Infokrisis.- Las vacaciones se acaban –y en mi caso debo decir que, afortunadamente, Barcelona me carga- y en cuatro días volveré a mi residencia habitual en el campo alicantino. Este diario se acaba sin haber podido alcanzar sus fines: reflejar mi día a día barcelonés. La serie que escribía sobre las Plazas de Gracia y que debería haberse extendido a otras plazas tradicionales de la ciudad ha quedado inconclusa. Tengo excusa: en la plaza del Nord me di cuenta de que Barcelona está ocupada por nuevos e indeseables vecinos. Están en todas partes, si llueve porque llueve y si hace calor se les tiene como productos del mismo, el caso es que piojos, pulgas, chinches, garrapatas y parásitos no identificados pululan por la ciudad y atacan a quien se sienta en cualquier plaza apenas unos minutos. Y cucarachas: hoy las he visto en el metro, Plaza de España, pero también en Lesseps, atontadas y desorientas por el calor y la humedad. En las noches salen de las cloacas y disputan ese dominio a las ratas. Pero los insectos urticantes son mucho peor: no solo producen repugnancia sino que dejan su escozor como recuerdo durante unos días.
Y este año la cosecha ha sido abundante. También están en bares. He matado un mosquito tigre en un cajero automático de Gala Placidia. No pican una vez sino que al primer signo de existencia siguen cinco o diez en apenas unos segundos, de tal manera que pasas de sentirte reconfortado en un asiento a retorcerte de malditos picores en apenas unos segundos.
Yo que, en el fondo, soy hijo de la postguerra (cosecha del 52), realmente no he conocido chinches sino hasta 1984 cuando un juez estrafalario y descentrado me condenó a dos años de cárcel por manifestación ilegal. En la primera noche que pasé en la cárcel Modelo tuve mi primer encuentro con los chinches: redondos, con forma y color de lenteja con patas, al aplastarlos emanan un desagradable y característico aroma de ácido fórmico. Salen por las noches, se esconden en las oquedades. La Brigada de Desinfección de la Modelo, ataviada con mascarilla antigas de la I Guerra Mundial apenas podía hacer otra cosa que rociar las celdas con un ominoso desinfectante que parecía dar alas a esos miserables insectos. Cada semana solía desmontar mi litera y pasar una antorcha ardiendo hecha con un tetrabrik de leche por el somier. Los chinches caían a docenas.
También había garrapatas en la Modelo. Y en 1984. Había un asesino visiblemente anormal que había instalado su litera sobre la mampara del retrete, de tal manera que siempre que defecábamos se beneficiaba de los efluvios. El muchacho estaba preocupado por lo que el juez pensaría de su crimen: había acuchillado a un pastor y lo había arrojado por un pozo en donde tardó varios días en morir, pero no era eso lo que le preocupaba sino el haber matado, ya de paso, al perro y haberse bebido su sangre: “No te preocupes que el juez no te acusará de los perro, hombre”, le decía mientras defecaba bajo su almohada. Estando así, un día me cayó una garrapata criada y amamantada por el tarado. Esas cosas solamente te pueden pasar en la Modelo.
En cierta ocasión sustraje al jefe de talleres unos 5 centímetros cúbicos de un repelente de insectos reputado de tener la máxima eficacia ante las pulgas que amenazaban en las oficinas de la prisión, aquellas que pueden verse desde la calle Nicaragua. Nada, el mejunje no fue capaz de repeler ni a una sola pulga, yo incluso diría que aumentó su interés por mí.
A pesar de ser niño de postguerra, mi primer choque con los piojos no tuvo lugar ni en la escuela, ni en campamentos juveniles, sino cuando mi hija, ya en el siglo XXI, vino un día entregándome una circular de la dirección de la escuela en donde alertaban a los padres de la epidemia de piojos que se había extendido por la escuela. Y, debo añadir, que el centro era de pago y de los más prestigiosos de la ciudad. Los piojos, al parecer, no tienen preferencias sociales. Debió ser en 2002 cuando ví por primera vez una liendre. Yo tenía y 50 años y mi hija menos de 12.
En cuanto a los mosquitos tigre son una novedad aportada por África a la Ciudad Condal. Parece que llegaron hace unos años y se han extendido rápidamente por Catalunya. Ayer decían por la tele en un canal ignoto que los mosquitos tigre viajan en coche. Se introducen en los vehículos, no llaman la atención y así consiguen extenderse e implantarse a grandes distancias. Hace una semana, ví uno de estos insectos, como digo, en el display de un cajero automático. Me quité el zapato y lo estampé sobre el bichejo. No sobrevivió, claro. Es grueso, no tiene nada que ver con el mosquito de toda la vida que nos ha amargado con sus zumbidos los veranos. De África, siempre lo dicho, ni nos viene ni vendrá nunca nada bueno.
En cuanto a las cucarachas da la sensación de que cada vez se enseñorean más de la ciudad. Donde hay una hay cientos. Si el vecino de al lado les pone un ahuyentador las tendrás en tu casa en minutos. Hay buenos insecticidas contra ellas. Su eficacia se demuestra en que pocas horas después de haberlo pulverizado, aparecen decenas, acaso cientos, muertas o agonizando. En 2002 hubo ya alguna epidemia de cucarachas en determinados barrios de la ciudad. Parece que ni siquiera las ratas del subsuelo sirven para paliar la increíble tasa demográfica de las cucarachas. Las ratas, tienen buen paladar. Y ni siquiera las cucarachas ciudadanas son aquellos simpáticos escarabajos peloteros que veía en Sitjes en mi infancia. Bicho curioso este que hace una bola de mierda perfecta en donde introduce sus huevos para que fecunden. Es un bicho de lo más esotérico. Los egipcios arrancaban el corazón a sus momias y los sustituían por escarabajos de oro. Sus hábitos eran toda una teofanía y por eso habían llamado la atención de los sectarios de Ra: el hecho de que de la muerte (los excrementos) surgiera la vida (las larvas surgidas de los huevos) era para los egipcios el símbolo de iniciación. Además, el hecho de que la bola esculpida por el escarabajo pelotero fuera esférica les sugería una relación de la bestiola con la forma geométrica más perfecta: la esfera que tiene en la superficie el mismo número de puntos que en su centro, esto es… infinitos. Y para colmo recorría la bola en dirección Este-Oeste, es decir, siguiendo el recorrido del Sol. Siempre el Sol. Ese Sol gracias al cual vivimos y ese mismo Sol que nos transmite melanomas, insolaciones y quemaduras. Hay un fuego que calienta y un fuego que destruye. Hay un poder creador en el sol y un poder destructor que los antiguos representaron con esos rayos alternativamente ondulados y rectilíneas con que se ornan algunas de sus imágenes e incluso el mismo Corazón de Jesús: en hebreo LEB es “corazón” y BEL “sol”. Hay algo en el esoterismo y en el simbolismo tradicional que siempre nos ha cautivado.
Pero la Barcelona de 2010 no hay más fascinante que preguntarse cómo es posible que una ciudad que ya prácticamente vive sólo del turismo (y veremos por cuánto tiempo) no haya previsto la contingencia de verse invadida por todo tipo de parásitos e insectos urticantes. Y lo que es peor: por qué el Ayuntamiento permanece silencioso y mirando a otro lado, en lugar de adquirir partidas de desinfectantes y antiplagas para afrontar este problema que amarga el verano barcelonés a propios y extraños.
Sería demasiado fácil decir que en el clima político-social de la ciudad abunda el parasitismo y que no hay nada más urticante que un político en campaña electoral, pero no lo diré por aquello de que resulta demasiado tópico. El flash de la noticia sería: “Barcelona tomada por una plaga de insectos urticantes”. Si no se publica es porque, sin duda, los turistas se lo pensarían dos veces. Ver la Sagrada Familia mientras nubes de parásitos residentes en las plazas contiguas asaetean al visitante, no resulta un plato de gusto. Hoy se ve mejor la Sagrada Familia en la visita virtual situada en Internet que en realidad, manteniendo más de cien metros de cola bajo un sol de plomo y, total, para ver el monumento más kischt de toda Europa…
¿Visitas Barcelona? Ven con un repelente anti-insectos ¿Vives en Barcelona? Haz como yo. Para mí Barcelona ha sido como una mujer hermosa a la que se ha querido mucho (le he dedicado una Guía Mágica que va por la tercera edición) y que al final ha terminado engañándote. Simplemente, le pegas una patada y te vas.
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