Infokrisis.- A los pocos días del atentado se puso de manifiesto que alguien había especulado con las- acciones de las compañías propietarias de los aviones estrellados con el WTC, el Pentágono y la pradera de Pensilvania. ¿Quién? Bin Laden, por supuesto. Si él era el planificador de los atentados, él debía ser también el conocedor de que las acciones de estas compañías aéreas podían desplomarse y, consiguientemente, especular con ellas. La especulación era un cargo más que pesaba contra Bin Laden –ese cerebro de las finanzas, titulado en economía por las mejores universidades inglesas- y la prueba definitiva de su culpabilidad.
IV. LA TRAMA FINANCIERA
Pero ¿qué ocurría si él no tuviera nada que ver con la especulación a la baja? Sencillamente, que el culpable sería otro. El asunto de las acciones es fundamental para tener la prueba definitiva de la autoría de los atentados. Así pues, vale la pena dedicar unas líneas al asunto.
El 12 de septiembre ya se sabía que una semana antes se habían llevado lo que se definió como “maniobras características de aprovechamiento de informaciones privilegiadas”. En efecto, la United Airlines y de American Airlines sufrieron una caída del 42 y del 39% en el valor de sus acciones. La especulación proporcionó a los misteriosos inversores 4 y 5 millones de dólares en ganancias respectivamente, según la Comisión de Control de Operaciones Bursátiles de Chicago. Sólo otra compañía sufrió caídas similares, la KLM Royal Dutch Airlines, lo que implica pensar que alguno de sus aviones pudo ser objeto de un secuestro frustrado. Pero las compañías aéreas no eran las únicas en sufrir especulación. Algunas compañías cuya sede social estaba en el WTC también fueron objeto de maniobras especulativas. Las operaciones de venta de acciones de la Morgan Stanley Dean Witter & co se multiplicaron por doce la semana antes de que se hundiera la Torre Sur y con ella la sede social de la compañía. Los especuladores ganaron 1’2 millones de dólares. Por su parte, la Merril Lynch & Co, situada en un edificio próximo al WTC que acabó derrumbándose, proporcionó unos beneficios de 5’5 millones de dólares. Y otro tanto ocurrió con las acciones de las aseguradores que daban cobertura a las empresas domiciliadas en el WTC. En total, los especuladores –esto es, los inductores del atentado- lograron un mínimo de 16’7 millones de dólares en beneficios solo en estas cinc1o compañías. Pero, en realidad se especuló con muchas más empresas.
Anne M. Mergier reprodujo un informe de la Organización Internacional de las Comisiones de Valores (IOSCO) que coordinaba las investigaciones. El 15 de octubre presentaron las investigaciones de este organismo concluyeron que “las ganancias logradas alcanzarían varios centenares de millones de dólares, lo que constituye el más importante delito de aprovechamiento ilícito de informaciones privilegiadas jamás cometido”. El informe prosigue explicando que se logró establecer que la mayor parte de las transacciones pasaron “por el Deutsche Bank y su sucursal americana de inversiones, la empresa Alex Brown, mediante un procedimiento de portage (que asegura el anonimato de quienes realizan las transacciones)”.
Pero la sociedad Alex Brown está dirigida por A.B. Krongard. Anne M. Mergier rescató algunos elementos significativos de su biografía: “Capitán de marines, apasionado por el tiro y las artes marciales, este banquero se convirtió en asesor del director de la CIA y desde el 26 de marzo último es el número tres de esa agencia de inteligencia estadounidense”. Con esos antecedentes no puede extrañar que la Alex Brown se negara a cooperar con la investigación para identificar a los que Mergier llama “los iniciados” y añade: “prudentemente los “iniciados” renunciaron a cobrar los 2’5 millones de dólares de ganancias sobre American Airlines que tuvieron tiempo de embolsarse antes de que se diera la alarma”.
Todo esto es extremadamente turbador. Mientras ha durado la tensión que siguió a los atentados y, posteriormente, el dramatismo de la campaña contra el régimen afgano, todos los intentos de abrir investigaciones en las direcciones apuntadas han chocado con trabas y obstáculos. Nadie parecía interesado –a pesar del dramatismo del atentado y de la gravedad de los datos vertidos por la IOSCO- en penetrar en la opacidad de los paraísos fiscales en donde había ido a parar el dinero.
V. EL MISTERIO DEL ÁNTRAX
El 12 de diciembre de 2001, la cuestión del ántrax repuntó por última vez en las primeras páginas de los diarios americanos. Ya habían pasado dos meses desde el inicio de los primeros sobres con ántrax. A mediados de diciembre, los bombarderos americanos machacaban las posiciones talibán en Tora Bora y la carne de cañón de la Alianza del Norte asaltaba las cuevas donde la mitología del 11 de septiembre ubicaba a Bin Laden. Pocos talibanes se rinden, la mayoría de los que resultan capturados están heridos, uno de ellos es un joven musulmán norteamericano, John Walker, que se había adherido a las filas de Al Qaeda. Se sabe que no era un hombre importante en la organización, apenas un militante de base. Esto no impidió que funcionarios del Departamento de Estado pusieran en su boca declaraciones, a todas luces tan falsas como increíbles. La Vanguardia del 13 de diciembre tituló la noticia a tres columnas: “El talibán americano vaticina un ataque bioquímico en EE.UU.”. Y el diario catalán, tras dar la noticia de forma destacada, comentaba en el último párrafo, no sin cierta ingenuidad: “Su testimonio, sin embargo, no tiene mucho peso. No es probable que un soldado raso talibán, como era él, tuviera acceso a los planes terroristas de Al Qaeda”. El corresponsal de La Vanguardia olvidaba decir que la información sobre las supuestas declaraciones del talibán americano habían sido filtradas por el Pentágono.
Y ya que hablamos de intoxicación informativa, llama la atención comprobar las noticias que fueron emitidas desde EE.UU. en relación a las investigaciones y a la existencia de laboratorios capaces de fabricar ántrax, por que en la disparidad de informaciones vertidas por los distintos centros de poder de los EE.UU., hay algunas claves extremadamente importantes. Mientras que para el Gobierno (tamdem Cheney-Rumsfeld), la autoría de la campaña de ántrax había que atribuirla a Irak, el FBI culpó del origen de las esporas a “un laboratorio militar norteamericano”. Y todas las pistas, en efecto, llevaban a esta segunda posibilidad. ¿Por qué esta disparidad de criterios? ¿Acaso ese FBI –o, mejor dicho, algunos funcionarios- que ocho años antes había hecho todo lo posible para que estallara la primera bomba en el WTC, ahora estaban aquejados de un irreprimible deseo de profesionalidad y eran sinceros a la hora de indicar la existencia de una conspiración interior? ese mismo FBI que, junto a la CIA, habían enviado pistas falsas a buena parte de los gobiernos occidentales sobre presuntos miembros de Al Qaeda y estaba implicado en la maniobra de presentar a falsos culpables ¿se convertía ahora en brillante defensor de la verdad? No. Lo que ocurrió es que entre el 11 de septiembre y el momento en el que se produce la psicosis del ántrax, han pasado muchas cosas en EE.UU. Se hace evidente que la CIA y los organismos militares se están implicando en una nueva aventura exterior de la que pueden derivarse consecuencias imprevisibles; el tradicional aislacionismo americano queda atrás; en las semanas siguientes al 11-S, EE.UU. ha empezado a bombardear Afganistán, está desplazando tropas y medios militares ingentes a la zona y se prevé la intervención en otras zonas de la región. El FBI no puede llamarse a engaño. Sabe que cuando la CIA, a despecho de cualquier lógica y razonamiento, intenta implicar a Irán, Iraq o Rusia, lo que está es preparando las bases para acciones militares en el futuro. Y el FBI teme que esto vaya demasiado lejos y que el peso del complejo militar-industrial sea excesivo en el futuro. Así que denuncia la conspiración veladamente… cumpliendo sus funciones, es decir, realizando una investigación en profundidad. El 20 de diciembre de 2001 el FBI expone sus pruebas ante los medios de comunicación. La Vanguardia titulaba en su página 9: “El FBI cree que el ántrax salió de un laboratorio militar estadounidense”. Una docena de funcionarios militares estaba bajo investigación.
El foco de difusión del ántrax era la base del ejército de Fort Detrick en Maryland, un centro que suministraba carbunco de la cepa “Ames” (a la que pertenecían las cartas enviadas a los senadores Tom Daschle y Patrick Leahy, a la NBC y a la redacción del Washington Post. Las primeras informaciones filtradas por el FBI sobre el laboratorio de Maryland se remontaban al 4 de diciembre. En ese momento, los muertos por ántrax ascendían a 5 y los posibles contaminados a 10.000… Después de esa declaración del FBI la epidemia desapareció como por ensalmo. La declaración del FBI equivalía a decir: “Sabemos quiénes habéis fabricado el ántrax y por qué lo habéis hecho. Así que no sigáis por ese camino o todo saldrá a la superficie”. Y efectivamente, la epidemia desapareció bruscamente. La psicosis colectiva se disipó.
Las otras pruebas difundidas por el FBI en la rueda de prensa eran mera coreografía. Exhibieron los textos de las cartas que acompañaban a las esporas. En ellas podían leerse frases del género “Alá es grande” y “Muerte a Estados Unidos”, algo irrelevante. En realidad, gracias a estas frases, la postura del FBI había empezado a estar clara a partir del 26 de octubre cuando, a través del Washington Post, ésta agencia federal filtró la sospecha de que no existían terroristas extranjeros tras las cartas con ántrax. En efecto, las frases estaban redactadas en un correcto inglés-americano y, por lo demás, la caligrafía no denotaba rasgos propios de quien está habituado a escribir en caracteres árabes.
Hasta ese momento, el dogma establecido en la mitología del 11 de septiembre implicaba, obligatoriamente, pensar que Iraq o Al Qaeda, o ambos en comandita, estaban tras el bioterrorismo. El mismo día en que el FBI, a través del Post excluía la presencia de terroristas extranjeros, el Departamento de Estado recordaba que sólo EE.UU., Rusia e Iraq estaban en condiciones de fabricar esporas tan sofisticadas. Lo cual era, manifiestamente falso. El 4 de diciembre el FBI respondía difundiendo el perfil de la persona que podía enviar el ántrax: científico, con acceso a la fuente de ántrax y con conocimientos y tecnología suficiente para refinarlo. Pero no era solo el FBI quien había decidido romper la baraja y evidenciar que todo era una conspiración interior. Los medios científicos no iban a la zaga. Es difícil callar a todo un pueblo. El diario La Razón del 25 de octubre sacaba a colación las declaraciones de Barbara Hatch Rosenberg, prestigiosa bióloga molecular de la Universidad de Nueva York que elaboró un informe sobre las esporas de ántrax, en el que se aseguraba que una persona que trabaja para el gobierno o que tiene contactos con funcionarios, había sido responsable de los ataques. La doctora Rosemberg añadía: “Toda la información disposible lleva a pensar lleva a pensar en un laboratorio del gobierno como la fuente, bien del ántrax, bien de la fórmula para pulverizarlo”. La doctora era tajante en un punto: “Sólo existe un país capaz de desarrollar los medios para hacer armas biológicas”. Y ese país era EE.UU. Pocos días después, el FBI lanzó otro rumor a través del mismo diario: Serían activistas ultraderechistas norteamericanos los que estarían tras la campaña. En 1998 se produjo un extraño episodio de compra de esporas de ántrax por un militante ultra, luego… Esa pista se vertió en los medios pero no produjo el efecto deseado. Faltaba el móvil; por lo demás, era difícil concebir a ultras norteamericanos, católicos y evangélicos, escribir en el interior de los sobres “Mueran los EE.UU.” (ellos tan patriotas) o “Alá es grande” (ellos tan cristianos)… La carta de los ultras era una salida fácil: se evitaba la posibilidad de que el ántrax fuera la excusa para otra aventura exterior y, al mismo tiempo, se exoneraba a los funcionarios del gobierno de ser responsables del ataque biológico. La opinión pública norteamericana acogió la filtración con escepticismo y nadie volvió a insistir nunca más en ella.
Y es que la campaña del ántrax había tenido un efecto colateral en la opinión pública: en una encuesta publicada el 20 de octubre de 2001, el 53% de los norteamericanos pensaban que las autoridades federales y locales no habían hecho lo necesario para prepararse contra un ataque biológico. Y eso era negativo para la credibilidad del gobierno y para la posible reelección de Bush. La creación de la psicosis había ido demasiado lejos; la cuerda se estaba tensando demasiado. Si la campaña de ántrax se inició para cubrir la crueldad de los bombardeos, ahora se corría el riesgo de que el gobierno perdiera credibilidad y pareciera incapaz de asegurar la protección del pueblo americano.
Cada vez más, las sospechas planeaban sobre funcionarios del gobierno. De nada servían informaciones no contrastadas por otras fuentes que las del Pentágono (es decir, fuentes indignas del más mínimo crédito y especializadas en la intoxicación informativa) según las cuales, se habían encontrado en Afganistán 40 bases de armas químicas… una vez más, los genios de la intoxicación informativa no eran capaces de explicar cómo era posible que ningún talibán aventajado hubiera hecho uso, in extremis, de alguna de estas armas. El enemigo es “malo” por que posee armas de destrucción masiva, pero también es “tonto” por que los “buenos” las capturan antes de que sean capaces de utilizarlas. La información, publicada el 28 de noviembre, debe considerarse como otro intento de desviar la cuestión del ántrax hacia Afganistán. Vale la pena recordar que esas informaciones eran vertidas en los días más duros del bombardeo de Kandahar cuando ya se tenían datos suficientes de que se habían producido “daños colaterales” de consideración entre la población civil. Además, estaba reciente la muerte de una anciana de 94 años, Ottilie Lundgren, quinta víctima mortal del ántrax. A despecho de todos los informes de los especialistas, incluso en una fecha tardía, el 20 de noviembre de 2001, el Subsecretario de Estado afirmaba que EE.UU. se preparaba para acusar públicamente a Corea del Norte, Iraq, Irán, Libia y Siria de fabricar armas biológicas, entre ellas ántrax. Se aseguraba que Iraq “ha desarrollado, producido y almacenado precursores y armamentos paragüera biológica”. Decididamente, el gobierno parte de una presupuesto básico: que el pueblo de los Estados Unidos carece del más mínimo espíritu crítico y de nula capacidad de análisis. Por que la cuestión no es que el Iraq o en Marte se fabricaran armas bacteriológicas, sino que la epidemia de ántrax partía de laboratorios norteamericanos.
Resumamos el estado de la cuestión:
- a partir del 10 de octubre, a un mes de los atentados, EE.UU. es víctima de una ola de pánico provocada por la recepción de sobres de correo que contenían esporas de ántrax. Mueren 5 personas.
- Estos envíos generan una oleada de psicosis colectiva en los EE.UU. que relega a segundo plano la campaña de bombardeos de terror sobre Afganistán.
- El Departamento de Estado presenta esta campaña como relacionada con los atentados del 11 de septiembre, es decir, con Bin Laden, Afganistán e Iraq. Ni una sola prueba avala esta teoría.
- El FBI y medios científicos y académicos americanos recuerdan que este tipo de esporas solo pueden fabricarse en laboratorios del Gobierno de los EE.UU.
- Tras esta denuncia, la campaña cesa.
Resulta difícil extraer otra conclusión más que considerar el episodio del ántrax como una nueva fase de la guerra psicológica emprendida por el mismo grupo de poder responsable de los atentados del 11-S.
© Ernest Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen