INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

martes, 21 de febrero de 2012

¿Por qué los inmigrantes se obstinan en amargarme la vida?


Info|krisis.- El viernes me subo en un tren que me conduce a Valencia a Barcelona. Es un viaje corto, apenas tres horas, pero siempre pródigo en acontecimientos. Por algún motivo, el tren, cuando parte de Lorca (mucho antes incluso del terremoto) suele llegar con retraso. Aquella zona, además, es pródiga en inmigración, así que es frecuente que haya un cierto número de marroquíes en el tren. Todavía recuerdo dos días después del 11-M cuando se me sentó, justo delante, un moro de aspecto intranquilizador con una bolsa que dejó en el portamaletas. Aun cuando yo no creía en la “versión oficial” de los atentados, reconozco que sentí cierta intranquilidad con el moro de marras que me costó superar. En este último viaje, por el contrario, todo era más familiar: una madre magrebí vestida a la usanza de su país y con algo así como 150 kilos intentaba sentarse delante de mí acomodando a sus hijos un poco por todo el vagón. Por si el volumen de la mujer fuera poco, durante todo el viaje estuvo lamiendo chupa-chups. Uno de sus hijos pequeños –apenas dos años- también estaba armado de chupa-chups que, de tanto en tanto, pringaban la tapicería de los asientos, el pantalón del pobre diablo que tenía enfrente o las cortinas del vagón. Además, aquella familia feliz tenía la mala costumbre de hablar en su guirigay particular a voz en grito. Yo tenía endosados en los oídos los auriculares del tablet con las gomas aislantes del sonido ambiental y me era imposible inhibirme de aquella mezcla de chillidos y alaridos que algún lingüista se obstina en llamar idioma. Todos los pasajeros estaban en situación de shock desde la salida de la estación de Pintor Sorolla en Valencia hasta el desembarco en Barcelona Sans. Cuando terminó aquel viaje y dejamos atrás a aquella familia feliz llegada del sur, creo que todos los pasajeros respiramos.


Por aquello de que si las cosas pueden ir a peor, siempre, inevitablemente, empeoran. Nada más descender del mediadistancia que me llevó a Barcelona, todavía precisaba un cercarías que me acercara a mi tranquila morada en un pueblo de pescadores del Maresme. Una hora de cercanías puede ser casi como una tortura china. Es curioso, he hecho esa ruta a distintas horas y hay una en la que apenas he encontrado inmigrantes: a primera hora de la mañana cuando el tren va bien cargado de ciudadanos que van a trabajar. Sin embargo, pasada la hora de incorporación al trabajo o a la escuela, el número de inmigrantes aumenta asindóticamente entre las 10:00 y las 17:00 horas. Puedo intuir por qué será: porque la inmensa mayoría de inmigrantes que viven en el Maresme y que van o vienen de Barcelona están en paro, o mejor dicho, no trabajan.

Hoy he vuelto a coger el “cercanías” para ir a Barcelona. Me han sorprendido muchas cosas. En primer lugar, que habiendo salido a las 8:15, una vez más no había inmigrantes que fueran a trabajar (y si han venido a trabajar a España y no trabajan ¿por qué se obstinan en quedarse aquí viviendo de qué…?). Me ha llamado la atención que en la estación de Arenys una mano inocente haya arrojado, justo antes de que se cerraran las puertas, algo así como una treintena de ejemplares de La Vanguardia, edición en catalán. Al llegar a Barcelona-Plaza de Catalunya aún quedaba la mitad en el suelo, pisoteados y descuajeringados. Por mi parte, lector empedernido de la prensa en otro tiempo, no he podido por menos de hacerme con un ejemplar justo cuando los han depositado en el vagón. La edición catalana de La Vanguardia tiene un año escaso. No funciona. No es raro: el diario Avui, decano de la prensa catalana y acaso el único diario en el mundo que siempre ha sido deficitario, ha tenido que fusionar su cabeza con la del Punt Diari, al estar ambos en concurso de acreedores. El diario Ara, lanzado recientemente en una aventura periodística suicida y difícilmente explicable se vende menos que un cartón de Winston en una guardería y en cuanto a El Periódico estos días se ha hablado de su cierre. La prensa catalana, lamentándolo mucho, no funciona. Y La Vanguardia no iba a ser menos. Habitualmente todos estos diarios subsisten gracias a las suscripciones que realiza La Caixa para todas sus oficinas, gracias a los subsidios de la Generalitat y gracias a las ayudas de todo tipo. Pero esta que veo hoy me ha sorprendido. 

En efecto, La Vanguardia se reparte (en realidad, se arroja) gratuitamente en los trenes de cercanías –“rodalíes”- gracias a que… está adquirida por la red catalana de “rodalíes” recientemente transferida de ADIF a la Generalitat. ¿Qué cómo lo sé? Sencillo, por que una banda de La Vanguardia lo dice explícitamente: “Cortesia de Rodalies de Catalunya”. De hecho en todas las estaciones catalanas hay un cartel en donde dice que se está en una estación de “rodalíes”, añadiéndose “operat per RENFE”… Y esto tiene todavía mucha más gracia si tenemos en cuenta que desde hace diez días existen quejas en Catalunya por los retrasos de la red de cercanías (“rodalíes”), sin ir más lejos la semana pasada un tren de “rodalíes” se estampó contra uno de largo recorrido en la estación de Sans y en los horarios de los trenes que deberían de estar anunciados en las pantallas funcionan mal (en la de Calella, por ejemplo, hace tiempo que no funcionan…). Dicho de otra manera: “Rodalíes de Catalunya” parece no tener medios para poner en orden todo esto, pero si tiene medios para regalar la edición catalana de La Vanguardia a lo pasajeros… regalo que, en realidad, es una forma de subvención indirecta a la vista de que la Generalitat en sí misma ya carece de fondos para subsidiar a esta prensa invendible.

Durante el viaje leo la edición catalana de La Vanguardia. Me llama la atención que, al igual que la edición catalana de El Periódico, solamente los anuncios de sexo estén en castellano. Claro está que el catalán es una lengua poco dada al sexo. Si una mujer te dice en catalán “bésame los pezones” te dirá exactamente “petoneigam els mugrons”… que no es lo que se dice una llamada al sexo salvaje ni siquiera suena a grito en época de celo, sino que casi parece una incitación a la castidad y a la contención sexual. Por otra parte, parece como si a la burguesía catalana le escandalizara el que se publicaran anuncios de sexo en catalán, de la misma forma que la estatua de La Colometa (la protagonista de Plaça del Diamant de Mercé Rodoreda) tiene el culo cubierto con una antiestética falda que le da al bronce una forma en absoluto femenina sino lo más parecida a una cucaracha. Cierro el tema aquí, porque la Generalitat y el nacionalismo catalanista no son más ridículos porque no se entrenan. Volvamos con los inmigrantes.

En efecto, tomo el cercanías en un horario que no es el propio de los trabajadores. Así pues, está lleno de inmigrantes. Tres chinos (o vietnamitas, o qué se yo) de la que al menos la mujer tiene pinta de ser una de las que anuncian en La Vanguardia sus servicios como “china cachonda”, hablan a voz en grito. Un poco más allá unas negras aparentemente caribeñas de apenas 15-16 años con pinta de creerse irresistibles, vestidas de manera estrafalaria, para qué negarlo, de putón desorejado (y son evidentemente estudiantes de primaria) hablan a gritos e interminablemente de si les gusta este chico o aquel. Conversaciones frívolas de chicas de su edad. ¿En qué se diferencian de otras chicas? En su mala educación, en su absoluto desprecio por cualquier otro viajero a los que, sin duda, sus tonterías no nos interesan. Pero, al parecer, hay gente que está empeñada en demostrarnos que son más cutres que poner una lista de bodas en un Todo a 100. Lo que más molesta es el ritmo de la conversación. No paran. Las únicas que se atreven a llamarles la atención son unas turistas inglesas hartas del griterío. Por supuesto, las caribeñas ni les hacen caso.

El negro que tengo al lado recibe constantemente llamadas en el móvil. Debe ser swahili o cualquier otra jerga africana con la que se despacha también a gritos. Y para colmo, una venezolana (o quizás colombiana de Bucaramanga) que tengo detrás le cuenta a alguien que acaba de conocer, su vida sentimental en España (bastante triste, por cierto). ¿Por qué la vida de los andinos es lo más parecida a un culebrón?

Pero estos son los pasajeros. Luego están los “artistas”… Los dos primeros son un par de andinos que logran aterrorizar a todo el vagón en cuanto aparecen con una descomunal guitarra más grande que ellos. Yo estoy con mis auriculares escuchando La Pastoral de Beethoven. Empiezan a aporrear la guitarra y a cantar canción protesta de los 70. Y luego incluso aspiran a que se les pague por algo que nadie ha pedido. Bajan en Mataró, pero en la misma estación sube un gitano rumano con un carrito de la compra adaptado para transportar una batería de coche, un transformador y unos altavoces. Toca en el acordeón “Anocheceres de Moscú”, o algo que se le parece. En realidad, todos estos “artistas” parecen sacados de un concurso televisivo: “A ver quien desafina mejor”, o algo similar. No parece claro que tengan autorización para molestar –porque aquello no es música, es ruido desacompasado- a los pasajeros, pero nadie les interrumpe. En realidad ya no van revisores en aquella línea. Los últimos que fueron hace dos años resultaron agredidos por, imaginen, por inmigrantes sin billete. El inmigrante, por algún motivo, cree que Europa es el paraíso de las libertades y ellos, listos, se reservan la libertad de viajar sin billete. Si alguien les dice algo, es inmediatamente clasificado como “xenófobo y racista”. Hace unos meses los revisores iban acompañados de dos seguratas con perro. Ahora ni eso. ¿Para qué? Cuesta mas mantener equipos de revisores acompañados por seguratas y perros que dejar que se cuelen sin billete.

Llego a mi destino y descanso. Hoy he tenido que volver a Barcelona. Por supuesto, al desplazarme antes de las 9:00, esto es, antes de que se inicie la jornada laboral, había pocos inmigrantes en el tren. Un viaje tranquilo y casi apacible. Nadie ha hecho mucho caso de los ejemplares de La Vanguardia edición catalana, arrojados al suelo del vagón. El tiempo de la prensa escrita está pasando y después de la invención del tuperware muchos diarios ni siquiera sirven para envolver el bocata. Por muy subvencionada que esté.

Quedo en el Bar Zurich (plaza de Catalunya, el centro del centro de Barcelona), miles de turistas deambulan intentando conocer la ciudad. Estoy sentado en la terraza menos de media hora tiempo en el cual tres equipos de gitanas rumanas se obstinan en molestar a los que estamos sentados en la terraza, pidiendo limosna con una voz voluntariamente penosa. Van en grupos de tres. La mendicidad está prohibida pero he visto crecer a estas mismas gitanas rumanas en los últimos 12 años ejerciendo el mismo oficio: la mendicidad. Y de paso, si pueden robar algún teléfono móvil o algo que esté encima de la mesa, no suelen desaprovechar la ocasión. Nadie hace nada para evitar esto, como han tenido que pasar cuatro años para que se reforzara la seguridad en el metro de Barcelona a la vista de que había casi tantos turistas como carteristas. Y es raro porque Barcelona hoy vive en una medida creciente del turismo y la dejadez de las autoridades (por llamarlas de alguna forma) está matando a la única gallina de los huevos de oro que le queda a la Ciudad Condal.

La cosa tiene todavía más gracia a la vista de que por la tarde a las 3:15 vuelvo a ir al Zurich para otra cita y… otros equipos de gitanas rumanas seguían mendigando. Incluso los propios camareros del Zurich hacen pocos esfuerzos por ahuyentarlas. Barcelona no tiene remedio. Viaje de regreso al Edén, dejo Barcelona atrás. Dos chavales, aparentemente dominicanos no tienen nada mejor que hacer que jugar con el teléfono móvil: tan pronto oyen la peor música hip-hop que haya oído jamás como se obstinan en colocar algún vídeo-juego del que podemos oír todos los pasajeros su música machacona y las consabidas explosiones y ruidos. Verdaderamente insoportable. Hay que viajar en el “rodalíes” con tapones en los oídos.

De toda mi jornada barcelonesa el detalle más gracioso es que estando en la tradicional Plaza del Pino me viene un negro con aspecto de sambo norteamericano y me pregunta por el “bebubeba”… el tipo que recuerda al co-protagonista de “Forrest Gump”, sí, aquel negro que se llamaba “Buba” y por el que Forrest crea la empresa “Buba Gump”. Le tengo que hacer repetir dos veces más qué es lo que quiere para que a la tercera vez me parezca entender que el “bebubeba” es el BBVA. Se lo indico no sin sonreír. Hasta cuando uno está dispuesto a hacer un favor a un inmigrante tiene que hacer un esfuerzo de comprensión.

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Todo esto es una banalidad, lo reconozco. Se trata de decenas de pequeñas molestias que se van sucediendo constantemente a lo largo del día y que te obligan a formularte la cuestión de “¿Por qué tengo yo que aguantar esto?” o aquello otro de “Hoy sería feliz sino fuera por el payaso éste” o “Cómo me apetece esta cerveza con patatas sino fuera por las gitanas rumanas que me obligan a estar pendiente de todo lo que tengo sobre la mesa y de quitármelas de encima. Son como lapas. Lo que decía, se trata de continuas pequeñas molestias que muy habitualmente tienen como generadores a inmigrantes llegados de horizontes en los que la educación es mínima, las costumbres son diferentes y el esfuerzo de integración nulo. Y eso fastidia a la sociedad de residencia.

A veces el problema de la inmigración no se puede valorar a través de grandes cifras, ni de grandes teorías: es cierto que estamos ante un problema de sustitución de población, es cierto que la llegada en oleadas de 7.000.000 de inmigrantes ha alterado el sustrato étnico, cultural, religioso y antropológico de nuestro país, han creado tensiones sociológicas, es cierto que hace falta realizar estudios sobre demografía para advertir el impacto de la inmigración y es cierto que hoy es –junto con el Estado de las Autonomías- una de las principales fuentes de gasto del Estado. También es cierto que la inmigración ha descuajeringado nuestro mercado de trabajo, que ha generado perjuicios sociales, laborales y salariales contra nuestros trabajadores autónomos y es cierto que es la sociología, la demografía, la antropología y la polemología a través de las que hay que valorar el problema de la inmigración para huir de los arquetipos xenófobos y racistas… sí, todo eso está muy claro, son los grandes temas. A estos temas, el grueso de la población está completamente ausente, es ajeno: simplemente sectores crecientes de la población se limitan a intuir que algo no va bien con la inmigración y reaccionan, en toda Europa. Buena parte de esta reacción se debe precisamente a millones de pequeñas impresiones negativas generadas por la presencia de los inmigrantes en Europa. Impresiones como las que he descrito en este breve artículo casi costumbrista, fresco de la Barcelona de 2012…

Y no hay que minusvalorar estas impresiones. Si hay antiinmigracionismo es porque hay gente visceral que, sin entender bien lo que supone la inmigración, rechazan todos estos pequeños picotazos y aguijonazos a su sensibilidad (como el vecino andino que celebra fiestas con griterío constantemente, como el otro que coloca música andina a todo volumen durante horas y horas, como aquellos otros que se emborrachan un día sí y otro también con cargo a los 426 euros recibidos del Estado, como los que andinos que se pelean constantemente tras haber “tomado un traguito”, como la que nos da mal sistemáticamente el cambio en la panadería, como el Todo a 100 chino que todo lo que nos vende es defectuoso sin excepción, como el africano que se obstina en tocar percusión como si eso fuera “música”, como las gitanas rumanas que pasan el día mirando a ver que pueden llevarse al descuido, como los magrebíes que miran a las chicas de manera ofensiva, como las prostitutas llegadas de medio mundo verdaderas transmisoras de ladillas multilingües, etc, etc, etc). Todo esto –que es irreductible a términos sociológicos, antropológicos o polemológicos… por su banalidad-  contribuye a generar un caldo de cultivo antiinmigración por su reiteración y su proliferación.

De lo cual dejo constancia justo ahora que me han interrumpido en el fijo y en el móvil por tres veces en menos de una hora, llamadas con acento de otra tierra en la que a través del telemarketing maldito me intentaban vender el oro y el moro. Lo dijo ahí a la consideración de todos.

¿Tiene todo esto algún remedio? Los pueblos educados no gritan, los pueblos educados no molestan, los pueblos educados se preocupan por sus vecinos y sus próximos… Sí, ya sé que también en España estamos viviendo un aumento asindótico de la malaeducación, pero no me negarán que buena parte de los inmigrantes que llegan están completamente asilvestrados. Y nuestra obligación es pedir que llegue gente educada, competente y asimilada a la población en el seno de la cual van a vivir. Ese es el verdadero problema. Mientras las cosas sigan así, no lo olvide, si tiene que trasladarse en tren (o en “rodalíes”) llévese tapones en los oídos.

© Ernesto Milá – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.