceso que se da en China es similar, están presentes elementos muy diferentes.

En el caso español, la concentración de poderes en manos del franquismo generó en los años 60 y 70, un incipiente capitalismo español que cuando alcanzó cierto nivel de desarrolló preciso contar con un marco político diferente (democrático) para poder ampliar su radio de acción (e integrarse en el Mercado Común). Esto –y no la acción del Rey o de Adolfo Suárez- fueron los elementos que verdaderamente impulsaron la transición democrática a partir de 1976 (transición que, en realidad, ya había comenzado un quinquenio antes de la mano de Carrero Blanco, una transición “controlada”). Dicho de otra manera, en cierto momento de la evolución del capitalismo español se produjo una contradicción entre el sistema económico y sus necesidades y el marco político del momento y sus límites. Y se resolvió en beneficio del primero: desde entonces, la economía dirige a la política en España. Pero el haber llegado tarde a la incorporación en el pelotón de cabeza del desarrollo tuvo varias contrapartidas negativas para España: el integrarse en las Comunidades Europeas como país “periférico”, completamente alejado del eje franco-alemán. El acuerdo de integración y el reajuste que siguió liquidaron sectores enteros de nuestra economía: la industria pesada, en concreto la siderurgia y la construcción naval, la minería, etc. El segundo problema de esta condición “periférica” que se unió a los problemas generados por una débil estructura económica generada en los años 60, fue el que nuestra economía dependía de dos fenómenos desde entonces: los ingresos procedentes del turismo y la construcción como motor económico.

El turismo depende no solamente de las infraestructuras sino también de las modas impuestas por los tour-operators y, también de los cambios políticos: tras la caída del Muro de Berlín y la conclusión de las guerras balcánicas, los países del Adriático se configuran como futuros destinos turísticos masivos en detrimento de España que solamente ha podido ver crecer en 2013 como crecía el número de visitantes gracias a los problemas en el Norte de África y en Turquía. En cuanto a la construcción, la historia del sector demuestra que está sometida a ciclos y a la formación de burbujas, con lo que, siendo un motor en unos momentos, se convierte en un lastre en otros.

El caso de la evolución rusa es más parecido al caso chino. Tras el período caótico de Eltsin, se ha reconstruido el poder del Estado, algo que la República Popular China siempre ha sido consciente de que no podía producirse. De ahí el interés de los dirigentes chinos, no tanto en mantener una “república popular” como en asegurar la continuidad de las líneas elegidas como maestras, sin alteraciones esenciales en la estructura del poder. Invertir parte de los excedentes en el exterior para garantizar un período de estabilidad, el necesario para convertir al país en una potencia armamentística y tecnológica indiscutible capaz de rivalizar con los dos actores geopolíticos tradicionales y con otros actores emergentes. De ahí el interés, hasta 2009 de invertir en bolsas norteamericanos, en un gesto que puede entenderse como una mano tendida hacia los problemas de financiación de los EEUU que precisan absorber cada día 1.000 millones procedentes del mundo en sus bolsas para paliar sus problemas de déficit. Tras las quiebras bancarias de 2008 y 2009, China tendió a disminuir las inversiones en EEUU y aumentarlas en otros escenarios.

Sin embargo, lo masivo de la sociedad china, el carácter todavía subdesarrollado de buena parte del país, los desequilibrios entre zonas costeras ricas y zonas del interior pobres, la mala calidad de las exportaciones, la corrupción de las autoridades, el hecho de que una pequeña bajada en el PIB influya en la miseria de decenas de millones de personas, el tránsito de una sociedad rural a una sociedad postindustrial que implica migraciones masivas interiores y exteriores, y la aparición de burbujas especialmente inmobiliarias, hace que el futuro de la economía china sea más que problemática y una pequeña oscilación ponga en peligro todo el sistema globalizado.

Es cierto que en China el mandarinato y la obediencia silenciosa, ciega y absoluta a los poderosos ha sido una constante, pero también es cierto que en la actualidad actúan en aquel país poderosas fuerzas centrífugas: la minoría de los musulmanes chinos, entre 40 y 50 millones de personas localizadas en las zonas del sur Oeste, los uigures, están en plena disidencia. En el Sur, la CIA siempre tiene a mano al Dalai Lama para reavivar el problema del nacionalismo tibetano. El desarrollo económico, por controlado que sea por el Partido Comunista, ha generado una aristocracia del dinero que cada vez se siente más incómoda con los dictados políticos a los que debe someterse y, antes o después, entrará en contradicción.

Quedan la India e Irán aspirando a convertirse en potencias regionales y considerados como actores emergentes. En lo que se refiere al Iran de los allatolahs, su política no ha variado apenas desde el período del Sha: este aspiraba a convertir “Persia” en un país aliado de los EEUU, subpotencia regional asociada al “imperio” y delegada por éste del control y la estabilidad de la zona y, por tanto, ausente de la lucha árabe contra el Estado de Israel, el otro peón de los EEUU en la “dorsal islámica”. La única variación sustancial y chirriante que imprimió el Jomeini y sus sucesores, fue la orientación anti-israelí de su política exterior. De hecho, el interés por conseguir la producción de bombas atómicas está dictado por la estrategia de que en Oriente Medio no exista un solo poseedor de la bomba atómica (Israel), sino dos y, por tanto, el arma nuclear no pueda ser esgrimida por el Estado hebreo como elemento decisivo para imponer la actual situación de hecho. En momentos de debilidad de la República Islámica de Irán, la aviación táctica judía no ha tenido problemas en bombardear puntualmente las instalaciones nucleares iraníes, asesinar en plena calle a los técnicos y responsables del programa nuclear de ese país, o simplemente ponerse detrás de los EEUU lanzando a este país para impedir que una inoportuna bomba nuclear en poder de los allatolahs pueda alterar completamente la situación en la zona. Porque lo que a los EEUU le molesta, no es que Irán se consolide como potencia regional, sino el que lo haga de espaldas a su política y contra el Estado de Israel.

De todos los actores geopolíticos emergentes, Irán es, sin duda, el más problemático y débil: su Islam chií es diferente a la mayoría del Islam seguido en el mundo, suní. La ruta de la droga –antigua “ruta de la seda”- atraviesa de parte a parte el norte del país dejando un rastro de destrucción y miseria humana: hay 4.000.000 de toxicómanos en el país que adquieren heroína a un precio extraordinariamente bajo y suponen un lastre para la potencia del país. El problema kurdo sigue latente en el norte. La asfixia que imprime la rigidez islámica en la sociedad es otro lastre insuperable junto a la increíble capacidad de todas las corrientes musulmanas de deslizarse hacia las posiciones extremas, fundamentalistas, en un cíclico “retorno a los orígenes coránicos” que aparece y reaparece una y otra vez en la historia de esa religión. Y, finalmente, el hecho de que Irán tenga una discreta salida al mar (en el mar interior Caspio y a través del golfo de Omán, una zona geopolítica particularmente sensible), es otro factor de duda sobre el futuro de Irán.

Todos estos elementos hacen que, si bien la estabilidad política iraní y su capacidad productiva basada en una disciplinada industria de extracción de hidrocarburos y en zonas agrícolas extraordinariamente fértiles, existan sombras inquietantes que limitan extraordinariamente su proyección futura. En ese país los beneficiarios de la globalización, al igual que en todo el mundo árabe, no son cúspides financieras o élites industriales, sino antiguos jefes tribales devenidos “príncipes propietarios de pozos de petróleo” o bien técnicos procedentes de los clanes tribales que han destacado en sus actividades económicas y mantienen con el Islam una actitud formalista o incluso, simplemente, no son islamistas, sino que han sido ganados por la idea globalizadora y carecen completamente de raíces. Dentro de estos países resulta inevitable la aparición de tensiones entre estos grupos y los sectores islamistas presentes en la élite del poder y, por supuesto, en el grueso de la población.

El caso de India es también particular y merece cierta atención. India como China se ha convertido en un “país-factoría”. La diferencia entre ambos actores emergentes deriva de la utilización generalizada del inglés en la India que asegura sus conexiones con el mundo anglosajón derivadas del dominio colonial inglés. La característica común es que, en ambos casos, solamente se beneficia de la globalización una pequeña minoría. En efecto, en la totalidad de los actores emergentes, los beneficiarios de la globalización son especialmente los jefes de empresas dedicadas a la exportación y los dedicados a la especulación financiera; la inversión productiva se destina solamente a aquellos sectores empresariales que, por su configuración, permiten la deslocalización empresarial; esto es, la aplicación de la regla de oro del capitalismo salvaje: obtener mayores beneficios reduciendo costes al máximo y produciendo en cadena cantidades desmesuradas.

En los países en los que se distribuyen estas mercancías, el misterio consiste en saber si dentro de quince años seguirá habiendo consumidores, o si tendrán la configuración de un gigantesco campo de parados, un verdadero páramo laboral, en el que solamente el sector servicios mantendrá una mínima actividad, junto al especulativo y todo lo relacionado con ello. Pero en los países–factoría la cosa no será mucho mejor. Legiones de trabajadores realizarán su actividad, no para llevar una vida digna, presidida por la “seguridad” en el empleo, en las coberturas sociales, en poder satisfacer su ocio, sino simplemente para sobrevivir. Si un día los costes de la deslocalización se revelan inviables, no será por las alzas salariales, ni por las reivindicaciones sindicales o la instalación de coberturas sociales en aquellos países, sino, simplemente, por el alza del precio de la gasolina.

El trabajador en esas zonas es una fuerza mecánica, completamente deshumanizada, sin esperanzas de abandonar un día su estado de postración, a la que se engrasa mediante un salario, lo justo para que pueda seguir funcionando y para que genere una actividad económica tal que sus magros ingresos terminen, finalmente, en los beneficiarios de la globalización mediante los caminos más variados. Unos pasarán el Estado en forma de impuestos, otros irán a parar a las entidades de crédito, otros, finalmente, serán embolsadas por multinacionales de alimentación (las únicas que pueden abastecer a un mercado tan masivo como el de los actores emergentes).

Nos equivocaríamos si pensáramos que la deslocalización iba a favorecer a las poblaciones de los países emergentes. De hecho, sólo favorece a pequeñas minorías. En Bangalore (India) reside hoy la mayor concentración de programadores informáticos de todo el orbe, muy superior incluso a la que existió en los ochenta y noventa en Silicon Valley. Varios cientos de miles de hindúes con un alto nivel de inglés están vinculados también a iniciativas de subcontratación que han migrado del Primer Mundo a la India a causa del ahorro en salarios y de que los miles de kilómetros de fibra óptica trazados por las “puntocom” antes de reventar han facilitado la comunicación a alta velocidad con cualquier punto del globo. Pero la fibra óptica se detiene a un kilómetro de las chabolas de la India. No toda la India es Bangalore, de la misma forma que no toda China es Hong–Kong. Hoy se calcula que, en estos países, los beneficiarios de la globalización (incluidos empleados que se limitan a contestar al teléfono en correcto inglés a clientes que llaman desde Montana o Texas, con alguna reclamación o consulta, que no reciben altos salarios pero si tienen estabilidad en el empleo y aspiran un día a migrar a los EEUU o Europa) son apenas un 0’2% de la globalización. Va a ser muy difícil que en los próximos años esa cifra se eleve hasta el 1%. La globalización en lo que se refiere a beneficiarios apenas alcanza a minorías ínfimas.

A nadie se le escapa lo socialmente peligroso que supone situar la miseria a un lado de la calle y los escaparates del consumo al otro. Por muy elevados que sean los crecimientos económicos de China e India, eso no implica que los beneficiarios vayan a ser los sectores mayoritarios de la población sino, simplemente, que los beneficios de la élite de beneficiarios de la globalización en los actores emergentes van a seguir multiplicándose. En países como China e India que, juntos, suponen algo bastante más que un tercio de la población mundial, todo es masivo. Para que exista una burguesía media con presencia significativa, la única clase sobre la que podrían asentarse unas formas democráticas dignas de tal nombre, va a hacer falta que, como mínimo, ésta cuente con un 10–15% del total de la población. Algo que, hoy por hoy, parece muy alejado.

Lo más probable será que, antes de que cristalice la formación de esa burguesía media, los actuales desajustes sociales generarán sacudidas extremadamente violentas que pueden llegar a comprometer, incluso, la estabilidad misma de estos países. Esa sería la catástrofe para la globalización, no desde luego tan grave como la elevación constante del precio de los hidrocarburos, pero sí lo suficientemente aguda como para que algunos sectores económicos y países europeos volvieran sobre sus pasos y dudaran de la eficacia del “sistema global”.

El gran problema consiste en que los beneficiarios de la globalización en el Primer Mundo y los beneficiarios de la globalización en los actores emergentes hablan el mismo lenguaje y lo seguirán haciendo… mientras sigan siendo beneficiarios. Pero en el momento en que los actores emergentes vean detenido su crecimiento por factores sociales internos (revueltas y reivindicaciones socio–políticas), a causa de factores externos (aumento imparable del precio de los hidrocarburos), o por culpa de sus propios errores (estallido de burbujas especialmente inmobiliarias y crediticias) todo el sistema mundial se conmoverá y correrá el riesgo de derrumbarse, pues no en vano el “dinero” es cobarde y se invierte allí donde hay mayores seguridades.

La inestabilidad del sistema mundial surgido tras la Caída del Muro de Berlín implica que las “zonas seguras” van trasladándose de un lugar a otro. La libre circulación de capitales facilita estas migraciones pero, frecuentemente, deja atrás regueros de miseria y depauperación. De ahí que esta arista sea extremadamente quebradiza y corra el riesgo de desintegrarse –al menos en su configuración actual– a la primera crisis.

Visto el panorama global que presentan los “actores emergentes”, cabe decir que en esta arista van a confluir las fortunas procedentes de dos tipos de negocios fundamentalmente: el negocio especulativo y financiero, de un lado; y de otro, el negocio surgido al calor de las nuevas tecnologías y de su aplicación y el régimen de grandes exportaciones que desde los “actores emergentes” recorren el mundo hacia los “actores tradicionales” especialmente. En ambos casos, la globalización ha supuesto un nuevo impulso, tanto por lo que se refiere a la libre circulación de capitales y mercancías, lo que favorece a los primeros, como a la globalización en sí misma.

La cuestión a plantear es: los intereses de las élites dominantes y de los beneficiarios de la globalización que están presentes en todo el mundo, ¿coinciden con los intereses de los actores geopolíticos emergentes? Y esta es la cuestión: porque si bien en esos países existe, como hemos visto, un grupo social que, efectivamente se beneficia muy directamente de la globalización y las estadísticas nos dicen que en esos países tanto el PIB como la renta per capita van aumentan, falta saber si el grueso de las poblaciones perciben todo esto como un avance real o tienen otra visión. Lo que se encontrará en esa arista es el sector de la población de los países emergentes que coincide en intereses y en prácticas con los beneficiarios de la globalización precisamente porque ellos mismos lo son: han pasado en poco tiempo de ser pequeñas fortunas locales a insertarse en una economía globalizada. Pero son una minoría. Todo lo que no está situado en la arista misma, es economía de supervivencia: las poblaciones o son muy ricas, o son muy pobres (y trabajan para sobrevivir) o son extremadamente pobres (y viven de la asistencia del Estado el cual a su vez vive de los impuestos generados especialmente por las rentas procedentes del trabajo mucho más que por la fiscalidad que grava a las rentas procedentes del capital.


Así pues se trata de una arista que, como el resto, carece de distribución homogénea, pero mucho más que cualquier otra, fuera de la línea misma de la arista que confluye con los “beneficiarios de la globalización”, estamos instalados en plena miseria. Y por tanto en pleno desequilibrio e inestabilidad.

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