INDICE GENERAL (en fase de elaboración)
lunes, 18 de octubre de 2010
El Islam contra Europa (I) Turcos en Alemania (1ª Parte)
LA DECADENCIA MILITAR: BASE DE LA RUINA DEL IMPERIO ROMANO
En el alba del día de la batalla
de los Campos Cataláunicos, Atila, al observar la disposición del enemigo,
ordenó a sus tropas que se dirigieran contra visigodos y alanos, eludiendo el
enfrentamiento con los romanos. "El polvo de la batalla les agobia
y sólo luchan en formación cerrada bajo una cortina de escudos
protectores", dijo a sus comandantes. Atila tenía razón al
despreciar la capacidad militar de los romanos de su tiempo. Los días de
grandeza del Imperio habían quedado atrás. La crónica de la decadencia romana,
fue, ante todo, la crónica de su decadencia militar
Estamos en el siglo V, un siglo antes Roma dispone de una capacidad militar extraordinaria que le permitía proteger con facilidad sus extensas fronteras y enfrentarse a cualquier ejército enemigo. ¿Qué había ocurrido en apenas un siglo para que el Imperio empezara a desmoronarse a la velocidad que lo hizo? La victoria de los Campos Cataláunicos tiene lugar en el 451 y la disolución oficial del Imperio Romano de Occidente se produce veinticinco años después, en el 476. Ciertamente, Aecio puede ser considerado como “el último romano”; a su muerte no hubo un solo hombre en Roma capaz de asumir la corona imperial o el mando de las legiones. Pero ¿basta la ausencia de personajes de alto temple para justificar la decadencia imperial? En absoluto, la decadencia de Roma es paralela a su decadencia militar. De no haber decaído militarmente, Roma hubiera sobrevivido tanto a Atila como a lo que vino después.
De los Campos Cataláunicos
a la entrada de Odoacro en Roma
Se ignora la ubicación exacta de
los Campos Cataláunicos. Buscarlo es el pasatiempo favorito de coroneles
retirados franceses. Se cree que se encuentra en algún lugar de la región de
Champagne, a la izquierda del río Marne, entre Châlons y Troyes. Se ignora
también el número de combatientes por ambos bandos. Las cifras han oscilado
entre medio millón en total (lo cual parece imposible) a cincuenta mil (lo que
parece más razonable), o incluso veinticinco mil (cifra excesivamente reducida).
Se ignora, finalmente, el número de bajas, aunque la apreciación más
insatisfactoria, pero seguramente la más exacta sea la que dio un cronista: “cadavera
vero innumera”, literalmente, “en realidad, innumerables cadáveres”.
Otro cronista atribuyó tintes míticos a la batalla. Se decía que, una vez
terminado el choque, los espíritus de los combatientes muertos, seguían
luchando en los cielos.
Lo que si conoce con certeza es
el casus belli empleado por Atila para invadir las Galias. El
caudillo huno Aspiraba a obtener la mitad del Imperio Romano de Occidente como
dote por haber sido prometida a la hermana del emperador Valentiniano III. Era
frecuente que para obtener alianzas o pacificar regiones, los emperadores
concedieran la mano de sus hermanas o hijas a jefes considerados bárbaros. En
el caso de Valentiniano III, se desdijo de lo pactado y Atila entró en el Norte
de las Galias y sitió Orleáns. En ese momento, Roma –y más que el Imperio,
su “magíster militum”, Flavio Aecio– consiguió movilizar una
coalición de alanos (los más inseguros), visigodos (los más numerosos y
combativos que décadas antes debieron cruzar el Rhin presionados por los
hunos), romanos (a los que costó mucho movilizar) y pequeños contingentes
burgundios y francos. Los hunos, por su parte, estaban flanqueados por
ostrogodos, gépidos, algunos francos y pequeños núcleos de pueblos del Este.
La noticia de la marcha del
ejército de Aecio hacia Orleáns, obligó a Atila a abandonar el asedio de esta
ciudad para evitar luchar constreñido contra sus murallas y lograr una ventaja
táctica en campo abierto. El caudillo bárbaro situó a los ostrogodos en el
flanco derecho y a los gépidos y germanos en el derecho, reservando el centro
de la formación para sus propios combatientes hunos. Frente a él, tenía a los
alanos que Aecio había situado en el centro, mientras los romanos lo hacían en
la izquierda y los visigodos de Teodorico a la derecha. La batalla comenzó con
un inesperado avance romano que logró rebasar la débil línea de Atila y
permitió dominar una colina estratégica. Quizás si Atila hubiera renunciado en
el ese momento a presentar batalla y se hubiera retirado forzando al
enfrentamiento en otro lugar más ventajoso para él, no hubiera debido huir esa
noche; pero el impulsivo caudillo prefirió arengar a sus tropas e iniciar el
combate lanzando a los hunos contra los alanos, protegidos por una lluvia de
flechas de la que se dice que “tiñó el cielo de negro”. El frente se hundió en
ese punto hasta que los visigodos lograron taponar la brecha, espoleados por
Teodorico. El rey visigodo seguía la batalla en primera fila hasta que resultó
derribado y muerto. Hubo un momento de vacilación entre los visigodos, por la
falta de mando, pero en la retaguardia, los ancianos eligieron como nuevo rey a
Turismundo, hermano de Teodorico. Inmediatamente, Turismundo se incorporó al
combate, los visigodos, redoblaron sus esfuerzos y consiguieron romper la línea
ostrogoda; mientras, los hunos fueron rechazados una y otra vez por los romanos
desde la colina perdiendo gran número de efectivos. En ese momento, Atila,
comprendiendo que existía la posibilidad de ser rodeado y aniquilado, emprendió
la huida hacia su campamento.
Los campamentos hunos se
caracterizaban por situar en un círculo al personal no combatiente y a los
víveres y provisiones, rodeados por los carromatos; así, constituían un eficaz
recinto defensivo. Mientras Atila ordenaba que le prepararan su pira funeraria,
sus hombres se defendieron a distancia utilizando sus arcos y flechas.
Sorprendentemente, Aecio decidió detener el ataque y ofrecer un “puente de
plata” al enemigo dispuesto para huir, tal como recomienda el antiguo axioma
militar. Aecio quería evitar que una derrota total de Atila aumentara el poder
de los visigodos y, finalmente, decidieran tomar el control de toda la Galia e
incluso marchar sobre Roma. Pero, las cosas se veían de otra manera en la
capital imperial, especialmente, cuando al año siguiente, Atila, recuperado de
la batalla, invadió Italia.
Los destrozos que provocó en el
Norte de la Península Itálica, solamente fueron detenidos por la peste y la
carestía que acecharon a su ejército. Esto, unido a la intervención del Papa
León I y a los malos augurios que experimentaba Atila, lo convencieron para que
se retirara. Un año después moría. El Imperio Huno se deshizo como un
azucarillo, y el Imperio Romano salió airoso de la prueba. Por última vez la
victoria sonreía a las águilas romanas. El hecho de que Aecio no hubiera
acudido en defensa del territorio de la Península Itálica cuando se produjo el
ataque de Atila, dio la sensación a Valentiniano III de que su “magíster
militum” albergaba la ambición de ostentar la corona imperial. Lo
cierto es que Aecio experimentaba una sensación de lejanía hacia la capital
imperial y su mundo eran las Galias. El que fuera llamado “el último romano”,
no era sino un romano “barbarizado”, educado junto a los visigodos y apenas
identificado con la pasada grandeza de Roma que, en cualquier caso, le era
incomprensible. Valentiniano III, pensó que, a partir de la retirada de Atila,
Aecio pasaba a ser un posible rival, así que decidió eliminarlo. Tres años
después de la Batalla de los Campos Cataláunicos, el general fue llamado a Roma
y asesinado por el propio emperador. Un año después, en el 455, dos esclavos de
Aecio, a su vez, mataban a Valentiniano III. Lo que se inicia a partir de ese
momento, puede ser llamado en rigor “la caída del Imperio Romano”. Ambas
muertes inician la crisis terminal de la ciudad de Rómulo.
Al conocerse la muerte de
Valentiniano III se produjeron algunos disturbios en Roma y el senador Petronio
Máximo –quizás instigador del asesinato– compró el apoyo de tropas cercanas y
se aseguró el título de Emperador. Para intentar legitimar mínimamente la
situación, se casó con la viuda del emperador asesinado, mientras su hijo lo
hacía con la hija de éste. Olvidaba que ésta había sido prometida a los cinco
años con el caudillo vándalo, Genserico que, al conocer la noticia, marchó
sobre Roma. Máximo, al intentar huir, fue asesinado por la plebe, pero este
acto no pudo evitar el saqueo de la ciudad durante catorce días. No se
produjeron muertes, incendios, ni violaciones, pero cualquier objeto de valor
fue robado por los vándalos. Ni siquiera se salvaron las tejas de bronce dorado
del Templo de Júpiter Capitolino; desmontadas y cargadas en los carromatos
bárbaros, sufrieron análogo destino al tesoro del Templo de Jerusalén traído a
Roma por Tito y sus legionarios. Lo más grave, es que ya no había emperador, ni
fuerzas militares capaces de detener el saqueo o, simplemente, de proteger la
ciudad cuando los vándalos se retiraron.
Desde Arlés, el general Avito se
sublevó apoyado por los visigodos y cruzó los Alpes, proclamándose Emperador.
Bizancio lo reconoció inmediatamente. Poco después, un general bárbaro a su
servicio, Recimero, lo deponía. A partir de ese momento, el destino del Imperio
–o de lo que quedaba de él– estuvo ligado a este jefe militar. Recimero era un
típico producto de su tiempo y del caos étnico en que cayó el Imperio cuando en
el 406 los suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin. Era cristiano arriano,
nieto del rey visigodo Walia por parte de madre, su padre era suevo y su tío,
Gundebad, fue rey de los burgundios. Sirvió a las órdenes de Aecio, y consiguió
vencer a los vándalos en Sicilia y posteriormente les hizo retirarse de
Córcega. Era un hombre enérgico y de carácter, pero no sentía la necesidad de
ostentar la corona imperial; de hecho ¿para qué hacerlo si podía nombrar
emperadores títeres? Mayoriano fue el primero de estos enanos históricos,
elevados al trono de Octavio y Augusto. Aún así, obtuvo algunas victorias
contra los burgundios que ocupaban Lyon y contra los visigodos que sitiaban
Arlés. Durante su efímero gobierno, una vez más, la Galia Romana siguió ligada
al Imperio. Pero la suerte le abandonó en su enfrentamiento con los vándalos de
Genserico que, finalmente, lo derrotaron en el mar. Cuando regresó vencido a
Roma, Recimero, simplemente, lo ejecutó, nombrando, acto seguido, a Libio
Severo como nuevo emperador. Pero Severo tampoco logró detener las conquistas
vándalas en Sicilia y el Peloponeso. Bizancio no pudo evitar reconocer el hecho
consumado de que Genserico dominaba África del Nor-Oeste, las islas Baleares,
Córcega y Cerdeña.
Las victorias de Genserico,
evidenciaron a ojos de otros pueblos bárbaros, la debilidad del Imperio. En el
466, los visigodos de las Galias se independizaron y Roma ya no estuvo en
condiciones de enviar tropas, ni ayudar a los galo-romanos. El rey visigodo
Eurico extendió sus dominios hasta Arlés y más tarde a toda Aquitania, Provenza
y buena parte de Hispaniae. En el 475, Roma había perdido ya la Galia y toda la
Península Ibérica y apenas quedaba del viejo imperio, la Península Itálica, y
las regiones de Retia y Nórica.
Cuando Recimero muere en el 472
–había derrocado a otros dos seudo-emperadores y nombrado, así mismo, a sus
sucesores– vuelve a haber un vacío de poder que, ante la incapacidad para
elegir nuevo emperador, obliga a Bizancio a enviar a su sobrino Nepote a
hacerse cargo de los destinos de Roma. Orestes, un general que había sido
secretario personal de Atila, educado, por tanto, en las costumbres bárbaras,
se sublevó contra Nepote e impuso a su hijo, Rómulo Augústulo como emperador en
el 475.
La agonía concluyó cuando los germanos
exigieron al nuevo emperador una parte del Norte de Italia para asentarse.
Orestes, quien ejercía verdaderamente el poder, no aceptó. Una asamblea de
tribus germánicas, eligió a Odoacro, rey de los Hérulos, como jefe para marchar
sobre Roma. En el 476, sin lucha, Roma se abrió a Odoacro sin lucha. Orestes
fue ejecutado y el efímero emperador recibió una pensión vitalicia y se le
envió a vivir a una villa donde el último César de Roma cultivó vides y olivos.
Odoacro envió las insignias imperiales a Constantinopla. Era el reconocimiento
oficial de que la agonía había terminado. El Imperio Romano de Occidente había
dejado de existir. Desde hacía muchos años la pasada gloria de Roma era tan
solo un recuerdo lejano.
Las causas de la
decadencia militar
Así fueron los últimos
veinticinco años del Imperio Romano de Occidente; ahora vale la pena
preguntarse por qué esta decadencia fue tan rápida y acentuada a partir,
paradójicamente, de una victoria como la de los Campos Cataláunicos. No se
entiende bien porque el Imperio Romano de Oriente aguantó durante otro milenio
los asaltos de sus enemigos, mientras el Imperio Romano de Occidente no pudo
prolongar su existencia. Otra pregunta subyace inmediatamente: ¿cuándo se
perciben los primeros rastros de esa decadencia? Y, finalmente, ¿cuáles fueron
los motivos desencadenantes de este proceso?
Antes hemos subrayado que la
decadencia fue, ante todo y, sobre todo, militar. Un Imperio se hunde cuando
sus ejércitos no están en condiciones de asegurar su cohesión, unidad y
defensa. En los años en los que el marxismo fue la única teoría histórica
“aceptable”, se tenía una irreprimible tendencia a atribuir cualquier proceso
de decadencia a causas económicas. Nosotros, por el contrario, afirmamos que la
decadencia romana fue, inicialmente, militar y, en función de las pérdidas
territoriales, se generaron consecuencias económicas, muy secundarias en
relación a la crisis militar.
La milicia es una forma de vida
dura. Y en el antiguo Imperio Romano, más dura todavía. En el período
republicano y hasta la decadencia imperial, todos los jóvenes romanos, sin
distinción de clase, debían servir en las Legiones. Dependía del nivel de
ingresos de su familia, que formaran parte de unas u otras categorías
militares. Contra mayores eran sus ingresos, se suponía que tenían más que
defender y, por tanto, sus responsabilidades eran mayores. Así mismo, se tenía
en cuenta la edad. El tiempo de servicio militar duraba veinticinco años y
empezaba muy pronto. En los primeros años de servicio, los legionarios no
estaban todavía curtidos y en los últimos, sus fuerzas empezaban a flaquear,
pero, la experiencia que faltaba al principio, sobraba al final. Así pues, el
lugar ocupado en las batallas dependía de la edad y de la experiencia. Pero, en
cualquier caso, se trataba de una vida particularmente dura, gracias a la cual
Roma pudo alcanzar su gloria, extender su Imperio y prolongar su vida durante
un ciclo de mil años.
Da la sensación de que esa dureza
solamente puede ser soportada por pueblos particularmente enérgicos. Dureza y
civilización parecen encajar mal. Roma, sin embargo, fue una excepción. Los
antiguos romanos fueron excepcionalmente cultos y piadosos y, por supuesto,
pragmáticos. Durante unos siglos, los refinamientos de la sociedad romana,
coexistieron con la cultura, la religiosidad y el pragmatismo. Sin duda, de
esos elementos, y de una formidable capacidad para producir grandes conductores
militares y afinados estrategas, derivó la grandeza y la persistencia de la
romanidad. Pero hubo un momento en el que distintas causas precipitaron la
decadencia militar. En primer lugar, apareció lo que podemos llamar “selección
a la inversa”.
A lo largo de siglos de combates
y guerras sin fin, Roma se había ido desangrando. En los combates, los jefes
militares de ayer y de hoy, envían a las posiciones más difíciles y a las
misiones más arriesgadas a los más valientes y a los mejores. Solo así se
garantiza la victoria. Pero las pérdidas son inevitables y, a medio plazo,
mueren “los mejores”. Los que inevitablemente sobreviven a la dureza de los
combates, son los que han desarrollado con el paso del tiempo un sexto sentido
para evitar los lugares de riesgo, quienes se las han ingeniado para estar
siempre en retaguardia, en segunda línea, o para eludir responsabilidades y
riesgos, siempre terminan por sobrevivir. A lo largo de generaciones y
generaciones, esta selección natural terminó por repercutir negativamente en la
“calidad” de la “raza de Roma”. Durante los tiempos de Estilicón, esta crisis
se evidencia con toda su brutalidad. La “selección a la inversa” termina
creando una haciendo que los mejores elementos sucumban y dejen el paso a los
menos dispuestos al sacrificio. La coartada de estos es la “civilización”.
Habría que hablar, más bien, de “refinamiento” y de “sofisticación”. Cuando
aparecen, una civilización está muerta, aunque durante un tiempo, todavía, siga
en pie por inercia. El carpetazo definitivo sucede cuando aparece otro pueblo
“joven”, que encarna la dureza y la fuerza de los orígenes.
Hans Delbrück escribió: “Los
bárbaros tenían a su disposición el poder guerrero de los instintos animales
desenfrenados, del vigor básico. La civilización refina al ser humano. Lo hace
más sensible y el hacerlo decrece su valor militar, no solo su fuerza corporal,
sino incluso su valor físico”. Esta explicación es perfectamente válida, a
condición de que se le superponga, la teoría que hemos enunciado antes sobre la
“selección al revés”. De hecho, los bárbaros” en cierto sentido tenían los
mismos refinamientos que los romanos de tiempos de la República. Los guerreros
visigodos, por ejemplo, llevaban entre su equipo de campaña un estuche para el
aseo personal en el que figuraban incluso pinzas para arrancarse los pelos de
la nariz y las orejas. En cuanto a Roma, un embajador ateniense afirmó que
pensaba que el Senado Romano era una “horda de bárbaros”, pero se encontró ante
una “asamblea de Reyes”. El refinamiento y la irrupción de la molicie que
inevitablemente le acompaña, es una condición suficiente para la que irrumpan
procesos de decadencia, pero no necesaria. Un pueblo fuerte y valiente no es
necesariamente un pueblo “primitivo”. La condición necesaria para la decadencia
aparece cuando un pueblo ya no está en condiciones de “producir soldados”, es
decir, cuando no existen suficientes individualidades de temple capaces de
asumir la defensa de sus comunidades. Eso ocurrió en Roma a partir de mediados
del siglo IV y se evidenció en la reforma del ejército abordada por Estilicón
y, más tarde, en el desprecio con que Atila consideró al adversario romano en
el alba de los Campos Cataláunicos.
Un siglo antes de la deposición
de Rómulo Augústulo, los visigodos habían atravesado el Danubio con permiso del
César en tanto que “foederatus” (aliados) de Roma. El Imperio
era fuerte y tenía las mismas dimensiones que en tiempos del Divino Augusto.
Las legiones romanas seguían siendo capaces de luchar en los lugares más
alejados de la capital. En Persia, por ejemplo.
Tras la derrota de Adrianápolis
ante los visigodos, el Imperio siguió manteniendo su solidez y debieron pasar
otros treinta años hasta el saqueo de Alarico. Aún en la derrota de
Adrianópolis, el ejército romano mantuvo las posiciones aun a pesar de que la
derrota ya era segura. La disciplina y el espíritu de sacrificio todavía
estaban presentes en las Legiones. No era una nueva situación. Desde las
Guerras Púnicas, Roma estaba habituada a conocer la derrota en enfrentamientos
tácticos, pero obteniendo, sin embargo, victorias estratégicas. Aníbal se retiró
de la Península Itálica sin sufrir una sola derrota. Los nombres de Tesino,
Trebia, Trasimeno, Canas, evocaron a los patricios romanos momentos de crisis,
pero, al mismo tiempo, los nombres de Escipión o Quinto Fabio Máximo, remitían
a grandes conductores militares, geniales estrategas, capaces de superar
derrotas tácticas. El factor humano seguía siendo el básico, pero, además,
hasta mediados del siglo IV, Roma fue capaz de producir recursos humanos y
materiales para superar todas las crisis. La solidez del Imperio fue altamente
tributaria de estas ventajas.
Sin embargo, tras el 410, Roma ya
no estuvo en condiciones de producir nuevos soldados y, lo que casi era peor,
de entrenarlos conforme a tácticas militares adaptadas a los nuevos enemigos
que empezaban a acechar al Imperio desde las fronteras de Germania. Pronto se
perdieron Britania y África. No fue el potencial militar de pictos, bereberes,
numidas o vándalos, lo que obligó a la retirada, sino el no poder enviar nuevas
tropas a estas provincias imperiales. En los treinta años siguientes, las
fronteras siguieron estrechándose, poco a poco. Esto suponía perder, no solo
territorios, sino también y sobre todo recursos humanos, materias primas y
moneda acuñada. A medida que el Imperio se replegaba sobre sí mismo, su defensa
resultaba progresivamente más difícil al faltar cada vez más medios y recursos.
Mientras Estilicón se enfrentaba
a Alarico y a sus visigodos, sublevado contra el poder imperial, el 31 de
diciembre del 406, suevos, vándalos y alanos, cruzaban las fronteras del Rhin y
penetraban en dirección al Oeste. En ese momento, el Imperio Romano de Oriente
y el de Occidente estaban igualados en potencia y recursos. Estilicón no
reaccionó, ocupado en intervenir en las polémicas generadas por Alarico. Al año
siguiente se evacuó Britania. En el 410 Alarico saqueaba Roma. El emperador
Honorio, refugiado en Ravena, entre saraos y francachelas, parecía ajeno a
estos acontecimientos. En el 410 se produce la pérdida de Britania y la entrada
de los bárbaros en Hispaniae, tras haberse asentado en las Galias. Se suele
responsabilizar al emperador Honorio de estas derrotas. Estilicón, por su
parte, como Aecio después, dejó escapar en varias ocasiones a Alarico y,
consciente de que los nuevos reclutas empezaban a echarse en falta en las
legiones, optó por incorporar a los bárbaros federados al ejército. Él, por su
parte, también era de origen bárbaro. Roma parecía no disponer ya de jefes con
el fuste suficiente para aquellos tiempos. A partir de entonces, el ejército
romano dependió cada vez más de la incorporación de bárbaros.
En los últimos veinte años del
Imperio, prácticamente la totalidad de soldados romanos tenían un origen
bárbaro. Nadie defiende una patria ajena con la fuerza y el vigor de sus
oriundos; ahora bien, se pueden obtener excelentes soldados –la existencia de la
Legión Extranjera francesa o española, así lo demuestran– mediante un
adiestramiento intensivo y una disciplina férrea. Y eso fue precisamente lo que
faltó en aquel momento crucial.
El entrenamiento de las tropas se
había reducido al mínimo y era, a todas luces, insuficiente para asegurar el
correcto desarrollo de las tácticas de combate. Para colmo, el “orden cerrado”
propio de las Legiones Romanas exigía un entrenamiento muy superior a cualquier
otra forma de combate. Este tipo de formación, heredada de la falange hoplítica
griega, exigía la habilidad para avanzar sin separar los escudos, ni ofrecer
fisuras en la línea frontal. Se trataba, no solamente de pasar del “orden
grueso” (formación dotada de profundidad) al “orden delgado” (despliegue en formación
más abierta y con menos profundidad de combatientes), sino de maniobrar
taponando brechas cuando el adversario lograba penetrar en las primeras líneas.
Avanzar sin romper la formación, abriéndola o cerrándola, evolucionar en pleno
combate respondiendo a las órdenes, era imposible sin un entrenamiento que
solamente existió hasta mediados del siglo IV. Esta deficiencia era la que el
genio militar de Atila advirtió desde sus primeros choques con los romanos y lo
que se indujo a ningunearlos en el alba de la batalla de los Campos
Cataláunicos.
Pero había otro problema todavía mayor. Los romanos estaban tan bien dotados para el combate como los germanos o los hunos, o antes, como los cartagineses o los galos. Si lograron imponerse sobre unos y otros, fue gracias a su maquinaria militar y a su armamento superior. Pero no advirtieron que los nuevos pueblos que se aproximaban a las fronteras del Imperio y amenazaban su perímetro, utilizaban nuevas tácticas militares ante las que jamás se habían enfrentado. La utilización masiva de la caballería y, por tanto, de una mayor movilidad en el campo de batalla, el uso de espadas más largas, los ataques en cuña, eran elementos nuevos a los que el ejército romano tardó en adaptarse y en comprender. No es de extrañar que fuera de derrota en derrota y sus fronteras se estrecharan cada vez más. Tarde, demasiado tarde, comprendieron que para contener a los bárbaros se precisaban fuerzas igualmente móviles, capaces de actuar en orden abierto y que era necesario alargar los “gladios” a las necesidades del ataque de caballería.
El hecho decisivo era que Roma no pudo adaptarse eficazmente ni analizar las tácticas empleadas por los nuevos enemigos. En lugar de forjar una nueva doctrina militar, se limitó a reclutar sistemáticamente a bárbaros para que desempeñaran las mismas tareas que hasta ese momento correspondían a los ciudadanos romanos en período de servicio militar. Roma puso especial énfasis en nombrar generales a aquellos romanos que podían ser “aceptables” por sus soldados bárbaros. Se trataba, en general de generales que o eran bárbaros (como Estilicón), o habían sido educados entre los bárbaros (como Aecio) o a los que habían servido (como Máximo), y que, emocional y culturalmente, estaban ya más próximos a ellos que al viejo espíritu de la Roma Patricia. La decadencia militar era inevitable. Y esa decadencia arrastró a la decadencia política.
Los “limes”, muestra del cambio de la concepción militar romana
El cambio en la estrategia militar romana pudo percibirse a partir del siglo III, cuando se construyeron los “limes” o murallas fronterizas en las fronteras más expuestas a las invasiones bárbaras. Hasta entonces, las legiones romanas habían sido una fuerza ofensiva, empeñada año tras año en ampliar las fronteras del Imperio. A partir de entonces, con la pax romana, la misión de las legiones varió sustancialmente. Se trataba, a partir de entonces, de asegurar las fronteras, contener al adversario y reprimir eventuales sublevaciones internas. El grueso de las legiones fue distribuido en los distintos limes. A partir de entonces da la sensación de que la tensión guerrera disminuyó en Roma. El entrenamiento se relajó, cada vez surgían más excusas para que los ciudadanos con recursos pudieran eludir la prestación del servicio militar, sin ver mermados sus derechos políticos; la pax romana, literalmente, supuso, ciertamente, lo mejor del Imperio, pero allí también empezó el “apoltronamiento” de sus guerreros. Esta relajación estaba magistralmente simbolizada en la estrategia de los “limes”.
La palabra “limes” designaba en latín a cualquier camino de frontera vigilado por el ejército y, por extensión, pasó a nombrar las defensas y murallas situadas en esas zonas. Se trataba verdaderamente de murallas salpicadas de torres de madera o de piedra, donde residían los defensores. Así era la muralla de Britania. Por el contrario, en la frontera de Germania, se trataba de una cadena de fuertes y torres de vigilancia bastante próximos entre sí. Los muros de Adriano, Antonino, Septimio Severo en Britania, el limes del Rhin en Germania (que seguía la orilla izquierda del río hasta los Alpes), el limes del Danubio (que protegía Dacia y Panonia) y el limes africano (que separaba el África Romana de la controlada por las tribus bereberes y numidas), eran las resultantes de una política de defensa que había perdido su impulso y aspiraba solamente a contener al enemigo.
Cuando Augusto dio por finalizada
la expansión del Imperio con la Pax Augusta, las legiones, hasta
entonces empeñadas en guerras de conquista, fueron acuarteladas en las inmediaciones
de los limes. Roma contaba con 150.000 hombres, distribuidos en 30 Legiones,
más las fuerzas auxiliares que suponían 100.000 hombres más, un número bajo de
efectivos que contrapesaba su inferioridad numérica con una superioridad
táctica, en entrenamiento y disciplina. Los germanos eran la única amenaza real
de ese período tal como demostró el desastre de Varo y de sus tres legiones en
el Bosque de Teotoburgo. Sin embargo, Marco Aurelio conjuró durante décadas los
riesgos derivados de esa frontera. Fue con su sucesor, Cómodo, cuando el
ejército empezó a involucrarse en las luchas políticas y el poder imperial
sufrió el primer colapso. A la muerte de Valeriano, el apoyo del ejército era
disputado por todos los aspirantes al trono. Las recompensas que los
emperadores daban a los militares que les habían apoyado, hizo que los ojos de
los generales se desviaran de la defensa de las fronteras del Imperio e
intentaran por todos los medios obtener beneficios de la clase política. Pero
Roma tenía aun mucha vida por delante.
La energía de Diocleciano devolvió la fortaleza militar a Roma y aseguró el mantenimiento de la seguridad en las fronteras creando lo que hoy llamaríamos una “fuerza de intervención rápida” capaz de acudir donde fuera necesario. La eficacia de esta unidad de choque aumentaba gracias a la infraestructura de comunicaciones que comunicaba a los puntos más distantes del Imperio. Diocleciano creó un tipo de ejército defensivo pero capaz de pasar a la ofensiva en cualquier momento. Sin embargo, sus sucesores volvieron a priorizar la estrategia defensiva y al cabo de dos generaciones, las legiones empezaban a desdeñar el entrenamiento y los ejercicios en formación cerrada; apenas sabían hacer otra cosa que defender murallas. El “ejército móvil” era la única fuerza que todavía conservó su ímpetu y su entrenamiento ofensivo. Es significativo que Esparta jamás tuviera murallas. Los propios espartanos decían que ellos eran las verdaderas murallas de la ciudad. Los romanos, en cierta medida, asumieron esta concepción durante el período republicano y en los primeros cien años de Imperio, pero, a partir de entonces, es significativo que se dieran las órdenes de crear los muros fronterizos y, al mismo tiempo, de fortificar las ciudades. Eran las señales de que estaba cambiando la mentalidad. Trajano, Escipión, César, Mario, siempre asediaron ciudades, pero nunca –Salvo César en el extraordinario sitio de Alesia- jamás se parapetaron tras muros de protección.
El cambio de estrategia no desanimó a los enemigos de Roma. Cambiaron sus nombres, cambiaron los frentes, pero siempre, a lo largo de toda su historia, Roma vivió en un permanente estado de guerra, soportando presiones en todas sus fronteras. Cuando no eran los partos eran los germanos, cuando no los britanos o los persas. Julio César comprendió pronto que las estrategias defensivas no bastaban para garantizar la integridad del Imperio, era preciso ir hasta el corazón del enemigo, aniquilarlo lo más lejos posible del propio territorio imperial. César entendió que un cerco persistente, termina por rendir una ciudad, que un muro defensivo puede ser cercado y rebasado y, tarde o temprano, termina por caer. Cuando fue asesinado preparaba la guerra contra los partos. Cuando las legiones romanas perdieron su ímpetu ofensivo, el imperio empezó a decaer.
El concepto defensivo se afirma con Augusto y encuentra en Adriano su máxima expresión. Ambos no conocían la vida militar, no habían experimentado ni la tensión de los combates, ni el olor del enemigo, olvidaban que los pueblos que rodeaban al Imperio no estaban dispuestos a aceptar una paz que les vedaba el acceso a las riquezas de Roma. Pero además de la ambición estos pueblos estaban sometidos a los movimientos geopolíticos de las poblaciones asiáticas y a su tendencia a desplazarse de Este a Oeste, presionando a los pueblos situados en su camino. Esto hizo que una serie de pueblos bárbaros amenazaran las fronteras imperiales del Rhin y del Danubio e hicieran estallar la sensación de falsa seguridad que se había generado desde la “pax augusta”.
Hubo que esperar a la llegada de Emperadores de la talla de Juliano para que Roma decidiera recuperar las viejas estrategias militares y atacar fuera del perímetro del Imperio. Pero Juliano fue derrotado y muerto el 22 de junio del 363 por Sapor I en Maranga, cerca del Tigres. A pesar de lo que supuso esta derrota y la muerte en combate del Emperador, lo esencial del ejército romano consiguió replegarse sin pérdidas territoriales. Pero esta derrota repercutió muy negativamente en la mentalidad ofensiva romana. El golpe definitivo fue asestado con la derrota de Adrianápolis, donde el Emperador Valente fue derrotado por los visigodos. Y ahí sí que las pérdidas humanas fueron insuperables. Sobre un ejército de 60.000 combatientes, Valente perdió 40.000 y él mismo sucumbió en combate. Era el 9 de agosto del 378, aniversario del triunfo de César en Farsalia. Estas dos derrotas en apenas tres lustros, con las pérdidas de dos emperadores fueron demoledoras e hicieron saltar por los aires el mito de la invulnerabilidad de los “limes”. A partir de entonces se abren las fronteras a los “foederatus” y se les incorpora en el ejército. No parecía una mala idea: se incorporaba a combatientes enérgicos y ya experimentados, lo que, por lo demás, resultaba más barato que formar nuevos soldados. Había empezado la “barbarización” del ejército.
Este proceso implicó el abandono de las propias tradiciones militares, un cambio en las tácticas de combate y en el armamento empleado. La disciplina también se resintió. La falta de disciplina de los combatientes bárbaros se contagió pronto a las legiones romanas. La caballería ganó importancia en detrimento de la infantería. Hasta entonces el romano estaba habituado a combatir a pie; la infantería era la “reina de los combates” y la columna vertebral del ejército. César había demostrado una y otra vez que el “orden cerrado” de la infantería era invulnerable a los ataques de la caballería, a condición, naturalmente, de que la infantería estuviera suficientemente entrenada. El caballo y el jinete eran rápidos pero vulnerables y eran fácilmente detenidos por una fila de lanzas y escudos. Los estrategas romanos empezaron por reforzar las protecciones del caballo y del caballero en lo que prefigura la imagen de la caballería pesada medieval. Esto forzó la modificación radical del “gladius hispaniensis” por la “spatha” copiada de la caballería germánica. Da la sensación de que la “raza de Roma” se había debilitado: los legionarios se quejaban del peso de la armadura, el casco y el escudo, así pues, se sustituyeron por otros más ligeros. El tradicional “pilum” fue sustituido por la lanza de carga, el escudo rectangular se sustituyó por otro ovalado y plano, pero sobre todo, más ligero. Los tiempos en los que diariamente los legionarios cargaban con un pesado equipo de treinta kilos y andaban con él y con sus armas de ordenanza, treinta kilómetros, habían quedado atrás.
¿Qué estaba ocurriendo? Es
indudable que en aquel momento se estaban viviendo las consecuencias de la
crisis económica que sucedió a la retirada de África y a la pérdida de
Britania. No había dinero suficiente para equipar a las tropas necesarias para
asegurar el mantenimiento del Imperio. Durante la República, los propios
legionarios pagaban a sus expensas su equipo y su armamento, pero eso ya no era
posible cuando el Imperio alcanzó las dimensiones que tuvo en tiempos de César
o Constantino. En el año en que éste último dividió el Imperio, Roma disponía
de 450.000 combatientes, 35 fábricas de material militar distribuidos por todo
el Imperio. Los alimentos eran aportados por campos de cultivo y pastos,
próximos a los campamentos y gestionados por exlegionarios o por sus hijos. El
mecanismo militar parecía rodar sin grandes dificultades. Hasta que Teodosio
puso al frente del ejército al alano Estilicón y éste inició el proceso de
“barbarización” del Ejército. Las consecuencias fueron dos: se relajó la
disciplina (los pueblos bárbaros confiaban más en su bravura individual y en su
resistencia física que en el orden de combate o en la capacidad de evolucionar
sobre el campo de batalla) y se varió la táctica.
El muro de Adriano se extendía a lo largo de 117 kilómetros desde el golfo de Solway hasta el estuario del Tyne. Estaba compuesto por una muralla de piedra de entre 3,6 y 4,8 metros de altura y de 2’5 a 3 metros de ancho, además de 14 fuertes y 80 fortines, con un foso de protección de diez metros de ancho. Los pictos lograron cruzar esta muralla el 367. Quince años después sería definitivamente abandonada. Era el inicio de la retirada de Britania. Pocas décadas después, irrumpían en la escena los personajes históricos que en la Edad Media se convertirían en los protagonistas del Ciclo del Grial.
© Ernesto Milà Rodríguez –
infokrisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com
Entrevista a Leon Klein, autor de “Marruecos, el enemigo”
La Sagrada Tierra de Europa (I) El mito de Guillermo Tell y la religión de los druidas
Gladius Hispanensis” contra “Falcata Ibérica”... las dos Españas
La llamada “falcata ibérica” se incorporó a la lucha de Cartago contra Roma en el curso de la Segunda Guerra Púnica, cuando se incorporaron al ejército de Aníbal, mercenarios íberos con sus armas habituales: hondas para las tropas reclutadas en Baleares y falcatas para los mercenarios íberos reclutados en el sudeste de la Península. Pero una vez en territorio itálico, comprobaron que sus adversarios utilizaban una espada que conocían bien, el Gladius Hispanensis, utilizado por tribus celtas del Norte de la Península y adoptada como espada de ordenanza de las legiones romanas.
Entras las dos armas surgidas de lo más remoto de nuestra antigüedad existen no pocas similitudes y suficientes diferencias como para pensar que ya, en sí mismas, prefiguraron las “dos Españas” que, desde entonces, siguen chocando sus filos. En realidad, lo que algunos han llamado “el drama histórico de España” puede entenderse a partir de las vicisitudes y orígenes de estos dos modelos de armas. Así pues, vamos a revisar primero las características e historias de cada arma y luego intentar extraer algunas conclusiones.
La verdadera fisonomía de la Península Ibérica en el siglo III a. JC
Sobre la Falcata y su historia no puede decirse nada más de lo que ya dijo Fernando Quesada Sanz, sin duda el máximo estudioso de este arma, a la que consagró un volumen publicado por la Diputación Provincial de Alicante (“Arma y Símbolo: la Falcata Ibérica”) en 1992. Es a esta obra y a su autor a los que nos vamos a referir continuamente en las líneas que siguen. Quesada parte de una pregunta verdaderamente misteriosa:“¿Cómo unos íberos y galos de reclutamiento reciente, que combatían a su estilo indígena –supuestamente irregular y guerrillero- pudieron ser colocados por Anibal en el centro de su línea de batalla, justo donde más dura habría de ser la batalla en formación cerrada de infantería pesada?”. Y él mismo da la única respuesta posible: “Sólo si su armamento era el adecuado podía hacerse tal cosa, lo que a su vez sugiere nuevas preguntas sobre la supuesta “ligereza” del armamento de galos e íberos”. El ejemplo de Cannas nos hace caer en la sospecha de que, posiblemente, el pasado no fue tal como nos lo han contado. La imagen creada en nuestro subconsciente por la historia nos induce a pensar que los íberos y los galos combatían anárquicamente y de manera desordenada, prácticamente desconocían cualquier táctica y suplían su falta de conocimientos militares y estratégicos con su mero valor y heroísmo, rayano en la temeridad. La imagen que nos hacemos de los guerreros de la Hispaniae antigua nos los muestra cubiertos con pieles y cascos toscos, capaces solamente de asegurarse la victoria, amparados tras muros inexpugnables o bien en la sorpresa propio del guerrillero. Pero Cannas fue otra cosa. Para salir victorioso de Cannas era preciso disponer de infantería pesada, disciplina y conocer las técnicas de las formaciones de combate. No existen estudios completos sobre las técnicas de combate ibéricas, pero podemos tener la legítima sospecha de que eran, como mínimos tan complejas como las de sus oponentes romanos. De otra manera Aníbal no hubiera hecho bascular sobre ellos todo el peso de la batalla de Cannas. Así pues, hay algo que la historia todavía no nos ha revelado. Damos por sentado que existían tribus íberas cuyos sistemas de combate eran extremadamente sofisticados y, probablemente, superiores a las de los pueblos vecinos del norte de los Pirineos.
Se cuenta, por ejemplo, y más adelante volveremos a ello, que mientras los galos en combate veían como sus espadas se doblaban y mellaban tras los primeros golpes, las espadas íberas, tanto la Falcata como el Gladius eran extremadamente sólidas. Eso deja presuponer una tecnología metalúrgica sofisticada. Se dice que los íberos, para demostrar la elasticidad y resistencia de sus espadas, se colocaban el centro de la hoja sobre la cabeza y conseguían doblarla hasta que la empuñadura y la punta les tocaban los hombros. Si no hubiera sido mediante una tecnología ampliamente sofisticada y mediante conocimientos militares avanzados, como mínimo tanto como los que podían disponer en aquel momento otros pueblos del Mediterráneo, hubiera sido imposible que Tartessos hubiera destacado y dominado durante siglos en una zona estratégica y comercial de primer orden como era Gibraltar y el suroseste de la Península. El hecho de que fenicios, griegos e incluso egipcios, se interesaran por el comercio con los pueblos del litoral peninsular, deja pensar que existían ya gentes con capacidad adquisitiva y un nivel de civilización suficiente como para realizar notables intercambios culturales.
El estudio de los dos tipos de espadas oriundas de Hispaniae nos va a permitir, no solamente conocer un poco mejor nuestro pasado ancestral, sino también y sobre todo, completar la imagen que tenemos de nuestros antepasados. En los combates de la antigüedad, la espada era el arma esencial en los combates. Las legiones romanas lanzaban las dos jabalinas que portaba cada soldado y a continuación atacaban con la espada. Por su parte, las falanges cartaginesas tenían tácticas similares. La espada era, en última instancia, el arma que contribuía a resolver los combates. Es altamente significativo que en el curso de la Segunda Guerra Púnica, las espadas que utilizaron uno y otro bando tuvieran un origen español. Casi veintitrés siglos después, los combates los resuelve fundamentalmente la superioridad aérea, tanto estratégica como táctica, podemos imaginar lo que supondría que los países de la Península Ibérica el ser, durante el período de la Guerra Fría, el suministrador de cazas y bombarderos tácticos a ambos bandos.
Los guerreros íberos al fallecer solían ser enterrados con sus armas para que pudieran seguir combatiendo en el más allá. El nombre de “Falcata” quería decir, precisamente, “compañera” o “bienamada” y era la pertenencia más preciada del guerrero íbero. “Arma sanguine ipsorum cariora” (“las armas eran más queridas que su propia vida”) había escrito Pompeyo Trogo sobre los pueblos de la Península Ibérica. Quesada recuerda que en varias ocasiones diversos distintos ejércitos celtibéricos se negaron a rendirse al exigirles los romanos abandonar sus armas, prefirieron ser aniquilados. Así ocurrió con los íberos al servicio de Cartago, sitiados por Marcio y con Viriato que estuvo a punto de entregarse a Popilio hasta que éste le solicitó las armas; en ese momento reemprendió el combate. El arma era lo que caracterizaba al hombre libre. El celtíbero “prefería morir luchando con gloria a que sus cuerpos desnudados de sus armas fueran entregados a la más abyecta servidumbre”, cita Diodoro Sículo. Por eso, íberos y celtíberos atribuían tanto valor a sus armas y por eso se habían preocupado por hacer de ellas, las mejores armas de la antigüedad.
La Falcata Ibérica
Los arqueólogos e investigadores han convenido que la Falcata era el arma por excelencia de la Península en la Segunda Edad del Hierro. Existen espadas con relativa similitud a la Falcata, pero ninguna igual, por lo que puede deducirse que esta espada fue ideada en nuestro territorio. Su forma es muy particular, fácilmente identificable y perfectamente estudiada para obtener el máximo resultado de cada golpe. Su hoja y su empuñadura son únicas. La hoja ancha y curvada, la empuñadura con la cabeza de animal. Abunda en la Península, especialmente en el Sur-Este, mientras que en el centro y Norte se encuentran habitualmente espadas de hoja recta. No existe ninguna duda de que las espadas curvas eran íberas, mientras que las rectas eran utilizadas por guerreros celtíberos.
Quesada describe así la morfología de la Falcata: “es una espada de mediado tamaño con una longitud media de unos 60 centímetros. Se caracteriza por una hoja ancha asimétrica, con un filo principal y otro secundario, de modo que en apariencia es un tipo de sable corto. La hoja aparece surcada por profundas acanaladuras, ocasionalmente decoradas con damasquinados de plata. Sin embargo, el elemento más característico de la falcata es su empuñadura, típica de un arma cortante, que se curva para abrazar la mano que la empuña y remata en la cabeza de un animal, ave o caballo”.
Al igual que el Gladius Hispanensis, la Falcata está forjada por tres láminas de metal soldadas entre sí. La central es más ancha y su prolongación forma la empuñadura, mientras que las extremas más delgadas. Se han encontrado medio millar de Falcatas en la Península Ibérica y varias decenas en Italia, llevadas por los mercenarios íberos que lucharon con Aníbal. La media de longitud es de 60,2 centímetros. Es pues un arma de infantería; su longitud sería demasiado menguada para poder ser utilizada por la caballería en un momento en el que el estribo todavía no se conocía y cualquier golpe demasiado enérgico que no alcanzara su objetivo podía desequilibrar al jinete. La mayoría de armas encontradas son del siglo IV a.JC., aunque se cree que las primeras armas de este tipo debieron forjarse en los siglos VI-V a.JC y hasta el siglo I a.JC apenas evolucionaron. La mayor concentración de Falcatas se encuentra en la provincia de Alicante y, luego, en la vecina Murcia.
Pero ¿por qué una forma curva de la hoja? El filo principal tiene una forma de “S” invertida con la parte cóncava más próxima a la empuñadura y la convexa hacia el filo. Esto hace que el centro de percusión se encuentre hacia la punta, mientras que el centro de gravedad está hacia la empuñadura, con el resultado de cargar peso sobre la parte del extremo y hacer que los golpes alcancen, por eso mismo, su máxima potencia sin desequilibrarse. El dorso de la hoja, no está afilado y es la parte más gruesa de la hoja. Esta forma de la hoja facilita golpear tanto con el filo como con la punta, siendo una de las pocas espadas que lo permiten.
Lo más sorprendente de la hoja son las acanaladuras que muestra. Algunas espadas tienen acanaladuras muy simples y en otras extremadamente complejas cubiertas de plata y con inscripciones y dibujos geométricos. Se ha discutido mucho sobre el significado y la utilidad de estas acanaladuras. Hoy se sabe que la explicación dada hasta hace poco es errónea. Las acanaladuras no sirven para que penetre aire en las heridas y esto genere gangrena; de hecho, cuando el filo de una espada ha penetrado seis o nueve centímetros en un cuerpo, con un tajo lateral, o bien más de cinco centímetros en un pinchazo con la punta, no hace falta que aparezca la gangrena, la víctima puede considerarse, prácticamente, por muerta. En realidad, las acanaladuras atribuyen a la espada nuevas cualidades físicas y mecánicas: de un lado, el metal que se sustrae a la hoja, hace que su peso total disminuya y de otro, las acanaladuras hacen que aumente la superficie de la hoja y, por tanto, su resistencia a los golpes, tanto frontales como laterales. En otras palabras, aumenta la resistencia y disminuye el peso.
En cuanto a la empuñadura de las Falcatas Íberas evoca la de las antiguas espadas griegas, especialmente cuando tienen formas de aves. Simbólicamente, la espada que silva con el viento, es que tiene alguna relación con el elemento aire y, por asimilación, con las aves. Lo sorprendente de la empuñadura es su pequeñez. Llama la atención e induce a pensar que la mano del íbero no era excesivamente grande. En realidad, la empuñadura está perfectamente estudiada para que todos los dedos, salvo el pulgar, la agarren cómodamente. Además tiene una estructura anatómica que contribuye a mejorar esta característica.
No se sabe mucho de cómo era llevada esta arma antes de los combates. Las vainas que se han encontrado están excesivamente deterioradas como para que nos den una respuesta exacta. Tampoco se sabe si se llevaba en el costado derecho o en el izquierdo, colgada del cinto o con un tahalí. Parece que la mayor parte de las fundas debían ser de cuero con cuatro refuerzos metálicos. En los dos superiores se encuentran las anillas de suspensión y, en algunas, se han encontrado pequeños puñales que se sostendrían con la presión ejercida por el metal sobre el cuero. El extremo estaría rematado por una bola.
A excepción de Bosch Gimpera, quien opina que la Falcata tiene un origen norpirenaico oriental, y habría pasado de los celtas de la Meseta Central a los íberos del Sur y Sur-Este, el resto de los arqueólogos e investigadores opina que se trata de un arma autóctona de origen íbero. En 1944, Bosch Gimpera rectificó algo su posición y afirmó que se trataba de un arma inspirada en los antiguos cuchillos griegos cretenses y minoicos, anteriores a las invasiones aqueas y dorias. La Falcata sería suficientemente similar a la “macharia” griega como para poder afirmarse que era hija de la misma inspiración. Esta arma llegaría a los íberos a través de los etruscos a principios del siglo IV. Otros autores han planteado un origen fenicio de la Falcata y otros han señalado que desde la Edad del Bronce se viene encontrando armas similares en el ámbito de la cultura de Mecenas e incluso en Egipto. Ahora bien, todos estos pueblos pertenecen a la misma familia de pueblos Mediterráneos, anteriores a la llegada de los indoeuropeos, así pues, no hay que extrañarse que existan ciertas similitudes en las armas que utilizaban, en la medida en que su psicología era la misma o muy similar.
Parece poco probable que a partir de las invasiones de aqueos y dorios, espadas con esta forma subsistieran en Grecia. La forma de combate que emanó desde las población de estos troncos indoeuropeos más puros, era en forma de “falange” en formación cerrada y utilizando la lanza como arma ofensiva. En esta formación solamente se recurría a la espada cuando el arma principal, la lanza, quedaba inutilizada. Los griegos y los romanos adoptaron la misma forma de combate y tipos similares de armas: la espada corta para el cuerpo a cuerpo, que mataba con la punta. La “machaira” no servía para esta forma de combate: era excesivamente larga y debía manejarse de arriba a bajo, dejaba durante el momento de asestar el golpe, desprotegida la exila y, además, existía la posibilidad de herir al compañero que combatía detrás. La “machaira” y el “kopis” griegos, eran espadas demasiado largas, adaptadas quizás para el combate sobre caballos, pero no para la formación hoplítica.
La Falcata podía utilizarse tanto de punta como por el filo, al igual que el Gladius Hispaniensis, pero así como la primera se utilizaba “preferentemente” con el filo y solo aleatoriamente de punta, en el Gladius sucedía justamente lo contrario. Ambas espadas eran polivalentes, pero cada una priorizaba determinado tipo de golpe, evidenciando, por otra parte, las características psicológicas de los guerreros que las empuñaban. La táctica del combate determina que la Falcata se utilizada de manera diferente ante cada situación. Mientras que la formación de combate era cerrada, las espadas sobresalían entre los escudos y tendían a herir con la punta al adversario, pero cuando, ya fuera por dispersión y persecución del adversario o bien por derrumbe de las propias líneas, unos guerreros combatían a distancia de otros, el golpe con el filo debía ser utilizado preferentemente.
Fue un arma que abarcó entre cuatrocientos y quinientos años de civilización. Las últimas encontradas se datan en el siglo I a.JC. Cuando la Falcata periclita, el Gladius Hispaniensis goza de su momento de gloria. Está presente en todos los teatros de operaciones, desde Bretaña hasta Palestina y desde la antigua Cartago hasta las fronteras con Germania. Pero en ese tiempo se ha producido un cambio la Península Ibérica. Los últimos rescoldos cántabros de insurgencia han sido incorporados finalmente al Imperio por las legiones de Augusto. De hecho, aquellos combatientes ya no utilizaban la Falcata, sino el Gladio. Los íberos habían sido vencidos y los celtíberos se habían incorporado a la romanidad. La civilización había arraigado en Hispania. El estilo que triunfó era el heredado de los pueblos aqueos y dorios, mucho más el estilo de Esparta que el de Atenas, que, por lo demás, también era común a los romanos de los orígenes. El hecho de que nuestra Hispania fuera incorporado a la romanidad tuvo como consecuencia el abandono de la Falcata, símbolo del vencido, y la adopción del Gladius Hispanensis, como característica del vencedor. Porque, por ironías del destino, la espada del vencedor también había sido diseñada y fabricada en la vieja Hispania.
El Gladius Hispanensis
A lo largo de 400 años, el Gladio fue diestramente manejado por infantes romanos y se dice que causó más muertes que todas las armas juntas en todas las guerras durante la Edad Media. Se afirma también que el Glaudius Hispaniensis es el arma que tuvo en su haber más víctimas hasta la invención de la pólvora. Polibio (VI, 23, 6, 7) escribe: “A este escudo le acompaña la espada, que llevaban colgada sobre la cadera derecha y que se llamaba “hispana”. Tiene una punta potente y hiere con eficacia por ambos filos, ya que su hoja es sólida y fuerte”. El historiador latino está hablando del “Glaudius Hispaniensis”, o “espada hispana”.
Cuando los griegos empezaron a frecuentar la costa mediterránea de la Península Ibérica, al regresar a tu tierra explicaron que Hércules había tenido dos hijos llamados celtas e Iber, de los que descendían los pueblos que habían conocido en el extremo occidental del Mediterráneo, íberos y celtas. Para el mundo clásico –y para nosotros mismos– Hércules está ligado al origen ancestral de Hispaniae o de las Hespérides. Desde aquella remota época, el alma de Hispaniae esta relacionada con el heroísmo y el combate (por Hércules) y con la muerte (al estar situada en el Oeste donde se pone el sol). Es posible que estas concepciones griegas derivasen de la influencia de nuestros primeros visitantes marítimos, los fenicios. Estos debieron introducir el culto a Melkarte, el Hércules fenicio y a Tania, diosa de la guerra. Cuando llegaron los griegos, comprobaron las similitudes entre íberos y otros pueblos del Mediterráneo. Éforo los relacione con los sículos y dice incluso que conquistaron la Península Itálica. Otros explican que la “Magna Iberia” se extiende desde el Ródano y el Garona a las Columnas de Hércules y que colonizaron el Norte de África. Otros autores clásicos emparentan los íberos con los oscos, los etruscos, los ausonios y los ligures.
Cuando aparecen los romanos, las tribus íberas ya estaban mezcladas con las celtas y en amplias zonas de la meseta se había llegado a la fusión. Estas mezclas étnicas, sin duda, generaron las luchas tribales que percibieron los latinos al llegar a nuestra tierra. Pero a pesar de los mestizajes, a los romanos les llamó la atención el que los habitantes de la Península practicaran una especie de culto a las armas, al heroísmo, al honor y a la dignidad, a la guerra y a la muerte en combate.
El Gladius se diferencia de la Falcata en que tiene una hoja bien recta y una punta pronunciada. Mientras que la Falcata solamente tiene corte por el filo principal, el gladio lo tiene por ambos lados y penetración por punción.Polibio añade que la mayor parte de los legionarios iban equipados con el Gladius Hispaniensis que junto con el pilum era su arma reglamentaria. La infantería pesada se protegía con un escudo rectangular alargado y utilizaba el gladio como arma ofensiva.
Los romanos habían adoptado de los indígenas hispanos, no solamente el Glaudio, sino también el capote militar de lana negra y gruesa (sagum), los pantalones (bracae) que, a su vez los celtas habían copiado de los escitas, y la jabalina (pilum). En el año 212 las legiones romanas admitieron, por primera vez a mercenarios de origen extranjero. Se trataba de celtíberos que trajeron consigo sus armas. Los romanos se limitaron a incorporar al gladio su propia empuñadura. Estas espadas constituyeron una gran novedad en las Legiones Romanas. Su punta afilada contrastaba con la que hasta entonces habían utilizado, roma y pensada solamente para cortar, no para pinchar. Esto implicó un cambio radical en las técnicas de combate.
El Gladius Hispaniensis es la versión celtíbera de la espada gala tipo de La Tène I. Los celtíberos de la Meseta Central se limitaron a modificarla añadiéndole diez centímetros más a la longitud de la hoja y realizar otras modificaciones menores en el sistema de suspensión y en la vaina.
Los primeros datos sobre esta espada llegan hasta nosotros a través del historiador griego Polibio que acompañó a Escipión en la mayoría de sus campañas y, naturalmente, en la hispana. Polibio nos habla de una espada “llamada iberiké” de cuyas características cita la “punta potente y que hiere con eficacia por ambos filos”. No cabe duda que está hablando al Gladius Hispaniensis. Algo más adelante la compara con la espada gala de la que dice que “hiere solo de filo”. Polibio, añade: "Se ha notado ya que, por su construcción, las espadas galas (machaira) sólo tienen eficaz el primer golpe, después del cual se mellan rápidamente, y se tuercen de largo y de ancho de tal modo que si no se da tiempo a los que las usan de apoyarlas en el suelo y así enderezarlas con el pie, la segunda estocada resulta prácticamente inofensiva. [...] Los romanos entonces acudieron al combate cuerpo a cuerpo y los galos perdieron en eficacia, al no poder combatir levantando los brazos, que es la costumbre gala, puesto que sus espadas (xiphos) no tienen punta. Los romanos, en cambio, que utilizan sus espadas (machaira) no de filo, sino de punta, porque no se tuercen, y su golpe resulta muy eficaz, herían, golpe tras golpe, pechos y frentes, y mataron así a la mayoría de enemigos" (Polibio, 2, 33). César, décadas después, mantendrá el secreto de la forja de las espadas romanas para evitar que los galos pudieran copiarlo. Al parecer, entre el relato de César “La Guerra de las Galias” y el tiempo en que Polibio acompañaba a Escipión en sus campañas, los galos no habían sido capaces de mejorar su tecnología de la forja.
En la Suda Bizantina, escrita en el siglo X, se coincide con lo expuesto por Polibio, pero se añaden unos datos preciosos: "Los celtíberos difieren mucho de los otros en la preparación de las espadas. Tienen una punta eficaz y doble filo cortante. Por lo cual los romanos, abandonando las espadas de sus padres, desde las guerras de Aníbal cambiaron sus espadas por las de los iberos. Y también adoptaron la fabricación, pero la bondad del hierro y el esmero de los demás detalles apenas han podido imitarlo".
Tito Livio realiza alguna referencia a la “espada hispana”: "Los galos y los hispanos tenían escudos casi iguales; sus espadas eran distintos en uso y apariencia, las de los galos muy largas y sin punta". (Liv. 22,46,5). Y, aún existe otra referencia en la que alude al efecto que esta espada causaba entre los macedonios hacia el año 200 a. JC: "acostumbrados a luchar con griegos e ilirios, los macedonios no habían visto hasta entonces más que heridas de pica y de flechas y raras veces de lanza; pero cuando vieron los cuerpos despedazados por el Gladius Hispaniensis, brazos cortados del hombro, cabezas separadas del cuerpo, truncada enteramente la cerviz, entrañas al descubierto y toda clase de horribles heridas, aterrados se preguntaban contra qué armas y contra qué hombres tendrían que luchar". (Liv.31,34).
Existieron distintos tipos de Gladios en función de los lugares en donde se han encontrado restos o de su procedencia. El mas antiguo de todos ellos es el “Gladius Hispaniensis”, a partir del cual fueron realizadas las distintas variantes posteriores, la más antigua de las cuales era el modelo “Mainz”. Su hoja llegaba a los 55 centímetros de largo por 7’5, como máximo, de anchura. Sus filos no eran completamente rectos y hacia la mitad de la hoja, mostraba un estrechamiento y su punta era larga. Inicialmente se creyó que éste modelo era el verdadero, ya que era una reproducción del modelo que las legiones conocieron en sus primeras incursiones en Hispaniae. Durante el siglo I d.C. el Gladius se estilizó. Los bordes de la hoja se hicieron rectos y la punta menos pronunciada. Ésta fue la espada de las legiones de Trajano. El “Fulham” era algo más estrecha, apenas cinco centímetros, y sus lados eran completamente rectos, salvo un ligero ensanche en la parte más próxima a la empuñadura. Finalmente, el tipo “Pompei”, tenía los filos completamente paralelos y la punta ligeramente más corta que los modelos anteriores. En los tres casos, la sección de la hoja era romboidal, sin acanaladuras.
El procedimiento de fabricación consistía en formar el alma de la hoja con acero bajo en carbono, mientras que los filos eran altos en carbono. La hoja se unía a la empuñadura mediante un vástago que se recubría con una cacha anatómica y con un clavo decorativo en el extremo. Se llevaban en el interior de una guarda, colgadas del lado derecho por una correa de cuero (tahalí) de 1,25 a 2,5 centímetros de ancho. La vaina disponía de cuatro anillos para colgarla de la correa. En los primeros momentos, la “Mainz” se colgaba del cinturón y la vaina tenía solamente dos anillos para fijarla.
Era un arma diseñada para perforar con su hoja de 60 centímetros de largo. Los maestros de armamento romanos habían comprobado que un corte con el filo de la espada no era necesariamente mortal, salvo que alcanzase algún punto vital del cuerpo y, ni siquiera era seguro que dejara fuera de combate, en cambio, bastaba con una penetración de cuatro o cinco centímetros con la punta para que la herida fuera, especialmente en el abdomen, casi siempre, mortal y, como mínimo dejara fuera de combate al adversario.
Además de su cualidad punzante, la sección romboidal del Gladio le confería una extraordinaria solidez y estabilidad. Esta espada demostró siempre su eficacia en el combate cuerpo a cuerpo y a distancia corta. La técnica de lucha con esta espada era muy simple. El infante debía estar protegido por el escudo con el que paraba los golpes de la espada del adversario, esperando encontrar el momento para clavar la punta del Gladio en el flanco descubierto o en el abdomen. Esta espada evitaba los largos movimientos de arriba abajo o transversales, que dejaban instantes de vulnerabilidad, sustituyéndolos por movimientos de atrás a delante. Evidentemente, se trataba de un arma ofensiva que servía muy poco en caso de defensa estratégica. Las mortandades que causó en Cannas y, ya manejada por los legionarios romanos, frente a los macedonios, atestiguaron su extraordinaria efectividad en el combate. Los romanos vieron como en los primeros choques con los celtíberos, su escudo era perforado por los soliferrum, tras lo cual el enemigo desenvainaba su espada corta y cargaba protegido por un escudo de origen celta. En una economía de esfuerzos excepcional, el único movimiento que realizaba el guerrero era mover el brazo perpendicularmente al cuerpo, hacia delante. El armamento romano, en esa época, estaba pensado para golpear al enemigo, pero al alzar la espada dejaba a cubierto su flanco, momento en el cual era atravesado por el Gladio.
El Gladio desorientó inicialmente a los legionarios romanos al llegar a Iberia; jamás habían encontrado una forma de lucha igual en sus anteriores campañas y, después de los primeros combates se convencieron de su superioridad. A raíz de estas experiencias, el Senado Romano decidió adoptarla como espada de ordenanza en sustitución de la espada griega hoplítita. Manejadas por los expertos infantes españoles en sus guerras contra Roma, estas formidables armas causaron tal terror en los legionarios romanos que el Senado decidió adoptarla como arma estándar en el equipo romano sustituyendo a la espada griega de hoplita. El genial pragmatismo romano logró superar esta táctica incorporando el escudo samita a la defensa del infante. Éste escudo era de mayor tamaño que el celta y ofrecía una mayor protección.
A pesar de que la palabra Gladio y Gladiador tengan la misma raíz fonética, no era la espada utilizada habitualmente por los combatientes del Circo. Estos utilizaban una espada extremadamente corta, de apenas 30 centímetros. El ciclo del Gladius Hispaniensis llega desde la Segunda Guerra Púnica hasta que se generalizaron los enfrentamientos con las tribus germánicas y las modificaciones de la estrategia romana hicieron que aumentara la importancia de la caballería. Para las unidades a caballo era preciso disponer de una espada más larga. Esta resultó ser la “spatha” copiada directamente los enemigos germanos y de la que deriva el término espada. La spatha tenía entre 70 y 100 centímetros de hoja y se generalizó en el siglo II para las unidades de caballería y a partir del IV también para la infantería. La spatha permitía el combate a distancia e intentar derrotar al enemigo mediante el tajo y no solamente con la punta. La spatha subsistió al hundimiento del Imperio Romano y modelos evolucionados se encuentran entre los vikingos del siglo IX a XI. Se suele aceptar que la spatha es un producto de la evolución que va del Gladius Hispaniensis a la espada medieval.
Metafísica de las dos espadas
Con relativa seguridad podemos reconocer en el Gladius Hispaniensis una espada de origen celtíbero o la evolución de una espada de origen celta, mientras que la Falcata es un arma utilizada por los pueblos íberos. En el estado de nuestros conocimientos parece poderse afirmar que mientras los pueblos íberos procedían del Norte de África y eran pueblos específicamente mediterráneos de los mismos troncos étnicos que minoicos, cretenses, etruscos o pelasgos, los celtas pertenecen al mundo indo-europeo. Al tratar de interpretar los datos facilitados por la hematología ya aludimos a la contradicción esencial entre ambos tipos de pueblos que se manifiesta incluso en la forma de las dos armas.
Los pueblos mediterráneos practicaban el culto a la Gran Madre, a la diosa, y eran fundamentalmente telúricos y lunares. Inevitablemente, la Falcata Ibérica ha sido comparada a las espadas de tipo asimétrico cuya forma evoca precisamente al perfil de la luna en creciente. Por su parte, los pueblos indo-europeos practicaban los cultos masculinos, viriles y solares. Cabré, arqueólogo español que dedicó algunas páginas al Gladius Hispaniensis, quiso ver en esta espada una prolongación del brazo elevado y con la palma extendida con el que los celtíberos saludaban al sol.
No se trata solamente de su origen, sino de cómo se incorporaron estas almas al gran conflicto en el mundo antiguo. La Falcata terminó incorporándose a los ejércitos cartagineses que penetraron en la Península Itálica durante la Segunda Guerra Púnica, mientras que el Gladius Hispaniensis se incorporó a las legiones romanas. En la lucha entre Roma y Cartago, el mundo antiguo vio el gran choque entre dos concepciones del mundo irreductiblemente opuestas entre sí. Los cartagineses, adoradores de Tanit y de Astarté, potencia comercial puesto al servicio de los intereses de la oligarquía comerciante, potencia naval por excelencia, fueron, finalmente batidos por los adoradores de Apolo y de Zeus, imperio político puesto al servicio del impulso civilizador, potencia continental. El enfrentamiento entre Tierra y Mar, entre Política y Economía, entre diosas telúricas y dioses solares, entre comerciantes y guerreros, se saldó con la victoria de Roma.
Sobre el territorio de la Península Ibérica, estas dos armas, Gladius Hispaniensis y Falcata Ibérica, diseñadas con dos concepciones diferentes para el combate, son, en última instancia, la prefiguración del drama de este país: en la más remota antigüedad, ya existieron “dos Españas”.
© Ernesto Milà – infokrisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com
Sobre el valor de la espada según el “Boewulf”
“Toma estos tesoros, tierra,
ahora que nadie viviente puede disfrutarlos,
fueron tuyos, en el principio;
permite que regresen.
La guerra y el terror han aniquilado a mi gente,
cegado sus ojos al placer y a la vida cerrada
la puerta a toda alegría.
Nadie queda para empuñar esas espadas y pulir esas copas enjoyadas;
nadie guía, nadie sigue.
Esos cascos forjados, adornados con oro, se enmohecerán y quebrarán;
las manos que deberían limpiarlos y pulirlos están detenidas para siempre.
Y esas cotas de malla, probabas en combate,
en un tiempo en que las espadas golpeaban
y sus hojas mordían los escudos y a los hombres,
se oxidarán como los guerreros que las poseyeron.
Ninguno de esos tesoros viajará a tierras distantes, siguiendo a sus Señores.
El brillante sonido del arpa,
el halcón que cruza la sala sobre sus alas ligeras,
el garañón pateando en el patio… todos muertos, criaturas todas
las razas, y sus dueños, arrojados a la tumba”.